23 de julio de 2022

Reflexiones sobre "el arte de amar" de Erich Fromm

 A veces, algún pequeño chispazo ilumina como un relámpago recovecos de la memoria que parecían absorbidos por el olvido. Así me pasó a mí hace unas semanas. Leí algo, no recuerdo muy bien qué, en donde se citaba a Erich Fromm. Y el chispazo se produjo. Recordé cómo, allá por mis 18 años, había leído el libro “El arte de amar” de este psicoanalista alemán. También recordé que la lectura de ese libro me marcó, muy positivamente, en mi vida. Me ha marcado durante toda ella –mi noviazgo, mi matrimonio, mi paternidad, mis amistades, etc.–, aunque haya sido desde la zona de sombra de la memoria. Así pues, lo compré. Y no sólo lo compré, sino que lo he vuelto a leer. Y ahí estaba todo… aunque no todo el libro me gustase. Creo que debería ser un libro de obligada lectura para jóvenes y que no vendría nada mal que lo leyesen muchos adultos –parejas y padres. La edición que compré finalizaba con una breve biografía de Fromm que decidí leer antes de embarcarme en su obra. Porque también de entre los pliegues de mi memoria surgió el vago recuerdo de su freudismo y de su marxismo. Creo que es ilustrativo que empiece estas páginas con un extracto de esa biografía.

Fromm nació en el año 1900, por lo que, dados los hitos de fechas es inmediato saber su edad en ellas. Era hijo de un acomodado comerciante de vinos judío que procedía de una larga dinastía de rabinos. Esto hacía que tuviese un poco acomplejado por haber roto la línea rabínica. De ahí que decidiese que su hijo la retomase esa línea rabínica abandonada por él. Como padre era para su hijo una mezcla de esperanzas puestas en él y de miedo a que le pasase algo que lo impidiese. Sin embargo, Fromm lo recuerda como un padre cariñoso y no autoritario en lo que respecta a esas esperanzas. Por otro lado, su madre era una mujer absorbente, perfeccionista e hiperprotectora, a la vez que exigente –curioso binomio. Tras abandonar los estudios de derecho, obtiene, en 1922, el grado de doctor en filosofía con una tesis sobre la Ley judía. En 1924 ya es psicoanalista, guiado por el intento de librarse del peso que las esperanzas paternas ponían sobre sus hombros. Se hace seguidor de la más estricta ortodoxia freudiana. En 1926 se casa con Frieda Reichmann, también psicoanalista, su maestra y once años mayor que él. Caben pocas dudas de que en ese matrimonio había algún tipo de búsqueda de la figura materna. En 1930 empieza su alejamiento de la ortodoxia freudiana, criticando la teoría de las pulsiones sexuales como motor fundamental del comportamiento humano. Piensa que el hombre es un ser relacional que, desde su nacimiento, es capaz de amar. Esa capacidad se desarrolla desde la libertad que la fomenta. Este proceso culmina en 1937 y le vale el rechazo por parte de los psicoanalistas freudianos, que formaban el mainstream del pensamiento psicoanalítico. Pero, a pesar de su heterodoxia, no abandona del todo la línea freudiana. En 1931, cae enfermo de tuberculosis y se recluye en un sanatorio en Davos. Allí está tres años en los que se rompe su matrimonio con Frieda.

Cuando sale del sanatorio, en 1934, el ambiente de Alemania ya era irrespirable para un judío, y emigra a los EEUU. Allí traba amistad y hace sociedad con otra psicoanalista, Karen Horney, trece años mayor que él con la que se casa. ¿Otra vez la figura materna? El hecho es que en 1941 también este matrimonio se rompe. Su éxito como psicoanalista y conferenciante en EEUU le convierte en un personaje muy famoso y solicitado en su campo. Al poco tiempo conoce a Henny Gurland, ésta de su misma edad, alamana, también judía, escapada del terror nazi en circunstancias terribles –vio suicidarse a su compañero de fuga tras cruzar los Pirineos y llegar a España– y no psicoanalista, sino periodista gráfica. Se casan en 1944. Pero Henny cae enferma de una dolorosísima afección artrítica. Fromm suspende todos sus compromisos para poder dedicarse completamente a ella en cuerpo y alma y, en 1950, se van a México con la esperanza de que el clima de ese país sea mejor para la enfermedad de su mujer. La esperanza resultó frustrada, Fromm se dedicó totalmente a ella, en una situación cada vez más penosa que acabó con la muerte de Henny de forma trágica en 1952.

Enseguida conoce a Annis Glover, americana de Alabama, mujer enormemente atractiva, inteligente, excelente conversadora y sin ninguna ambición profesional. En 1953 se casan. Esta relación duró hasta la muerte de Fromm en 1980, veintisiete años más tarde. Pero estos veintisiete años no fueron de vino y rosas. Annis enfermó de cáncer a los pocos años de casarse y Fromm se volcó con ella hasta el punto de compartir con ella el régimen de alimentación draconiano a que ella se vio sometida como parte del tratamiento.

