9 de julio de 2022

La inflación y la traición de los Bancos Centrales

 Los Bancos Centrales, como el BCE europeo o la FED americana, nacieron con la misión de combatir la inflación, manteniendo la independencia ante el poder ejecutivo. Pero poco a poco se han ido apartando de su función original al tiempo que hacían dejación de esa independencia. Y esa deriva de su función les ha llevado a intentar ser agentes de la reactivación de la economía cuando ésta entra en recesión o se ralentiza. ¿Cómo? Manipulando artificialmente a la baja los tipos de interés a base de crear dinero. Para ello tienen diferentes herramientas, pero en los últimos años han aplicado hasta la saciedad, casi hasta la náusea, el llamado quantitative easing, que es el nombre que se le da a la compra masiva de bonos, no sólo del estado, sino de muchas empresas. Al comprar bonos en cantidades masivas, es indudable que hacen subir artificialmente su precio. Entonces, si el interés que dan los bonos es el que ofrecían en el momento de su emisión, ese mismo interés, aplicado a un valor más alto del bono, dará una menor rentabilidad en porcentaje. Ante eso, las emisiones de nuevos bonos se pueden hacer a un interés menor, ya que los inversores sólo disponen de alternativas con bajos tipos de interés. Se volverá más adelante sobre el espejismo del efecto beneficioso que esto pueda tener en la economía.

Naturalmente, al comprar bonos con dinero, los Bancos Centrales están inyectando dinero en el sistema y aumentando la masa monetaria. Y un aumento de masa monetaria, siempre lleva aparejada inflación. Sin embargo, desde hace más de una década, parecía que esta inmensa inyección de dinero no se traducía en un aumento del IPC. Lo que podría llevar a pensar que el dogma de que un aumento de masa monetaria siempre lleva aparejada inflación, como se ha dicho más arriba, es falso. Pero esto es sólo apariencia. Lo que ocurre es que la subida de precios inflacionaria no está en los bienes que entran en la elaboración del IPC, sino que se embalsa en otros activos que no se computan en este índice. ¿En cuáles? Evidentemente, en el valor artificialmente alto de los bonos e, indirectamente, de las acciones de las empresas, que pueden obtener financiación barata. De las diferentes herramientas que los Bancos Centrales disponen para crear dinero, la del quantitative easing es la más traicionera, porque, a diferencia de las otras formas de crear dinero, que no explicaré aquí, pero que tienen un efecto casi inmediato en la inflación, ésta la camufla, al embalsarla en los bonos, con lo que impide que se tomen medidas para atajarla. Además, mientras las otras maneras de crear dinero no pueden poner en riesgo la cuenta de resultados de los Bancos centrales, el “quenatitative easing”, como se verá en unas líneas, si es un riesgo muy grave para esa cuenta de resultados, que es del dinero público. Pero todo sea por el camuflaje. Y esto de no tomar medidas impopulares cuando deben tomarse es algo que gusta demasiado a los gobiernos. Pero esta política de compra de bonos, continuada durante años, no es sostenible. Los balances de los Bancos Centrales han cargado disparatadamente en su activo con bonos artificialmente sobrevalorados. El mercado percibe esto y anticipa que tarde o temprano los bancos centrales tendrán que frenar sus compras masivas de bonos (frenazo al que se ha dado el nombre de tapering). Y si dejan de comprar bonos, los precios de éstos bajarán. Y si bajan, por una parte, subirán los tipos de interés, en el recorrido inverso del camino que los llevó a bajar. Y, por otra parte, los bonos que están en el activo de los Bancos Centrales perderán valor, por lo que estos organismos disminuirían su beneficio o, incluso, entrarían en pérdidas. El que los Bancos Centrales sean en casi todos los países entidades públicas no debería hacernos creer que el hecho de que entren en pérdidas es trivial. El dinero público no es de nadie, ha dicho algún que otro gobernante. Pero no es verdad, sí es de alguien, es nuestro, de los ciudadanos. Por eso debería cuidarse. Además, los estados y los organismos públicos también tienen un límite. Sobre todo cuando ya acumulan enormes déficits presupuestarios y monstruosas deudas públicas. Por este efecto en sus cuentas de resultados, además de por su impopularidad, los Bancos Centrales se resisten con uñas y dientes a iniciar la necesaria desescalada del tapering.

