Dejamos Sicar en dirección hacia el norte. Íbamos bastante cargados con las provisiones que nos habían dado. Fuimos directamente al barranco de la muerte. Desde que Jesús estuvo allí, hacía unas dos lunas, en que sólo quedaron los que no confiaron en Jesús, habían llegado nuevos leprosos y el barranco estaba otra vez lleno. Jesús les dio todas las provisiones y se repitieron las escenas de entonces. Mi madre, Sara, Nicodemo, Simón el Zelota y el de Queriot, no habían estado la vez anterior. Todos menos Nicodemo conocían el hecho por las nuestras narraciones, pero estaban espantados, porque no es lo mismo oírlo que verlo. Especialmente Nicodemo, que se encontró con el terrible espectáculo de golpe, no daba crédito a lo que veía. Al principio, como nosotros la primera vez, se negaron a bajar, pero también como nosotros entonces acabaron bajando. Esta vez, prácticamente todos los leprosos confiaron en Jesús, aunque, como no podía ser de otra manera, algún recalcitrante lo rechazó. Más adelante nos encontramos con alguno, ya curado, que nos contó que en esa ocasión, también todos los que confiaron quedaron curados al día siguiente. Felipe, el diácono, y yo estuvimos en nuestra época de evangelizadores de Samaría y lo encontramos otra vez lleno. No nos hubiésemos atrevido a bajar entonces si no nos hubiera llamado Ruth, la samaritana, que, antes de volver a su Pésaj en Sicar, nos siguió de lejos hasta allí y vio lo que pasó. Años más tarde, cuando Felipe y yo llegamos de nuevo a Samaría, nos vio desde abajo y subió a por nosotros. Nos contó que cuando llegaron a ella los ecos de la muerte y resurrección de Cristo en Ierushalom, supo que había llegado la nueva Pésaj y se dedicó a recorrer toda Samaría con el anuncio de la buena noticia de esa Pésaj. Después, cuando supo que nosotros llegábamos a llevar el anuncio, pensó que ya no era necesario el suyo, se acordó de los leprosos y decidió dedicar su vida a cuidarlos. Ella vivía con ellos y organizó una cadena de samaritanos que, sin acercarse al barranco, llevaban, de tramo en tramo, alimentos para ellos, de forma que nunca faltasen. Con el ejemplo de esa valiente mujer, no pudimos dejar de bajar en esa tercera ocasión y vimos que, al contacto de sus manos y de sus cuidados, algunos quedaban también curados. No sé que será ahora de ella, pero rezo con toda mi alma para que su entrega dé los frutos que Dios quiera. Pero, otra vez me estoy yendo de la línea de mis recuerdos con digresiones posteriores.
Tras dejar el barranco, seguimos la divisoria de Galilea y Samaría hacia el este, hasta llegar otra vez al Jordán, muy de mañana, a la altura de un lugar llamado Ainón. Había allí varios manantiales de agua clara y limpia y alguien había hecho con piedras una represa que dejaba pasar el agua, pero hacía que se embalsase, formando una amplia poza. Era justo el punto por el que los que volvían de Ierushalom, cruzaban el Jordán hacia su orilla occidental, para entrar en Galilea. Como Pésaj había terminado, el vado rebosaba de gente. Y allí estaba Juan, el Bautista. Del lado oeste del Jordán, en Galilea, pero muy cerca de la estela que señalaba el territorio samaritano.
Nos costó reconocerle, porque no era ni una sombra del hombre robusto, de aspecto terrible, con sus inmensa melena y barba trenzadas y rodeándole el cuerpo, con su voz tonante. Nada. Era una miserable piltrafa humana. Escuálido, sólo huesos y piel, consumido, su vestimenta de piel de camello era como un colgajo alrededor de su cuerpo. Sus impresionantes pelambreras de nazir desde el nacimiento eran unos cuantos pelos blancos. Largos sí, pero ralos. Estaba casi completamente calvo y con cuatro pelos en la barba. Metido en el agua hasta las rodillas, ofrecía el bautismo con una voz quebrada y casi inaudible. La gente, que hacía sólo cuatro lunas se arremolinaba a su alrededor en una masa vociferante pidiendo el bautismo, pasaba ahora de largo sin apenas mirarle. Sólo alguna persona, muy de cuando en cuando le pedía ser bautizado, pero él apenas tenía fuerza para incorporarle del agua tras la inmersión. A menudo su discípulo Enoc, el único que le quedaba de los siete que tuvo, tenía que ayudarle.
