25 de junio de 2022

Teología del capitalismo

Muchos –si no todos– los que hayan leído el título de estas líneas habrán pensado: “¿Teología del capitalismo? Eso es una contradicción en los términos, algo así como sonoridad del silencio o la frialdad del fuego”. Puede. Pero hay algunos oximorones que, además de ser una licencia poética, son reales, al menos en cierto sentido. San Juan de la Cruz, en su “Cántico espiritual” nos habla de

“la música callada,

la soledad sonora”.

Muchos hemos sentido la música de las esferas en la soledad callada de la oración. Pero, por si esto fuera poco, en el siglo XX, hemos tenido que soportar la “teología de la liberación”, de inspiración marxista, que asoló a una parte de la Iglesia, que ha dejado sus huellas en la Doctrina Social de la Iglesia y cuyos ramalazos están llevando al desastre a casi toda Hispanoamérica. Siendo así, la pregunta subsiste: ¿Puede haber una teología del capitalismo? Y la respuesta que doy es un rotundo sí. Eso es lo que intentaré justificar, desde distintos ángulos, en las siguientes páginas.

Si voy a hablar de teología, parece evidente que debo empezar por las Escrituras:

Justo al principio de la Revelación judeo-cristiana, en el capítulo 1 del Génesis, Dios dice al hombre, todavía antes de su caída en el pecado: “ ‘Hagamos a los hombres a nuestra imagen, según nuestra semejanza, para que gobiernen sobre los peces del mar, las aves del cielo,  los ganados, las bestias salvajes y los reptiles de la tierra’ […] Y los bendijo Dios diciéndoles:  ‘Creced y multiplicaos, llenad la tierra y pastoreadla[1]; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven por la tierra’. Y añadió: ‘Os entrego todas las plantas que existen sobre la tierra y tienen semilla para sembrar y todos los árboles que producen fruto con semilla dentro os servirán de alimento’ ” (Génesis 1, 26-29).

Creo que aquí hay tres puntos de la máxima importancia:

El primero es que Dios hace al hombre a su imagen y semejanza. El segundo es que le dice que crezca y se multiplique, que llene la tierra. En tercer lugar, le pone al mando de toda la creación para que, usando su inteligencia, ésta le sirva de sustento pastoreándola, es decir, le hace co-creador con Él. Todos estos mandatos, dados antes de la caída del hombre, eran livianos, pues se realizaban sin esfuerzo, en nombre y por delegación de Dios. Esto lo refrenda también el salmo 8 cuando dice: “Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te cuides. Lo hiciste inferior a un dios, coronándolo de gloria y esplendor; le diste el dominio sobre la obra de tus manos, todo lo pusiste bajo sus pies: rebaños y vacadas, todos juntos y aún las bestias salvajes, las aves del cielo, los peces del mar y todo cuanto surca las sendas de las aguas”. (Salmo 8, 5-9)

Pero inmediatamente después llega la rebelión del ser humano, el querer hacer todo en su propio nombre, el “non serviam”; y el desorden se apodera del hombre y del mundo. Pero los mandatos no son revocados en ningún momento. Lo que sí ocurre es que su cumplimiento se transformará en duro, arduo y sacrificado: “A la mujer le dijo: ‘Multiplicaré los dolores de tu preñez, parirás tus hijos con dolor’ ”. (Génesis 3, 16) Y, “Al hombre le dijo: ‘[…] maldita sea la tierra por tu culpa. Con fatiga comerás sus frutos todos los días de tu vida. Ella te dará espinas y cardos […] Con el sudor de tu frente comerás el pan’ ”. (Génesis 3, 17-19).

Así, el ser humano sigue siendo imagen y semejanza de Dios, sigue dotado de inteligencia y voluntad, sigue siendo libre, a pesar del mal uso que ha hecho de este don divino, sigue teniendo que crecer y multiplicarse, y llenar la tierra, sigue siendo co-creador con Él. Pero eso ya no será gratis. Se verá sometido a la dureza de la vida, a la ley de la escasez. Tendrá que seguir usando su libertad, su voluntad y su inteligencia, que son los dones irrevocables que hacen al ser humano distinto del resto de la creación y a semejanza de Dios. Tendrá que conjugar con esa libertad, voluntad e inteligencia tres variables. 1ª Llenar la tierra. 2ª Ser capaz de comer de ella, lo que significa también liberarse cada vez más de la tiranía de la naturaleza y, 3ª Pastorear, o sea cuidar, los recursos que ésta le da. No es este el lugar para describir cómo Dios, a pesar de todo, le promete su asistencia, le dice que no le dejará solo. Y, en esas estamos.

Vayamos ahora al resto del Antiguo Testamento. En el Antiguo Testamento no hay ni una sola condena a las riquezas. Sí que las hay, y muy duras, a la forma de conseguir ilícitamente esas riquezas, a la obligación moral de los ricos de atender las necesidades de los más pobres y a la avaricia y/o idolatría de las riquezas. Un ejemplo significativo es la salida del pueblo judío de Egipto, tal y como lo cuenta el Éxodo. El pueblo judío sale de Egipto cargado con el oro que le ha dado el pueblo egipcio para que se vaya. Pero ese dinero es considerado como una bendición. Sólo se convierte en maldito, cuando se usa ese oro para construir un becerro, un ídolo, es decir, cuando se idolatran las riquezas. Sí que hay, muchos pasajes que van en el sentido de que la riqueza, si no es injusta, es considerada como un bien, incluso como un don de Dios. Por poner una piedra de toque, el Salmo 112 (111) dice: “Dichoso el que honra al Señor y se complace en sus mandamientos; […] Abundarán las riquezas en su casa”. Y Proverbios (13, 22): “El hombre bueno deja herencia a los hijos de sus hijos; el pecador amasa bienes para el justo”. Y el mismo libro en (22, 4): “Si eres humilde y honras al Señor, tendrás riquezas, vida y honor”. Tanto Abraham como Isaac o Jacob fueron hombres ricos. Se ve que las riquezas no son malas. Puede ser mala la actitud del hombre hacia ellas.

Saltemos ahora a la doctrina de Jesucristo, descrita e interpretada en el Nuevo Testamento. Cristo recoge y enfatiza la perversión de las riquezas injustamente adquiridas, la obligación moral de la atención a los necesitados y la perversión de la idolatría del dinero. Condena la servidumbre al dinero: “Ningún criado puede servir a dos amos, pues amará a uno y aborrecerá a otro, o será fiel a uno y despreciará a otro. No podéis servir a Dios y al dinero”. (Lucas 13-14) Qué sea servir al dinero es algo que forma parte de la conciencia de cada uno, no de la cantidad de dinero que tenga, siempre que se haya ganado honestamente. Pero no hay ni una sola condena a la riqueza en sí misma, sino al uso, obtención y actitud ante la misma. Cierto que hay a un personaje al que le dice (Mateo 19, 21) “Si quieres ser perfecto, ve a vender todo cuanto tienes, dáselo a los pobres, y así tendrás un tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme”. Pero ese extremo de atención a los necesitados no es extensivo a todo el mundo. Los motivos por los que Cristo pidió eso a este personaje especial forman parte del misterio de la llamada específica de Cristo a cada ser humano. La parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro (Lucas 16, 19-31), que pone a aquél en el infierno, no lo hace por ser rico, sino por despreciar al pobre Lázaro. El propio Jesús era amigo de la familia de Lázaro (nada que ver con el Lázaro pobre de la parábola citada anteriormente), Marta y María, de José de Arimatea, de Nicodemo, todos ellos ricos. Casi todos los exégetas coinciden en que Zebedeo, el padre de Santiago y Juan, era un empresario de la pesca que, además de tener pesquerías, distribuía pescado por todo Israel. Dicen muchos exégetas del Evangelio que el discípulo que consigue que Pedro entre en casa de Caifás durante el juicio de Jesús, no era otro que Juan, hijo de Zebedeo, que conocía a personas de la casa de Caifás porque su padre era proveedor de esa casa. En otra parábola, de la que hablaré dentro de un rato, Jesús recomienda que si no se hace producir el dinero, por lo menos se deje en el banco para recibir los intereses, y no parece que de ninguna forma condene esta actividad crediticia con intereses. Entra dentro de lo probable que el propio José, padre putativo de Jesús, y con el que éste trabajó treinta años, fuese un pequeño empresario de la construcción. En Mateo (13, 55) y en Marcos (6, 3) –escritos ambos en griego– se refieren respectivamente al oficio de su padre y al suyo propio como τεχτων (tectón) que en griego significa constructor. La traducción del griego de la palabra tectón por carpintero es un error. San Pablo, según se nos dice en los Hechos de los Apóstoles y en sus propias cartas, también tenía seguidores ricos. Una de ellas es una mujer, llamada Lidia, que se dedicaba al comercio de la púrpura, es decir, era empresaria (Cfr. Hechos 16, 14). Sería interminable enumerar todos los seguidores de Cristo o de sus discípulos que fueron ricos y tenían negocios, sin vender su alma ni a su riqueza ni a sus negocios.

Pero quiero referirme específicamente a una parábola y a un episodio de la vida del propio Jesús. La parábola es la conocida como la de los talentos, que, con pequeñas variantes nos cuentan Mateo (25, 14-30) y Lucas (19, 11-27). No voy a contar esta parábola porque la doy por sobradamente conocida. Sé que esta parábola se refiere a los talentos como dones de todo tipo dados por Dios, para decirnos que debemos utilizarlos, ponerlos en juego y multiplicarlos. Las palabras finales de Jesús con el siervo que no hace eso, no pueden ser más duras: “¡Siervo malvado y perezoso! […]. Deberías haber puesto mi dinero en el banco, y al volver yo, habría retirado mi dinero con los intereses. Así que quitadle a él el talento y dádselo al que tiene diez”. Pero la riqueza es también uno de esos dones que Dios nos da y, por lo tanto, también a éstos se refiere la parábola y también éstos deben ser utilizados, puestos en juego y multiplicados si no queremos ser increpados por Dios. Cuando nos referimos a la riqueza, esto se llama multiplicar la riqueza.

El episodio de la vida de Cristo al que quiero referirme es al llamado milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Jesús realizó dos veces ese milagro. Mateo y Marcos cuentan las dos. Lucas y Juan, sólo una. Así que, en total, este milagro se cuenta, con pequeñas variantes, seis veces. Ningún otro hecho de la vida de Jesús se cuenta tantas veces. Tampoco voy a contarlo yo ahora, porque también lo doy por sobradamente conocido. Pero sí hay dos detalles previos al milagro que quiero señalar.

