CAPÍTULO XXVII
HACIA LA FIESTA DE SHAVUOT, CON ALGUNOS RODEOS
Al día siguiente de la elección de los doce, Jesús dijo:
- Volvamos a Caná. Alguien me está esperando allí.
No hubo manera de saber quién le estaba esperando. Iniciamos el camino cuesta arriba hacia Caná, lenta y parsimoniosamente, sin prisas. Yo iba con cierta curiosidad por conocer a los personajes de que me habían hablado cuando me contaron la boda en Caná y con la esperanza especial de conocer a Miriam, la madre de Jesús, que tal vez estuviese allí. Un poco después del mediodía, todavía lejos de Caná, vimos a un hombre vestido de saco con el cabello lleno de ceniza y la barba desaliñada, los ojos rojos de llanto, la cara demacrada. Estaba sin resuello, como si hubiese venido a la carrera cuesta abajo.
- Jesús –le dijo al rabbí mientras intentaba tirarse a sus pies mientras éste se lo impedía–, Jesús, es Samuel, mi niño Samuel. Se nos muere. Y si muere, Esther morirá también de tristeza y yo con ella.
El desconsuelo de su voz partía el alma. No me cupo duda de quién era aquel hombre. Se trataba de Jonatán el padre del novio de la boda en la que Jesús convirtió el agua en vino.
- Tu madre está con ella –continuó Jonatán–, consolándola y cuidando de Samuel como si fuese su hijo, pero a pesar de su ternura, no hay nada que hacer, todo es inútil. Hace cosa de un par de semanas le empezó una fiebre que al principio parecía benigna, pero fue creciendo hasta que el niño perdió la consciencia y empezó a sudar copiosamente y a vomitar sin tregua. No acepta ningún alimento, está prácticamente en los huesos. Esther y yo, junto con tu madre, rezamos sin tregua al Altísimo. Yo también estoy ayunando severamente y, como ves, me he cubierto de saco y ceniza y me he mesado la barba. Pero YeHoVaH guarda un silencio sepulcral, como el que reinará dentro de poco en el sepulcro de mi querido hijo y en toda mi casa si Él no lo remedia. Esta mañana tu madre me ha dicho: “Jonatán, mi hijo Jesús está de camino hacia aquí, sal a su encuentro y cuéntale lo que pasa en esta casa”. Así lo he hecho y aquí estoy, rabbí. He venido a la carrera ¿Hay algo que puedas hacer por mí?
Jesús le abrazó larga y fuertemente pero, como si no hubiese oído su pregunta, le dijo:
- Jonatán, sé mi huésped esta noche. Yo, mi madre y muchos necesitados lo hemos sido muchas veces en tu casa.
Percibí claramente que Jonatán quería urgirle, decirle que si se apresuraban podían llegar a Caná esa misma noche, que el tiempo apremiaba, que su hijo estaba a las puertas de la muerte. Pero no dijo nada de esto. Tras un momento de reflexión dijo:
- Será bueno ser tu huésped esta noche.
Acampamos ahí mismo. Las mujeres prepararon unos manjares deliciosos. Cuando estuvo todo preparado Jesús alzó los ojos al cielo suspirando.
- Elohim, Abba –siempre, el diminutivo cariñoso y
confiado– míranos. Aquí estamos con nuestras tristezas y nuestras alegrías.
Todo lo bueno que tenemos es tuyo, porque de ti viene. Tú nos lo has dado y
nosotros somos sólo los administradores de los bienes que nos das. No podemos
pedirte cuentas de lo que haces con ellos, cuando nos los das y cuando se van.
Por eso te pedimos que bendigas ahora estos dones que nos has dado en forma de
alimento y que sean para todos –subrayó la palabra todos mientras miraba a
Jonatán– fuente de salud y de alegría. Amén, amén.
- Amén, amén –respondimos todos, Jonatán incluido, y empezamos a comer.
Jonatán dudó si romper su promesa de ayuno. Jesús le dijo:
- No tengas miedo de incumplir tu voto al Altísimo, Jonatán. Yo te libero de él.