Cuando la gente vio a Jesús, le reconocieron de inmediato. La misma gente que pasaba de largo ante Juan se arremolinaba alrededor de él pidiéndole el bautismo. Pero ahora fue la voz de Jesús la que clamó:
- Raza de víboras. Hace cuatro lunas todos querías que este profeta os bautizara y, ahora que lo veis débil y hundido, le pagáis con vuestro desprecio y me pedís a mí que os bautice. Sois como vuestros padres que sólo hacían caso de los profetas cuando les temían, pero que los despreciaban si se presentaban mansos y humildes. ¡Colmad vuestra maldad, haceos acreedores de la gehena! Haceos bautizar por Juan o idos sin bautizar, pues no seré yo quien os bautice.
A pesar de estas duras palabras, tan sólo unas cuantas docenas de personas se acercaron a Juan para recibir el bautismo. Jesús se alejó a un lugar apartado para no tener que repetir la escena cada día. Pero cuando, pasados unos días, el flujo de personas provenientes de Ierushalom casi desapareció, volvió para encontrarse con Juan. A pesar de que eran pocas las personas que le pedían el bautismo, esas pocas debían estar muy agradecidas porque habían dejado una considerable cantidad de provisiones como agradecimiento.
- Hermano, hermano –le dijo Jesús cuando, al fin, pudimos
estar a solas con él.
- Yo, ¿tu hermano? –replicó Juan con voz de incredulidad–.
Si no soy digno de desatar la correa de tu sandalia, ¿cómo voy a ser tu
hermano?
- Más que hermano, has sido mi precursor y lo has hecho
magníficamente –su voz rebosaba agradecimiento y le abrazó con un abrazo
tierno–. Oíste la voz del Espíritu cuando tenías que oírla. Me diste la señal
para empezar mi vida pública. Eres más que un profeta puesto que has sido
anunciado por profetas. De ti escribió hace siglos el profeta Malaquías cuando
dijo: “Mirad, yo os envío a mi mensajero
a preparar el camino delante de mí”. Te digo que de los nacidos de mujer no
hay otro mayor que tú. Y yo te lo agradezco con toda el alma.
- ¿Tú agradecerme a mí, Elohim? –le llamó así, Elohim–. Soy yo quien te estaré eternamente agradecido –y su voz se quebraba–. Me permitiste bautizarte y me dijiste aquellas palabras al oído.
Entonces Nicodemo pidió a Juan el Bautismo. Juan le escrutó profundamente mirándole a los ojos y, tras un rato, dijo:
- Te vi de lejos hace unos meses –le dijo con una voz
apenas audible–. Deseé con toda el alma que vinieras a bautizarte, pero no te
atreviste. Percibí de lejos que eras un hombre bueno. Pero ahora ya no
necesitas mi bautismo, porque ya estás convertido y has hecho penitencia.
Dentro de poco serás bautizado en Espíritu Santo y fuego.
- Pero yo quiero que me bautices, rabbí– le respondió
implorante Nicodemo.
- Entonces, ven, acércate –dijo el Bautista.
Nicodemo se acercó y juntos fueron hacia el agua. Enoc fue detrás de ellos para ayudar a Juan, pero Jesús le retuvo con el brazo y él mismo fue detrás de ellos, seguido de cerca por el discípulo de Juan. Cuando tuvieron el agua por la cintura y se pusieron en posición para el rito del bautismo, Juan y Nicodemo vieron a Jesús y una amplia sonrisa iluminó sus rostros. Después el Bautista realizó el ritual y Jesús le ayudo a sacar a Nicodemo del agua tras la inmersión, en presencia de Enoc. Volvieron a la orilla y Jesús continuó hablando con Juan:
- Pero, dime, ¿cómo han sido estas lunas para ti después
de bautizarme?