El primero lo cuentan Mateo, Marcos y Lucas en su primera multiplicación. Cuando sus discípulos le dicen que cómo van a dar de comerá a tante gente con las escasísimas provisiones que tienen, Jesús les dice: “Dadles vosotros de comer”. No es difícil imaginar la perplejidad de sus discípulos ante tal pretensión. Después, Jesús, hace el milagro de la multiplicación.

El segundo nos lo cuenta Juan. Cuando Jesús les pregunta de dónde podrían sacar cosas para dar de comer a la muchedumbre, Andrés le dice: “Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es esto para tanta gente?”.

Si hemos de creer que detrás de estas seis narraciones hay una lección de Jesús para la posteridad, de este milagro y de estos dos detalles se pueden desprender dos cosas. Primera: Que Jesús no va a hacer el milagro todos los días para alimentar a la humanidad[2] –a la que, sin duda, representa la muchedumbre– y que, por lo tanto, el milagro de la multiplicación lo tendremos que hacer los seres humanos, no de la misma forma que Jesús, sino con nuestra inteligencia y nuestra voluntad. Segunda: Que poner los bienes que uno tenga a producir es una cosa encomiable. El muchacho de que habla Andrés podría haber dicho que sus panes y sus peces eran suyos y que perderlos inútilmente era una estupidez. Y la verdad es que tendría razón. Pero si no los hubiese puesto en juego, no hubiese habido milagro. Punto.

Hasta aquí las Escrituras. Creo que si voy a hablar de la teología del capitalismo era imprescindible este mínimo paseo por ellas. Por supuesto, se podría escribir un tratado sobre lo que las escrituras dicen sore la riqueza, su uso, la obligación de la ayudar con ella a los necesitados, su utilización, sus peligros, la avaricia de ellas, etc., etc., etc. Pero no es ese el objeto de estas líneas. Así que dejo aquí este paseo. Por supuesto, de ninguna manera caeré en la ingenuidad de pensar que de las escrituras se desprende directamente el apoyo al capitalismo ni a ningún sistema económico. ¡Estaría bueno! Pero sí que pretendo mostrar que el modelo económico que mejor se adapta a ellas es el capitalismo.

Empiezo por decir algo que considero muy importante. Cuando me he referido al capitalismo en las líneas anteriores, he evitado, a propósito, utilizar el término sistema aplicado a él. Por la sencilla razón de que el capitalismo no es un sistema. Sí lo son todos los demás sistemas económicos. Lo ha sido el mercantilismo de los estados absolutistas de los siglos XVI y XVII, como lo han sido los socialismos utópicos de Fourrier, Saint Simon u Owen o el marxismo de Marx o el distributismo de Chesterton y Belloc. Aun admitiendo –lo que para algunos sistemas es mucho admitir– la buena voluntad de sus ideólogos, todos los experimentos económicos que se han aplicado en la historia, como el mercantilismo o el marxismo, han resultado en fracaso económico, pobreza, estancamiento y tiranía. Demos gracias a Dios de que los falansterios de Fourrier o el distributismo de Chesterton, se hayan quedado en meras elucubraciones. Porque los experimentos sociales que pretenden, bajo el diseño y la batuta de unos pocos seres humanos, traer una utopía al mundo, no pueden acabar en otra cosa que no sea hambre, miseria y tiranía. El capitalismo no es así. Ni es un experimento social ideado por un pequeño grupo de ideólogos visionarios, ni busca ninguna utopía. Es el estadio actual de un proceso evolutivo de las necesidades materiales del hombre con su libertad, su inteligencia, su voluntad, su espíritu de superación y, también, claro, con el pecado que habita en el corazón humano caído. Este proceso evolutivo empezó cuando el primer ser humano cambió con otro un hacha de piedra que le sobraba por una estatuilla que él no sabía hacer, en vez de arrebatársela por la fuerza al otro. Desde ese día, las circunstancias de cada momento, siempre cambiantes, han ido orientando esa evolución. Sería largo describir ese camino, pero hay una cosa clara: A pesar de las dificultades que ha experimentado, muchas veces impuestas por poderes fácticos, ha ido evolucionando hasta ser lo que es hoy. Y con avances y retrocesos, éstos causados generalmente por esos poderes fácticos, está haciendo que la humanidad satisfaga cada vez mejor sus necesidades de subsistencia, de ocio y de cultura. Y el capitalismo de hoy no tiene mucho que ver con lo que era ese proceso hace trescientos años –al que nadie llamaba capitalismo– ni con lo que será dentro de otros doscientos –al que no sé cómo llamaremos. No se llamará capitalismo, pero será fruto de la evolución de lo que hay ahora. Y, si los poderes fácticos no lo ahogan, será mejor que lo que hay ahora. No es, ni lo será nunca, un fruto perfecto y terminado. Como la propia humanidad, estará siempre en camino. Pero cada vez hará realidad para más gente –“creced y multiplicaos”– el “dadles vosotros de comer”. Y lo hará multiplicando la riqueza –como en el milagro de Jesús– a base de utilizar los recursos escasos existentes de las personas que están dispuestas a ponerlos en juego –como los pececillos y los panes del muchacho del milagro–. Y, gracias a la tecnología, lo hará pastoreando la tierra, no esquilmándola. No voy a hablar ahora de esto, pero tengo algunas cosas escritas al respecto. El gran problema es que, al mirar los logros del capitalismo, en vez de comparar la situación actual con las de hace cincuenta, cien, ciento cincuenta, doscientos o mil años y quedarnos sobrecogidos del asombro, damos todos esos logros por descontados, la comparamos con la utopía inalcanzable a la que todos nos gustaría que llegase la humanidad. Con la utopía que han intentado alcanzar por asalto todos los sistemas que han fracasado estrepitosamente. Y, absurdamente, se le echa la culpa al capitalismo de que la humanidad no esté ya instalada en esa utopía. “We want it all, and we want it now”. ¿Puede haber un juicio más infantil e inmaduro? Me parece que no. Mientras tanto, el capitalismo, en vez de intentar construir una torre de Babel que tome el cielo por asalto, sigue subiendo humildemente, peldaño a peldaño, mientras es vilipendiado, una escalera que va construyendo a medida que la sube, hacia una azotea que todavía no existe. ¡Altius! ¿Puede haber un vilipendio más injusto?

Vamos al egoísmo y la avaricia. Hay mucha gente que acusa al capitalismo de basarse en el ánimo de lucro y que de ahí vienen el egoísmo y la avaricia. No cabre duda de que el capitalismo se basa en el ánimo de lucro. Pero identificar el ánimo de lucro con la avaricia y el egoísmo es una tremenda tontería. La avaricia y el egoísmo forman parte de la naturaleza humana desde su caída. No creo que haya apenas nadie en el mundo que no tenga ánimo de lucro, es decir, ánimo de vivir mejor, de tener más y mejores medios de subsistencia y de disfrute. Si alguien que esté leyendo estas líneas dice que no tiene ese ánimo, es que está ciego para analizarse a sí mismo. Pero el sano ánimo de lucro es una virtud. Ahora bien, ¿puede el ánimo de lucro degenerar en egoísmo y avaricia? Por supuesto que sí. Toda virtud, y el ánimo de lucro puede ser una de ellas, puede degenerar en un vicio. Los pecados capitales no son otra cosa que virtudes degeneradas, apetitos desordenados de cosas de suyo buenas. Decir que la virtud tiene que degenerar siempre en vicio no es propio de gente inteligente.

Pero consideremos por un momento el carácter de un avaro. Un avaro acapara sus bienes, guardándolos a buen recaudo, evitando usarlos. A menudo viviendo miserablemente para no gastar su caudal. Molière lo retrató perfectamente en su obra de ese título. Esa es precisamente la antítesis del ánimo de lucro y de la empresa. El empresario, para satisfacer ese ánimo de lucro no guarda su dinero en la caja fuerte. Al contrario, lo pone en juego porque piensa que haciendo por un precio razonable, cosas que la gente necesite y aprecie, y haciéndolas tan bien o mejor que cualquier otro, podrá ganar dinero. Si así lo hace, ganará dinero. En caso contrario lo perderá. Esto es lo contrario de la avaricia. Es poner los panes y los peces al servicio propio y de los demás, como el muchacho del Evangelio.

Porque el ánimo de lucro no tiene por qué excluir la búsqueda del bien ajeno, al que me atrevo a llamar amor. De hecho, casi nunca lo excluye por completo. A todo empresario le mueve también, en mayor o menor medida, el bien común. Posiblemente la búsqueda de su bien personal tenga más peso que la del bien común. Pero ni la búsqueda del bien personal es mala, ni creo que sea necesario elegir entre el falso dilema de uno u otro.

La famosa, y siempre malinterpretada, frase de Adam Smith de que No es por la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero por lo que contamos con alimentos, sino por sus propios intereses”, ni dice que toda la motivación del carnicero, cervecero y panadero sea puramente su propio interés, ni que todas las cosas que hagan estos empresarios nos hagan contar con buenos alimentos. El buen panadero se siente orgulloso de la calidad de su pan y le encanta ver que sus clientes se lo elogian y disfrutan con él. Y no le encanta sólo pensando en que así ganará más, le encanta también porque le gustan las cosas bien hechas, el bien común, porque es un ser humano. Considera que hacer buen pan a buen precio es un buen servicio a la sociedad. Y, con toda probabilidad, ese bien común realimentará también su bien propio. Y, por supuesto, existen malos carniceros que venden gato por liebre y trucan los pesos. Porque en el ser humano, efectivamente, también habita la avaricia, con independencia de cómo se gane el dinero o cual sea el modelo económico en el que viva. Pero a la larga, apuesto a que ese mal carnicero tendrá que cerrar. Se puede engañar a pocas personas muchas veces o a muchas personas pocas veces, pero es casi imposible engañar a muchas personas muchas veces. El pecado de este mal carnicero puede manifestarse también en la explotación de las personas que trabajan para él. Un carnicero que, además de malo sea estúpido, puede ver su negocio como un juego suma 0 y pensar que cuanto más explote a sus empleados, más ganará él. Allá él. Lo cierto es que la empresa de éxito no es un juego suma 0, sino un mecanismo ganar-ganar. Un empleado que se sienta motivado por su trabajo, porque se siente razonablemente bien pagado, porque se siente tratado con dignidad y respeto, porque ve que su jefe es honesto en sus relaciones comerciales, etc., a buen seguro que rendirá más que uno que se sienta explotado. Y la empresa capitalista, a lo largo de este proceso de evolución, ha ido aprendiendo esto. Cada vez hay más empresarios que intentan con todas sus fuerzas que su empresa se parezca más a una espiral virtuosa ganar-ganar, que a un estúpido juego suma 0. Esto puede tacharse de utilitarismo, y lo es. Pero, otra vez más, el utilitarismo no tiene por qué ser excluyente de un honesto anhelo de bien común. ¡Ay de los que se consideran puros!