Fue en este periodo, en 1956, cuando Fromm escribió “El arte de amar”, liberado por fin, de forma bastante traumática, de la sombra materna y paterna. Porque, en ese año, para librarse de la influencia paterna, el día de la Pascua judía, decidió tomar carne de cerdo, rompiendo amarras con la religión paterna con un acto que, para ésta no era sólo pecaminoso, sino sacrílego. Los escritos de Georg Grimm sobre el budismo, le empujaron a abandonar la fe en un Dios personal y orientare al budismo y a la crítica de las religiones tradicionales.

Durante el periodo de la Guerra Fría, militó activamente en los movimientos pacifistas de la época, en especial contra la guerra de Vietnam. Conviene recordar que estos movimientos pacifistas de la Guerra Fría estaban respaldados –o paradoja– por los partidos comunistas occidentales, sirviendo a los intereses “pacifistas” de desarme unilateral defendidos por la Unión Soviética. A la pregunta de: “¿Fue marxista Erich Fromm?”, no sabría contestar ni positiva ni negativamente. No he leído nada que manifieste explícitamente que lo fuese, aunque sí hay en su libro aspectos que emanan un arma marxista y anticapitalista.  Parece que era más bien partidario de un socialismo útópico, diferente de la pura ortodoxia marxista. De hecho, investigando sobre el tema, he podido leer algún artículo de una revista neomarxista, en la que se detecta una exasperación ácida hacia el heterodoxo marxismo de Fromm. Este sentimiento anticapitalista y antimercado, se deja ver, como he comentado, aquí y allá en distintas partes del texto.

Pero, tras esta digresión biográfica, que me ha parecido necesaria, centrémonos en la obra “El arte de amar”. La tesis que defiende Fromm en su libro está totalmente acorde con el título. El amor es un arte que, como todas las artes, debe basarse en una técnica teórica y en una práctica. Pero señala que, a diferencia de lo que ocurre con todo aquél que quiere ser artista, nadie se toma en serio el aprendizaje del arte de amar. Más bien se confía, equivocadamente, en que el amor es algo que surge y se desarrolla de forma automática con sólo encontrar a la persona a adecuada a quien amar y que nos ame como nosotros queremos ser amados. Y de ahí los estrepitosos fracasos que se producen en una de las cosas que más importantes son para el ser humano y que mayor peso tienen en el logro de su felicidad. Debo decir que la lectura de sus tesis me produjo una inmensa sensación de entusiasmo. Entendí por qué me había marcado tanto en mi primera juventud. Tengo la costumbre de subrayar en los libros que me interesan los pensamientos que encuentro especialmente inspiradores y, para poder buscarlos cuando quiero volver a ellos, doblo la esquina de la página en donde están. No es un sistema muy respetuoso con el libro, pero sí muy práctico. Pues bien, la primera parte del libro tiene dobladas todas y cada una de las páginas y, en cada una de ellas hubiese subrayado un alto porcentaje del texto. Voy a intentar resumir la tesis del libro. Es posible que una buena parte de este resumen sean citas textuales, que serán señaladas como tales en cursiva. Espero no cansar demasiado con ellas, pero no sabría suplirlas.

Empiezo, pues, con una cita textual: “Cualquier teoría del amor debe comenzar con una teoría del hombre, de la existencia humana”. Fromm observa que el hombre experimenta lo que él llama la separatidad. El hombre, siendo un ser biológico, como cualquier otro animal o planta, siente profundamente que es distinto, que está separado de todos los otros seres vivos, que, formando parte de la naturaleza, está separado de ella. Y la vivencia de esa separatidad le produce angustia. De aquí, que la necesidad más profunda del ser humano sea superar esa separatidad. Y esta necesidad es mucho más profunda, aunque no es ajena a ella, que la pulsión sexual que es la base del pensamiento freudiano. De ahí su ruptura con ese pensamiento.

Fromm analiza tres formas en que los seres humanos intentan superar esa separatidad:

La primera forma son diversas clases se estados orgiásticos (drogas, rituales orgiásticos tribales, etc.), que hacen que el mundo exterior desaparezca momentáneamente. Estos estados son de una intensidad a menudo violenta, involucran toda la personalidad, mente y cuerpo y son transitorias. Pero la realidad siempre vuelve y, con ella, de forma cada vez más acuciante, la sensación de separatidad.

La segunda es la unión en la conformidad con el grupo. Conformidad de la que no escapan tampoco las sociedades democráticas, ni el respeto al individuo de que hacen gala. Esta unión en la conformidad es tranquila, dictada por la rutina, pero tampoco es capaz de vencer la separatidad.

La tercera sería el trabajo creativo. La pasión de un artista por su obra, o de un científico por su investigación o de un empresario por su empresa. La realidad desaparece absorbida en el ensimismamiento, en el solipsismo centrado en esta actividad. Esta unión no es interpersonal y, por tanto, tampoco vence la separatidad.

