Tomás Alfaro Drake
El pasado fin de semana leí todos los discursos y homilías que hizo en Tierra Santa (al menos los que he encontrado en Zenit) y me han causado una gran impresión que no puedo por menos que poner por escrito. Han sido once alocuciones en total. Las recapitulo para que sirvan para seguir el itinerario de su viaje. El día 11de mayo, nada más llegar, tras una visita a la residencia del Presidente de Israel, Simón Peres, se desplazó al Memorial del Holocausto en Yad Vashem para rendir homenaje a las víctimas de la Soah. Allí gritó desgarradoramente: “¡Que los nombres de estas víctimas no perezcan nunca! ¡Que sus sufrimientos nunca sean negados, disminuidos u olvidados! ¡Y que toda persona de buena voluntad vigile para desarraigar del corazón del hombre todo lo que sea capaz de llevar a tragedias semejantes!” El día 12 en el valle de Josafat celebró una misa al aire libre para unos 6000 fieles y predicó su primera homilía. Al día siguiente, 13, fue a Belén y allí, al llegar, pronunció un discurso ante el Presidente de la Autoridad Palestina, Abu Mazen y otros dirigentes palestinos. También predicó una homilía en la misa que celebró en la plaza del Pesebre, junto a la basílica de la Natividad. Por la tarde, visitó el campo de refugiados de Aida. Al día siguiente, 14, fue a Nazaret y celebró misa al aire libre en el monte del Precipicio y, por la tarde, pronunció un discurso ante los principales dirigentes religiosos cristianos, drusos, judíos y musulmanes. Esa misma noche, todavía en Nazaret, rezó las vísperas con obispos, sacerdotes, religiosas, religiosos, miembros de movimientos eclesiales y agentes de pastoral en Galilea y también les dirigió unas palabras. El 15 visitó el santo Sepulcro, donde pronunció un discurso. Después, ya en Tel Aviv, en el aeropuerto Ben Gurión, pronunció un discurso de despedida ante el Presidente y el Primer Ministro de Israel, Simón Peres y Benjamín Netanyahu, respectivamente. Allí también tuvo palabras para recordar el horror del holocausto perpetrado por los nazis: “Esos encuentros –se refiere a encuentros que tuvo el primer día del viaje con supervivientes de Soah– me recordaron mi visita de hace tres años al campo de la muerte de Auschwitz, donde muchos judíos –madres, padres, maridos, esposas, hijos e hijas, hermanos y hermanas, amigos– fueron brutalmente exterminados bajo un régimen sin Dios que proclamaba una ideología de antisemitismo y odio. Este espantoso capítulo de la historia nunca debe ser olvidado o negado”. Pero todavía, durante el viaje de vuelta a Roma hizo, para los periodistas, un balance del viaje. Para terminar con la serie de documentos, el 17, ya en Roma, publicó una breve meditación titulada: “Tierra Santa, el quinto Evangelio”. Sirva esto para ilustrar la densidad de su viaje, aún sin contar, ya que no tuve acceso a ellos, los discursos y/o homilías que pronunciase en Jordania, primera etapa de su viaje, el día 11. ¡Todo esto con 82 años! ¡Sólo de repasar estas líneas con su actividad yo ya me siento cansado!
Desde luego, no pienso hacer un resumen de cada una de esas intervenciones, sería agotador. Sólo quiero resaltar tres corrientes básicas que se van entrelazando a lo largo de sus intervenciones y que forman como una trenza fuerte y robusta que las recorre. Las ilustraré con citas seleccionadas de sus distintas alocuciones.
La primera corriente sería una exhortación a los palestinos cristianos a que no abandonen Tierra Santa, sino a que se conviertan en ella en fuente de pacificación. La segunda es una llamada a la esperanza en la paz a través del amor. La tercera es una llamada a la justicia y al respeto a los justos derechos como única fuente de paz.
Efectivamente, la minoría cristiana entre los palestinos, siempre entre dos fuegos, generalmente con un nivel de formación mayor que los palestinos musulmanes y, por tanto, con más oportunidades, ha ido emigrando de Tierra Santa hasta hacer de los que se han quedado un resto aislado y muy desamparado. Ya en Josafat les dice: “Deseo que mi presencia aquí sea un signo de que no sois olvidados, de que vuestra perseverante presencia y testimonio son preciosos a los ojos de Dios y un elemento de futuro para estas tierras. A causa de vuestras profundas raíces en estos lugares, de vuestra antigua y fuerte cultura cristiana y de vuestra perdurable confianza en las promesas de Dios, vosotros, cristianos de Tierra Santa, estáis llamados a ser no sólo un faro de fe para la iglesia universal, sino también levadura de armonía, sabiduría y equilibrio en la vida de una sociedad que tradicionalmente ha sido, y sigue siendo, pluralista, multiétnica y multirreligiosa”.
Al día siguiente, en la homilía de Belén, a donde habían ido también palestinos cristianos de Gaza, les decía: “Sed testigos del poder de la vida, la nueva vida que nos ha dado Cristo resucitado, la vida que puede iluminar y transformar incluso las más oscuras y desesperadas situaciones humanas. Esta tierra necesita, no sólo nuevas estructuras económicas y comunitarias, sino algo que es más importante, una nueva infraestructura ‘espiritual’ capaz de galvanizar las energías de todos los hombres y mujeres de buena voluntad en el servicio de la educación, del desarrollo y de la promoción del bien común. Vosotros tenéis los recursos humanos para edificar la cultura de la paz y del respeto recíproco que garantizarán un futuro mejor para sus hijos. Esta es la noble empresa que os espera. ¡No tengáis miedo!”.
Y aún al día siguiente, en Nazaret, en la homilía les pedía: “Por desgracia, como sabe el mundo, Nazaret ha experimentado tensiones en los años recientes que han dañado las relaciones entre las comunidades cristiana y musulmana. Invito a las personas de buena voluntad de ambas comunidades a reparar el daño cometido y, en fidelidad al credo común en un único Dios, Padre de la familia humana, a trabajar para construir puentes y encontrar formas de convivir pacíficamente. ¡Que cada uno rechace el poder destructivo del odio y del prejuicio, que matan al alma humana antes que al cuerpo!”. Y en el discurso en la basílica: “En el Estado de Israel y en los territorios Palestinos los cristianos son una minoría de la población. Tal vez os parezca que vuestra voz cuenta poco. Muchos de vuestros hermanos cristianos han emigrado, con la esperanza de encontrar en otros lugares mayor seguridad y mejores perspectivas. Vuestra situación nos recuerda a la de María, que llevó una vida escondida en Nazaret. [...] ¡Tened el valor de ser fieles a Cristo y permaneced aquí, en la tierra que Él santificó con su presencia! Como María, tenéis un papel que desempeñar en el plan divino de la salvación”.