Porque en el corazón del cervecero habitan juntos el pecado de la avaricia –el utilitarismo no tiene por qué serlo– con el anhelo del bien común. Como decía Alexander Solschenizin en su obra “Archipiélago gulag”:

“La línea que separa el bien del mal pasa por el corazón de cada ser humano. [...] Mientras dura la vida de un corazón, esta divisoria se desplaza por él, ora reducida por el gozoso mal, ora cediendo espacio a la bondad radiante. El mismo hombre, en sus distintas edades, en distintas situaciones vitales, es un hombre totalmente diferente. Unas veces está más cerca del diablo. Otras del santo. Y su nombre no cambia, y a él se lo atribuimos todo”.

No existe institución humana que no quede embellecida por su bondad radiante o embrutecida por el mal. Ni siquiera la Iglesia que es, además de una institución humana, una obra de Dios, se libra de que el contagio del mal la afee. Por supuesto, no voy a comparar el capitalismo con la Iglesia, pero sí lo voy a hacer con otros sistemas económicos reales. Si uno ve cualquier índice que clasifique el grado de libertad económica de los países y lo compara con el índice de corrupción, verá que hay una correlación claramente negativa –aunque, por supuesto, no exacta– entre libertad económica y corrupción. Si uno ve la herencia que han dejado tras de sí los países que han soportado el comunismo o la realidad de los que todavía lo soportan, quedará espantado. Qué decir se el sistema económico del Islam, si es que tiene algún sistema económico. Por otro lado, la única esperanza de que los países anclados en la pobreza salgan de ella es que el proceso evolutivo del capitalismo funcione también en ellos. Si no lo hace, no es por el propio capitalismo, sino por culpa de los tiranos que los gobiernan, que ven en el progreso económico de sus súbditos un peligro para su poder y para su enriquecimiento ilícito. Esto hace que no pongan ningún medio que garantice la seguridad jurídica que permitiría a esos países salir de la pobreza en una o dos generaciones. Pero, desde luego, la culpa de su pobreza no la tienen ni Amancio Ortega, ni Juan Roig, ni Jeff Bezos o Larry Page por ser ricos. Únicamente al capitalismo se puede atribuir el mérito de que, por primera vez en la historia de la humanidad, el porcentaje de los seres humanos que viven por debajo del umbral de la pobreza extrema, haya bajado del 10%. Y todas las previsiones indican que seguirá bajando. Como lo hace la mortandad infantil. Como se extiende el acceso a la educación de masas cada vez mayores, como… etc., etc., etc. Por supuesto, esto no es suficiente, jamás deberíamos caer en la autocomplacencia, pero menos aún en el autoflagelo. No es de personas ni maduras ni inteligentes lo de “I want it all, and I want it now” del que he hablado más arriba. Dios ha querido que la historia sea un proceso, no un punto final desde el principio. Puede decirse que el capitalismo está siendo un instrumento para hacer cada vez más realidad el desiderata del destino universal de los bienes. Me atrevería a decir que es un instrumento de la Providencia divina.

Por último, quiero decir algo sobre la obligación moral de satisfacer las necesidades materiales de los más necesitados. Los países capitalistas están a la cabeza en lo que se refiere a la existencia de ONG’s, fundaciones, etc. de todo tipo destinadas a aliviar esas necesidades. En ningún otro modelo económico ha habido mayor protección para los parados, jubilados, impedidos por cualquier hándicap, que la que hay en el capitalismo. Nunca. ¡Jamás!

Lo malo es que el afán de crear un estado monstruoso que sea providencia para todos, necesitados o no necesitados, que se auto realimenta en el crecimiento descontrolado de su gasto, con un alto grado de despilfarro de contenido ideológico, de déficits, de impuestos desorbitantes y de deuda pública inaudita, soportada por manipulaciones intolerables del dinero en circulación, puede frenar o, incluso involucionar esta evolución, con consecuencias trágicas para la humanidad.

Como conclusión, creced y multiplicaos, llenad la tierra, dadles vosotros de comer, poned en juego vuestros panes y peces, son mandatos teológicos que la humanidad sólo se aproximará a servir o satisfacer, paulatinamente y nunca al 100%, por el proceso evolutivo que ha creado el capitalismo. Así pues, sí: el capitalismo tiene una base teológica.

Acabo estas páginas con una pregunta y una petición. La pregunta la hago en general. La petición se dirige a los sacerdotes que puedan leer estas líneas y a los feligreses que puedan instar a los sacerdotes de sus parroquias.

La pregunta: En las peticiones que se hacen en la Misa tras la homilía se reza por todo lo que se mueve: Periodistas, profesores, agentes de la circulación, trabajadores con apellidos; del campo, de la pesca, de la industria, etc, médicos y, por supuesto, políticos y gobernantes. Y me parece magnífico que se rece por todos ellos. Yo me siento incluido en alguno de esos colectivos y lo agradezco sinceramente. Pero hay un estamento por el que no se reza nunca. Son los empresarios y los directivos de empresas. Parece como si rezar por ellos pudiera ser sintomático de apoyar al perverso capitalismo. ¿Por qué no se reza por ellos? ¿No son dignos? ¿No lo merecen? ¿No lo necesitan? Un día se lo pregunté a un sacerdote de la iglesia a la que suelo ir a Misa. Su primera reacción fie de: “¡Anda!, ¡es verdad¡” Sólo le faltó el ‘coño’ al final de la primera exclamación. Pero en seguida se rehízo para rebatirme. “Están incluidos en gobernantes y trabajadores”. Naturalmente, no me puse a discutir con él, pero ni que decir tiene que no estoy de acuerdo. No soy ni empresario ni directivo de empresa (aunque esto último lo he sido). Pero soy profesor de jóvenes (y no tan jóvenes) que se preparan para la profesión de directivos y tengo hijos directivos y empresarios. ¿Es que aspiran a, o tienen una profesión que no es digna de que se rece por ellos?

La petición: Me digo, ¿No podrían los sacerdotes, al menos una vez al año, hacer una monición del estilo de: “Señor, te pedimos por los empresarios y directivos de empresa para que les preserves del pecado de la avaricia y les des tu luz y tu inteligencia para crear y dirigir empresas que hagan produzcan bienes útiles, creen puestos de trabajo y hagan un bien a la sociedad”?. Con qué alegría contestaría: “¡¡¡¡Te rogamos, óyenos!!!!”

 



[1] Un amigo mío, buen conocedor del hebreo, lengua original en el que fue escrito el Génesis, me dice que la traducción habitual de sometedla es incorrecta. Que es mucho más correcta la traducción “pastoreadla” רועה.

[2] Ciertamente, el milagro diario que sí hace Jesús es el de multiplicar su cuerpo en la Eucaristía. Pero Jesús rara vez perseguía un solo objetivo con sus milagros. Siempre tenían dos vertientes, una espiritual, la más importante, pero también otra material, que no puede ser desdeñada por ser menos importante.

17 de junio de 2022

El Evangelio escondido de Matajj, Capítulo XX; Bautizando en el Jordán

 CAPÍTULO XX

BAUTIZANDO EN EL JORDÁN

A la mañana siguiente, cuando nos levantamos, poco después del alba, Jesús ya estaba en pie, aparentemente fresco, como si hubiese descansado plácidamente durante toda la noche. El servicio, dirigido por Marta, que también estaba despierta, había preparado un excelente desayuno. Junto a Jesús estaban Simón y un Nicodemo ojeroso que había venido justo antes del amanecer para abrazar a Simón tan pronto como éste se despertase. Se les veía a ambos encantados de haber revivido una amistad que parecía a punto de morir. El último en bajar fue Lázaro que tampoco parecía haber descansado mucho. Cuando estuvimos todos, Jesús le dijo a Simón:

- Simón, muchas gracias por tu hospitalidad. Me he sentido como si estuviera en mi casa. La cena de Pésaj de anoche me ha recordado a la última que pasé con mi padre, mi madre, mis tíos y el resto de mis hermanos. ¿No os ha pasado lo mismo a vosotros, Jacob y Tadeo?

- Exactamente igual –respondió Jacob–. Ayer, en un momento, cerré los ojos y me pareció estar oyendo a tu padre, José, recitando el Hallel. –Y volviéndose a Simón–. Tu acogida ha sido algo muy especial. Gracias.

- Yo también creí ayer estar reviviendo la última Pésaj, en casa –dijo Tadeo–. Cuando Lázaro preguntó el porqué de la celebración de Pésaj, casi me adelanto yo a preguntarlo, ya que, al ser el pequeño de casa, siempre he hecho yo la pregunta, desde que tengo uso de razón, cuando estuvimos en Egipto.

- Pero rabbí –le dijo Simón a Jesús– acabas de llegar y todavía quedan por delante los siete días de la celebración de Pésaj. ¿Te vas a ir ya?

- Sí, no me queda más remedio –dijo Jesús sin dejar un resquicio a la insistencia de Simón–. No me quiero quedar al resto de la Pésaj para evitar malos entendidos y, por otro lado, he quedado con Nicodemo, antes de que vinieseis a desayunar, en que nos iba a acompañar a la otra Betania, la del otro lado del Jordán, donde Juan me bautizó hace unas cuatro lunas y, luego, hasta Galilea, antes de regresar a Ierushalom.

- Sí –reafirmó Nicodemo– quiero ver si encuentro a Juan para que me bautice.

- ¡Sólo cuatro lunas desde ese día! –exclamó José mirando a Jesús– parece como si hubiera pasado una eternidad. ¡Han pasado tantas cosas! Me parece que hace eones que te conozco. No sé cómo podía existir antes.

- Pues, querido José, todavía tendrás que ver muchas cosas más y algunas preferirías no tener que verlas, aunque, al final, todo será para bien –respondió Jesús. Y antes de que nadie pudiese preguntarle por esas enigmáticas palabras, volviéndose a Simón–. Pero se mantiene la cita. La próxima Pésaj la pasaremos juntos en Ierushalom. Yo seré el anfitrión, dirigiré el Seder y recitaré el Hallel. Tengo un año para practicar –bromeó con una sonrisa.

- Permíteme al menos, rabbí, que te provea de algunas cosas para el camino hasta Galilea –dijo Simón dirigiéndose a Jesús. Y luego, mirando a Sara–: Seguro que Sara sabrá administrarlas.