Pero la sola expectativa de que, más bien pronto que tarde, tendrán que acabar por iniciar este tapering hace que la inflación, que estaba embalsada en los bonos y acciones, se traslade a bienes que sí entran en el IPC, y empieza a sonar la alarma. En su afán de negar la realidad para no tener que tomar decisiones impopulares para afrontarla, Bancos Centrales y gobiernos afirman categóricamente que esa inflación es coyuntural. Pero, o son unos ignorantes, o mienten. Y, claro, la mentira tiene las patas cortas y poco a poco se va haciendo evidente que la inflación no es coyuntural, sino estructural y que la presa que la embalsaba puede reventar.

Pero, claro, mientras la compra de bonos mantenía los tipos de interés artificialmente bajos, las empresas como los estados, guiados por esas señales falsas, se endeudaban mucho más allá de lo sensato y razonable. La diferencia entre unas y otras es que unas, las empresas, son víctimas –no todas del todo inocentes, por supuesto– del engaño, mientras que los estados, con la connivencia de los Bancos Centrales, que han perdido su independencia, son artífices de éste. Por otro lado, mientras esos tipos de interés manipulados a la baja favorecían a los más endeudados, perjudicaban a los ahorradores. Es decir, esas políticas han estado durante años sacando dinero del bolsillo de los ahorradores para metérselo en el de los endeudados, el primero, el estado. No parece muy ético. ¿Me atreveré a decir que eso se llama robar? Sí, me atreveré. No soy el primero que lo hago. Otros, de los que hablaré más adelante, lo hicieron ya en el siglo XVI.

La pregunta es: ¿Qué pasará cuando no haya más remedio que iniciar el tapering con la inflación desbocada? Pues que los estados y empresas endeudados verán sus gastos financieros dispararse y sus beneficios contraerse o sus déficits presupuestarios aumentar. Los ahorradores podrían pensar que esa subida de tipos de interés les beneficiará. Pero se engañarían, porque aparece la inflación, enemiga número uno del ahorro. Lo que pudiera haber parecido al principio como beneficioso para la economía se ha transformado en una burbuja cuyo estallido puede tener consecuencias nefastas. ¿Hay alguna diferencia entre los efectos del llamado quantitative easing en la economía y el de la cocaína en el organismo? Si la hay, yo no soy capaz de verla.

Llegados a este punto, no me queda más remedio que hablar de la inflación. Lo primero que debo decir es que el día que explicaron que una moderada inflación es buena para la economía, yo debí hacer pellas y faltar a clase. Porque no se me ocurre cómo sacar dinero del bolsillo de unos para meterlo en el de otros, puede ser bueno para la economía, a menos que se tenga un concepto perverso de esta ciencia. Hago una pregunta: ¿Qué porcentaje moderado de pérdida de tus ahorros año tras año te parece “bueno”? ¿Qué desaparezca cada año sólo un 2% de los mismos te parece “bueno”? (tomo el 2% porque es el objetivo de “sana” inflación al que apuntaba el BCE mientras se afanaba en el quanatitative easing del que hablaba más arriba). A mí, no, desde luego. Mis ahorros son mi pensión y con las cosas de comer no se juega.

Pero debo volver a analizar la verdad o falsedad del dogma de que cuando se produce un aumento de masa monetaria, siempre lleva aparejada inflación. Ya he dicho más arriba algo sobre el sustento de este dogma. Esa inflación se produce siempre, lo que ocurre es que está agazapada, escondida en un bien no incluido en el IPC, los bonos, esperando a manifestarse de golpe, que es lo que está pasando ahora.

