11 de enero de 2009

La libertad y la necesidad; los brazos de la libertad

La semana pasada mi entrada de "los regalos añadidos a la libertad", dieron pie a un comentario de Atticus sobre el que cruzamos impresiones y yo me comprometí a publicar hoy algo que creía haber publicado hace meses pero que no lo hice. Ahí va.

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Sabemos que somos libres. Pero esta afirmación no es del todo cierta. No si no definimos bien qué es la libertad. Hay una cosa para la que no somos libres: para buscar el mal para uno mismo. Nuestra voluntad está condicionada para lanzarse SIEMPRE hacia lo que se le presenta como el bien de sí mismo. Pero es la razón, la inteligencia –de intelegere, leer entre líneas, leer entre los acontecimientos de la vida– la que le presenta a la voluntad lo que le parece ser su propio bien. Y la inteligencia se puede equivocar en la lectura de los renglones torcidos de la vida. Pero el ser humano más perverso está actuando para conseguir lo que, a juicio de su equivocada inteligencia, es su bien. Otra cosa es que nuestra voluntad pueda ser débil o fuerte y tienda al bien que le presenta la inteligencia con fuerza o con pusilanimidad. Aquí entra en juego la pasión. La pasión es en sí algo bueno. Si no tuviésemos pasión seríamos unos seres amorfos que haríamos las cosas sin fuerza. Amar apasionadamente es, sin ninguna duda, mejor que amar fríamente. Pero la pasión tiene también su lado malo. Puede, por un lado, ofuscar a la inteligencia, falseando sus razonamientos hasta llevarla a conclusiones equivocadas, de forma que ésta presente a la voluntad bienes erróneos o en un orden de bondad equivocado. Y, por otro lado, puede torcer la voluntad, orientándola hacia un bien, presentado por la inteligencia como menor que otro, pero por el que sentimos una mayor pasión. Pero el hecho de que la pasión, si no se encauza bien, produzca estos efectos no nos hace ni un poco más libres. Si en toda mi vida no se me ocurre agarrar con la mano una brasa ardiente, no soy menos libre de lo que sería otra persona que llevado de su masoquismo, la cogiese. Sería ridículo que esta persona me retase diciendome; “demuestra que eres tan libre como yo, coge una brasa como yo hago”. Yo tengo la capacidad de hacerlo, puesto que mi mano es tan prensil como la suya, simplemente, no lo hago y eso no me hace ni un ápice menos libre. Así pues, la voluntad tiene, en función de la deseabilidad con que le sea presentado el bien y con el “músculo” que haya desarrollado, elegir la fuerza con la que tiende a ese bien. Esa fuerza que nos impulsa siempre a lo que creemos que es nuestro bien, es el amor. Es ya tradicional el símil del jinete y el caballo. El caballo sería la pasión, las manos y pies del jinete, que pueden tirar de la rienda izquierda o de la derecha, frenar o espolear al caballo, sería la voluntad, y la mente del jinete que decide hacia dónde quiere ir, la inteligencia. Si el jinete no es buen jinete y se le desmanda el caballo, no es más libre, sino menos. Si el jinete quiere ir al galope en una dirección, pero sus manos no están entrenadas en la doma y no puede hacer que el caballo vaya en esa dirección y a galope tendido, tampoco es más libre, sino menos. Podemos, desde luego, fortalecer y adiestrar nuestra voluntad. Ese adiestramiento que nos hace tener el hábito de la doma, es la virtud.

Pero los renglones de la vida no son ni mucho menos claros. A veces la inteligencia se queda como perpleja ante varias cosas que juzga como bienes y que son contradictorias entre sí, y no sabe muy bien en qué orden presentárselas a la voluntad, lo que hace que esta vacile y anule, tal vez, la fuerza en ambas direcciones, como el asno que murió de hambre y sed porque teniendo paja a un lado y agua a otro, no sabía por cuál decidirse.