Así pues, ninguna de estas tres formas de superar la separatidad puede tener éxito. ¿Entonces? Entonces este análisis nos dice que el logro tiene que estar en “la unión interpersonal, la fusión, con otra persona por medio del amor[1]. Ahora bien, ¿qué es eso del amor? Hay un amor que supone una solución madura al problema de la existencia y hay otra cosa, que no es amor y que podría llamare unión simbiótica. Fromm empieza por analizar esta última forma de unión. Establece un paralelismo entre la unión simbiótica psicológica y la que existe entre la madre y el feto que vive en sus entrañas y distingue dos variantes, la pasiva y la activa, que identifica, en mayor o menor medida, con mayor o menor gravedad, con el masoquismo y el sadismo respectivamente. “En contraste con la unión simbiótica, el amor maduro significa unión a condición de preservar la propia integridad. […] El amor es una acción, la práctica de un poder humano, que sólo puede realizarse en la libertad y jamás como resultado de una compulsión. […] amar es fundamentalmente dar, no recibir”.

Una ficción de la superación de esa separatidad es el enamoramiento inmaduro. De pronto, aparece delante de nosotros una persona y caen entre ella y nosotros determinadas barreras. Eso nos produce una placentera sensación de superación de la separatidad. Pero si no se avanza en el proceso, en seguida aparece en sentido de dejá vu, de lo rutinario, de lo aburrido. La sensación de enamoramiento desaparece, se esfuma. Se trata entonces de buscar nuevas personas, nuevas barreras que derribar temporalmente, sin jamás ir más allá. Y, además, cada nueva persona causa menos sorpresa inicial de la que causó la anterior. Por desgracia esa es la idea más generalizada que hay sobre el amor en nuestro mundo y su consecuencia es el fracaso.

Viene aquí como anillo al dedo una historia que cuenta Stephen R. Covey en su libro “Los siete hábitos de la gente altamente eficiente”. Nos cuenta Covey que una persona le dijo:

“Mira a mi matrimonio. Estoy realmente preocupado. Mi mujer y yo ya no tenemos los mismos sentimientos que teníamos antes hacia el otro. Sospecho que, simplemente, ya no la quiero y que ella no me quiere ¿Qué puedo hacer?”

“¿Ya no existe el sentimiento?” Pregunté

“Exacto”, se reafirmó. “Y tenemos tres hijos y estamos realmente preocupado por ellos. ¿Qué me sugieres?”

“Quiérela”, repliqué.

“Te lo acabo de decir, el sentimiento ya no existe”

“Quiérela”.

“No me entiendes. El sentimiento de amor ya no existe”.

“Entonces, quiérela. Si el sentimiento no existe, es una buena razón para quererla”

“Pero, ¿cómo se puede querer cuando no estás enamorado?”

“Amigo, amar es un verbo. Amor –el sentimiento– es un fruto del amor, el verbo. Por eso, quiérela. Sírvela. Sacrifícate. Escúchala. Enfatízala. Apréciala. Reafírmala. ¿Deseas hacer eso?”

En la gran literatura de todas las sociedades en progreso, amar es un verbo. La gente reactiva hace del amor un sentimiento. Actúan por los sentimientos. Hollywood nos ha condicionado, generalmente, para creer que no somos responsables. que somos un producto de nuestros sentimientos. Pero el guión de Hollywood no describe la realidad. Si nuestros sentimientos controlan nuestras acciones es porque hemos abdicado de nuestra responsabilidad y les hemos dado poder para hacerlo.

La gente proactiva hace del amor un verbo. El amor son cosas que haces: los sacrificios que haces, la entrega de ti mismo, como una madre llevando a un recién nacido hacia el mundo. Si quieres estudiar el amor, estudia a los que se sacrifican por los demás, incluso por la gente que los ofende o que no les ama en contrapartida. Si eres padre, mira el amor que tienes por tus hijos por los que te sacrificas. El amor es un valor que se hace real a través de acciones de amor. La gente proactiva subordina los sentimientos a los valores. Así, el amor, el sentimiento, puede ser recuperado.

Pero, que es lo que justifica la afirmación de más arriba de que amar es fundamentalmente dar, no recibir. ¿Por qué? Y dar, ¿qué?

“Para el carácter productivo[2], dar posee un significado totalmente distinto: constituye la más alta expresión de potencia. […] Dar produce más felicidad que recibir, no porque sea una privación, sino porque en el acto de dar está la expresión de mi vitalidad”.

[…]

“¿Qué le da una persona a otra? Da de sí misma, de lo más precioso que tiene, de su propia vida. Ello no significa necesariamente que sacrifica su vida por la otra, sino que da lo que está vivo en él –da de su alegría, de su interés, de su comprensión, de su conocimiento, de su humor, de su tristeza–, […]  Al dar así de su vida, enriquece a la otra persona, realza el sentimiento de vida de la otra al exaltar el suyo propio”.

[…]

“Además, en el elemento de dar, el carácter activo del amor se vuelve evidente en el hecho de que implica ciertos elementos básicos comunes a todas las formas de amor. Estos elementos son: Cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento.