Jesús aceptó el ofrecimiento de Simón y mientras Marta, Sara, Noemí, mi madre y el servicio de la casa las preparaban, salió de la casa pidiéndonos que le esperásemos. Sin embargo yo salí con él y como no me dijo nada, le acompañé. Remontamos un poco la colina para asomarnos a ver Ierushalom desde la cresta. El sol del amanecer, a nuestra espalda, iluminaba el muro de Templo que refulgía, rojo como el fuego. Jesús dejó escapar un profundo suspiro y, dando media vuelta, volvimos a bajar a Betania. Entró en la casa, donde ya estaba todo listo.

- Y, ahora, vámonos. Tenemos un largo viaje por delante –dijo.

- Déjame acompañarte a mí también –le dijo Lázaro con voz suplicante.

- No Lázaro –le respondió con gran amabilidad, pero en un tono que revelaba la firmeza de su decisión–, lo acabamos de hablar. Acabas de recuperar a tu padre y a Marta y ellos te acaban de recuperar a ti. Tu sitio está aquí, con ellos, rezando juntos por Miriam.

Simón se acercó a su hijo y le dijo:

- Si que yo vaya ahora mismo a los sacerdotes para purificarme de la lepra hace más fácil para ti quedarte conmigo, voy ahora mismo.

- Padre –le respondió Lázaro–, sé que estás purificado, porque yo también he experimentado esa purificación. Tiene razón Jesús. Mi sitio está aquí, con vosotros, rezando juntos por Miriam.

Tras una breve despedida, nos fuimos, caminando hacia el sol, camino de la bajada por el desierto hasta Jericó. Es un camino terrible. El viento de la noche anterior se había calmado y el sol caía a plomo sobre el suelo árido que bajaba en una fuerte pendiente hacia el mar de la Sal. Era un lugar inhóspito del que parecía haber sido expulsada la vida, salvo alacranes, serpientes y algunos ralos matojos aquí y allá. Apenas había camino, porque las corrientes de agua, producidas por las lluvias torrenciales que una o dos veces al año se producían, lo borraban atravesándolo por profundas escorrentías. Cada vez que esto ocurría había que buscar nuevos senderos, con lo que jamás llegaba a consolidarse ninguno. Íbamos solos en la bajada y sólo de cuando en cuando nos cruzábamos con algún pequeño grupo que subía a Ierushalom para llegar a lo que pudiese de Pésaj, porque ese era el camino por el que se venía desde Galilea sin pasar por Samaría. Bajo un calor asfixiante y un sol de justicia caminamos todo el día, turnándonos en ayudar a Noemí, mi madre y Sara. Hicimos noche en pleno desierto. A pesar del calor intentamos dormir envueltos en nuestros mantos por miedo a la picadura de alacranes y serpientes. Creo que nadie pegó ojo. Jesús se pasó una buena parte de la noche rezando. Al día siguiente retomamos la marcha hasta llegar a Jericó. Por el camino, Jesús se puso al lado de Nicodemo, le tomó del brazo con su mano, y nos contó la parábola que más tarde Lucas, el griego, narraría en su relato como la del buen samaritano. Porque, efectivamente, el desierto era un lugar infestado de salteadores, aunque, durante Pésaj todos habían ido a Ierushalom, no por motivos religiosos, sino porque allí esperaban obtener pingües beneficios. Nicodemo pareció muy afectado por esta parábola. Cuando acabó, dijo:

- Cierto, rabbí, que amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo vale más que todos los preceptos, holocaustos y sacrificios.

- No estás lejos del Reino de Dios –le dijo Jesús, apretándole un poco más el brazo con su mano antes de soltárselo.

En Jericó, Jesús, a pesar de nuestro agotamiento, quiso que subiéramos a un alto risco que dominaba la ciudad para pasar la noche, en vez de quedarnos en el oasis en el que estaba enclavada la ciudad. Una vez allí, nos contó que en ese lugar había sido tentado por Satanás en los cuarenta días en los que ayunó tras su bautismo. Nos contó cómo le desde allí, le había hecho ver, en una alucinación, todos los reinos de la tierra y le había dicho que le pertenecían y que él se los daría si, postrado ante él, le adorase. No nos contó en ese momento ni la tentación de convertir las piedras en pan ni la de tirarse del alero del templo. Hubiese sido revelar antes de tiempo su condición de Hijo de Dios. Nos fuimos todos a dormir, agotados, dejando a Jesús, como siempre, rezando.

Al día siguiente, muy temprano, salimos hacia el Jordán. Betania, la de más allá del Jordán, está sobre la margen este del río, cerca ya de su desembocadura en el mar de la Sal. En ese vado fue en el que Jesús fue bautizado hacía unas cuatro lunas. Pero ahora estaba desierto. Él se metió en el agua y, con ella por el pecho, pareció recordar aquél momento. Pasamos allí tres días. El agua era abundante y había árboles de sombra en los que guarecerse del sol. Solo muy de tarde en tarde paraba algún grupo en dirección a Ierushalom. Nos sorprendió que alguno de los grupos nos pidiese que les bautizásemos. Era para ellos como una purificación ritual antes de Pésaj. Todos los hombres, menos Jesús y Nicodemo, nos pusimos a bautizar. El hecho de que la gente nos pidiese que la bautizásemos nos hacía sentirnos importantes. Nicodemo le pidió a Jesús que le bautizase, pero éste se negó diciéndole.

- Yo no soy el bautista. Tal vez tengas la oportunidad de que te bautice él.

Desde el vado se veía, majestuoso, el monte Nebo.

- Fue en la cima de ese monte donde murió Moisés, ¿no? –preguntó Tadeo con tono inquisitivo.

Sí –le respondió Jesús, sin hacer caso al tono de Tadeo– en el pico más alto del monte, en el Pisga.

Pero no pudo entrar en la Tierra Prometida, ¿no? –el tono de Tadeo rozaba el reproche

- ¿No fue una injusticia de Elohim no permitir a Moisés entrar en al Tierra Prometida? –preguntó Tadeo con una voz en la que asomaba la indignación.

- No te indignes ni cuestiones la justicia de YeHoVaH, Tadeo. Él ES –y remarcó la palabra ES– la justicia misma. No puede haber injusticia en Él. Pero sus caminos no son nuestros caminos. De todas maneras, Tadeo, llegará el día, que no es hoy, en el que te lo explique –y su voz adquirió un tono tierno a la vez que solemne al decir esto.

Pasados unos días, Sara se acercó a Jesús y le dijo que no quedaban provisiones más que para dos o tres días más. Parecía como si esto hubiese hecho que Jesús diese la orden de marcha. Pero la verdadera razón es que habían venido fariseos y saduceos desde Ierushalom para vigilarnos.

- Vámonos –dijo–, hay otras gentes en Galilea que nos esperan.

Y, aunque un poco de mala gana, porque en Betania del otro lado del Jordán se estaba muy bien y le habíamos cogido el gusto a ser bautistas y no sabíamos de la escasez de alimentos, levantamos el campo y echamos a andar río arriba. Nuestros espías nos seguían de lejos.

12 de junio de 2022

Sobre la trinidad de Dios: Un paseo por la geometría y las matemáticas

Este domingo es el domingo de la Trinidad. Eso de la trinidad es algo que a mucha gente, a mí también antes, les parece en primer lugar, lioso; ¿cómo puede ser verdad esa chorrada ilógica de ser tres y uno al mismo tiempo? Y en segundo lugar: ¿Qué importa si las personas son sólo una 3, 5 o 18? ¿Para qué tanta pérdida de tiempo en pensar en eso? ¿Qué tiene que ver con mi fe –en el caso de los que la tienen, los demás, pasan millas? Bueno, pues ahí van mis reflexiones al respecto. Van en orden inverso al de más arriba. Empiezo por la segunda que es lo importante. Porque si esto es irrelevante, para qué más? Estas refñexiones son, tal vez, un poco complicadas. Pero lo importante no son las reflexiones, sino la maravilla del Dios Trinitario que celebramos hoy.

2º Y, eso de la Trinidad, ¿para qué sirve?

Muchos cristianos –yo hasta hace unos años– se preguntan: ¿merece la pena tanto lío por eso de que si Dios es sólo uno o, es también tres sin dejar de ser uno, etc? La verdad es que sí. Aristóteles, sin ser, evidentemente, cristiano –vivió varios siglos antes de Cristo– ni creyente en un Dios personal, sí había llegado a la necesidad de una causa primera para el cosmos –no una creación, pues creía en un cosmos eterno– pero sí en una primera razón causal. Así llegó a concluir que era necesario una especie de Dios impersonal, primera causa incausada, motor inmóvil, arquetipo de los trascendentales Verdad, Bondad, Belleza y Unidad, como quiera que se le llamase. Pero se devanaba los sesos pensando por qué ese Ser impersonal, fuente de toda perfección se molestó en ser la causa del cosmos. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué puede llevar a un Ser perfecto a causar algo si no lo necesita? Y se devanaba los sesos sin poder responder Esta sinrazón descorazonaba a una mente como la suya. Santo Tomás nos dice: “Qué angustias no sufrieron de una y otra parte aquellos preclaros ingenios”. Aristóteles se hubiese alegrado de caer en la cuenta de esa razón: El amor. Dios tiene amor. Pero si es la causa primera de todo y tiene amor, tiene que ser amor. Aristóteles, que no supo encontrar en el amor la razón de la causa primera para causar, la premisa mayor de todo silogismo, el Logos que diese sentido al universo, sí supo descubrir la Verdad, la Bondad y la Belleza como atributos trascendentes del ser. Pero Dios no podría ser amor si fuese un ser solitario, aunque sea un ser personal. El amor es relación, implica la existencia de varias personas. El amor requiere la Trinidad, el mínimo común múltiplo de dos personas y una relación personificada, sin pérdida de la Unidad, atributo trascendente del ser. Para ser Creador, Dios tiene que ser eso que alguien llamó el palpitar del flujo de las Personas y el reflujo de la Unidad en una eterna marea. Al pensar esto, se me vino a la cabeza la imagen de que la Creación era como una especie de poso que ese flujo y reflujo de mareas de amor dejaba en la orilla. Si uno ve lo que las mareas marinas dejan en la orilla no verá sino una mezcla caótica de algas, piedras y otros desechos, naturales o artificiales. Pero no cabe duda de que es ese flujo y reflujo el que ha creado la playa. No obstante, la comparación obvia una cosa esencial. Lo que las mareas marinas dejan en la playa no es más que algo aleatorio y caótico. La Creación, al contrario, presenta un orden exquisito e investigable por la inteligencia humana. Porque, a diferencia de las mareas marinas, que arrastran al azar lo que pillan, las Mareas Divinas son mareas de amor y ese amor se manifiesta, entre otras formas, en un orden que llama a gritos a la necesidad de una inteligencia creadora y pide investigación. ¿Se imagina alguien que tras un número de mareas, con sus flujos y reflujos, apareciese un mensaje inteligible escrito en la arena? ¿O un castillo de arena? ¡Pues en la Creación por amor, sí aparecen mensajes y castillos!