Si nuestra inteligencia fuese perfecta, nos presentaría siempre los distintos bienes en el orden adecuado –el “ordo amoris” como lo llamó san Agustín–, y nuestra voluntad no dudaría en lanzarse a por el prioritario. Tendría que hacerlo así, dejando de lado los demás, como una piedra cae hacia la masa que más le atrae. Por eso dijo san Agustín: “mi amor es mi peso”. No quiere decir que a la voluntad no le “doliese” tener que renunciar a bienes menos prioritarios, pero los sacrificaría para ir a por el principal. Ese es el sentido de la palabra sacrificio. No es mortificarse innecesariamente, es renunciar a algo bueno por otra cosa mejor. Y al renunciar a algo, lo hacemos sagrado. Eso significa, etimológicamente, la palabra sacrificio; hacer sagrado. Y ese bien al que tendemos SIEMPRE, le llamamos felicidad. Hasta el masoquista quiere ser feliz, aunque se equivoque en los medios. Pero la felicidad es equívoca. No en reconocerla. Todo el mundo la reconoce en lo más íntimo de su añoranza o en el momento en que se encuentra con ella, aunque sea efímeramente. Es equívoca porque es muy difícil saber dónde encontrarla y, aún sabiendo esto, por qué caminos llegar hasta allí. Nuestra inteligencia se puede equivocar en el objetivo final y en los medios para llegar a él.

¿Quiere esto decir que si nuestra inteligencia fuese perfecta no seríamos libres? Podría parecer, en efecto, que si nuestra inteligencia fuese perfecta, TENDRÍA que presentarnos siempre el auténtico bien y, si nuestra voluntad TIENE que seguir el bien presentado por aquélla, no seríamos libres. De ninguna manera es así. Eso es entender mal qué es la libertad. La libertad es precisamente el PODER de abrazar el bien. Si tuviésemos una inteligencia perfecta pero no tuviésemos ese PODER, no seríamos libres. Veríamos el bien, incluso correríamos hacia él, pero no podríamos abrazarlo. Me gusta llamar a esto, los brazos de la libertad. Si tengo brazos, PUEDO abrazar a quien mi inteligencia me dice que es mi amigo. Si no tengo brazos, NO PUEDO abrazar a mi amigo, por mucho que mi inteligencia me lo señale como tal y que mi voluntad me acerque a él. La libertad son los brazos. La libertad no consiste en la limitación de la inteligencia para discernir el bien sin sombra de duda. Ni en que la voluntad pueda correr hacia el mal, cosa que no puede hacer. Ni tampoco en que mi pasión me dirija hacia un bien que la inteligencia me presente como menor. Estas tres cosas son imperfecciones y la libertad no es imperfección, sino perfección. Un animal no es libre. NO PUEDE abrazar el bien. Es cierto que tampoco tiene inteligencia, sino que es el instinto de su especie lo que le guía, pero aunque la tuviese, no podría abrazar el bien, porque no se le ha concedido ese PODER.

Tal vez podamos pensar que si hacemos el mal por culpa de un error de nuestra inteligencia imperfecta, no somos responsables del mal que hacemos. En ciertos casos es así. Si nuestra inteligencia no tiene ni ha podido tener manera de poder distinguir ese bien de otros mayores o un mal de un bien, entonces, no hay responsabilidad. Estamos ante un error invencible. Pero es muy difícil que una situación así se dé. Normalmente nuestra inteligencia sí ha tenido oportunidades para formarse en la búsqueda de la verdad. Otra cosa es que las haya desdeñado o que una pasión vencible la haya enturbiado. En ese caso, no estamos ante un error invencible, aunque en ese preciso momento no tenga capacidad de distinguir entre mal y bien o entre jerarquías de bienes. En ese caso sí somos responsables, aunque, por supuesto, haya grados de responsabilidad.

Lo dicho hasta aquí es válido para cualquier ser dotado de inteligencia y voluntad. Me gustaría ahora analizar esto para el hombre antes y después del pecado original y para el hombre en el cielo y en el infierno.

Toda inteligencia creada tiene dos fuentes de conocimiento. La primera es la de confiar en la autoridad de quien nos dice algo, es decir, en la fe. La segunda es la del propio razonamiento.