Me parece esclarecedora la enumeración y descripción que Fromm hace de estos cuatro elementos básicos del amor. El primero, el cuidado, que no parece necesario definir, lleva al segundo, la responsabilidad. Pero no a la idea de la responsabilidad como una pesada carga impuesta desde fuera a la otra persona, sino en su sentido etimológico de responder, de dar una respuesta libre. Pero “la responsabilidad podría degenerar en un dominación y posesividad, si no fuese por el tercer componente del amor, el respeto, en el sentido etimológico de la palabra “(respicere = mirar), la capacidad de ver a una persona tal cual es, tener conciencia de su individualidad única. Respetar supone preocuparse porque la otra persona crezca y se desarrolle tal cual es. […] Es obvio que el respeto sólo es posible si yo he alcanzado independencia, si puedo caminar sin tener que dominar ni explotar a nadie. El respeto sólo existe sobre la base de la libertad […], el amor es hijo de la libertad, nunca de la dominación”.

“Pero respetar a una persona sin conocerla no es posible; el cuidado y la responsabilidad serían ciegos si no los guiara el conocimiento. El conocimiento sería vacío si no lo motivara la preocupación[3]. Pero el conocimiento sólo es posible cuando puedo trascender la preocupación por mí mismo y ver a la otra persona en sus propios términos. Puedo saber, por ejemplo, que una persona está encolerizada, aunque no lo demuestre abiertamente; pero puedo llegar a conocerla más profundamente aún; sé entonces que está angustiada e inquieta; que se siente sola, que se siente culpable. Sé entonces que su cólera es la manifestación de algo más profundo y la veo angustiada e inquieta, es decir, como una persona que sufre, no como una persona enojada”.

Pero, el ser humano es de una profundidad misteriosa. Todos somos un secreto insondable para nosotros mismos y, con más motivo, los demás los son para nosotros. La tentación a la resistencia que nos opone este misterio es la posesión asfixiante.

Pero, “otro camino para conocer el secreto es el amor. El amor es la penetración activa en la otra persona, en la que la unión satisface mi deseo de conocer. El amor es la única forma de conocimiento que, en el acto de unión, satisface mi búsqueda. En el acto de amar, de entregarse en él, acabo de penetrar a otra persona, me encuentro a mí mismo, me descubro, nos descubro a ambos, descubro al hombre”.

[…]

“La experiencia de la unión, con el hombre o, desde el punto de vista religioso, con Dios, no es en modo alguno irracional. Se basa en el conocimiento de nuestras limitaciones fundamentales, y no accidentales, de nuestro conocimiento. Es el conocimiento de que nunca ‘captaremos’ el secreto del hombre y del universo, pero que podemos conocerlos, sin embargo, en el acto de amar. Cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento son mutuamente interdependientes. Constituyen un síndrome de actitudes que se encuentran en la persona madura; esto es, en la persona que desarrolla productivamente sus propios poderes, que ha renunciado a los sueños narcisistas de omnisapiencia y omnipotencia, que ha adquirido la humildad basada en esa fuerza interior que sólo la genuina actividad productiva puede proporcionar”.

Cuando se refiere al amor individualizado y sexual hacia otra persona, Fromm es tajante en la necesidad de la polaridad hombre-mujer.

“El hombre –y la mujer– sólo logra la unión interior en la unión con su polaridad femenina o masculina. Esa polaridad es la base de toda creatividad.

La polaridad masculino-femenina es también la base de toda creatividad interpersonal. Ello se evidencia biológicamente en el hecho de que la unión del esperma y el óvulo constituye la base para el nacimiento de un niño. Y la situación es la misma en el dominio puramente psíquico; en el amor entre hombre y mujer, cada uno vuelve a nacer. (La desviación homosexual es un fracaso en el logro de esa unión polarizada, y por eso el homosexual sufre el dolor de la separatidad nunca resuelta, fracaso que comparte, sin embargo, con el heterosexual corriente que no puede amar).

Idéntica polaridad entre el principio masculino y el femenino existe en la naturaleza; no sólo, como es notorio, en los animales y las plantas, sino en la polaridad de dos funciones fundamentales, la de recibir y la de penetrar. Es la polaridad de la tierra y la lluvia, del río y el océano, de la noche y el día, de la oscuridad y la luz, de la materia y el espíritu”.

Y aquí Fromm nos habla del error de partida freudiano, del que se ha hablado más arriba:

“El problema de la polaridad hombre mujer lleva a ciertas consideraciones ulteriores sobre la cuestión del amor y el sexo. Hablé antes del error que cometió Freud al ver en el amor exclusivamente la expresión –o una sublimación– del instinto sexual, en lugar de reconocer que el deseo sexual es una manifestación de la necesidad de amor y de unión. Pero el error de Freud es más hondo todavía. De acuerdo con su materialismo fisiológico, ve en el instinto sexual el resultado de una tensión químicamente producida en el cuerpo que es dolorosa y busca alivio. La finalidad del instinto sexual es el alivio de esa tensión; la satisfacción sexual consiste en tal eliminación. Este punto de vista es válido en la medida en que el deseo sexual opera en la misma forma que el hambre o la sed cuando el organismo se encuentra desnutrido. En tal sentido, el deseo sexual es una comezón, y la satisfacción sexual, el alivio de esa comezón. En realidad, en lo que al concepto de sexualidad se refiere, la masturbación sería la satisfacción sexual ideal. Lo que Freud paradójicamente no tiene en cuenta es el aspecto psicobiológico de la sexualidad, la polaridad masculino-femenina, y el deseo de resolver la polaridad mediante la unión”.