Segunda corriente, la esperanza. ¡Qué difícil es pronunciar la palabra esperanza en Tierra Santa! Pero el Papa ha tenido el valor de proclamarla, de decir que la esperanza no sólo es necesaria, sino que es posible si se basa en el amor en vez de en el odio y el rencor. Aunque ello conlleve grandes sacrificios. “San Pablo, el gran heraldo de la esperanza cristiana, experimentó el precio de esta esperanza, su costo en sufrimiento y persecución por amor al Evangelio, y nunca vaciló en su convicción de que la resurrección de Cristo era el comienzo de una nueva creación” –decía el Papa en Josafat. Pero su llamada a esa nueva creación tenía ecos muy concretos. En la ceremonia de bienvenida a los Territorios Palestinos, ante Abu Mazen y otras autoridades palestinas no tan moderadas, en la cercada Belén, clamaba: “Hago este llamamiento a los muchos jóvenes presentes hoy en los Territorios Palestinos: no permitáis que la pérdida de vidas humanas y la destrucción de que habéis sido testigos despierten resentimiento y amargura en vuestros corazones. Tened el coraje de resistir cualquier tentación que sintáis de recurrir a los actos de violencia o terrorismo. Por el contrario, dejad que lo que habéis experimentado renueve vuestra determinación de construir la paz. [...] Dejaos inspirar por sentimientos de compasión hacia todos los que sufren, por el celo por la reconciliación y por una firme confianza en la posibilidad de un futuro más luminoso. Señor Presidente [...] rezo fervientemente para que se cumpla el canto que los ángeles cantaron en este lugar: ‘paz en la tierra a los hombres de buena voluntad’. Gracias, Y que Dios esté con vosotros”.
Y ese mismo día, en la homilía de la misa decía: “¡Qué lejos parece de la realidad esta magnífica promesa! ¡Qué distante parece ese Reino de amplio dominio y de paz, seguridad, justicia e integridad [...] Cristo ha traído un Reino que no es de este mundo, sino que es un Reino capaz de cambiar este mundo, pues tiene el poder de cambiar los corazones, de iluminar las mentes y de reforzar la voluntad”.
En la homilía de Nazaret, al hablar de la Sagrada Familia, habló del “deber de reconocer y respetar la dignidad y misión concedidas por Dios a las mujeres, como también sus carismas y talentos particulares [...] en la creación de esa ‘ecología humana’ de la que nuestro mundo, y también esta tierra tienen una necesidad urgente: un ambiente en el que los niños aprendan a amar y querer a los demás, a ser honestos y respetuosos con todos, a practicar las virtudes de la misericordia y el perdón”. Y recordaba también cómo “en el carpintero de Nazaret vemos cómo la autoridad puesta al servicio del amor es infinitamente más fecunda que el poder que busca el dominio” y cómo “los niños tienen un papel esencial para hacer crecer a sus padres en santidad”. Y terminaba: “‘Hágase en mí según tu palabra’. ¡Que la virgen de la Anunciación, que con valentía abrió el corazón al misterioso plan de Dios y se convirtió en Madre de todos los creyentes, nos guíe y nos apoye con su oración! ¡Qué obtenga para nosotros y nuestras familias la gracia de abrir los oídos a esta palabra del señor que tiene el poder de construir, que nos inspire decisiones valerosas y que guíe nuestros pasos por el camino de la paz!”
Luego, en el encuentro con representantes de otras religiones, todavía en Nazaret, les decía: “Nuestras diferentes tradiciones religiosas tienen en sí un potencial notable para promover una cultura de la paz, especialmente a través de la enseñanza y la predicación de los valores más profundos de nuestra común humanidad. Moldeando los corazones de los jóvenes moldeamos el futuro de la humanidad [...] con el deseo de salvaguardar a los niños del fanatismo y de la violencia, mientras los preparamos para ser los constructores de un mundo mejor”.
Y para a acabar ese largo día, en la basílica de la Anunciación decía: “En la creación original, obviamente, no era cuestión que Dios pidiera el consentimiento de sus criaturas, pero en esta nueva Creación, Él lo pide. María está en el puesto de toda la humanidad. [...] Reflexionar sobre este alegre misterio nos da esperanza, la segura esperanza de que Dios continuará conduciendo nuestra historia, actuando con poder creativo para realizar los objetivos que serían imposibles para el cálculo humano”.
En el Santo Sepulcro profetizaba que ahí “el juicio de Dios fue pronunciado sobre este mundo y la gracia del Espíritu santo fue derramada sobre toda la humanidad. Aquí, Cristo, el nuevo Adán, nos ha enseñado que el mal nunca tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte, que nuestro futuro y el de la humanidad está en las manos de un Dios providente y fiel. La tumba vacía nos habla de esperanza, la misma que no defrauda, porque es don del Espíritu Santo, que nos da la vida. Este es el mensaje que hoy deseo dejaros al concluir mi peregrinación a Tierra Santa. ¡Que la esperanza se eleve nuevamente, por la gracia de Dios, en el corazón de cada persona que vive en estas tierras! Que pueda arraigarse en vuestros corazones, permanecer en vuestras familias y comunidades e inspirar a cada uno de vosotros un testimonio cada vez más fiel del Príncipe de la Paz. [...] Como cristianos sabemos que la paz que anhela esta tierra lacerada por los conflictos tiene un nombre: Jesucristo”.
Ya en el aeropuerto gritaba este llamamiento a todas las personas de Tierra Santa: “¡Nunca más derramamiento de sangre! ¡Nunca más enfrentamientos! ¡Nunca más terrorismo! ¡Nunca más guerra!”
Tercera corriente, la justicia. “La justicia y la paz se besan, la fidelidad surge de la tierra, la justicia se asoma desde el cielo”. Así reza el salmo 85. No creo haberlo leído en los discursos y homilías de Benedicto XVI, pero no me cabe duda de que lo ha tenido en la cabeza durante todo su viaje. Sobre todo cuando hablaba de la necesidad de la justicia para el logro de la paz. Cuando a su llegada a Belén le decía al Presidente de la Autoridad Palestina, Abu Mazen: “Señor Presidente, la Santa Sede apoya los derechos de su población a una soberana patria palestina en la tierra de vuestros antepasados, segura y en paz con sus vecinos, en el interior de unas fronteras reconocidas internacionalmente”.