La primera, la de la fe, la ejercemos todos los días y todos los días actuamos guiados por ella. No me refiero, o al menos no únicamente, ni si quiera de forma principal, a la fe en Dios, a fiarse de Dios, sino a la fe humana. Si tengo hijos pequeños y esta noche voy a salir, llamo a una baby sitter. Me fío de dejar a mis hijos con ella porque es hija de unos amigos míos que son buena gente. Tal vez también la conozca a ella y sepa que es buena chica. A lo mejor sólo conozco a la empresa de servicios que me la envía. ¿Quién no ha hecho eso en su vida? Y sin embargo, mi razón me dice que no es imposible que la baby sitter que viene, incluso si es la hija de mis amigos, a la que conozco desde pequeña, sea una psicópata y que pueda hacer cualquier atrocidad con mis hijos. No es imposible, pero descarto esa posibilidad, porque me fío, porque tengo confianza. Sería un paranoico si actuase de otra manera. Lo mismo pasa con la historia. ¿Existió Sócrates? ¿Pensaba lo que creemos que pensaba? ¿De verdad murió envenenado por la cicuta? Yo no lo he visto, él no escribió una línea, yo no he leído a Platón que es quién nos ha transmitido su pensamiento, pero lo creo porque otros a los que yo concedo autoridad, incluso sin conocerles a ellos tampoco, lo dicen. Si fuese por la vida diciendo que Sócrates no existió porque yo no lo he conocido, me llamarían estúpido. A veces, esa fe humana va en contra de los sentidos. Los científicos dicen que esta mesa en la que está apoyado el ordenador en el que estoy tecleando, es hueca. Por cada milímetro cúbico de materia, hay varios kilómetros cúbicos de vacío. Sin embargo, el ordenador, que también es hueco, se sostiene a pesar de los golpes que doy a las teclas. ¿Hueco? ¡Qué tontería!, podría decir. Pero no lo digo, aún contradiciendo a mi experiencia, porque otros, a los que concedo autoridad, me lo aseguran. Si lo dijese, la gente instruida, se reiría de mí. Incluso pondría mi vida en manos de un cirujano del que mucha gente me asegura que es excelente. Todas las inteligencias creadas participan de este tipo de conocimiento.

La segunda forma de conocer es por el razonamiento. Concatenando silogismos, llego a conclusiones. Todos los hombres mueren, yo soy hombre, luego yo moriré. Aún esta forma de conocimiento necesita de lo que se llama una premisa mayor. Todos los hombres mueren. ¿De verdad? ¿Me consta que todos los hombres mueren? No lo sé por mí mismo. Pero no me quiero meter en la certeza de la lógica sino en su forma de conocer. El hombre es el único ser inteligente creado que está hecho de materia. Su sistema de razonar necesita de la materia del cerebro. Y la materia está sujeta al tiempo. El hombre razona en el tiempo, secuencialmente, y su conocimiento por razonamiento es, por lo tanto, un proceso.

El hombre y la mujer, cuando fueron creados, tenían el conocimiento perfecto de la fe a través del Dios que les creó. Veían total y claramente la verdad de Dios, porque Él se la presentaba. No podían equivocarse si se fiaban de Dios. ¿Por qué yo sé eso ahora? Jamás podré razonar hasta llegar a esa conclusión, pero lo sé porque me fío de ese Dios que me lo ha dicho a través de la revelación. No me lo ha dicho textualmente, me ha dado las premisas mayores para que yo concluya eso. Eso es la teología: aplicar la lógica a las premisas mayores reveladas por Dios para llegar a conclusiones. Incluso puedo aplicar la lógica para ver si es razonable que me fíe de ese Dios que dice haberme dado la revelación. Pero el hombre y la mujer, en su estado original, también podían conocer por la razón. El primer hombre y la primera mujer tenían una razón poderosísima, mejor que la de un Newton o un Einstein. Tenían, además, la seguridad de ciertas premisas mayores. Podían razonar magníficamente partiendo de esas premisas ciertas con su extraordinario intelecto. Si lo hubiesen hecho, hubiesen llegado a la misma conclusión que le decía la verdad presentada por su Creador. Pero necesitaban tiempo. Y antes de que ese tiempo llegase intervino el demonio. Y puso una mentira como alternativa a la verdad del Creador. “Si coméis del árbol del conocimiento del Bien y del Mal, no moriréis, seréis como dioses”. ¿De quién fiarse? ¿De quien les había creado y les había regalado todo el Edén o de un recién llegado del que no sabían nada? Su razón les dijo que era mejor, un bien mayor, ser como dioses ahora, que esperar a que Dios se encarnase en ese hombre diseñado antes de todos los tiempos y a cuya imagen había sido modelado su cuerpo. ¿Cuándo se iba a encarnar Dios en ese hombre? Seguro que lo sabían y seguro que era pronto, pero les parecía mejor que fuese ya, como les decía ese desconocido. Y pusieron su confianza en el desconocido que les proponía algo que su razón, partiendo de una premisa falsa, les presentaba como mejor antes que en su Creador que les pedía paciencia, confianza y humildad. Y su voluntad, haciendo aquello para lo que estaba diseñada, buscando su bien como le era presentado por su razón culpablemente equivocada, decidió lanzarse hacia ese bien falso. El desenlace fue el Pecado Original.