Aquí viene como anillo al dedo una frase leída en la novela de Isabel Allende, “El plan infinito”: “El amor es la música y el sexo es el instrumento”. Yo suelo comentar esta frase diciendo que usar el sexo para algo que no sea el amor es tan absurdo como jugar un partido de tenis con un violín. A buen seguro se destroza el violín y se pierde el partido.

Más adelante sorprende –en realidad no sorprende, es un corolario de su idea del amor– ver la declaración que hace en favor de la indisolubilidad del matrimonio basándose en la consideración del amor más como un acto de la voluntad que como un sentimiento, sin excluir, por supuesto, este componente:

“El amor debe ser, esencialmente, un acto de la voluntad, de decisión de dedicar toda nuestra vida a la de otra persona. Ese es, sin duda, el razonamiento que sustenta la idea de la indisolubilidad del matrimonio. […] Se supone que el amor es el resultado de una reacción espontánea y emocional, de súbita aparición de un sentimiento irresistible. De acuerdo con este criterio, sólo se consideran las peculiaridades de los dos individuos implicados […] Se pasa por alto un importante factor del amor erótico, el de la voluntad. Amar a alguien no es meramente un sentimiento poderoso –es una decisión, es un juicio, es una promesa–. Si el amor no fuera más que un sentimiento, no existirían bases para la promesa de amarse eternamente. ¿Cómo puedo yo juzgar que durará eternamente, si mi acto no implica juicio y decisión?

Fromm dedica una larga y profunda reflexión al amor a uno mismo y pone en alerta sobre los peligros de considerar que el amor a uno mismo es un pariente próximo del egoísmo. Más aún, habla de los trastornos psíquicos y relacionales que trae el amor al prójimo basado en la negación del amor a uno mismo.

“Esta teoría de la naturaleza del egoísmo surge de la experiencia psicoanalítica con la ‘generosidad’ neurótica, un síntoma de neurosis observado en no pocas personas, que habitualmente no están perturbadas por ese síntoma, sino por otros relacionados con él, como depresión, fatiga, incapacidad de trabajar, fracaso en las relaciones amorosas, etc. No sólo ocurre que no reconocen esa ‘generosidad’ como un síntoma; frecuentemente es el único rasgo caracteriológico redentor del que esas personas se enorgullecen. La persona ‘generosa’ ‘no quiere nada para sí mima’; ‘sólo vive para los demás’, está orgullosa de no considerarse importante. Le intriga descubrir que, a pesar de su generosidad, no es feliz, y que sus relaciones con los más íntimos allegados no son satisfactorias”.

Quien haya tenido en su entorno una persona ‘generosa’ de éstas sabe lo difícil que es la convivencia con ella. Y creo que todos tenemos que luchar a menudo contra esta ‘generosidad’

***

Hasta este punto, el libro de Fromm de “El arte de amar” debería ser de obligada lectura para la formación de los jóvenes, así como de padres, en ese difícil arte del que tanto depende la felicidad. Para que al que se pueda animar a leerlo sepa que significa el ‘hasta este punto’, transcribo el índice del libro:

Prefacio

1. ¿Es el amor un arte?

2. La teoría del amor

1.   El amor, la repuesta al problema de la existencia humana

2.   El amor entre padres e hijos

3.   Los objetos amorosos

a)     Amor fraternal

b)     Amor materno

c)     Amor erótico

d)     Amor a sí mismo

Sin embargo, el punto 2. 3. e) Amor a Dios, así como todo el punto 3

3. El amor y su desintegración en la sociedad occidental contemporánea…

… recomiendo que se salten. A mí me han exasperado hasta la saciedad.

He intentado explicar en estas líneas el porqué de esta exasperación, pero me estaba saliendo demasiado arduo y tedioso, el escribirlo para mí y estoy seguro de que el leerlo para quien lo hiciese, de forma que lo he borrado y hago gracia para todos de la justificación de mi recomendación. Diré, eso sí, que esa parte me parece imbuida de los restos de freudismo que todavía quedan latentes en Fromm y de su ideología imbuida de marxismo. Tanto el freudismo como el marxismo de Freud son heterodoxos para freudianos y marxistas ortodoxos, pero sólo el aroma me parece irrespirable y, como he dicho, me exaspera hasta límites insoportables.

***

Sin embargo, el punto 4 de la obra

4. La práctica del amor…

… me parece que recupera el pulso y que merece ser leída. Y a mí me merece la pena comentarlo.

