La infancia –y el arte en parte– se representa a los ángeles como pequeños geniecillos alados con mofletes rechonchos y coloradotes. “Angelillos de los que inflan los carrillos en los cuadros de... ¡pum!, ¡pum!... Murillo; Fermín Murillo”, dice una canción muy chabacana que casi ni me atrevo a mentar aquí. Otro tipo de manifestación artística los representa como seres de una belleza extraordinaria, difícilmente catalogables como masculinos o femeninos, con grandes, puntiagudas y estilizadas alas desplegadas. Ha quedado como una expresión de discusión bizantinamente estéril lo de: “Eso es como discutir el sexo de los ángeles”. Pero yo quiero citar un salmo, no recuerdo cual es, en el que se dice de ellos que “son guerreros poderosos, atentos a las órdenes del Señor”. Por tanto, nada de angelitos mofletudos o andróginos. No son de ningún sexo –esa distinción no atañe a criaturas puramente espirituales–, pero no cabe duda de que son tremendamente poderosos y ejecutores de la voluntad de Dios. Su aspecto no debe tener nada de tranquilizador. Todos los personajes bíblicos que tienen encuentros con ellos se muestran más bien asustados y tienen que ser tranquilizados por sus palabras y gestos. Y los ángeles del Apocalipsis tampoco parecen ser frágiles criaturas. Tampoco parece que fuesen seres inofensivos los que formaban las más de doce legiones de ángeles que Cristo dijo a Pedro en Getsemaní que su Padre podría enviar en su rescate si se lo pidiese.
San Miguel, al grito de “Quién como Dios” –de hecho esa es la etimología hebrea del nombre Miguel– derrotó al demonio y a sus ángeles en la que debió ser una terrible batalla, precipitándolos al suelo y expulsándolos del cielo para siempre[1], aunque sigan por la tierra, haciéndonos la puñeta.
San Gabriel es el arcángel mensajero de la voluntad de Dios. El Evangelio de san Lucas nos dice que fue él quien anunció a María el mensaje de Dios para preguntarle si permitía su encarnación. Cuando María le vio, parece que se sobresaltó, porque, tras decirle “Salve, llena gracia, el Señor está contigo”, la tiene que tranquilizar diciéndole: “No temas María”.
San Rafael es el arcángel que acompañó al joven Tobías en su difícil viaje a través de Siria, Babilonia y Persia. En él tuvo que sortear los más graves peligros y lo logró con el apoyo de san Rafael. Pero no solo eso. San Rafael fue capaz de liberar a la que se convirtió en mujer de Tobías de una maldición diabólica y gracias a determinadas plantas y vísceras de animales, de curar la ceguera de Tobit, el anciano padre de Tobías.
Tales son los tres arcángeles. Pero no quiero dejar de hablar del ángel custodio de cada uno, del ángel de la guarda. Si nos hacemos como niños, Jesús le dice al mundo hablando de nosotros: “Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños; porque os digo que sus ángeles en el cielo contemplan sin cesar el rostro de mi Padre celestial”. No es mala protección, ¿no?
Tal vez alguno apenas haya leído con atención lo anterior, porque estará pensando todavía en algo que dije en el primer párrafo: Que iba a analizar a los ángeles desde el punto de vista de la ciencia. ¡Venga ya!, pensará. ¡Qué tienen que ver los ángeles y la ciencia! Desde luego, la ciencia no puede ni demostrar ni desmentir nada sobre los ángeles. Ni siquiera puede decir nada directamente sobre ellos. La ciencia sólo puede hablar de lo que se puede tocar, pesar, medir. Pero, a veces, hay silencios que, sin demostrar nada, son bastante elocuentes. Vamos a ver si de algunos puede salir alguna luz.
Lo que sí ha podido demostrar la ciencia es que vivimos en un mundo de tres dimensiones espaciales[2] que se despliegan en una cuarta dimensión, bastante peculiar, que es el tiempo, formando lo que Einstein llamó el espacio-tiempo. Sin embargo, si le preguntamos a la ciencia por qué hay sólo y precisamente tres dimensiones espaciales, tendría que guardar silencio. Y nuestro sentido común se preguntaría, ante este silencio, si hay alguna razón lógica para que en la Realidad sólo haya tres dimensiones. ¿Qué tiene de mágico el número tres? ¿Por qué no podría haber 1.349 dimensiones? ¿O 652.378? ¿O 7.356.902.741.076.278.265? ¿O infinitas? ¿No sería más lógico que hubiese cualquier número que que resultase haber sólo tres? La ciencia nos podría decir: Nuestros aparatos de medida sólo han captado tres, por lo tanto no podemos demostrar que haya más. Pero eso no significa nada, porque el hecho de que nuestros aparatos de medida sólo puedan captar tres dimensiones espaciales no es más que una limitación de unos aparatos hechos por seres que, a su vez, viven en tres dimensiones. Es imposible que puedan captar más. Pero extrapolar esa limitación a la Realidad es un absurdo. Y el hecho de que por esa limitación no podamos demostrar la existencia de otras dimensiones adicionales, ¿significa que no las hay? ¿Sería sensato decir que la realidad que nuestros pobres aparatos pueden captar es toda la Realidad? ¿Qué entre la realidad y la Realidad no puede haber nada? ¿O sería una estupidez? Y, si existiesen esas dimensiones, ¿no sería lógico y hasta razonable pensar que en esas dimensiones haya seres a los que no podemos captar pero que no por ello tienen que no existir? ¿Podrían ser estos seres inmensos, inabarcables e indetectables a los que les hemos dado el nombre de ángeles? ¿No es posible que lo que nosotros llamamos nuestra alma o nuestro espíritu sea una parte de nosotros que está en otras dimensiones no materiales? Y, ¿no es posible que nuestra parte de otras dimensiones sí que pueda detectar –no midiéndolos y pesándolos, por supuesto– a esos que llamamos ángeles? Tal vez un teólogo pueda decirme que la pertenencia a otras dimensiones no es lo que diferencia la materia del espíritu. Si me lo puede decir que, además, me lo explique, porque a mí, sin saber mucho de teología, no se me alcanza el por qué. En fin, pido perdón por esta digresión, paracientífica, es cierto, pero creo que razonable y en modo alguno anticientífica.