Esto no lo sabemos por la filosofía sino por la Revelación, pero cuadra a la perfección con la razón filosófica. Como cuadra un balance bien hecho. Tan bien que la filosofía cobra sentido a su luz. Tan bien que sólo esto puede ser la premisa mayor de cualquier cadena de silogismos que tengan sentido. Dios quiso crear al hombre, con su inteligencia, gratuitamente, por amor. No cabe otra solución sensata al jeroglífico. Ese es el por qué. ¿Y el para qué?


La respuesta casi cae por su peso. Para que ese ser humano, al que creó por amor, fuese feliz buscándole, encontrándole, conociéndole, amándole y uniéndose a Él por ese amor. Para esto le regaló la inteligencia que implica la capacidad de buscar la Verdad, la Bondad y la Belleza. Pero la inteligencia, sin libertad es inútil, como la libertad, sin inteligencia, es errática. Y ambas, inteligencia y libertad, sin voluntad, son impotentes. Por eso, ese Dios creó el universo por amor, para poner en él al ser humano, al que regaló la inteligencia y dotó también de libertad y voluntad. Una inteligencia mucho más potente de la necesaria para la mera supervivencia. Una inteligencia trascendente, única en la creación, capaz de asomarse fuera de los límites del universo. Una inteligencia capaz de descubrir la Verdad, hacer el Bien y contemplar la Belleza. Una inteligencia capaz, a su vez, de recibir su amor, de devolverle ese amor. Y, gracias a la Trinidad de Dios, esa contemplación, esa participación en el Amor divino, la haremos desde dentro, no desde fuera. Porque una de las Personas de esa Trinidad se ha hecho uno de nosotros, para que podamos estar dentro de ese misterio de Amor y que la corriente de Amor entre Padre e Hijo, el Espíritu Santo, pase a través de nosotros, justo por en medio de nuestro corazón. Amor con amor se paga. Aunque el pago de nuestro amor sea insignificante al lado del suyo.

Doy ahora una larga cambiada a mis reflexiones. También hace años, en un libro con el título de “El padre Elías”, leí una frase que me impresionó y que gravé en mi memoria. Cito desde ella, pero si la cita no es literal, se le parece inmensamente: “Si dejase de meditar todos los días ante mi Dios, dejaría de sentir el latido de ese corazón que palpita en todo tiempo y en todo lugar. Dejaría de acercarme a Dios y empezaría a amar más a las criaturas que al creador. Al final no amaría a nada ni a nadie”. Uniendo la idea precedente con ésta, di en pensar que ese flujo y reflujo de las Personas y de la Unidad eran ese corazón palpitante. Como una bomba que impulsase la “sangre” de la Creación a lo largo y ancho de ella, en todo tiempo y en todo lugar. Y di en pensar que esa “sangre” era la Gracia y que la Creación era un feto en gestación y que cada ser humano somos una placenta que transmite esa “sangre”, esa Gracia a toda la Creación. Cuando medito ante mi Dios, atraigo hacia mí, pobre placenta, esa “sangre” bombeada por la Trinidad y la reenvío a toda la Creación. Pero no es sólo eso. A través del sistema vascular que canalizan la Gracia trinitaria hacia el mundo, que podríamos identificar con Jesucristo, nosotros, los seres humanos, podemos trepar hacia la Trinidad de Dios llevando a la Creación con nosotros. Y, llegando al corazón que bombea la Gracia, participar, junto con toda la creación en el espectáculo inefable del Amor Divino. Entiendo entonces mejor la frase de san Pablo en la epístola a los romanos cuando dice: “Porque la Creación misma espera anhelante que se manifieste lo que serán los hijos de Dios. […] y vive en la esperanza de ser también ella liberada de la servidumbre de la corrupción y participar así en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. […] Sabemos, en efecto que la creación entera está gimiendo con dolores de parto hasta el presente. Pero no sólo ella; también nosotros, los que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior suspirando por que Dios nos haga sus hijos y libere nuestro cuerpo”[1].

Por esto creo que esto de la Trinidad de Dios no es un galimatías irrelevante, sino, muy al contrario, una gracia indescriptible. Pasemos ahora a la lógica de lo ilógico y hagámoslo de la mano de la geometría y las matemáticas.

1º Una imagen geométrica y un descubrimiento matemático

Desde que la revelación cristiana introdujo la visión de un Dios Trinitario, los más grandes teólogos y filósofos no han dejado de darle vueltas sobre lo de que Dios fuese totalmente Uno y, al mismo tiempo, tres Personas distintas. Parece que la mente himana choca en esto con el misterio. El misterio tiene mala fama. Se suele considerar un refugio estúpido para justificar la ignorancia. Pero el hombre no es capaz de cejar en su empeño de intentar resolver los misterios, sin considerar lo que tan bien expresa el jesuita Pierre Charles:

“Hay siempre un peligro latente que acecha al creyente cuando se pone a reflexionar: el de considerar el misterio como un problema y el objeto de la fe como una doctrina. Porque el objeto de la fe es más que una doctrina: es una realidad, y el misterio es más que un problema: es un hechizo. Una doctrina sólo pide ser bien comprendida; un problema sólo necesita una solución. Después de lo cual todo se ha acabado y podemos pasar a otro ejercicio. Pero una realidad, una cosa, no ha dicho nunca su última palabra; y un misterio es estrictamente inagotable; una fuente de perpetua inspiración. Y para que el misterio no degenere en simple problema; para que Dios sea otra cosa que una esfinge que propone enigmas, es necesario que la inmensidad de la revelación no sea nunca enteramente prisionera de nuestras fórmulas indigentes”.

Porque, como tan bien dijo Einstein:

“La experiencia más bella que podemos tener es sentir el misterio [...] En esa emoción fundamental se han basado el verdadero arte y la verdadera ciencia [...] Esa experiencia engendró también la religión [...] percibir que tras lo que podemos experimentar se oculta algo inalcanzable a nuestro espíritu, la razón más profunda y la belleza más radical, que sólo son accesibles de modo indirecto – ese conocimiento y esa emoción es la verdadera religiosidad”.

Sin intentar aprisionar el misterio en una fórmula indigente más, voy a proponer una imagen geométrica y a comentar un descubrimiento matemático del siglo XX que muestra cómo el concepto de lo infinito desarticula nuestra lógica finita. Tal vez estas dos ideas puedan ser una pequeña fuente de inspiración.

El prisma de Möbius[2]

Para entender qué es una cinta de Moebius, lo mejor es ver la animación del sigioente link.

https://ar.pinterest.com/pin/274156696057902417/

Ahora, con un poco de imaginación espacial, hay que pasar de una cinta de dos caras a un prisma cuya sección sea un triángulo equilátero. Toménse los dos extremos del prisma y únanse para formar un anillo. Pero, ¡un momento!, antes de empalmar los dos extremos, gírese uno de ellos 120º y únalos. Ahora uno debe imaginarse que es una ínfima hormiga, como las de la animación anterior. Pero pensemos en dos tipos de hormigas. El primer tipo es incapaz de recorrer toda la longitud del anillo ni en 1000 generaciones. Puede no obstante, recorrer en pocos segundos el prisma en sentido transversal, rodeándolo, salvando las aristas. Jurará ante todo el que quiera oírle, que la figura que ha rodeado tiene tres caras. Pero el otro tipo de hormiga –parecida a la de la animación del link que puede verse más abajo–, enormemente rápida para andar en un plano, pero absolutamente incapaz de doblar una arista, recorrerá el anillo a toda velocidad y, tras dar tres vueltas al mismo, que a ella le parecerá una ya que no ha pasado por el mimo sitio, se encontrará en el punto de partida, sin haber doblado ni una sola arista. Esta hormiga jurará, con la misma vehemencia que la primera, que el anillo tiene una sola cara, puesto que ella ha retornado al punto de partida sin encontrarse con ninguna arista. Naturalmente, nosotros, si pudiéramos entender la acalorada discusión de las dos hormigas, sonreiríamos ante su ingenuidad porque, para deshacer el entuerto sólo hace falta ver el anillo en su conjunto. Pero eso es, precisamente, lo que no pueden hacer cada una de esas dos hormigas. El problema reside en la propia limitación de su percepción, no en lo que es el anillo n sí mismo. El anillo tiene, realmente, tres caras o una al mismo tiempo, según como se mire.

Georg Cantor y la lógica de los conjuntos infinitos y los números transfinitos

Y, ahora, un poco de “sencillas” matemáticas. Todo el mundo sabe que el conjunto de los números naturales es el formado por todos los números enteros y positivos. 1, 2, 3, ....., 11.932, ...... 42.858.290.216, ... etc. El conjunto de los números enteros es como el de los naturales, pero incluyendo también los negativos. Por tanto, si alguien nos preguntase cuál de los dos conjuntos, el de los números naturales o el de los enteros, tiene más elementos, seguro que le miraríamos con estupor y le contestaríamos pensando tal vez que nos toma el pelo y nos hace una pregunta de esas con una respuesta con truco estúpido. Con cierta cautela, por la broma que esperamos, le diríamos que, naturalmente, tiene más elementos el conjunto de los enteros. Exactamente el doble, diríamos. Si lo pusiese en duda le explicaríamos, armándonos de paciencia:

- Supón que consideramos los números naturales 1, 2 y 3. Este conjunto constaría de tres elementos. Si vemos el correspondiente de los enteros, tendríamos el 1 y el -1, el 2 y el -2 y el 3 y el -3. Seis en total. Como la más sencilla aritmética nos enseña, 3x2=6. Y si en vez de llegar sólo hasta el 3 llegamos hasta el 5.853.592.465.105, el resultado sería el mismo. Inapelable, ¿no?

Si nos dijese que tomando el conjunto infinito números naturales y el de los enteros los dos conjuntos serían iguales, le diríamos que nuestra “demostración” vale para cualquier cantidad de números naturales que tomásemos, sin importar cuan grande fuera esa cantidad.

Sin embargo, el matemático ruso-alemán Georg Cantor se tomó muy en serio esto del tamaño de los conjuntos con un número infinito de elementos. Demostró que había distintos grados de infinitud y que los conjuntos infinitos que tenían el mismo grado de infinitud tenían el mismo número de elementos. Definió que dos conjuntos infinitos tenían el mismo número de elementos y eran, por tanto, del mismo grado de infinitud, si se podía idear un método que emparejase biunívocamente los elementos de un conjunto y otro, de forma que siempre se pudiese emparejar un elemento de uno con uno del otro, y viceversa, sin dejar ninguno desparejado. El argumento parece razonable. Lo aplicó esto a los números enteros y naturales.