 

Para empezar esta parte, Fromm vacuna al lector que espere encontrar un libro de recetas de autoayuda del tipo de “aprenda a amar con 10 consejos”. Al contrario, aclara que la práctica del arte del amor, como la de cualquier otro arte requiere de un gran esfuerzo mantenido durante toda la vida. Pero sí da siete características que debe tener ese esfuerzo:

 

1ª Disciplina. Pero no una disciplina irracional impuesta desde fuera, sino una autodisciplina racional, interna. Isaac Stern, el famoso violinista decía: “La disciplina libera el talento, el ingenio y la creatividad”. No me cabe la menor duda de que es así, pero nada más contrario al pensamiento moderno.

2ª Concentración. Esta concentración nos debería llevar a saber estar a solas con nosotros mismos, ajenos a estímulos externos de una inmediatez exigente, así como a concentrarnos en la relación con otros. “Concentrarse en la relación con otros significa fundamentalmente saber escuchar. La mayoría de la gente oye a los demás, y aún da consejos, sin escuchar realmente. No toman en serio las palabras de la otra persona y tampoco les importan mucho sus propias respuestas”. […] Estar concentrado significa vivir plenamente en el presente, en el aquí y el ahora, y no pensar en la tarea siguiente mientras estoy realizando otra”.

3ª Paciencia. “La paciencia es necesaria para lograr cualquier cosa” que merezca la pena. “Si aspiramos a obtener resultados rápidos, nunca aprenderemos un arte”.

4ª Preocupación suprema por el dominio del arte. “Si el arte no es algo de suprema importancia, el aprendiz jamás lo dominará”.

5ª La fe. Se refiere, naturalmente a una fe humana. Pero las páginas que dedica a explicar cómo debe ser esta fe son verdaderamente extraordinarias y merecen ser leídas. No puedo por menos que entresacar parte del texto que Fromm dedica a esta fe humana:

 

“¿Qué es la fe? […] ¿Está inevitablemente en contraste u oposición con la razón y el pensamiento racional? Aún para empezar a comprender el problema de la fe, es necesario diferenciar la fe racional de la irracional. Al hablar de fe irracional me refiero a la creencia (en una persona o una idea) que se basa en la sumisión a una autoridad irracional. Por el contrario, la fe racional es una convicción arraigada en la propia experiencia mental o afectiva. La fe racional no es primariamente una creencia en algo, sino una cualidad de certeza y firmeza que poseen nuestras convicciones. La fe es un rasgo caracteriológico que penetra toda la personalidad, y no una creencia específica”.

 

“La fe racional arraiga en la actividad productiva intelectual y emocional. Constituye un importante componente del pensar racional, en el que se supone que la fe no tiene lugar. […] A cada paso, desde la convicción de una visión racional hasta la formulación de una teoría, es necesaria la fe; fe en la visión de una finalidad racionalmente válida que alcanzar, fe en la hipótesis como una proposición probable y plausible, y fe en la teoría final […] Esta fe está arraigada en la propia experiencia, en la confianza en el propio poder de pensamiento, observación y juicio. Al tiempo que la fe irracional es la aceptación de algo como verdadero sólo porque así lo afirma la autoridad o la mayoría, la fe racional tiene sus raíces en una convicción independiente basada en el propio pensamiento y observación productivos, a pesar de la opinión de la mayoría”.

 

“El pensamiento y el juicio no constituyen el único dominio de la experiencia en el que se manifiesta la fe racional. En la esfera de las relaciones humanas la fe es una cualidad indispensable de cualquier amistad o amor significativos. ‘Tener fe’ en otra persona es estar seguro de la confianza e inmutabilidad de sus actitudes fundamentales, de la esencia de su personalidad, de su amor. No me refiero aquí a que una persona no pueda modificar sus opiniones, sino a que sus motivaciones básicas son siempre las mismas; que, por ejemplo, su respeto por la vida y la dignidad humanas sea parte de ella, no algo tornadizo”.

 

“En igual sentido, tenemos fe en nosotros mismos. Tenemos consciencia de la existencia de un yo, de un núcleo de nuestra personalidad que es inmutable y que persiste a lo largo de nuestra vida, no obstante las circunstancias cambiantes y con independencia de ciertas modificaciones de nuestros sentimientos y opiniones. Ese núcleo constituye la realidad en la que se sustenta la palabra ‘yo’, la realidad en la que se basa nuestra convicción de nuestra propia identidad. A menos que tengamos fe en la persistencia de nuestro yo, nuestro sentimiento de identidad se verá amenazado y nos haremos dependientes de otra gente, cuya aprobación se convierte entonces en la base de nuestro sentimiento de identidad. Sólo la persona que tiene fe en sí misma puede ser fiel a los demás, pues sólo ella puede estar segura de que será en el futuro igual a lo que es hoy y, por lo tanto, de que sentirá y actuará como ahora espera hacerlo. La fe en uno mismo es una condición de nuestra capacidad de prometer y, puesto que, como dice Nietzsche, el hombre puede definirse por su capacidad de prometer, la fe es una de las condiciones de la existencia humana. Lo que importa en relación con el amor es la fe en el propio amor; en su capacidad de producir amor en los demás, y en su confianza”.