Voy primero a remachar la argumentación de este dogma de fe y luego, plantearé otro. Un sencillísimo ejemplo, tal vez un poco simplista, puede aclarar esto. Imaginemos una economía primitiva de trueque en el que sólo hay dos personas y dos productos que intercambiar. La persona A sólo sabe hacer piedras talladas y la B sólo palos en punta. Como ambos necesitan tanto piedras talladas como palos en punta, A cambia las piedras que le sobran por los palos que le sobran a B. Pongamos que se cambian a razón de un palo por una piedra. Ha nacido el comercio, la especialización del trabajo y, con ellos, el juego ganar-ganar que tal vez pueda evitar una guerra de palos y piedras. Pero, ahora supongamos que B duplica su producción de palos y quiere cambiar los que le sobran. ¿Alguien duda que el precio de los palos bajará respecto a las piedras por el hecho de que B ofrezca más palos? No sé si será matemáticamente cierto que ahora B tenga que dar dos palos por cada piedra. Probablemente, le bastará dar 1,8 –por decir una cifra– pero, sin duda tendrá que dar bastantes más palos por cada piedra. Pues ahora cámbiese cantidad de piedras por el conjunto de las mercancías de un país y cantidad de palos por dinero en circulación. Ahí está la inflación. Si el dinero se multiplica más que las mercancías, habrá que dar más dinero por cada cosa que se compre. Si, al revés, las mercancías producidas creciesen más que el dinero, el dinero valdría más, habría que dar menos dinero por las cosas y se produciría el fenómeno llamado deflación que, por motivos que no explicaré aquí, tampoco es deseable. Así de sencillo. Sólo si aumenta el número de mercancías producidas se puede aumentar la cantidad de dinero sin que haya inflación. Esto es lo que se llama la teoría cuantitativa del dinero y es más viejo que el TBO. Desde tiempos inmemoriales, cuando los gobiernos –el emperador romano, por ejemplo– quería financiar sus guerras y no tenía con qué, lo que hacía era rebajar el peso de cada moneda de oro o, más sutilmente, rebajar su ley de aleación –es decir que el porcentaje de oro frente a otros metales que se aleasen con él, bajase–. Esto producía inflación de forma inmediata. No porque la gente se diese cuenta del truco y lo pillase. No era fácil medir la ley de las monedas. Pero ahora, con el oro disponible del emperador, éste podía hacer más monedas de un valor teórico de, digamos, un dracma y, claro, aparecía “misteriosamente” la inflación. Había que dar más dracmas para comprar lo mismo y el emperador obtenía dinero gratis. Y, claro, se producía el robo de los poderosos a los súbditos. La escuela de Salamanca, allá por el siglo XVI, ya se dio cuenta de esto y amenazó con la condena al fuego eterno por robo a los monarcas que lo hacían. A alguno, la osadía le costó la cárcel. Lo mismo ocurrió con el oro y la plata que entraban en España procedentes de América. Su efecto inmediato era crear inflación en España. Además, se veía como la inflación, empezando por aquí, se extendía, como las ondas de un estanque al tirar una piedra, por toda Europa a medida que el dinero se iba extendiendo a otros países que vendían mercancías a España. Podrían citarse muchos ejemplos similares.

Con esto creo que queda claro el dogma de fe de la inflación. A saber: La creación de dinero, más allá de lo que crezca la disponibilidad de los bienes que se producen, crea siempre inflación, aunque ésta se agazape en mercancías no detectables por la medición estadística del IPC. No obstante, voy a dar otra vuelta de tuerca, más fuerte todavía, al dogma de la inflación y la cantidad de dinero: La única causa de la inflación es el aumento de la masa monetaria. El que formule este dogna también es consecuencia de que yo hiciese novillos y faltase a la clase en la que se habló de la inflación de costes y la inflación de demanda. Para justificar esta segunda vuelta de tuerca, debo definir antes claramente que es la inflación.

La inflación es el aumento, permanente y generalizado de los precios. Y pongo en negrita permanente y generalizado. Permanente: Una subida de un escalón de los precios no es inflación. Además, una subida en escalón, si se deja funcionar a los mercados, se acaba revirtiendo, al menos en parte. Generalizada: La subida de precios de uno o un reducido grupo de productos tampoco es inflación. Esa subida tiene que ser generalizada para que pueda considerarse inflación. Esto falsea en la forma, pero no en el fondo, la idea de que en los años en los que se lleva creando dinero de forma masiva había inflación. No era generalizada, cierto, estaba agazapada en los bonos, pero esperaba su oportunidad para contagiarse a todo. Y en esas estamos. Ahora vamos a las dos supuestas inflaciones no monetarias.