A mí, a pesar de que ya nada me asombraba de Jesús, no pudieron dejar de producirme cierta extrañeza esas palabras. Ningún hombre podía liberar a otro de una promesa solemne hecha a YeHoVaH, como la que seguramente había hecho Jonatán. Eso mismo se leía en la mirada de Jonatán cuando las oyó, pero empezó a comer. Cuando se hizo de noche, Jesús se alejó del campamento para rezar al Altísimo. Jonatán se pasó la noche sollozando. Al menos en los muchos momentos en que mi inquieto sueño me despertó, yo oía sus sollozos y comprobaba que Jesús no estaba en su lecho, sino rezando. Al rayar el alba Jesús bajó del monte y nos despertó a todos.
- Vamos, aprisa –nos dijo– tenemos que encontrar a otra persona que nos espera. Y tú, Jonatán, vuelve corriendo a Caná, te esperan Esther y toda tu casa. Te esperan impacientes. No temas, sólo confía.
Jonatán se quedó perplejo durante unos segundos, pero pasados estos, tras acercarse a Jesús, mirarle a los ojos y abrazarle, dio media vuelta y empezó a subir hacia Caná.
Cuando empezamos a bajar, nos dijo que faltaban diecinueve días para el Shavout, la fiesta de las Semanas y teníamos que estar allí para la fiesta.
- No hay prisa, no se tardan tantos días en llegar a
Ierushalom –le dijimos–. En el fondo, nos desagradaba subir a Ierushalom porque
sabíamos que allí sólo nos esperaba la hostilidad de los fariseos, escribas y
sacerdotes.
- Sí, sí la hay –nos dijo–, porque tendremos que dar un rodeo.
Así pues, empezamos a bajar otra vez hacia Cafarnaum a paso vivo, pero, en un momento dado tomó un camino que dejaba esta ciudad al este, para no tener que pasar por allí y que otra vez la muchedumbre le rodease. Era un camino poco frecuentado que serpenteaba, paralelo a un farallón de piedra, en medio de una tierra que parecía maldita por su esterilidad. Unos yerbajos aquí y allá entre muchas piedras sueltas era todo lo que esa tierra producía. No había ningún pueblo en ese paraje, salvo un pequeño villorrio, de nombre desconocido, al que nos acercamos. Al superar una pequeña colina vimos acercarse un cortejo fúnebre que venía de ese pueblo. Un pequeño grupo de personas rodeaba a una mujer vestida de negro que lloraba, mientras otros hombres llevaban a hombros, delante de ella, unas parihuelas en el que reposaba el cadáver de un hombre como de unos veinte años, con la cabeza en la dirección de la marcha. Cuando pasaron las parihuelas, Jesús se acercó a la mujer, se puso frente a ella y cuando se detuvo le dijo lacónicamente:
- Mujer, no llores.
No era un imperativo, eran tres palabras dichas de alma a alma. Palabras consoladoras como un bálsamo. Eran casi una súplica. Como la de alguien que no puede soportar el dolor de sentir tanto dolor en otra persona. Como si el cese de la pena de la mujer fuese su propio alivio.
- No llores –continuó–. Sé que has perdido al único ser querido que te quedaba en la vida, que, además, era tu sustento. Sé que te ves a ti misma en la mendicidad, vagando por toda Galilea. Sé que en este pueblo, aunque todos querían a tu hijo, nadie te podrá mantener, aunque lo desean con toda su alma, porque todos son demasiado pobres y a duras penas les llega para mantenerse a sí mismos. Pero, por favor, no llores –otra vez la súplica.
La mujer se detuvo extrañada y lo mismo hicieron los que la acompañaban y los que llevaban las parihuelas.
- ¿Cómo quieres que no llore –dijo con voz triste y mansa– si las cosas son como tú has dicho? ¿Qué va a ser de mí? ¿Quién va a cuidar ahora de mí?
Sin responderle palabra Jesús se puso delante de los que llevaban las parihuelas, tocó ligeramente con la yema de sus dedos la cabeza del joven muerto y les dijo:
- Dejadlo en el suelo –había autoridad en su voz y, tras dudarlo unos instantes, los hombres obedecieron.