 

Traigo aquí a colación una frase leída en un libro que recopila una serie de ensayos cortos de Chesterton con el título global de “El amor o la fuerza del sino”. Concretamente en uno que se titula “Elogio de las promesas temerarias”, que es un alegato a la indisolubilidad del matrimonio. Dice al principio:

 

“El hombre que hace una promesa se cita consigo mismo en algún lugar y tiempo distante. Pero el hombre moderno sabe que no acudirá a la cita”.

 

Pero acaba con la esperanza del resurgir de un hombre valeroso que sí acuda:

“A todo nuestro alrededor se encuentra la ciudad de pequeños pecados, tarde o temprano, se alzará desde el puerto la llama dominante anunciando que se ha acabado el reino de los cobardes y que un hombre está quemando sus naves”.

Pero sigamos con Fromm y la fe:

 

“Otro aspecto de la fe en otra persona se refiere a la fe que tenemos en las potencialidades de otros. [...] Algo distinto ocurre con las potencialidades que pueden no desarrollarse: las de amar, ser feliz, utilizar la razón, y otras más específicas, el talento artístico, por ejemplo. Son las semillas que crecen y se manifiestan si se dan las condiciones apropiadas para su desarrollo, y que pueden ahogarse cuando éstas faltan. [...]”

 

“La fe en los demás culmina en la fe en la humanidad. En el mundo occidental esa fe se expresa en términos religiosos en la religión judeo-cristiana, y en lenguaje secular tiene su expresión más poderosa en las ideas políticas y sociales humanísticas de los últimos 150 años. [...], se basa en que las potencialidades del hombre son tales que, dadas las condiciones apropiadas, podrá construir un orden social gobernado por los principios de igualdad, justicia y amor. El hombre no ha logrado aún construir ese orden y, por lo tanto, la convicción de que puede hacerlo necesita fe. Pero como toda fe racional, tampoco esta es una mera expresión de deseos, sino que se basa en la evidencia de los logros del pasado de la raza humana y en la experiencia interior de cada individuo en su propia experiencia de la razón y el amor”.

 

“Mientras que la fe irracional arraiga en la sumisión a un poder que se considera avasalladoramete poderoso, omnisciente y omnipotente y en la abdicación del poder y la fuerza propios, la fe racional se basa en la experiencia opuesta. Tenemos fe en una idea porque es el resultado de nuestras propias observaciones y nuestro pensamiento. Tenemos fe en las potencialidades de los demás, en las nuestras y en las de la humanidad porque, y sólo en esa medida, hemos experimentado el desarrollo de nuestras propias potencialidades, la realidad del crecimiento en nostros mismos, la fuerza de nuestro propio poder y del amor”.

 

No deja de resultar curioso leer este párrafo en la pluma de un marxista, por muy heterodoxo que sea. Leídsa estas dos últimas frases de forma aislada me parece que apostaría antes por pensar que salen de la pluma de un liberal que de un marxista.

 

La base de la fe racional es la productividad; vivir de acuerdo con nuestra fe, significa vivir productivamente.

 

Unas líneas más abajo de esta frase, Fromm cae en la simpleza de identificar toda fe religiosa y toda religión con la fe irracional basada en el poder de la religión y pontifica sobre la corrupción de toda fe. No digo que no haya un tipo de fe religiosa de muchas personas, católicos incluidos, que tengan una fe a la que Fromm llama irracional, basada en ideas impuestas en la infancia o en un temor religioso más o menos potente. Pero sí afirmo que la verdadera fe cristiana madura no nace de ningún poder, ni de nungún miedo o imposición. Nace de una experiencia personal de encuentro con Jesucristo, encarnado, muerto y resucitado por amor. Parece que Fromm transporta a todos los demás su aversión a su religión judía, expresada en el acto, sacrílego para el judaísmo, de comer carne de cerdo, y desde el desconocimiento de la fe que ha movido a tantos santos, místicos y cristianos de a pie.

 

6ª El coraje para mantener esa fe de una forma activa es otra de las características. Mantener esa fe contra viento y marea, buscando de forma continua su justificación y venciendo con planteamientos claros y basados en la razón las tentaciones de abandonarla, es una proeza que debe llevarse a cabo en la práctica del amor.

 

7ª Por último, la actividad, como antítesis de la pereza, la molicie y del dolce far niente, pero también como opuesta a la agitación errática. La actividad productiva en el sentido que se ha dado más arriba a la idea de productividad. Transcribo unas líneas de lo que dice sobre la actividad.