Al Presidente de Israel, Simón Peres y al Primer Ministro, Benjamín Netanyahu, les dijo en el aeropuerto de Tel Aviv durante la despedida: “Deseo que quede constancia del hecho de que he venido a visitar este país como amigo de los Israelíes, así como soy amigo del pueblo palestino. A los amigos les gusta pasar el tiempo en recíproca compañía y se afligen profundamente al ver que el otro sufre. Ningún amigo de los israelíes y de los palestinos puede dejar de entristecerse por la tensión continua entre vuestros dos pueblos. Ningún amigo puede dejar de llorar por el sufrimiento y la pérdida de vidas humanas que ambos pueblos han sufrido en las últimas seis décadas. [...] Que sea universalmente reconocido que el Estado de Israel tiene derecho de existir y de paz y seguridad en el interior de sus fronteras internacionalmente reconocidas. Que sea igualmente reconocido que el pueblo palestino tiene el derecho a una patria independiente, soberana, a vivir con dignidad y a viajar libremente. Que la solución de los dos Estados se convierta en realidad y que no se quede en un sueño. Y que la paz pueda difundirse desde estas tierras; que puedan ser ‘luz para las naciones’, llevando esperanza a muchas otras regiones golpeadas por conflictos. Una de las imágenes más tristes para mí durante mi visita a estas tierras ha sido el muro (de Belén). Al pasar por su lado recé por un futuro en el que los pueblos de Tierra Santa puedan vivir juntos, en paz y armonía, sin necesidad de semejantes instrumentos de seguridad y de separación, sino más bien respetándose y confiando mutuamente, renunciando a toda forma de violencia y agresión”. Tal vez este mensaje tenga algo que ver con que Benjamín Netanyahu, uno de los duros halcones israelíes, haya hablado el 24 de Mayo, menos de diez días después de estas palabras y por primera vez en su vida, aunque sea con reticencia, de un Estado Palestino.
Pero la justicia de la que habla el Papa, que es dar a cada uno lo suyo, se basa, también, en dar a Dios lo que es de Dios y, así, Benedicto XVI hacía un acto de justicia hacia Dios diciendo en el encuentro con representantes religiosos cristianos, musulmanes, judíos y drusos: “La convicción de que el mundo es un don de Dios y de que Dios ha entrado en las vicisitudes y en los acontecimientos de la historia humana, es la perspectiva desde la que los cristianos ven que la creación tiene una razón y un fin. En vez de ser el resultado de un hecho casual, el mundo ha sido querido por Dios y revela su glorioso esplendor. En el corazón de toda tradición religiosa se encuentra la convicción de que la paz misma es un don de Dios, aunque no se pueda alcanzar sin el esfuerzo humano. Una paz duradera proviene del reconocimiento de que el mundo no es nuestra propiedad, sino más bien el horizonte en el que estamos invitados a participar del amor de Dios y a cooperar para guiar el mundo y la historia bajo su inspiración. No podemos hacer con el mundo todo lo que nos place; por el contrario, estamos llamados a conformar nuestras decisiones con las complejas y perceptibles leyes escritas por el Creador en el universo y a modelar nuestras acciones según la bondad divina que penetra el reino de lo creado”.
Estas tres corrientes del mensaje del Papa en Tierra Santa, entrelazándose, forman, decía al principio, como una trenza fuerte y robusta. Se me antoja que es la trenza en la que se recoge la melena nuestra madre, la Iglesia, la esposa de Cristo, que enjuaga sus lágrimas sobre esa tierra. Siento que, con la visita del Papa a Tierra Santa, es como si el mismo Cristo hubiese vuelto a caminar por ella. Y en varias ocasiones Benedicto XVI pidió a la Iglesia universal que rezase por la paz en esta tierra.
No quiero terminar estas impresiones sin resaltar un magnífico gesto simbólico realizado por el Papa y Simón Peres el día de la llegada de Benedicto XVI a Israel. Ese día, en la residencia del Presidente, ambos plantaron un olivo. Ciertamente el olivo es el símbolo de la paz y de la sabiduría. Probablemente con ese espíritu lo plantaron. Pero en su discurso de despedida, el Papa desveló al Presidente de Israel otro símbolo que él había querido significar al plantar ese olivo unos días antes. Le apuntó una cita de san Pablo en su epístola a los romanos. Seguro que Peres buscaría esa cita al llegar a su residencia tras despedir al Papa. Si lo hizo, habrá leído lo siguiente:
“Y pregunto todavía: ¿Habrán tropezado los israelitas de manera que sucumban definitivamente? ¡De ninguna manera! Por el contrario, con su caída ha llegado la salvación a los paganos, quienes a su vez han provocado la emulación de Israel. Y si su caída y su fracaso se han convertido en riqueza para el mundo y para los paganos, ¿qué no sucederá cuando alcancen la plenitud? [...] Porque si su fracaso ha servido para reconciliar al mundo, ¿no será su readmisión como un volver de los muertos a la vida? Y es que si las primicias están consagradas a Dios, lo está toda la masa; si está consagrada la raíz, lo están también las ramas. Cierto que algunas ramas han sido desgajadas y que tú, olivo silvestre, has sido injertado entre las restantes y compartes con ella la raíz y la savia del olivo. Pero no presumas a costa de aquellas ramas; y por si presumes, recuerda que no eres tú quien sostiene la raíz, sino la raíz la que te sostiene a ti. [...] En cuanto a ellos, los israelitas, si no persisten en la incredulidad volverán a ser injertados. Y Dios puede muy bien injertarlos de nuevo. Porque si tú has sido cortado de un olivo silvestre, al que por naturaleza pertenecías y has sido injertado contra tu naturaleza en el olivo fértil, ¡con cuánta mayor facilidad podrán ser injertadas las ramas originales en el propio olivo! No quiero, hermanos, que ignoréis este misterio para que no andéis presumiendo por ahí. El endurecimiento de una parte de Israel no es definitivo; durará hasta que se convierta el conjunto de los paganos. Entonces todo Israel se salvará, como dice la escritura:
‘Vendrá de Sión el libertador,
alejará de Jacob la impiedad
y mi alianza con ellos será restablecida
cuando yo les perdone sus pecados’[1].
En lo que respecta a la acogida del Evangelio, los israelitas aparecen como enemigos de Dios para provecho nuestro; sin embargo, si atendemos a la elección, siguen siendo muy amados por Dios a causa de sus antepasados, pues los dones y la llamada de Dios son irrevocables. También vosotros erais en otro tiempo rebeldes a Dios, pero ahora, por la desobediencia de los israelitas, habéis alcanzado la misericordia. De igual modo, ellos son ahora rebeldes debido a la misericordia que Dios os ha concedido, para que también ellos alcancen misericordia. Porque Dios ha permitido que todos seamos rebeldes para tener misericordia de todos”.[2]
Me parece que esto es auténtico diálogo interreligioso.
Quiero terminar transcribiendo el salmo 85 al que me he referido antes. Pido disculpas por añadir esto de mi cosecha, pero hace unos días leí este salmo por “casualidad” y es el viaje del Papa lo que me ha hecho recordarlo:
“Señor, has sido compasivo con tu tierra,
has cambiado la suerte de Jacob;
has perdonado la culpa de tu pueblo, has enterrado todos sus pecados,
has reprimido tu furor, has apagado el ardor de tu ira.
Restáuranos, Dios, salvador nuestro,
calma tu indignación contra nosotros.
¿Vas a estar siempre airado contra nosotros?
¿Va a durar tu ira de generación en generación?
¿No vas a devolvernos la vida
para que tu pueblo se alegre contigo?
Muéstranos, Señor, tu amor, y danos tu salvación.