Miró a los ojos a la madre durante un largo rato, mientras ella le sostenía la mirada y su expresión se hacía dulce en vez de triste.
- Muchacho –tronó la voz de Jesús que reverberó en el farallón de roca, a la derecha de la comitiva–, a ti te digo –largo silencio en el que todos, nosotros incluidos, nos mirábamos unos a otros con desconcierto, excepto la madre, que tenía los ojos fijos en su hijo–: levántate.
Nada ocurrió en los siguientes largos minutos, salvo que repentinamente se levantó un fuerte viento extrañamente caliente para esa época del año. Después, unos densos y negros nubarrones se cernieron en el cielo. Jesús levantó los ojos a lo alto y la mujer hizo lo mismo. Entonces, entre las negras nubes, se abrió un hueco y los dedos de Dios cayeron sobre nosotros trazando un círculo de luz a nuestro alrededor. Todos mirábamos al cielo como hipnotizados y nadie, salvo la madre y Jesús, cuyos ojos habían vuelto al joven, se fijó en que éste abrió los ojos y se levantó lentamente. Jesús le tomó de la mano y le llevó junto a su madre.
- Bésale –dijo Jesús al oído a la mujer.
La mujer tomó el rostro de su hijo entre sus manos y le besó en la frente. Gruesos lagrimones caían mansamente de los ojos de ambos, pero no eran de dolor, sino de alegría. Después, se abrazaron. Fue en ese momento cuando se rompió el hechizo que nos tenía hipnotizados y vimos a la madre y el hijo abrazados. Un suspiro de estupor se escapó del pecho de todos los presentes. El cielo se abrió completamente, las nubes desaparecieron, el viento cesó y un silencio de paz se hizo todo alrededor. A lo lejos, muy a lo lejos, se oyó el balido de una oveja. Jesús rompió el silencio.
- Y a vosotros, pueblo de Naín –habíamos comentado antes que nadie sabíamos el nombre del pueblo–, que habéis acompañado todos a esta mujer para confortarla en su desgracia, aunque no pudierais hacer nada más por ella, os aseguro que, a partir de hoy, gozaréis de prosperidad. Vuestras estériles tierras darán dos cosechas cada año. No tenéis más que limpiar las tierras de las piedras sueltas que la cubren para descubrir su enorme fertilidad. Guardad cada uno una piedra en vuestra casa como recuerdo de este día.
El joven se agachó, tomó dos piedras en sus manos y las dejó sobre las parihuelas. Todos hicieron lo mismo hasta que había tantas piedras sobre ellas que a duras penas pudieron levantarlas. Las parihuelas crujieron, pero no se rompieron.
- Id a por cestos al pueblo para llenarlos de piedras –les
dijo Jesús–. No perdáis tiempo, sólo el terreno que limpiéis en el día de hoy
se convertirá en un vergel.
- Señor –le respondió la mujer– nos gustaría dedicar el
día de hoy para agradecerte lo que has hecho por mi hijo, por mí y por todo el
pueblo.
- Agradecédselo a Elohim en el próximo Sabath –respondió Jesús suavemente–. Yo tengo que irme. Otras personas me esperan. Y mantened en la prosperidad el mismo espíritu de amor que reina ahora en vuestro pueblo, en medio de su pobreza –había una súplica en esta última frase–. No perdáis el tiempo, aprovechadlo hasta el último rayo de sol. –Y ahora sí había una orden en su voz.
Dicho esto, dio media vuelta y nos alejamos. Cuando íbamos a desaparecer tras la siguiente colina nos volvimos. Todos los del pueblo parecían petrificados mirándonos. Sin embargo, al coronar la siguiente colina, desde cuya cumbre se divisaba Naín vimos que habían hecho una cadena para transportar las piedras en capachos que se pasaban de unos a otros. Nosotros seguimos nuestra marcha hacia el vado del Jordán que nos haría pasar a la Perea para, esta vez, no pasar por Samaría en el camino hacia Ierushalom.
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