 

“El amor es una actividad. Si amo, estoy en un perpetuo estado de preocupación activa por la persona amada, pero no sólo por ella. Porque seré incapaz de relacionarme activamente con la persona amada si soy perezoso, si no estoy en un continuo estado de conciencia, alerta y actividad. Dormir es la única situación apropiada para la inactividad; en el estado de vigilia no debe haber lugar para ella. La situación paradójica de multitud de individuos hoy en día es que están semidormidos durante el día y semidespiertos cuando duermen o cuando quieren dormir. Estar plenamente despiertos es la condición para no aburrirnos o aburrir a los demás –y sin duda, no estar o no ser aburrido es una de las condiciones fundamentales para amar–. Ser activo en el pensamiento, en el sentimiento, con los ojos y los oídos, durante todo el día, evitar la pereza interior, es condición indispensable para el arte de amar. Es una ilusión creer que se puede dividir la vida en forma tal que uno sea productivo en la esfera del amor e improductivo en las demás. La productividad no permite una tal división del trabajo. La capacidad de amar exige un estado de intensidad, de estar despierto, de acrecentada vitalidad, que sólo puede ser el resultado de una orientación productiva y activa en muchas otras esferas de la vida. Si no se es productivo en otros aspectos, tampoco se es productivo en el amor”.

 

Esta actividad continua, que parece no cejar más que en el sueño, puede dar la impresión de ser agotadora. Pero no es así. Aunque es evidente que cansa, lo cierto es que, si está basada en la preocupación creativa por los demás y realimentada desde y por el amor, produce una energía sobreabundante que no sólo contrarresta el cansancio, sino que se contagia a cada cosa que se hace. A veces incluso puede parecer que va contra el sueño, único momento de descanso ‘permitido’. Pero lo cierto es que las personas imbuidas por este tipo de actividad creadora y orientada por y desde el amor, necesitan dormir poco.

 

Acabo aquí con esta, ya demasiado larga, glosa del libro de Erich Fromm, “El arte de amar”. Y lo hago con una reflexión. Tanto los cuatro pilares de la teoría del amor: Cuidado responsabilidad, respeto y conocimiento, como las siete características de la práctica del amor: Disciplina, concentración, paciencia, preocupación, fe, coraje y actividad, pueden llegar a interpretarse como las 11 recetas del amor, dada la tendencia humana a anquilosar en moldes rígidos cosas que deben ser fluidas. Desde luego, no es esa la intención del autor. El cultivo de estas once cosas sólo se puede conseguir con lo que se llama la virtud. La virtud es el hábito del bien conseguido por repetición consciente. Virtud viene de fuerza. Es una fuerza conseguida con constancia. Pero creo que una formulación similar a estas once cosas, de forma mucho más breve y con menos peligro de anquilosarse en el himno que san Pablo hace al amor en su primera carta a los Corintios (13, 4-8)

 

“El amor es paciente y bondadoso;

no tiene envidia,

ni orgullo, ni jactancia.

No es grosero ni egoísta;

no se irrita, no lleva cuentas del mal;

no se alegra en la injusticia,

sino que encuentra su alegría en la verdad.

Todo lo excusa, todo lo cree,

todo lo espera, todo lo aguanta.

El amor no pasa jamás”.

 

Es tan corriente oír este himno al amor en la mayoría de las bodas, que puede llegar a perder su brillo. Por eso merece, como todo, ser pulido a menudo de la pátina de tedio que acecha a toda actividad humana, recuperando el sentido profundo de cada verso.

 

Fromm no menciona en ningún momento la debilidad intrínseca del hombre para ser capaz de desarrollar esa enorme virtud del arte de amar. Esa es la causa de tanto fracaso de tanta gente, aunque lean el libro de Fromm y cuantos se quiera sobre el amor. Para poder desarrollar ese arte, hace falta algo que nos dé esa fuerza para construir ese arte que supera nuestra naturaleza. Algo sobrenatural. Hace falta la Gracia. Hace falta Dios. Sin Él, que es EL AMOR, sin su Gracia, sin la oración de meditación que nos la acerca, me temo que es muy difícil, si no imposible, que “El arte de amar” no acabe siendo un manual de autoayuda más. Por mucho que su autor nos prevenga contra ello.

 

No obstante, recomiendo con entusiasmo su lectura. Es más, como dije al principio, creo que debería ser un libro de obligada lectura para todos los jóvenes y que sería también altamente beneficioso también para parejas de adultos y para padres, para saber educar a los hijos en el amor y desde el amor. Incluso recomiendo que, a pesar de mi consejo expresado más arriba de no leer una de las partes del libro que a mí me exaspera, se lea completo y que cada uno saque sus conclusiones.



[1] Lo resaltado en negrita es porque parece resaltado en cursiva en el libro. Como aquí señalo en cursiva lo que es parte del libro, tengo que recurrir a la negrita para resaltar lo que el autor resalta en cursiva.

[2] El término productivo o productividad, tiene en Fromm un carácter muy diferente al que pueda tener en el lenguaje coloquial. Se describe en el libro, cosa que yo no hago aquí, pero cuyas peculiaridades pueden intuirse en lo transcrito de “Los siete hábitos…” y en todo el texto que sigue.

[3] Preocupación: de ocuparse con antelación, es decir de acción, verbo, no de angustiarse retorciéndose las manos pasivamente sin poder hacer nada más que agobiar al otro. Ésta es la acepción más corriente de esta palabra hoy en día.

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