Voy a escuchar lo que dice Dios:
el Señor anuncia la paz a su pueblo y a sus fieles,
para que no vuelvan a cometer locuras.
Sí, la salvación está cerca de los que le honran,
la gloria habitará en nuestra tierra;
el amor y la fidelidad se encuentran,
la justicia y la paz se besan;
la fidelidad surge de la tierra
y la justicia se asoma desde el cielo.
El Señor nos dará también la lluvia
y nuestra tierra dará su cosecha;
la justicia marchará delante de él
y la rectitud seguirá sus pasos”.
Sea ésta mi oración por esa paz, por la Paz. Todos somos tu pueblo, Señor. Judíos, cristianos, musulmanes, budistas, ateos, etc. Restáuranos. Que en este Pentecostés el Espíritu Santo nos conceda la gracia de honrarte como mereces para que, como dice el salmo, nos llegue tu salvación.
Así sea.
[1] Isaías, cap. 59, vers.20 y 21 de donde san Pablo saca esta cita, dice textualmente: “Pero a Sión vendrá el libertador/ y rescatará en medio de Jacob/ a los que se conviertan de su rebeldía./ Oráculo del Señor./ Esta es la alianza que yo haré con ellos, dice el Señor: El Espíritu que te he infundido y las palabras que te he confiado, estarán siempre en tus labios y en los de tus descendientes, desde ahora y por siempre – dice el Señor.
[2] Carta de san Pablo a los Romanos cap. 11, vers. 11 - 32.
31 de mayo de 2009
23 de mayo de 2009
¿Cómo juzgará la historia a esta generación?
Tomás Alfaro Drake
Esta semana, a raíz de la nueva ley del aborto se han oído cosas que podrían calificarse de sandeces si no fuesen perversidades. La primera la de la inefable “miembra” del gobierno, ministra de igualdad, con cartera y sin sentido. Si un feto de 13 semanas es un ser vivo pero no es un ser humano, ya me contará qué es. Todo ser vivo pertenece a una especie y un feto o un embrión humanos pertenecen a la especie humana. No pueden ser otra cosa que seres humanos. El silogismo es tan sencillo como incontrovertible. Y lo que ha hecho la ministra, con su increíble habilidad mediática, es enunciar una premisa de ese silogismo que lleva ineludiblemente, a cualquier persona sensata, a la única conclusión válida: el feto humano es un ser humano. Y negando la conclusión evidente se ha puesto en ridículo. Una vez más. Pero por si fuera insuficiente y alguien tuviese alguna duda razonable de esa conclusión lógica, me permito argumentar desde otro punto de vista. Hay dos características que diferencian la civilización de la barbarie. Una es la presunción de inocencia y otra la protección del débil. La presunción de inocencia se basa en la lógica sencilla de que es preferible que un culpable quede libre que que un inocente sea condenado injustamente. Si aplicamos este criterio civilizador de orden de preferencia al caso de un feto o embrión humano, vendría a decir lo siguiente: Sería preferible admitir que el feto o el embrión humano son seres humanos –suena tan obvio que, ¿puede no admitirse?–, aunque no lo fuesen, y dejarles vivir, que no concederles la humanidad y correr el riesgo, si lo son –como caben pocas dudas–, de estar perpetrando el mayor genocidio de la historia. El principio civilizador de la protección del débil, si es aplicable a alguien, lo es al más indefenso de todos los seres, el feto el embrión humano. ¿Debe nuestra civilización excluirles? Qué elegimos ¿la civilización o la barbarie?
Pero que una indocumentada como la Aído diga sandeces es algo esperable. Y hasta sería cómico si esas sandeces no se refiriesen a un tema tan grave que la comicidad se trueca en tragedia. Sin embargo que un ministro de educación, catedrático universitario, como nuestro Ángel Gabilondo, diga con ironía que le llevaría un buen rato decidir qué es un ser humano y que la ministra de sanidad le coree afirmando que “abrir un debate moral y científico en terrenos en los que no hay acuerdo no tiene sentido” (sic), es ya el colmo del sinsentido. Seguramente para Trinidad Jiménez, los debates hay que abrirlos en terrenos en los que se está de acuerdo. En los que no se está de acuerdo, hay que imponer la sinrazón. Porque la razón de esta ley está en que “los países de nuestro entorno se han puesto de acuerdo en considerar a partir de cuándo un feto es viable”. Dígame señora ministra, ¿es viable un niño recién nacido sin la atención de alguien? ¿Somos viables usted o yo solos en el mundo? ¿Nos ponemos a dudar si somos seres humanos? Si este debate ético, en el que está en juego, como he dicho antes, determinar si estamos cometiendo el mayor genocidio de la historia no tiene sentido, ¿qué tiene entonces sentido? San Agustín decía en su “Ciudad de Dios” que un Estado que no se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones. ¿No es importante saber si nuestros Estados del siglo XXI están degenerando en bandas de asesinos? Tal vez para el señor Gabilondo y Trinidad Jiménez no, pero para mí –y creo que para cualquier ciudadano responsable–, sí es importante saberlo.
No me cabe duda de que dentro de siglos, cuando la Historia juzgue al siglo XX y, si no lo remediamos, al siglo XXI, se quedarán espantados de ver cómo, en el nombre de no se sabe bien que especie de necia progresía, se ha cometido, contra todo sentido de la justicia y de la vergüenza, un genocidio que hace palidecer al holocausto devastador del nazismo. Tal vez se estudien las causas por las que una civilización como la occidental se derrumbó. Si es así, seguro que entre ellas está la barbarie del aborto.