Pensó: Supongamos que emparejamos el 1 del conjunto de los naturales con el 1 de los enteros. El 2 de los naturales con el -1 de los enteros, el 3 de los naturales con el 2 de los enteros, el 4 de los naturales con el -2 de los enteros, como indica la tabla siguiente:

Naturales       Enteros

1--------------    1

2--------------   -1

3---------------   2

4--------------   -2

Etc...

Siempre se podría emparejar cualquier número natural con un entero y cualquier entero con un natural, luego ambos conjuntos tienen el mismo número de elementos y el mismo grado de infinitud. Esto, evidentemente, no puede hacerse con una cantidad finita de números naturales, pero, cuando se habla del infinito, la lógica cambia.

Cantor demostró que hay conjuntos con grados de infinitud 1, 2, 3, 4, y así, indefinidamente. Es decir, que el número de grados de infinitud de los conjuntos que se puedan pensar es infinito. A la numeración de los infinitos grados de infinitud les llamó números transfinitos. Los números transfinitos forman, hoy en día, una importante rama de las matemáticas.

Lo que importa de esto, para lo que aquí tratamos, no es lo de los números transfinitos, sino cómo, ciertas cosas que parecen elementalmente lógicas desde una visión limitada a lo finito, no son ciertas con una visión de infinitud. Algo parecido debe pasar con lo de Dios, Uno y Trino a la vez. Necesitamos una visión de infinitud para entenderlo. Visión de la que carecemos en este mundo. La tendremos, sin duda, cuando veamos al Dios Trinitario cara a cara.

Por eso, si esto de los prismas de Möbius o los números transfinitos fueran simplemente matemáticas recreativas, no pasaría de la mera curiosidad, aunque haya una gran belleza en la matemática abstracta. Pero esto de la Trinidad no es una curiosidad. Se refiere al amor creador, al amor del Dios que nos ha redimido y salvado, al espectáculo inefable de Amor que contemplaremos cuando veamos cara a cara a nuestro Dios, se refiere a ese misterio de por qué ocurren cosas, a veces terribles, a las que nuestra inteligencia no puede encontrar respuestas razonables, de todo aquello que tenía que ser como ha sido y a lo que no podemos encontrar explicación. En el eterno presente de la contemplación de ese misterio viviremos la eternidad. Pero siempre hay que recordar que, como dijo Benedicto XVI, cualquier intento de idear en este mundo cualquier analogía, aunque sea correcta, en el conocimiento de Dios “llegaría tan arriba como un dedo índice extendido entre el cielo y la tierra”.



[1] Cfr. Romanos 8, 19-23.

[2] La imagen no es enteramente mía (sólo lo del prisma lo es), sino que arranca de una idea que se conoce como la cinta de Moebius. August Ferdinand Möbius (1790-1868) fue un matemático alemán que descubrió las propiedades del montaje de una cinta que lleva su nombre. El dibujante y grabadista holandés, Mauritis Cornelis Escher, ha realizado innumerables grabados de la cinta de Möbius, una de ellas en la que dicha cinta es recorrida por hormigas. En el link de más abajo puede verse una animación de esta representación.

11 de junio de 2022

Depresión y Biblia

No soy ni psicólogo ni psiquiatra, ni tengo ni idea de estas dos disciplinas. Pero conozco en mis propias carnes lo que es la depresión, aunque sea en grado leve. Y es terrible. No quiero ni pensar lo que debe ser una depresión profunda. Así, el otro día, leí en la Biblia, concretamente en el pasaje del Libro de los Números 11, 11-15, el siguiente  párrafo que me llamó poderosamente la atención. 

“Y dijo Moisés a Dios: ¿Por qué tratas mal a tu siervo? y ¿por qué no he hallado gracia en tus ojos, que has puesto la carga de todo este pueblo sobre mí? ¿Concebí yo a todo este pueblo? ¿Lo engendré yo para que me digas: ‘Llévalo en tu seno, como lleva la que cría al que mama’? ¿Dónde puedo yo encontrar carne para todo este pueblo que viene a mí llorando y me dice: ‘Danos carne para comer’? No puedo yo solo soportar a todo este pueblo que me es pesado en demasía. Si vas a tratarme así, yo te ruego que me des muerte, si he hallado gracia a tus ojos; y que yo no vea mi desventura”.

Efectivamente, Moisés estaba desesperado de un pueblo que no sólo se quejaba por todo, sino que provocaba rebeliones peligrosísimas, a menudo con amenazas de muerte. De hecho, en más de una ocasión se rebelan contra Moisés y contra Dios, maldiciendo el día en que los liberó de la esclavitud de Egipto –contra la que llevaban siglos clamando–, porque en Egipto comían mejor. El “pesebre”, el “vivan las caenas”. Y llega el momento en que Moisés no puede más y llega a pedirle a Dios que acabe con su vida. Lo mismo les pasa a los que tienen depresiones profundas. Tan es así que, a veces, se quitan ellos mismos su vida. Así que me pregunté si podría decirse que Moisés sufrió una depresión profunda y me puse a indagar sobre el tema en Internet. Y sí, encontré algo al respecto. Algo que no sólo explica que, efectivamente, Moisés sufrió una depresión profunda, sino que analiza cómo Dios le ayudó a salir de esa depresión. Ayuda que se me antoja –aunque insisto en que no soy ni psiquiatra ni psicólogo– que es válida para cualquier persona que sufra depresión. Transcribo literalmente lo leído en internet, escrito por Pablo Martínez Vila, de quien no sé nada, pero que, a tenor de lo que escribe, me parece sabio. Me permitiré intercalar de cuando en cuando algún comentario mío, señalándolo con otro tipo de letra.

 En la noche oscura de la depresión

«¿Puede un cristiano sentirse deprimido? ¿Es pecado la depresión? ¿Por qué esta moderna plaga emocional afecta a tantas personas, incluidos creyentes consagrados y maduros en la fe? ¿No es Cristo el mejor médico y la oración la mejor terapia?»

Estas preguntas, muy frecuentes, reflejan la inquietud de bastantes creyentes. Para ellos es difícil entender cómo una persona con fe en Cristo puede atravesar tiempos de depresión, agotamiento o sequía espiritual. Se les hace difícil conciliar la exhortación de Pablo «estad siempre gozosos» con la realidad de hombres y mujeres de fe sufriendo una depresión. Aun mayor perplejidad sienten cuando el problema afecta a los líderes espirituales, los pastores de la iglesia.

Vasijas de barro y no de oro

¿Qué nos enseña la Palabra de Dios al respecto? Un análisis detallado del texto bíblico arroja mucha luz, y en especial mucho consuelo, a los que sufren una depresión. Para empezar, es difícil encontrar en toda la Biblia un solo personaje que no haya atravesado la angostura del valle o la oscuridad del túnel. Unas veces fue en forma de depresión (Elías en 1 Reyes. 19:1-18; Jeremías, ver Jeremías. 20). Otras veces en forma de duda (Habacuc, Juan el Bautista); casi siempre con profundas experiencias de soledad y frustración (David, Pablo).

Al descubrir esta larga lista de héroes de la fe pasando por duras pruebas emocionales, nuestros ojos se abren a una conclusión realista: estos hombres y mujeres fueron gigantes en la fe, sí, pero también hombres de carne y hueso «sujetos a pasiones (sufrimientos) semejantes a las nuestras» (Santiago. 5:17). Y ello es así porque Dios, en su soberanía misteriosa, se vale de vasos de barro y no de oro, vasijas frágiles, por cuanto «el poder de Dios se perfecciona en la debilidad... porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Carta de san Pablo a los corintios. 12:9-10). Dios permite sombras en sus mejores instrumentos para que solo su nombre resplandezca. La depresión se presenta, por tanto, con mucha naturalidad en la Biblia.

Moisés, el líder que se quería morir

Vamos a analizar en detalle una de las crisis más destacadas de Moisés, el hombre escogido por Dios para ser guía del pueblo de Israel. Este gran hombre de fe, un verdadero modelo de quien se dice que «se sostuvo como viendo al Invisible», experimentó la depresión con gran intensidad hasta el punto de querer morir. Cansado de la desobediencia y las quejas constantes del pueblo, abrumado por el peso de la responsabilidad, sintiéndose muy solo y agotado, su espíritu desfallece:


«Y dijo Moisés a Dios: ¿Por qué tratas mal a tu siervo? y ¿por qué no he hallado gracia en tus ojos, que has puesto la carga de todo este pueblo sobre mí? ¿Concebí yo a todo este pueblo? ¿Lo engendré yo para que me digas: ‘Llévalo en tu seno, como lleva la que cría al que mama’? ¿Dónde puedo yo encontrar carne para todo este pueblo que viene a mí llorando y me dice: ‘Danos carne para comer’? No puedo yo solo soportar a todo este pueblo que me es pesado en demasía. Si vas a tratarme así, yo ruego que me des muerte, si he hallado gracia a tus ojos; y que yo no vea mi desventura» (Nm. 11:11-12) 

Síntomas de la depresión (Quien haya tenido depresión alguna vez sabe cuán certero es este diagnóstico)

Veamos, en primer lugar, qué le pasaba a Moisés ya que los síntomas de su depresión son frecuentes y ayudarán al lector a identificarse con la tribulación de Moisés.

En una etapa inicial Moisés interpela a Dios y parece que le pide cuentas por su forma de actuar, incluso le reprocha que le llamara a esta tarea. Abundan los «por qué» que reflejan la protesta y la confusión del gran líder. Hasta cinco preguntas le formula Moisés a Dios, preguntas con un contenido netamente depresivo. Observemos cómo se siente perjudicado y maltratado, sentimientos típicos de la depresión cuando la mente distorsiona los hechos, tal como veremos después, y ve la realidad mucho peor de lo que es.

Moisés necesita verter libremente todo lo que hay en su corazón. Es una protesta terapéutica porque la libre expresión de pensamientos y emociones tiene un notable efecto liberador. Es como una descarga del peso que le oprime. Moisés no puede contenerse. Necesita vaciar el enojo y la frustración contenidos en su corazón. (Gran verdad) Las palabras de Moisés, y sobre todo su forma y tono, revelan irritabilidad, otro síntoma habitual en la depresión. Es llamativo que Moisés, considerado «el hombre más manso de toda la tierra» (Nm. 12:3) llegue a este extremo de irritabilidad. El hastío y las palabras duras, casi agresivas, contra el pueblo, nos revelan a un hombre cansado, decepcionado, sin fuerzas para seguir adelante.