- Mírame –le respondió Juan– ¿soy el mismo de antes? No, no lo soy. Parezco decrépito y por fuera lo estoy. Pero, por dentro soy un hombre nuevo, más fuerte, mucho más fuerte que antes. En mi debilidad Elohim me ha llenado de fuerza.
Y tras decir esto, se ensimismó en sí mismo y empezó una salmodia como la que había recitado durante los cuarenta días de Jesús en el desierto, pero apenas audible más allá de sus labios.
- No te dirá nada más –dijo Enoc– ha entrado en trance y no saldrá en mucho tiempo. Debe estar en su fortaleza interior, porque externamente nada puede ser peor. Casi no comemos. Nadie nos da nada. Los fariseos y saduceos que siempre tenemos con nosotros como sombras, turnándose –y al decir esto señaló hacia un promontorio unos trescientos pasos río arriba, ya claramente en Galilea, en el que se divisaban dos sombras–, se encargan de que nadie nos dé víveres. Vigilan día y noche y amenazan a los que nos los dan y a los que se bautizan. Por eso tan pocos se atreven a bautizarse. A ti, Nicodemo, ya te tienen fichado. Tendrás problemas cuando vuelvas a Ierushalom.
Nicodemo se encogió de hombros y dijo:
- Poco me importa ya lo que puedan decir de mí. Hace unos días esto hubiese sido para mí una tragedia. Pero ahora, todo lo tengo por basura, mi prestigio, mi pertenencia a los fariseos, con tal de estar junto a Jesús y de haber sido bautizado por Juan, ayudado por el mismo Jesús.
Enoc continuó con su relato:
- Esdras, Rubén y Misael, los otros tres que quedaban con nosotros, nos dejaron por el mundo hace dos lunas.
Al decir esto, vio que Andrés, Matías y José, que le habían dejado por Jesús, daban un respingo. Enoc se apresuró a decir:
- No, no digo nada de vosotros. Vosotros no le dejasteis. Él os pidió que siguieseis a Jesús y creo que parte de la fuerza interior que tiene proviene del Altísimo a través de vosotros de una forma misteriosa. Es como si tuviese una comunión mística con vosotros. Me lo ha dicho varias veces.
Tras esta aclaración, Enoc siguió contando su vida con Juan.
- Cada día tengo que dejarle solo varias horas para intentar encontrar algo de comida, insectos, algún roedor, serpientes, para sobrevivir a duras penas. La generosidad del número de los que se han bautizado estos tres últimos días no ha sido la pauta en el tiempo que llevamos aquí. Estamos cerca de la estela que marca el límite de Samaría porque si se acercan a hacernos algo, pasamos del otro lado y no se atreven a seguirnos por miedo a contraer impureza. Cuando me voy en busca de alimento, le meto muchos pasos dentro de Samaría para que no se le acerquen. Hace unos días llegó el relevo de los que nos vigilaban. Se acercaron y le dijeron hipócritamente: “Rabbí, aquél que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien nos diste testimonio, está ahora bautizando y todos se van tras él”. El les respondió: “El hombre solamente puede tener lo que Dios le haya dado. Vosotros mismos sois testigos de lo que yo dije entonces: ‘Yo no soy el Ungido, sino que he sido enviado como su precursor’. La esposa pertenece al esposo. El amigo del esposo, que está junto a él y lo escucha, se alegra mucho. Por eso mi alegría se ha hecho plena. Es necesario que yo mengüe para que el crezca”.
En ese momento, y en contra de lo que nos había dicho Enoc, Juan dejó su salmodia y dijo a Jesús:
- Rabbí, ¿ha acabado ya mi misión y puedo morir o me tienes todavía algo reservado?