Hay, para terminar, una cuestión que me importa aclarar. En ese genocidio, sólo una mínima parte de la barbarie recaerá sobre las propias mujeres que abortan. No soy yo quién para juzgar a las personas –sí a los hechos. Pienso que la mayoría de las mujeres que abortan lo hacen con un alto grado de ignorancia y de presión social de la que, en muchos casos, ellas son ajenas y que, también en muchos casos, provienen de los hombres de su entorno. Esos que no deben “interferir”, según el presidente Zapatero, para convencer a sus hijas, novias o mujeres de no abortar, pero sí las presionan para que lo hagan. El aborto no suele ser feminista, sino machista. Las mujeres son también víctimas del aborto, porque son ellas las que sufren las terribles consecuencias psicológicas de abortar. Estoy seguro de que sin esas presiones sociales y mediáticas de todo tipo, el número de abortos disminuiría drásticamente. Porque, al fin y al cabo y les guste o no les guste a los progres, las mujeres tienen instinto de maternidad. La gran responsabilidad de ese holocausto recae sobre los gobiernos que facilitan el aborto y parecen tener un enorme interés en que no se abran y en no apoyar vías alternativas para evitar que un embarazo no deseado acabe en muerte, mientras apoyan toda presión mediática abortista. Hay miles de parejas que darían su vida por adoptar a esos niños que sus madres, por circunstancias que mi religión no me permite juzgar, no quieren. Miles de mujeres que se plantean abortar, si se les abriesen alternativas, elegirían tener a su hijo. Pero parece como si una perversa vesania, disfrazada de libertad y de comprensión, quisiese cerrar y silenciar toda alternativa que no acabe, de forma inmediata, en el quirófano y en la muerte. ¿Qué presupuesto hay para hacer llegar a las mujeres con embarazos no deseados el mensaje de que hay otras salidas? ¿En cuantos centros de “planificación familiar” en las que se recomienda el aborto con una facilidad pasmosa, se dan folletos de organizaciones que promueven la adopción o el apoyo a las madres? ¿En cuantas farmacias en las que se va a obligar a vender la píldora del día después a niñas bajo penas de multas terribles, se deja que en vez de vender esta barbarie se informe de las consecuencias del aborto? ¿Cuántas ayudas hay para incitar a las embarazadas a que lleven a término su embarazo y acepten su maternidad? ¿A qué mujer que quiere abortar se le informa de las terribles consecuencias psíquicas que eso le va a acarrear? Nada. Todo eso son gazmoñerías estúpidas. Lo progre, lo verdaderamente progre, es ir inmediatamente al quirófano para abortar como quién se quita un grano. ¿Será esto lo que se ha venido a llamar la cultura de la muerte? Que Dios nos perdone, porque estoy seguro de que la Historia no lo hará. Seremos para ella tan abominables como los nazis y tal vez sirvamos de lección de por qué una civilización, en apariencia floreciente, puede derrumbarse. La respuesta estará en una crisis moral. Y en esta crisis moral, el aborto tendrá un papel preponderante. Pero también dirá, tanto si la civilización occidental se salva como si sucumbe ante esta crisis moral, que hubo una minoría creativa que luchó por evitar este genocidio.
Esta semana, a raíz de la nueva ley del aborto se han oído cosas que podrían calificarse de sandeces si no fuesen perversidades. La primera la de la inefable “miembra” del gobierno, ministra de igualdad, con cartera y sin sentido. Si un feto de 13 semanas es un ser vivo pero no es un ser humano, ya me contará qué es. Todo ser vivo pertenece a una especie y un feto o un embrión humanos pertenecen a la especie humana. No pueden ser otra cosa que seres humanos. El silogismo es tan sencillo como incontrovertible. Y lo que ha hecho la ministra, con su increíble habilidad mediática, es enunciar una premisa de ese silogismo que lleva ineludiblemente, a cualquier persona sensata, a la única conclusión válida: el feto humano es un ser humano. Y negando la conclusión evidente se ha puesto en ridículo. Una vez más. Pero por si fuera insuficiente y alguien tuviese alguna duda razonable de esa conclusión lógica, me permito argumentar desde otro punto de vista. Hay dos características que diferencian la civilización de la barbarie. Una es la presunción de inocencia y otra la protección del débil. La presunción de inocencia se basa en la lógica sencilla de que es preferible que un culpable quede libre que que un inocente sea condenado injustamente. Si aplicamos este criterio civilizador de orden de preferencia al caso de un feto o embrión humano, vendría a decir lo siguiente: Sería preferible admitir que el feto o el embrión humano son seres humanos –suena tan obvio que, ¿puede no admitirse?–, aunque no lo fuesen, y dejarles vivir, que no concederles la humanidad y correr el riesgo, si lo son –como caben pocas dudas–, de estar perpetrando el mayor genocidio de la historia. El principio civilizador de la protección del débil, si es aplicable a alguien, lo es al más indefenso de todos los seres, el feto el embrión humano. ¿Debe nuestra civilización excluirles? Qué elegimos ¿la civilización o la barbarie?
Pero que una indocumentada como la Aído diga sandeces es algo esperable. Y hasta sería cómico si esas sandeces no se refiriesen a un tema tan grave que la comicidad se trueca en tragedia. Sin embargo que un ministro de educación, catedrático universitario, como nuestro Ángel Gabilondo, diga con ironía que le llevaría un buen rato decidir qué es un ser humano y que la ministra de sanidad le coree afirmando que “abrir un debate moral y científico en terrenos en los que no hay acuerdo no tiene sentido” (sic), es ya el colmo del sinsentido. Seguramente para Trinidad Jiménez, los debates hay que abrirlos en terrenos en los que se está de acuerdo. En los que no se está de acuerdo, hay que imponer la sinrazón. Porque la razón de esta ley está en que “los países de nuestro entorno se han puesto de acuerdo en considerar a partir de cuándo un feto es viable”. Dígame señora ministra, ¿es viable un niño recién nacido sin la atención de alguien? ¿Somos viables usted o yo solos en el mundo? ¿Nos ponemos a dudar si somos seres humanos? Si este debate ético, en el que está en juego, como he dicho antes, determinar si estamos cometiendo el mayor genocidio de la historia no tiene sentido, ¿qué tiene entonces sentido? San Agustín decía en su “Ciudad de Dios” que un Estado que no se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones. ¿No es importante saber si nuestros Estados del siglo XXI están degenerando en bandas de asesinos? Tal vez para el señor Gabilondo y Trinidad Jiménez no, pero para mí –y creo que para cualquier ciudadano responsable–, sí es importante saberlo.
No me cabe duda de que dentro de siglos, cuando la Historia juzgue al siglo XX y, si no lo remediamos, al siglo XXI, se quedarán espantados de ver cómo, en el nombre de no se sabe bien que especie de necia progresía, se ha cometido, contra todo sentido de la justicia y de la vergüenza, un genocidio que hace palidecer al holocausto devastador del nazismo. Tal vez se estudien las causas por las que una civilización como la occidental se derrumbó. Si es así, seguro que entre ellas está la barbarie del aborto.