La descarga de Moisés llega a su máxima intensidad en Nm. 11:12: «¿Concebí yo a todo este pueblo? ¿Lo engendré yo para que me digas: ‘Llévalo en tu seno, como lleva la que cría al que mama’?» Moisés deja entrever el deseo de abandonarlo todo. ¡Hoy diríamos que le presenta su dimisión a Dios! Sin embargo, en el versículo siguiente la descarga emocional empieza a dar sus frutos y ya es capaz de articular una queja más razonada y concreta: «¿De dónde conseguiré yo carne para todo este pueblo?» (Nm. 11:13)

Observamos, por tanto, cómo Moisés tiene una gran necesidad de vaciar su corazón, presentarle a Dios sus cargas. No podemos, sin embargo, omitir un hecho importante: Moisés no se queja de o contra Dios, sino a Dios. Aun en medio de su depresión, le habla a Dios desde una posición de sumisión y lealtad. No es pecado decirle a Dios cómo nos sentimos, aunque nuestra protesta sea tan enérgica como la de Moisés. (Casi todo el Libro de Job, que pasa por ser el epítome de la paciencia y la aceptación de la voluntad de Dios, es una airada queja, incluso contra Dios, casi sacrílega sobre su supuesta justicia). El pecado radica más bien en la amargura de corazón acumulada tras meses o años de silencio. Silenciar nuestras cargas y dudas es un excelente caldo de cultivo para las crisis de fe. (Qué importante es, en esta situación, tener alguien al lado que sepa escuchar. No compadecer, sino escuchar y comprender)

Otro síntoma típico de la depresión son los pensamientos distorsionados. La manera de razonar, sentir y percibir la realidad se altera profundamente en el sentido de verlo todo desde una óptica pesimista y sin esperanza. Estos pensamientos negativos son característicos de la depresión y los vemos con gran claridad en este pasaje. Moisés, confundido por su visión depresiva, erraba en su valoración de Dios y en la evaluación de su trabajo. En cuanto a Dios, pensaba que le había abandonado e incluso que quería perjudicarle. En cuanto a sí mismo, se sentía un fracasado.

La crisis va in crescendo hasta culminar en Nm. 11:15 con las ideas de muerte: «Yo te ruego que me des muerte». Es un proceso que tiene su lógica. Las ideas de fracaso, de inutilidad e incluso de culpa injustificada llevan a Moisés a sentirse como en un callejón sin salida en el que sólo la muerte parece una liberación. Primero, Moisés dirigió su hostilidad (queja) contra Dios; luego, contra el pueblo, y termina contra sí mismo. La tensión se había hecho insoportable. Moisés ha perdido su autoestima, hecho clave en toda depresión, y ello conlleva la pérdida de esperanza. Ante esta situación la única salida que ve es la muerte. Puesto que no hay luz por ninguna parte, lo mejor es desaparecer. Moisés no veía ninguna salida a su túnel. (El negro túnel sin aparente salida de la depresión).

Algunas personas con depresión grave pueden tener una experiencia similar a la de Moisés en cuanto al deseo de morirse. No olvidemos, en estos casos, que las ideas de suicidio en la depresión son la consecuencia de una mente que, enferma, es incapaz de pensar nada positivo. En este punto empezamos a entender que la depresión es, muchas veces, una verdadera enfermedad que afecta a la mente, los sentimientos e incluso la voluntad de la persona.

La causa de la depresión de Moisés

La descarga emocional –abrirle su corazón a Dios sin reservas– le da a Moisés luz en cuanto a su problema. El hombre confundido de la primera etapa está ahora en condiciones de ver su situación con más claridad, hasta el punto de que él mismo llega a ver la causa de su depresión: «No puedo yo solo soportar a todo este pueblo, que me es pesado en demasía» (Nm. 11:14). Brillante diagnóstico. El contexto anterior –Nm. 11:1-10– nos ayuda a entender la razones de su agotamiento. Las repetidas quejas del pueblo, murmurando sin cesar, habían llegado a agotar la paciencia de Dios mismo: «Y la ira de Jehová se encendió en gran manera» (Nm. 11:10). (esta ira de Jehová contra el pueblo de Israel aparece una y otra vez en los libros del Éxodo, Números, Levítico y Deuteronomio, y siempre, siempre, Moisés media entre Dios y su pueblo, aplacando la ira de Dios). No sorprende entonces, la tremenda tensión emocional de Moisés que acaba por minar su resistencia psíquica. Estamos ante una clara depresión por agotamiento.

Ahí tenemos, deprimido y sin esperanza, al siervo a quien Dios había confiado una misión muy especial: conducir al pueblo por el desierto, un desierto tan literal como metafórico. La desobediencia del pueblo había agotado la paciencia y la capacidad de resistencia de Moisés hasta llevarle a una depresión profunda.

La respuesta de Dios

Llegados a este punto debemos examinar un aspecto crucial del pasaje que es también clave para un adecuado tratamiento del deprimido: ¿Cómo actúa Dios? Veamos la respuesta que le da a Moisés:


«Reúneme setenta varones de los ancianos de Israel, que tú sabes que son ancianos del pueblo y sus principales. Y tráelos a la puerta del Tabernáculo y que esperen allí contigo. Y yo descenderé y hablaré allí contigo y tomaré del espíritu que está en ti y pondré en ellos. Y llevarán contigo la carga del pueblo, y no la llevarás tú solo.» (Nm. 11:16-17) 

En el momento más necesario, cuando Moisés no puede más y desea la muerte, surge la palabra balsámica del médico supremo. Dios sabía bien la causa del estado de Moisés y la respuesta viene de la manera más adecuada. En la forma de actuar del Señor hay tres aspectos que queremos destacar. Dios le provee a Moisés de las tres cosas que más necesitaba:

Comprensión

Dios no censura a Moisés por su depresión ni le trata ásperamente; ni una palabra de reproche sale de la boca del Señor. La comprensión sustituye a la reprensión. Dios se nos presenta como maestro de la simpatía (Simpatía en el sentido etimológico del término: “sintonía con el sufrimiento del otro”) hacia el atribulado. Lo que menos necesitaba Moisés en aquel momento eran palabras de reproche. A nosotros, humanamente, nos podría parecer que Moisés merecía algún tipo de corrección. Pero el «Señor es lento para la ira y grande en misericordia» (Sal. 86:15). Esta respuesta de Dios constituye una iluminadora advertencia para los que se apresuran a emitir juicios condenatorios o gestos de desaprobación cuando ven a un hermano como «caña cascada o pábilo que humea» (Is. 42:3). Si queremos parecernos a nuestro Maestro, haremos bien en imitarle: la misericordia, la comprensión y la simpatía deben abundar mucho más que el juicio severo, la reprensión o la condenación hacia el que sufre. (Pero creo, por experiencia pasiva propia, que esa misericordia, comprensión y simpatía tienen que cuidar de no caer en la contemplación blanda que cede a la aparente necesidad del deprimido de ser visto como una víctima. Duele cuando no te acompañan en ese deseo, pero, más tarde, se agradece).

Ayuda práctica

Dios provee una salida. La respuesta de Dios no se limita a comprender a su siervo deprimido, sino que es sumamente práctica. Le proporciona la ayuda más asequible para que Moisés pueda salir de la depresión. El estado emocional de Moisés era muy parecido al de una ciudad asediada por el enemigo. Lo más urgente es encontrar una salida que alivie este cerco. Observemos que Dios no le da una «solución» instantánea, de manera que el problema desaparezca de forma mágica. No olvidemos que la palabra solución no aparece en la Biblia ni una sola vez. En cambio, sí se nos promete que «fiel es Dios que no permitirá que seáis probados más allá de lo que podéis soportar, sino que juntamente con la prueba dará también la salida» (1 Co. 10:13). Dios no cambió a Moisés por otro líder, ni siquiera le dio oportunidad para un tiempo de descanso. El pueblo siguió siendo conflictivo; el peso de la dirección seguía estando allí (No le contempló como una víctima). Pero algo muy importante sí cambió: Dios le dio la salida precisa, le proporcionó los instrumentos adecuados para afrontar la situación: «Setenta ancianos del pueblo llevarán la carga contigo y no la llevarás tú solo». Dios provee la salida adecuada en el momento adecuado.

Estímulo para su autoestima

Queda claro que Dios no consideró un pecado la depresión de Moisés. Si hubiese sido así, Dios le habría apartado de tan estratégica responsabilidad. Lejos de ello, le reafirmó en su tarea con una frase luminosa y terapéutica: «..y tomaré del espíritu que está en ti, y lo pondré en ellos» (Nm. 11:17). Una vez más Dios se nos revela como un exquisito conocedor de la mente humana. ¿No se había quejado Moisés de que Dios le trataba mal y de que casi le había desechado? (Nm. 11:11). La autoestima de Moisés, tan deteriorada, necesitaba una buena dosis de renovación (No de acompañarle en una mayor destrucción de su autoestima). La frase «tomaré del espíritu que está en ti y lo pondré en ellos» implicaba dos grandes estímulos: por un lado, Dios no se había olvidado de Moisés, su espíritu estaba todavía presente en el líder del pueblo. Por otro lado, ¡Dios no podía insuflar un espíritu alicaído y débil en los otros ancianos! La lógica de Dios se hace aplastante: «Moisés, sigo creyendo y confiando en ti» es el mensaje claro que Dios le transmite con su decisión. Moisés estaba en depresión, pero era capaz de entender este mensaje (Mensaje contrario a la victimización): «si Dios toma de mi espíritu para darlo a otros, señal de que no debo ser tan desastre...».

El trato amoroso y delicado de Dios surtió efecto. Moisés pudo salir del valle oscuro de la depresión. Los acontecimientos posteriores de su vida nos muestran que esta crisis no fue estéril. Sin duda Moisés pudo aprender valiosas lecciones de esta dolorosa experiencia. (Siempre se sale más fuerte de las depresiones si se tiene la ayuda adecuada) El autor de Hebreos (Heb. 11:26-27) nos revela dos de los grandes secretos de la fe de Moisés:


«Tenía la mirada puesta en el galardón»

 

«Se sostuvo como viendo al Invisible»

Esta doble expresión de la fe de Moisés es la columna que le permitió asirse de Dios en la hora oscura de su depresión. Es la misma columna que todo creyente tiene a su alcance.

Pablo Martínez Vila

¡Grande Pablo Martínez Vila!