La inflación de costes. Supongamos que la OPEP decide reducir la producción de petróleo (hablo de la OPEP pero, aunque las causas de las subida del gas y el petróleo sean hoy otras, sería aplicable a la situación actual, a la que luego me referiré). Naturalmente, el precio del petróleo –y del resto de los productos energéticos por vasos comunicantes–subiría también. Dado que la energía forma parte del coste de la inmensa mayoría de los productos no energéticos, (hamburguesas, coches, ordenadores, muebles, restaurantes etc.) el coste de éstos subiría y los fabricantes intentarían, en la medida en que pudieran, repercutirlo en sus precios. Esto produciría una subida generalizada de los precios de esos productos no energéticos. Pero, al subir éstos, la gente consumiría menos, lo que haría que los productos que hubiesen subido precios se vendiesen menos y, por lo tanto, la demanda de productos energéticos que entran en su producción bajase. El escalón quedaría revertido, al menos en gran parte. Eso no es inflación. Hay, no obstante, una excepción a esto. Se trata de la subida de los costes laborales. Dado que el mercado laboral es, en general, muy rígido a la baja, cualquier subida en los salarios para compensar la subida de un escalón de los precios, no revertirá nunca, o lo hará tarde y mal, a través del ajuste por cierre de empresas y paro. Esto haría que el escalón de subida revirtiese en mucha menor medida y de forma traumática. Y ocurriría porque el mercado de trabajo está rígidamente intervenido.

Inflación de demanda. Supongamos que, por el motivo que sea, la gente empieza a consumir más. Una de las posibilidades que tienen los habitantes de un país para consumir más consiste en ahorrar menos. Al consumir más, la demanda de todo tipo de bienes, subiría y, por tanto, su precio. Pero, al mismo tiempo, al ahorrar menos, la competencia por el menor dinero disponible para el ahorro, haría que los tipos de interés para captarlos subiese. Entonces, la gente, al ver que le pagan más por sus ahorros y que le sale más caro salir a cenar, saldría menos a cenar y volvería a ahorrar. Con esto, la subida de precios revertiría, al menos en parte. Otra posibilidad: El gobierno de un país podría hacer que sus ciudadanos tuviesen más dinero para gastar o ahorrar, si recaudase menos impuestos. Si eso ocurriese, la parte de esa nueva renta disponible para el ciudadano que se dedicase al consumo produciría un aumento de precios, mientras que la parte dedicada al ahorro haría que bajasen los tipos de interés. Pero esta subida de precios también se acabaría por revertir por dos causas. La primera que al bajar los tipos de interés las empresas tendrían más apetito inversor. Además, al ser los precios mayores, olfatearían mayores beneficios. Esto haría que produjesen más bienes, aumentando la oferta, lo que compensaría, al menos en parte, la subida de precios inicial. Pero, además, y esta es la segunda causa, al tener menos ingresos, el gobierno disminuiría el gasto público[1], que es también demanda, por lo que también por este camino se revertiría la subida inicial de precios. En cualquiera de las posibilidades, esto tampoco es inflación.

La condición para que estas reversiones se produzcan es que se deje a los mercados funcionar con libertad. Pero eso es demasiado pedir para cualquier gobierno. Todos creen que ellos saben mucho y que, metiendo mano en los mercados, lo van a arreglar. Y, hasta puede ocurrir que arreglen algo. Pero con absoluta seguridad, esa intervención creará otros problemas mayores pero que, en vez de ser mediáticos, serán problemas en la sombra, de los que nadie habla, que afectan a los ciudadanos de Murcia, Cáceres, Cantabria, Cádiz o Toledo distribuidos aquí y allá, bajo la superficie de visibilidad mediática. Pero no por eso serán menores. Eso, suponiendo que los gobernantes hagan sus intervenciones con buena voluntad, lo que ya es demasiado suponer. Eso se llama limpiar vajilla metiendo los restos de comida debajo de la alfombra. La comida se pudre y empieza a haber un tufo insoportable por toda la casa, aunque no se sepa de dónde viene. ¿Qué guarrada, no? Desde luego que sí. En ninguna casa con gente limpia y con dos dedos de frente se le ocurriría a nadie semejante disparate. Pero si se trata de la economía, esto es exactamente lo que hacen los gobernantes, al menos la mayoría de ellos, con buena o mala voluntad. Tal vez convendría recurrir a las fuentes etimológicas de la palabra economía que viene del griego cuidado de la casa.