Hay, para terminar, una cuestión que me importa aclarar. En ese genocidio, sólo una mínima parte de la barbarie recaerá sobre las propias mujeres que abortan. No soy yo quién para juzgar a las personas –sí a los hechos. Pienso que la mayoría de las mujeres que abortan lo hacen con un alto grado de ignorancia y de presión social de la que, en muchos casos, ellas son ajenas y que, también en muchos casos, provienen de los hombres de su entorno. Esos que no deben “interferir”, según el presidente Zapatero, para convencer a sus hijas, novias o mujeres de no abortar, pero sí las presionan para que lo hagan. El aborto no suele ser feminista, sino machista. Las mujeres son también víctimas del aborto, porque son ellas las que sufren las terribles consecuencias psicológicas de abortar. Estoy seguro de que sin esas presiones sociales y mediáticas de todo tipo, el número de abortos disminuiría drásticamente. Porque, al fin y al cabo y les guste o no les guste a los progres, las mujeres tienen instinto de maternidad. La gran responsabilidad de ese holocausto recae sobre los gobiernos que facilitan el aborto y parecen tener un enorme interés en que no se abran y en no apoyar vías alternativas para evitar que un embarazo no deseado acabe en muerte, mientras apoyan toda presión mediática abortista. Hay miles de parejas que darían su vida por adoptar a esos niños que sus madres, por circunstancias que mi religión no me permite juzgar, no quieren. Miles de mujeres que se plantean abortar, si se les abriesen alternativas, elegirían tener a su hijo. Pero parece como si una perversa vesania, disfrazada de libertad y de comprensión, quisiese cerrar y silenciar toda alternativa que no acabe, de forma inmediata, en el quirófano y en la muerte. ¿Qué presupuesto hay para hacer llegar a las mujeres con embarazos no deseados el mensaje de que hay otras salidas? ¿En cuantos centros de “planificación familiar” en las que se recomienda el aborto con una facilidad pasmosa, se dan folletos de organizaciones que promueven la adopción o el apoyo a las madres? ¿En cuantas farmacias en las que se va a obligar a vender la píldora del día después a niñas bajo penas de multas terribles, se deja que en vez de vender esta barbarie se informe de las consecuencias del aborto? ¿Cuántas ayudas hay para incitar a las embarazadas a que lleven a término su embarazo y acepten su maternidad? ¿A qué mujer que quiere abortar se le informa de las terribles consecuencias psíquicas que eso le va a acarrear? Nada. Todo eso son gazmoñerías estúpidas. Lo progre, lo verdaderamente progre, es ir inmediatamente al quirófano para abortar como quién se quita un grano. ¿Será esto lo que se ha venido a llamar la cultura de la muerte? Que Dios nos perdone, porque estoy seguro de que la Historia no lo hará. Seremos para ella tan abominables como los nazis y tal vez sirvamos de lección de por qué una civilización, en apariencia floreciente, puede derrumbarse. La respuesta estará en una crisis moral. Y en esta crisis moral, el aborto tendrá un papel preponderante. Pero también dirá, tanto si la civilización occidental se salva como si sucumbe ante esta crisis moral, que hubo una minoría creativa que luchó por evitar este genocidio.
15 de mayo de 2009
El mal de la ciega naturaleza y la bondad de Dios
Tomás Alfaro Drake
Hace 15 días, mientras escribía en el blog sobre el caos y el mal engendrado por la libertad del hombre, me rondaba por la cabeza una pregunta que tiene todo el sentido del mundo. Bien –me decía a mí mismo–, admitamos que el mal del mundo causado por la libertad del hombre es culpa del hombre y que ese mal tiene que ser así porque Dios “tuvo” que crearlo libre para que pudiese amarle. Pero, ¿y el dolor y el mal que provienen de las fuerzas ciegas de la naturaleza? ¿Por qué tiene que morir un niño de un cáncer? ¿Por qué un tsunami mata a cientos de miles de personas? ¿Por qué Dios permite eso? ¿No indica eso que Dios es perverso? Para contestar a esto es necesario acudir a una creencia cristiana que es la del pecado original.
El Génesis nos dice, después de cada acto de creación, que todo lo creado era bueno. “Y vio Dios que era bueno”, dice reiteradamente. Al final, cuando Dios crea al ser humano dice: “Y vio Dios que era muy bueno”. Ese ser humano, al que Dios creó libremente por amor, al que por ese amor “tuvo” que crear libre para que pudiese amarle, tenía, sin duda, un poder que nosotros no tenemos para controlar las fuerzas de la naturaleza. Ese es el sentido del salmo 8 que citaba en la entrada anterior:
“Lo hiciste poco inferior a un dios,
coronándolo de gloria y esplendor;
le diste el dominio sobre la obra de tus dedos,
todo lo pusiste a sus pies[1]”.
¿Quién podría decir hoy que el hombre tiene el dominio sobre la obra de los dedos de Dios? Es verdad que hemos logrado avances tecnológicos impresionantes que nos han permitido controlar la naturaleza en cierta medida, pero aún estamos muy lejos de dominarla del todo. La enfermedad y los tsunamis seguirán causando estragos. Pero ese primer ser humano creado por Dios sí podía. Pero podía como delegado de Dios, no por su pobre constitución de criatura. Podía porque Dios le dio “el dominio sobre la obra de sus dedos”. No tenía que trabajar para ganar el pan con el sudor de su frente, no tenía que parir a los hijos con dolor, mandaba sobre los leones y los virus. Tenía, eso sí, que transformar el mundo del que se le había dado el dominio para, en el nombre de Dios, hacerlo mejor[2] y, ciertamente, no tenía que morir. Y todo eso lo podía hacer porque había un equilibrio maravilloso en todo el cosmos. Pero he aquí que ese hombre libre, decidió que quería hacer eso mismo, pero por sí solo. Y ese equilibrio que le permitía controlar a los virus y a los tsunamis, se rompió, junto con su equilibrio interno que le permitía distinguir el Bien del Mal y le daba fuerzas para obrar el Bien. Como mi cabeza funciona mejor con imágenes que con razonamientos, sugiero la siguiente:
Imaginemos un arquitecto que ha diseñado una cúpula magnífica, con tal equilibrio que, a falta de la piedra de clave, se puede sujetar con un dedo. El arquitecto pide a su ayudante que, desde lo alto del andamio, puesto de pie, de puntillas, con el brazo en alto y el dedo índice extendido, sujete durante un rato la cúpula mientras va a por la piedra de clave para que se sujete sola. Cuando esté puesta –le dice– firmaremos los dos en la piedra de clave. El ayudante se presta a ello encantado. Experimentando un poco ve que cambiando alternativamente el peso de un pie a otro o moviendo unos milímetros el dedo de un sitio a otro, la cúpula vibra produciendo una música extraordinaria. Entonces aparece un ex ayudante del arquitecto que dejó de trabajar para él, furioso, cuando éste decidió contratar un segundo ayudante, el que ahora sujeta la cúpula.
- Qué postura más ridícula –le dice– seguro que ha sido el arquitecto el que te ha dicho que te pongas así.
- Sí, me ha dicho que sujete la cúpula mientas viene con la piedra de clave. Firmaremos los dos en ella. Y la postura no es ridícula. Así puedo hacer esta música maravillosa que escuchas.
El ex ayudante hace una mueca de asco, porque detesta esa música, tan sólo porque sabe que él también la podría estar haciendo si no se hubiese ido.
- ¡Qué tomadura de pelo! ¿De veras crees que va a volver? Y si acaso volviese, ¿de verdad crees que te va a dejar compartir su gloria firmando tú también? ¡Qué necio e ingenuo eres!
- No tengo por qué no creerle. Le conozco desde hace años, siempre ha sido claro y honesto conmigo y, si hubiese querido, hubiese podido poner un simple palo para sujetar la cúpula. Claro que el palo no podría hacer esta música.
- Ves como eres idiota. Lo hace para hacerte hacer el ridículo. Seguro que ahora te está mirando desde algún sitio y se está riendo de ti. Mira, ¿por qué no haces una cosa? Pon tú mismo el palo, firma tú solo en él y te llevarás toda la gloria. Mira, ahí tienes una vara, te la acerco.