En vez de contestar, Jesús se apartó con Juan y Enoc hacia el río, en el que se metieron de nuevo hasta la cintura. Desde allí llamó a Nicodemo, que acudió. Sólo cuando estuvieron los cuatro allí Jesús contestó al Bautista.
- No, hermano, no –le dijo–. Todavía no puedes morir. Nos
queda a los dos un amargo cáliz que beber –había pesadumbre y determinación en
su voz.
- Sabía que tú tienes un amargo cáliz que beber –replicó
Juan–. Te he visto en sueños ensangrentado y moribundo, como el cordero
degollado hasta que pierde su última gota de sangre para ser comido por el
pueblo y salvarle. Pero saber que yo puedo compartir contigo este cáliz y
colaborar contigo en esa salvación, me llena de agradecimiento y espero que el
Espíritu me de fuerzas.
- Te las dará, sin duda, como te las daré yo y como te las
dará mi Padre –Abba–. Serás también mi precursor en eso. Naciste antes que yo,
en el momento opuesto del año, y deberás beber tu cáliz también antes que yo, y
también en el momento opuesto del año. Ve al encuentro de Herodes, en Galilea.
Sé que te busca para acallar tu voz. Pero también sé que te teme. No te matará
enseguida y podrás seguir dando testimonio de mí mientras bebes tu cáliz de
amargura. Pero cuando llegue la nueva Pésaj, la celebraremos juntos en el Reino
de mi Padre –Abba–. Y, después, tu misión continuará. Tú, Juan y tú también,
Enoc –dijo dirigiéndose al discípulo–, volveréis del Reino de mi Padre, con el
espíritu de Elías y del Patriarca Enoc, ambos llevados a los cielos, para que
yo pueda restaurar todas las cosas.
- Rabbí –preguntó Enoc–, entonces, ¿yo también tendré que
beber de ese cáliz?
- Sí Enoc, tú también deberás beber tu propio cáliz. Pero también te daremos fuerza mi Padre, yo y el Espíritu y también vivirás conmigo la nueva Pésaj antes de volver con el espíritu del Patriarca. Y tú, Nicodemo –dijo dirigiéndose a éste –no digas nada de esta conversación hasta que se cumpla lo que se tiene que cumplir.
Solo mucho más tarde, tras la resurrección, supimos de esta conversación a través de Nicodemo y refrendada por Jesús.
Entonces, Jesús bautizó con un bautismo diferente, primero a Juan, luego a Enoc y, por último, a Nicodemo. Mientras les sumergía decía a cada uno:
- Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén, amén –hacía repetir con él al bautizado.
Tras esto, Juan se apresuró a ponerse en camino, con una fuerza que parecía renovada. Enoc preguntó, señalando a los espías:
- Pero, ¿cómo nos libraremos de esos?
- Ignoradlos –afirmó categóricamente Jesús–, no se atreverán a tocaros. Saben que contraerían impureza y que eso les obligaría a ir inmediatamente a Ierushalom para purificarse. Tú ayuda a Juan para ir al encuentro de Herodes. No necesitarás ayudarle mucho porque el Espíritu le dará fuerzas, os guiará y os proporcionará abundante alimento. Pero, ahora, separemos nuestros caminos. Vosotros id camino de Cesarea. Encontraréis a Herodes yendo de allí a Tiberíades. Y a ti, Juan, te será dicho desde lo alto que tienes que hacer en todo momento.
Y tras decir esto, Jesús y Juan se fundieron en un largo abrazo.
- Hasta la nueva Pésaj –se despidieron.
Después volvieron con nosotros y los dos grupos nos separamos tras repartir las provisiones. Nosotros seguimos Jordán arriba, ya en Galilea, mientras que Juan y Enoc tomaron un camino hacia el noroeste, a intersectar con la ruta de Cesarea a Tiberíades, para cumplir con la voluntad de Elohim, seguidos de lejos por los espías.
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