Vamos ahora al caso actual. Bastante antes de que empezase la guerra de Ucrania, mucha gente, entre la que me cuento, veníamos alertando del peligro de inflación embalsada. Pero nos pasaba lo que a la pobre Casandra, hija de Príamo, rey de Troya. Apolo, para enamorarla, le había dado el don de la profecía. Pero cuando ésta le rechazó, Apolo, que no podría revocar su don, le mandó la maldición de que nadie la creyese. Así, Casandra, con su don de profecía, avisó de que el caballo que los griegos dejaron a las puertas de Troya era una trampa mortal. Los troyanos no la creyeron y metieron el caballo en la ciudad. No hace falta que cuente el final de la historia. Los que llevamos años avisando de la inflación embalsada, no tenemos ningún don de profecía, sabemos algo de economía –aunque hayamos hecho novillos a alguna clase, o precisamente por ello– pero tenemos la maldición de que nadie nos cree. Todavía antes de que empezase la guerra de Ucrania, la inflación empezó a enseñar la patita por debajo de la puerta. Pero, naturalmente, tanto el gobierno como el BCE dijeron que era coyuntural, y siguieron “salvando” la economía a través de la creación de dinero. ¡Más madera! Pero cuando ya estaban a punto de tener que reconocer que la inflación había venido para quedarse y, por lo tanto, su culpabilidad, la campana de la guerra de Ucrania ha venido a salvarles de esa confesión. Todo nos pasa por esa maldita guerra –nos cuentan. Por supuesto que esa guerra es maldita y, también por supuesto, que una buena parte de la “inflación” viene del problema energético y de producción de alimentos causados por ella. No sé qué parte vendrá de ahí, pero desde luego, no toda. Me atrevería a decir que ni siquiera la mayor parte. Y ahora si la FED ya ha empezado el tapering (ver más arriba que significa este palabro) y el BCE se resiste a hacerlo –pero lo hará–, dirán que no les quedaba más remedio por culpa de la maldita guerra y que el efecto negativo sobre la economía de esta medida hay que achacárselo a los rusos. Ellos, naturalmente, son inocentes.

Acabo estas líneas con un guess game sobre lo que algunos puedan estar pensando al leer la última frase. O sea, que, al final –pueden pensar–, lo de crear dinero sí que es bueno para la economía, ya que dejar de crearlo es malo. Las crisis económicas son como las personales. Hay que pasarlas a pelo o casi a pelo. Si no, empieza la bola de nieve. Se “arregla” una crisis pequeña con intervencionismo y se crea otra mayor, que lleva a más intervencionismo, que la “arregla” para crear otra mayor, que a su vez… prefiero no seguir. Crear dinero, como la inmensísima mayoría de los intervencionismos, es malo siempre. Las crisis naturales son buenas y necesarias, además de pequeñas. Pero las crisis a las que se ve abocada la economía por intentar arreglar las pequeñas con intervencionismo electoralista, pueden resultar letales. Ya he hablado más arriba de la comparación de estos procederes con la droga. Para un adicto, quitarle la droga de golpe es malo. Pero de ninguna forma quiere decir que iniciarse en la drogadicción sea bueno. La adicción se produjo por intentar “resolver” una crisis personal con la droga. Lo que ocurre es que la economía de todos los países, en mayor y menor grado, es adicta a tantas y tantas drogas económicas administradas directamente en vena por los gobiernos de la inmensa mayoría de los países, que ya no es fácil ver la solución. Unos sanos principios liberales, practicados con sensatez, hubiesen evitado casi todos estos problemas. Pero me temo que ya no son viables. A ver si la droga no acaba matando a la gallina de los huevos de oro. Y todo esto, al menos en lo referente a la creación de dinero, ha sido posible por la traición de la mayoría de los Bancos Centrales a sus fines fundacionales, que eran controlar la inflación, para convertirse en mamporreros (discúlpeseme la terminología soez pero ajustada a la realidad) de los gobiernos. Pero, sigamos ciegos nuestro camino. El caballo era un bonito regalo de los aqueos a los troyanos. En la Eneida, que es donde se cuenta la historia del caballo de Troya –ni en la Ilíada ni en la Odisea se hace–, Virgilio nos avisa. “Desconfío de los aqueos. Sobre todo cuando traen regalos”. Lo mismo me pasa a mí con los gobiernos. Y si no, al tiempo.



[1] No entro, aunque lo señale aquí, en un tema complejo, que es el hecho de que el gobierno podría no disminuir el gasto público, incurriendo en un mayor déficit que financiaría con deuda. Pero puede mostrarse que también en este caso, se produciría la reversión de la subida de precios inicial, aunque el razonamiento complicaría el dibujo más allá de lo que pretendo en estas páginas.

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