Y diciendo esto le acercó una larga estaca, pero sólo lo justo para que al cogerla tuviese que agacharse y quitar el dedo durante un segundo de la cúpula.
- Pero, si cojo el palo tengo que quitar el dedo –dijo agobiado el ayudante.
Sin hacer el más mínimo ademán de acercárselo, el otro le replicó.
- Bueeeno, pero sólo será un abrir y cerrar de ojos. Seguro que la cúpula aguanta un segundo. ¡Venga!
Y el estúpido ayudante, haciendo más caso al desconocido advenedizo que al sabio arquitecto con el que había trabajado durante años sin que ni una sola vez se hubiese sentido engañado, fue a coger la estaca. Lo hizo porque quería firmarla él solo, sin el arquitecto. Nada más quitar el dedo, la cúpula se derrumbó con estrépito, el andamio se cayó y él se dio un golpe que le dejó ciego. En ese momento volvió el arquitecto con la piedra angular. Desolación. Fin de la historia.
¿Fin? No, principio. Los seres humanos, nosotros, cuando el equilibrio de fuerzas se rompió, cuando ya no podemos dominar a los virus ni a los tsunamis, sabemos que Dios nos ha seguido diciendo cómo reconstruir la cúpula, nos ha ido dando los planos. La piedra angular es una piedra viva, Jesucristo, que trabaja, suda y muere a nuestro lado. Pero también resucita y nos sigue dando aliento, fuerza, ánimo, presente entre nosotros cada día, hasta el fin de la historia a través de los sacramentos de la Iglesia. Y lleva en sí mismo las dos firmas. La de Dios y la de hombre. Y en la firma de hombre están impresas, en la carne de esa piedra angular, todas las humillaciones, todos los dolores, todos los sufrimientos que cada hombre –tu y yo– haya podido sufrir en su vida, en toda la historia, pasada, presente y futura de la humanidad, todos los virus, todos los tsunamis y todos los Auschwitz –los causados por ti y por mí. Pero también todas las ternuras, todos los consuelos, todas las obras de misericordia hechas por todos los seres humanos –también tú y yo. Y cada hombre que quiere –seguimos siendo libres– pone su piedra en la nueva cúpula, cada hombre que quiere, pone su firma en la piedra angular. Y, al final, cuando la cúpula esté acabada de nuevo, la piedra angular, Jesucristo, ocupará su lugar en el vértice. Y desde allí, juzgará la Historia. Y todo sufrimiento será olvidado, reparado, curado. Y toda lágrima será enjugada e todo rostro[3]. “Y ya no habrá nada maldito. Será la ciudad del trono de Dios y del Cordero, en la que sus servidores le rendirán culto, contemplarán su rostro y llevarán su nombre escrito en la frente. Y ya no habrá noche; no necesitarán luz de lámparas ni la luz del sol; el Señor Dios alumbrará a sus moradores, que reinarán por los siglos de los siglos[4]”. Y una voz potente dirá: “Esta es la tienda de campaña que Dios ha montado entre los hombres. Habitará con ellos. Ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos. Enjugará las lágrimas de sus ojos y ya no habrá muerte, ni luto ni llanto ni dolor, porque todo lo viejo se ha desvanecido. Y dijo el que estaba sentado en el trono: He aquí que hago nuevas todas las cosas[5]”.
Éste es nuestro Dios. Aquélla la causa del dolor producido por la naturaleza ciega. Ésta es su solución final. Hay, naturalmente, otra manera de ver las cosas. Desde hace años, una de las obras musicales que más me impresionan es el “War Requiem” de Benjamin Britten. Se estrenó en la abadía de Westminster al acabar la 2ª guerra mundial. Pone música a textos de los poemas de guerra de Wilfred Owen, un poeta inglés muerto en la 1ª guerra mundial el día antes del armisticio. Su cuaderno de poesías fue encontrado y una de ellas, que se escucha en el “War Requiem”, dice:
"Cuando los tambores del tiempo hayan redoblado y callado,
y desde el poniente suenen los metales en retirada,
¿restaurará la vida estos cuerpos? ¿Será cierto
que la muerte será abolida y toda lágrima enjugada?
¿Se llenaran las vacías venas otra vez de vida y juventud,
y se lavará la vejez con un agua de inmortalidad?
Cuando pregunto a la blanca vejez, no es eso lo que dice.
'Mi cabeza cuelga, lastrada por la nieve'.
Y cuando escucho a la tierra, dice:
'Mi soberbio corazón tiembla, dolorido. Es la muerte.
Mis viejas cicatrices no serán glorificadas,
ni mis titánicas lágrimas, el mar, enjugadas'".
Pero aún admitiendo la alternativa escatológica cristiana, la pregunta subsiste; ¿por qué tanto sufrimiento por el camino? ¿Por qué ese Dios bueno lo permite? El sufrimiento es un misterio terrible del que sólo se puede hablar sin frivolidad descalzándose al pisar terreno sagrado. Y descalzo estoy. Al misterio del sufrimiento sólo, SÓLO, se puede responder con otro misterio. El de Dios hecho hombre para padecerlo, para hacerlo fructífero y para darle sentido. Para padecerlo; El arquitecto –Dios– podía haber elegido ayudar a los hombres a reconstruir el mundo, viéndolo desde lo alto y dándoles consejos. O reconstruyéndolo Él, quitándonos la libertad dada y haciéndonos otra vez animales. Pero no lo hizo así. Entró en la historia y no hay ni un sólo hombre que pueda decir que ha sufrido más que Él. Es más, Él ha experimentado MI –TU– sufrimiento, este que ME –que TE– oprime el corazón ahora. Para hacerlo fructífero; ese sufrimiento de Cristo, Dios encarnado, es un sufrimiento redentor, es un sufrimiento para reconstruir el mundo. No es un sufrimiento pasivo, es un sufrimiento de Dios, es un sufrimiento sobrenatural y es un sufrimiento actuante y fructífero. Para darle sentido de muchas maneras; porque yo –tú– con nuestra libertad, podemos paliarlo de mil maneras, sabiendo que al hacerlo en uno de nuestros hermanos, lo hacemos en Cristo y por lo tanto nuestros cuidados paliativos tienen un valor sobrenatural. Y, sobre todo, porque, la parte nuestra de ese resto que no pueda ser paliado, a psar de todos los esfuerzos, podemos sufrirlo activa y consoladoramente en vez de pasiva y rebeldemente. Podemos unirlo al sufrimiento sobrenatural de Cristo y que Él lo cambie de signo, lo multiplique por una cantidad incalculable y lo derrame en forma de luz sobre la humanidad en cualquier parte del mundo y en cualquier momento de la historia. De esta manera el sufrimiento no deja de ser sufrimiento pero adquiere sentido redentor. Y el sentido del sufrimiento, el hecho de que el sufrimiento tenga sentido, eso sí puede ser alegría.