Como consecuencia. se perdió la visión completa de la verdad por la fe. Se perdieron las premisas mayores seguras. Se perdió calidad en la capacidad de razonamiento. Llegó la confusión. Yo me imagino a un arquitecto que diseña una casa con una cúpula inmensa, magnífica, de un equilibrio tal, que con un solo dedo puesto en el sitio adecuado se puede mantener el conjunto en equilibrio. Me imagino explicándole al que va a ser el inquilino de la casa, al que se la va a regalar, el funcionamiento de las fuerzas que la mantienen de pie y la manera de utilizar la casa. Y me imagino pidiéndole que sujete la cúpula durante un instante mientras pone la piedra de clave. Pero el inquilino prefirió fiarse de un transeúnte que no había puesto ni un ladrillo y dejando de sujetar la casa intentó salir por el agujero reservado para la piedra de clave. Naturalmente, la casa se derrumbó. Pero Dios no nos dejó en la estacada. Poco a poco nos va revelando otra vez toda la verdad. No de golpe, no completamente. No vemos el resultado final, pero si nos fiamos de él, veremos siempre el siguiente paso. Y nuestra razón, aunque más torpe, también podrá seguir trabajando en busca de la verdad. Y, también si nos fiamos de Él, nos da las premisas mayores sobre las que construir nuestro lento razonamiento. Y nos da el Espíritu Santo y la Iglesia para no equivocarnos en el razonamiento. Y nos sigue prometiendo la piedra de clave. Es más, la piedra de clave viene y se nos muestra preparada para ser colocada en su momento. Y se queda con nosotros. Y tiene escritas las instrucciones para desarrollar la construcción. Podemos, por tanto llegar a reconstruir la casa, colocar la piedra de clave y habitarla. Será arduo, pero podemos. Pero seguimos necesitando fiarnos de Él, al menos como lo hacemos de la baby sitter o de quien nos dice que Sócrates existió o de quien nos dice que la materia es vacío o de quienes nos recomiendan un cirujano para poner nuestra vida en sus manos. Y, sin embargo, seguimos sin fiarnos. Aceptamos el conocimiento por confianza en las cosas cotidianas, pero no para fiarnos de Dios y de quien nos dice que nos podemos fiar de él. Estamos dispuestos a dedicar tiempo y esfuerzo a pensar si es o no razonable fiarnos de quien nos recomienda al cirujano, pero despreciamos dedicárselo a saber si podemos fiarnos de quien nos da respuestas para la cuestión más importante de nuestra vida: ¿Dónde está la felicidad? ¿Por qué caminos llegar a ella? Y sin embargo hay millones de personas desde hace 2000 años y más, que se han fiado de Dios. Y si buscásemos quienes han sido, quienes son, más felices, veríamos que hay una estrecha relación entre el grado de confianza en Dios y la felicidad. Por el testimonio de unas cuantas personas nos ponemos en manos de un cirujano, pero el testimonio de millones de ellas que han logrado la felicidad fiándose de Dios y de otros millones que han corrido toda su vida detrás de ella consiguiendo tan sólo el vacío porque no se fiaban de Dios, nos parece irrelevante. ¿Es esto racional?