Quiero traer a colación otros grandes personajes bíblicos que también muestran síntomas de depresión, de pérdida de la ilusión, de sensación de vacío e inutilidad de todo. Comento varios ejemplos, aunque podrían ser muchos más. En ellos no es difícil descubrir el mismo método terapéutico de Dios.

Empiezo por Elías. Elías está siendo perseguido para matarle por la perversa pareja de rey y reina de Israel, Ajab y Jezabel. Huye como un perro, acosado de cerca y arrinconado contra el desierto inhóspito, acorralado. El Primer Libro de los Reyes, 19, 3-8, nos dice:

“Elías se llenó de miedo y huyó para salvar su vida. Al llegar a Berseba de Judá, dejó allí a su criado. Él se adentró por el desierto un día de camino, se sentó bajo una retama y, deseándose la muerte, decía:

- ¡Basta Señor!, quítame la vida, que no soy mejor que mis antepasados.

Se tumbó y se quedó dormido, pero un ángel le tocó y le dijo:

- Levántate y come.

Elías miró y vio a su cabecera una hogaza cocida, todavía caliente, y una jarra de agua. Comió, bebió, y se volvió a dormir. De nuevo el ángel lo tocó y le dijo:

- Levántate y come, pues te queda todavía un camino muy largo.

Él se levantó, comió y bebió, y con la fuerza de ese alimento anduvo cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb. (Que es otro nombre del Sinaí. Es decir, hizo en cuarenta días y cuarenta noches el recorrido que le llevó a Moisés cuarenta años de errar por el desierto por culpa del pueblo).

Al llegar al monte –nos sigue contando el primer Libro de los Reyes en 19, 9-16– Dios se deja conocer por él, no “como un viento fuerte, impetuoso que removía los montes y quebrantaba las peñas”, ni “como un terremoto”, ni como “un fuego”, sino como “un ligero susurro”. Así es Dios. Elías le dice:

- Sólo he quedado yo, y me buscan para matarme.

A lo que Dios responde:

- Anda, regresa por el camino del desierto a Damasco y a tu llegada, unge a Jazael como rey de Siria, a Jehú, hijo de Mansí, como rey de Israel y a Eliseo, hijo de Safat, de Abelmejolá, como profeta sucesor tuyo.

Y él vuelve a su misión. Sobrevive a la muerte de Ajab y la malvada Jezabel y él es arrebatado al cielo, vivo, en un carro de fuego. Volverá al fin de los tiempos para la lucha contra el anticristo.

Sigo con el profeta Jeremías. En el principio del Libro de la profecía de Jeremías 1, 4-10 se nos cuenta cómo Dios le encomienda una misión grandiosa –el texto está en verso en el original hebreo de la Biblia:

“Antes de formarte en el vientre de tu madre, te conocí. Antes de que salieras de él, te consagré, te constituí profeta de las naciones”. A lo que Jeremías responde: “¡Ah, Señor, mira que no sé hablar, pues soy un niño!”. Y, el Señor: “No digas, ‘soy un niño’, porque irás donde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene. No les tengas miedo, porque yo estoy contigo para librarte”. […] Entonces el Señor alargó su mano, toco mi boca y me dijo: “Mira, pongo mi palabra en tu boca: en este día te doy autoridad sobre naciones y reinos para arrancar y arrasar, para destruir y derribar, para edificar y plantar”.

Jeremías empieza su misión, que ya le había avisado el Señor que sería dura. Años más tarde, abrumado por su misión, desesperado y con una depresión similar a la de Moisés, le dice a Dios en un largo poema está en verso:

“Tú me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; Me has violentado y me has podido.  Se ríen de mí sin cesar, todo el mundo se burla de mí. […] La palabra del Señor se ha convertido para mí en constante motivo de burla e irrisión. Yo me decía: ‘No pensaré más en Él, no hablaré más en su nombre’. Pero era dentro de mí como un fuego devorador encerrado en mis huesos; me esforzaba en contenerlo, pero no podía’. […]”. Entonces, la esperanza: “Pero el Señor está conmigo como un héroe poderoso. Mis perseguidores caerán y no me podrán…”. Para volver al ciclo de la depresión con unas palabras terribles: “Maldito el día en que nací; el día en que mi madre me parió no sea bendito. Maldito el hombre que alegre anunció a mi padre: ‘Te ha nacido un hijo varón’, llenándole de gozo. Sea ese hombre como las ciudades que Yavé destruyó sin compasión, donde por la mañana se oyen gritos, y al mediodía alaridos. ¿Por qué no me mató en el seno materno, y hubiera sido mi madre mi sepulcro, y yo preñez eterna de sus entrañas? ¿Por qué salí del seno materno para no ver sino trabajo y dolor y acabar mis días en la afrenta?”.

Depresión terrible, tremendas imprecaciones a Dios, fugitivos rayos de esperanza que ceden a pensamientos destructivos. Como Moisés. Pero, Dios le dio fuerza a Jeremías que vivió largos años transmitiendo inquebrantablemente la voluntad salvadora de Dios a un pueblo que le daba la espalda. Anunció la caída de Jerusalén, conquistada y destruida por Nabucodonosor, lo que le valió ser considerado un traidor. Cuando Nabucodonosor conquistó Jerusalén y destruyó el Templo, Jeremías, en vez de acompañar a los notables de Israel a Babilonia, se fue a Egipto con los más pobres, en los cuales Jeremías mantuvo la esperanza del retorno y predicó su conversión. Así, los que se fueron a Egipto con él se libraron de la dura opresión de los caldeos y retornaron a Judea tan pronto como murió Nabucodonosor, antes de que Ciro liberase al resto de los judíos de Babilonia.

Una breve frase del profeta Isaías resume su victoria final en una larga lucha contra la pérdida de confianza en su misión, contra su desaliento, contra el sentido de inutilidad de todo. Dice:

“Aunque yo creía que había gastado mi vida para nada, el Señor defendía mi causa, Él guardaba mi recompensa”

Otro ejemplo es san Pablo. El otrora infatigable apóstol de los gentiles, encarcelado, sufre también una severa depresión de la que habla a su hijo en la fe, Timoteo, después de haberla superado con la ayuda de Dios. Efectivamente, en su segunda carta a ese discípulo, en el capítulo 4, 9-16, le cuenta sus tribulaciones, con una sencillez que conmueve:

“Procura venir lo antes posible, pues Dimas me ha abandonado por amor a las cosas de este mundo y se ha ido a Tesalónica; Crescente se ha ido a Galacia; Tito a Dalmacia. Solamente Lucas está conmigo. Toma a Marcos y tráetelo contigo, pues me es muy útil para el ministerio. A Tíquico le he mandado a Éfeso. Cuando vengas, tráeme la capa que me dejé en Tróade, en casa de Carpo, y también los libros, sobre todo los pergaminos. Alejandro, el herrero, me ha hecho mucho mal. […] Ten cuidado con él, pues se ha opuesto tenazmente a nuestra predicación. En mi primera defensa nadie me asistió, todos me abandonaron. ¡Que Dios los perdone!”

Marcos, el que más tarde sería el evangelista san Marcos había sido motivo de ruptura entre Pablo y Bernabé. En su primer viaje, que ambos hicieron juntos, llevaron a Juan Marcos que, por aquel entonces, debía ser muy joven. Parece que no aguantó bien el viaje, por lo que el Pablo en plena sensación de fortaleza un poco arrogante, le veta para que no les acompañe en el siguiente viaje, lo que hace que Pablo y Bernabé discutan agriamente y se separen. El Pablo de las líneas anteriores, viejo, cansado, abandonado por todos, le pide a Timoteo que le traiga a Marcos para ayudarle. Cosas de la vida. ¡Cuántas veces, cuando nos sentimos fuertes, hacemos de menos a quien puede ser nuestro auxilio en un momento duro de la vida! Digo que esta carta la escribe después de superar su depresión, porque este párrafo viene enmarcado por dos. El que va justo delante dice:

“Yo ya estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He combatido el buen combate, he concluido mi carrera, he guardado la fe. Sólo me queda recibir la corona de salvación que aquel día me dará el Señor, juez justo, y no sólo a mí, sino también a todos los que esperan con amor su venida gloriosa”.

E inmediatamente después del primero de los párrafos citados:

“El Señor me asistió y me confortó, para que el mensaje fuera plenamente anunciado por mí, y lo escucharan todos los paganos. Fui librado de la boca del león. El Señor me librará de todo mal y me dará la salvación en su reino celestial”.

No puedo terminar sin recordar los momentos de angustia mortal del propio Jesús, en la oración del huerto de los olivos: “Siento una tristeza mortal”. Pero su oración terrible acaba en confianza: “Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa de amargura; pero no sea como yo quiero, sino como quieres tú”. Unas horas más tarde, en la cruz, vendrá el sentimiento de abandono total: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”. ¡Pero al tercer día llegó la resurrección!

“La vida del hombre sobre la tierra es como una milicia”, nos dice Job en su libro. Porque todo el Libro de Job, más allá de la mistificación de su paciencia, que sólo se realizan en el epílogo, es una inmensa y brutal queja dirigida a Dios, así como una despiadada reprimenda de sus “amigos”, que sólo al final se abre a la esperanza. Así es. Justo antes de ese epílogo, tras sus brutales quejas, que Dios escucha pacientemente y a las que contesta, los ojos de Job se abren y Dios y él tienen la siguiente conversación, en verso hebreo:

“Sé que todo lo puedes, que ningún plan está fuera de tu alcance”.

‘¿Quién es ése que enturbia mi consejo con palabras sin sentido?’

“Yo he hablado insensatamente de maravillas que me superan y que ignoro. ‘Escucha –me dijiste–, déjame hablar; yo te preguntaré y tú me responderás’.”

“Sólo de oídas te conocía, pero ahora te han visto mis ojos”

Termino. Parece que en la depresión y en las dificultades que nos puedan parecer insalvables, conviene ponerse en manos de nuestro Dios y confiar en Él. Dios siempre nos dará fuerzas, sin ahorrarnos la tribulación, para completar la tarea que Él nos va descubriendo con la vida a medida que le preguntamos qué nos pide ésta –que eso es la oración– no qué le pedimos nosotros a la vida. Porque como dice san Pedro en su primera carta:

“Así pues, sed humildes ante la poderosa mano de Dios para que Él os encumbre a su debido tiempo. Confiadle todas vuestras preocupaciones, puesto que Él se preocupa de vosotros”.

Dicho esto, en todo caso, siempre, en caso de depresión, se debe acudir a un psiquiatra o psicólogo serio y no ideleogizado. Yo tuve la suerte de encontrar alguien así, en un momento de mi vida, hace ya más de veinte años, en el que, como dije al principio, tuve una depresión. No me cabe duda de que Dios me lo puso delante.