Por último, decía que iba a exponer algunas de mis devociones a los ángeles. Teniendo protectores así, y haciéndonos como niños, ¿no sería sensato que les pidiésemos como tales su protección? Yo se la pido todos los días, con oraciones que aprendí en mi infancia, pero sabiendo, en mi madurez, que se las pido a “guerreros poderosos, atentos a las órdenes del Señor” que “contemplan sin cesar el rostro del Padre celestial”. Rezo cada mañana el “Ángel de la guarda, dulce compañía (dulce aunque poderosa), no me desampares ni de noche ni de día, que soy pequeñito y me perdería”. ¿O es que no soy pequeñito al lado suyo y que no es fácil perderse en esta jungla de mundo en la que vivimos y que nos supera por todas partes? ¿O es que no soy frágil? El que crea que no lo es tal vez debería mirar las barbas de su vecino pelar y poner las suyas a remojar. Pero hay otra oración que les rezo a los cuatro ángeles y que probablemente muchos que lean estas líneas tiene en la cabeza. No obstante, esta oración requiere una explicación previa. Dice la historia que cuando Alejandro Magno entraba en combate con sus macedonios, lo hacía siempre en medio de una formación de soldados armados hasta los dientes que se llamaban hoplitas. Y cuatro de los mejores hoplitas, y de la máxima confianza, le escoltaban en una estructura de rombo, por delante, por detrás, a la derecha y a la izquierda. Si uno de sus escoltas caía en combate, era un inmenso honor para el hoplita más próximo tomar las armas del caído, ocupar su lugar y poder llegar a ser un escolta del rombo. Más de una vez esa formación de hoplitas en rombo salvó la vida a Alejandro. Pues esa formación, no de hoplitas, sino de ángeles más fuertes que el más fuerte de los hoplitas, es la que yo pido al principio de cada día. San Miguel delante repartiendo mandobles a diestra y siniestra a todos los demonios que quieran atacarme. San Gabriel a mi derecha, diciéndome al oído lo que la voluntad de Dios quiere de mí. El ángel de la guarda a mi izquierda, pasando su poderoso brazo derecho por detrás de mi espalda, sujetándome por mi hombro derecho, agarrándome con fuerza mi brazo izquierdo con su mano izquierda, apretándome contra él y evitando que me caiga. Parece que ando yo, pero, en realidad, voy en volandas. Y san Rafael detrás, guiándome, como un copiloto de rallies que va cantando las curvas al piloto, y con el botiquín listo para curarme con sus bálsamos las heridas que la vida me pueda hacer. Con esta imagen en la mente, rezo cada mañana: “Cuatro esquinitas, tiene mi vida, cuatro angelitos (joder con los angelitos, y perdón por la expresión) me la guardan, San Miguel, san Gabriel, el ángel de la guarda y san Rafael”. Lo creo como un niño racional. Lo pido como un adulto desvalido. Y ahí voy. En medio del rombo. Como Alejandro Magno. Con un miedo precariamente superado con la confianza, pero como Alejandro Magno. Ahí me las den todas. ¡Ah!, y por si fuera poco, para protegerme de las flechas que puedan venir por arriba, imposibles de detener por mis hoplitas, está el manto de María, Virgen poderosa, refugio de los pecadores, diciéndome: “¿De qué tienes miedo? Acaso no estoy yo aquí, que soy tu madre”.
No es mala forma de ir por la vida con nuestra pequeñez y fragilidad… creo.
[1] Apocalipsis 12, 7-9.
[2] En realidad hay otras 7 dimensiones espaciales pero están “enrolladas” de una forma tan estrecha, que son indetectables por cualquier aparato de medida. Parece que pueden ser como los mástiles muy finos en los que se sostiene la lona de la tienda de tres dimensiones espaciales en las que vivimos.
¡Qué alegría de que haya vuelto a publicar en el blog! Me ha gustado muchísimo esta entrada. Gracias!
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