Hasta aquí, la libertad, en relación con la inteligencia y voluntad, de los seres humanos, antes y después del pecado original. Pero, ¿qué pasa con la libertad humana en el cielo? ¿Seremos libres? Tendremos una visión perfecta de Dios y el conocimiento por confianza será total y absoluto. Además, nuestro proceso de razonamiento habrá llegado a su fin, por lo que también nuestro conocimiento por la inteligencia también será total y absoluto. Y como dos conocimientos perfectos de la verdad no pueden contradecirse, serán coincidentes. Si nuestra voluntad TIENE que seguir a ese bien que incontestablemente le presenta la voluntad, no podremos hacer otra cosa que contemplar a Dios, Bien supremo, Verdad absoluta, Belleza inefable, Unidad perfecta. ¿No seremos libres por no poder elegir otra cosa? En absoluto. Seremos totalmente libres porque tendremos los brazos para abrazar ese bien, para fundirnos en él. Para ser parte de Dios. ¿Cómo se es parte de algo que no tiene partes, que es Unidad perfecta. Porque esa Unidad perfecta es una unidad de amor, que se desarrolla en una relación entre personas, que sin ser partes de un Dios que es Uno, se aman entre sí. Nuestra razón, aún imperfecta, no puede soportar tanta luz. Sólo cuando formemos parte de esa Unidad lo entenderemos. Pero el exceso de luz del misterio, que ciega los ojos de la razón, es más intuible con los ojos de la belleza, con la poesía: El Dios trinitario es el inmóvil movimiento de amor. Es el pálpito eterno y creador del flujo de las personas y el reflujo de la unidad.

Pero, ¿y si no alcanzamos a Dios? ¿Seremos libres? No lo sé. Entra en el apartado del misterio, ya que hay que conjugar la eternidad. Creo que nuestra inteligencia sabrá que ahí está la felicidad. Pero, ¿querrá nuestra voluntad ir hacia ella? Creo que un odio hacia el Bien, fruto del ejercicio que de él habremos hecho en el tiempo, en nuestra vida, congelado por la eternidad sin tiempo, nos lo impediría. Seríamos nosotros mismos, y no el Bien, los que nos impediríamos ir hacia ese Bien. Creo que sería el único caso en el que la voluntad no quisiera ir hacia el Bien, por una amputación realizada por nosotros mismos en el tiempo. Ojalá nadie llegue a esta situación.

2 comentarios:

  1. Gracias, Tomás.
    Hace unos días conocí a una chica que había sido Misionera de la Caridad, pero por diferentes razones, ya no lo es. Ahora, en un proceso seguramente doloroso, está buscando cómo poner en práctica su vocación misionera, de forma parecida a como hacía con las Hermanas, y parece que lo va encontrando. Es una persona que habla de Dios con verdadera pasión, y es cercana a los más pobres, aliviando su soledad y sufrimiento. Me imagino que habrá momentos en que se sienta sola en su camino, pero ella sabe que está acompañada.
    Hace unos días, después de leer el maravilloso post sobre la ordenación de tu hijo Rodrigo, pensé en lo importante que haya personas que sepan amar, más allá de que sean buenas, y que enseñen a hacerlo y sobre todo que enseñen a creer en el amor. Al fin y al cabo, que hayan entendido por su propia vivencia lo que es el amor más verdadero.

    Escribí lo siguiente:

    ¿Cómo amar? ¿Qué es amar? El camino del conocimiento, el de la propia vida, es el recorrido en el amor. Veamos: cada uno de nosotros tiene desde que nace unas características que nos hacen únicos, así como, por el hecho de ser creados por Dios, tenemos lo que es más característico de Él, lo que Él ha decidido que seamos. A partir de nuestro nacimiento las vivencias, y la participación de Dios en el mundo y en nosotros, nos van configurado. Las vivencias se tienen y se eligen, y estas configuran lo que es nuestro camino en el amor, que será propio de cada uno de nosotros por ser cada persona única. Estamos capacitados para vivir el amor, cada uno en su propio lugar y circunstancias. Nadie debe no estarlo, puesto que sería una injusticia insalvable. Sin embargo, la dificultad está en que las circunstancias, unidas al desequilibrio característico del mundo que ha generado el pecado, reducen, a veces extraordinariamente, la posibilidad de esa vivencia. Pero en absoluto la imposibilitan.
    Si queremos preguntarnos por nuestra vocación, por nuestra misión en la vida, hay que preguntarse si uno está amando o no amando lo suficiente, lo posible. De niños no tenemos esa necesidad por falta de conocimiento, y es tarea de los padres principalmente, y de la sociedad en general, favorecer la posibilidad única de amar que tiene cada niño, enorme en principio, casi infinita (nunca infinita, por estar en el mundo). Para eso tenemos que amar nosotros primero, de la misma forma en que Dios nos amó, como padre, primero.
    Favorecer el amor, vivir el amor. Es lo más natural en el ser humano, estamos hechos para eso. Dios nos lo ha puesto a tiro, y con Cristo nos lo ha confirmado. Ahora ya es decisión de cada uno, con la confianza de que vivimos en Dios, de que podemos vivir sus maravillas, y de que podremos desarrollar las virtudes. No erraremos si confiamos, tanto en lo que somos como personas, como en Dios.

    Juan GM

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  2. Querido Juan: Soy Tomás. Lo primero decirte que rezaré para que tu amiga encuentre su camino. No me cabe duda de que lo hará, porque busca con amor y el que busca con amor siempre encuentra. Lo segundo darte gracias por tus reflexiones que disparan las mías. Ahí van. Claro que lo importante es que haya personas ue sepan amar, que enseñen a amar. ¿Se puede ser bueno sin amar? Lo dudo. En todo caso, sin amar, sólo se puede ser "bueno". Ya lo dijo san Pablo: "Podéis hablar lenguas de ángeles, si no tenéis amor no sois nada, podéis dar todos vuestros bienes a los pobres, si no tenéis amor sois como una campana rajada. Podéis echar vuestro cuerpo al fuego, si no tenéis amor en nada os aprovecha". (es más o menos así). Pero aunque el hombre está hecho para amar, no puede amar, porqueno puede crear amor. Sólo se puede dejar amar por quél que Es Amor. Sólo cuando se deja amar puede amar. Y a veces somos demasiado soberbios y queremos amar, pero no nos dejamos amar y, entonces, es imposible. Así son los niños. Ellos, sin soberbia, se dejan amar. Piden amor. Imploran como niños amor. "Si no os hacéis como niños noentraréis en el reino de los cielos. Si no aceptáis el reino de los cielos como un niño, no entraréis en él. Tenemos que aceptar el reino de los cielos -el amor de Dios- como un regalo inmerecido, no como un transacción comercial: yo he hecho esto y esto más y ahora tú me tienes que amar. Eso es intentar comprar el amor de Dios y el amor de Dios no tiene precio que ningún hombre puede pagar. O lo aceptamos gratis y con agradecimiento o etamos dando puñetazos al aire. ¡Es tan maravilloso sentirse amado gratis! No por lo que unoi es o hace, no interesadamente, GRATIS. Y una vez que aceptamos como niños ese amor de Dios podemos amarle. En primer lugar a Él. No a un Dios Idea Abstracta, sino a un Dios encarnado, Jesucristo, que en la cruz tiene sed de nuestro amor. ¡Qué misterio que Dios se muera (además literalmente) por nuestro amor! Él tiene sed. Eso es lo que mueve a las misioneras de la carisdad. En todas sus capillas hay un Cristo quye dice "Tengo sed". Y si por amor, por agradecimiento a ese Cristo, amamos, amamos de verdad y si por ese amor hablamos lenguas de ángeles, no somos campanas rajadas y si por ese amor damos nuestro cuerpo al fuego o nuestros bienes a los hombres, le quitamos un pocoe sed a Dios, porque le damos aquello de lo que tiene sed. Almas. Y entnces sermos capaces del amor más difícil, amarnos de verdad a nosotros mismos, perdonarnos, comprenernos, aceptarnos con esas miserias con lasque Dios nos ama gratis.

    Así es como yo lo veo. Ojalá podamos abrirnos así al amor de Dios. Eso también es una gracia y, como tal, solo podemos pedirla.

    Un abrazo Juam.

    Tomás

    Pero para eso

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