Elegir una u otra visión es cuestión de fe. Pero ningún no creyente puede aportar una sola razón de peso que haga la segunda más plausible que la primera. En cambio, en este blog sí pueden leerse bastantes que permiten afirmar, sin demostrarlo, que la primera es inmensamente más plausible que la segunda. Y, con la ayuda de Dios, espero poder seguir haciéndolo. Pero, al final, no es una cuestión de plausibilidad. Es una cuestión de que queramos dar el paso de la fe, realizar el acto de fe. La fe es un don sobrenatural que Dios pone al alcance de todos y cada uno de los hombres. Pero es nuestra libre voluntad la que tiene que dar el paso para aceptarla. Y, en contra de lo que muchos creen, la fe es algo racional. No en el sentido racionalista, es decir, no demostrable mediante silogismos, pero sí que se puede llegar a ver que es más razonable creer que no creer. Desde esa razonabilidad, se puede dar, o no, el paso libre de la voluntad para aceptarla. Porque, como decía santo Tomás, la gracia perfecciona la naturaleza, pero no la contradice y la razón y la libertad forman parte de nuestra naturaleza.
Y si elegimos y renovamos cada día el acto de fe y ponemos cada día nuestra libertad al servicio del Bien, es decir de ordenar las cosas hacia nuestro Creador en vez de dedicarnos a sembrar el caos, podemos también paliar los efectos del dolor causado por el desequilibrio de la ciega naturaleza. Hay algo heroico en esta elección diaria. Y si hay un grupo de personas que lo hacen todos los días y dedican su vida a ello, esos son los cristianos. Porque nos ha sido dicho que en los que sufren está Jesucristo, nuestra piedra angular, y que como le tratemos a Él seremos tratados nosotros. Pero los mejores de entre nosotros no lo hacen por ambicionar una recompensa ni, mucho menos, por miedo a un castigo, pues conocen la inmensa misericordia de nuestro Dios. Lo hacen porque su recompensa es paliar el mal y el dolor del mismo Jesucristo al que realmente ven en el hermano que sufre, sea por el desorden moral causado por la libertad del hombre, sea por los efectos del desequilibrio de la ciega naturaleza.
Al misterio terrible del sufrimiento humano sólo se responde con el misterio luminoso de la encarnación de Dios y del sufrimiento de Cristo. La otra opción no es respuesta, es un sinsentido. Y aceptar el sinsentido es ser irracional, inhumano. Y, lo siento, es, además, estúpido.
Como he hablado del pecado original, quiero ceder la palabra sobre este tema a quien mejor puede hablar de él: al Papa Benedicto XVI, que en una de las lecciones teológicas que nos regala en sus audiencias de los miércoles se refirió a este tema. Adjunto un extracto de esta lección. El que quiera profundizar en esto del misterio de oscuridad del sufrimiento y del misterio de luz de Cristo, que lo lea. (Las negritas y los aumentos de tamaño son míos)
Benedicto XVI: “El mal no es intrínseco al hombre, Cristo ha triunfado sobre él”
Intervención en la Audiencia General
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 3 de diciembre de 2008.- Ofrecemos a continuación el texto íntegro de la catequesis pronunciada este miércoles por el Papa Benedicto XVI durante la audiencia general que ha tenido lugar en el Aula Pablo VI.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis de hoy nos detendremos en las relaciones entre Adán y Cristo, delineadas por san Pablo en la conocida página de la Carta a los Romanos (5,12-21), en la que le entrega a la Iglesia las líneas esenciales de la doctrina sobre el pecado original.
[…]
Pero como hombres de hoy, debemos preguntarnos: ¿qué es el pecado original? ¿Qué enseñan Pablo y la Iglesia? ¿Es sostenible hoy aún esta doctrina? Muchos piensan que, a la luz de la historia de la evolución, no habría ya lugar para la doctrina de un primer pecado, que después se difundiría en toda la historia de la humanidad. […] Por tanto: ¿existe el pecado original o no? Para poder responder debemos distinguir dos aspectos de la doctrina sobre el pecado original. Existe un aspecto empírico, es decir, una realidad concreta, visible, diría yo, tangible para todos. […] El dato empírico es que existe una contradicción en nuestro ser. Por una parte el hombre sabe que debe hacer el bien e íntimamente también lo quiere realizar. Pero, al mismo tiempo, siente también otro impulso a hacer lo contrario, a seguir el camino del egoísmo, de la violencia, a hacer sólo lo que le apetece aun sabiendo que así actúa contra el bien, contra Dios y contra el prójimo. Esta contradicción interior de nuestro ser no es una teoría. Cada uno de nosotros la experimenta todos los días. Y sobre todo vemos siempre en torno a nosotros la superioridad de esta segunda voluntad. Basta pensar en las noticias diarias sobre injusticias, violencia, mentira, lujuria. Cada día lo vemos: es un hecho.
Como consecuencia de este poder del mal en nuestras almas, se ha desarrollado en la historia un río sucio, que envenena la geografía de la historia humana. El gran pensador francés Blaise Pascal habló de una "segunda naturaleza", que se superpone a nuestra naturaleza original, buena. Esta "segunda naturaleza" presenta el mal como normal para el hombre. Así también la típica expresión: "es humano" tiene un doble significado. "Es humano" puede querer decir: este hombre es bueno, realmente actúa como debería actuar un hombre. Pero "es humano" puede también querer decir lo contrario: el mal es normal, es humano. El mal parece haberse convertido en una segunda naturaleza. Esta contradicción del ser humano, de nuestra historia, debe provocar, y provoca también hoy, el deseo de redención. En realidad, el deseo de que el mundo cambie y la promesa de que se creará un mundo de justicia, de paz y de bien, está presente en todas partes: en la política, por ejemplo, todos hablan de la necesidad de cambiar el mundo, de crear un mundo más justo. Y precisamente esto es expresión del deseo de que haya una liberación de la contradicción que experimentamos en nosotros mismos.
Por tanto el hecho del poder del mal en el corazón humano y en la historia humana es innegable. La cuestión es: ¿cómo se explica este mal? En la historia del pensamiento, prescindiendo de la fe cristiana, existe un modelo principal de explicación, con variaciones diversas. Este modelo dice: el ser mismo es contradictorio, lleva en sí tanto el bien como el mal. En la antigüedad esta idea implicaba la opinión de que existían dos principios igualmente originarios: un principio bueno y un principio malo. Este dualismo sería insuperable: los dos principios están al mismo nivel, y por ello existirá siempre, desde el origen del ser, esta contradicción. La contradicción de nuestro ser, por tanto, reflejaría solo la contrariedad de los dos principios divinos, por así decirlo. En la versión evolucionista, atea, del mundo (el Papa no quiere decir aquí que la visión evolucionista del mundo sea atea, sino que hay un tipo de visión evolucionista del mundo que puede ser atea), vuelve de nuevo una visión semejante. Aunque, en esta concepción, la visión del ser es monista, se supone que el ser como tal desde el principio lleva en sí el bien y el mal. El ser mismo no es simplemente bueno, sino abierto al bien y al mal. El mal es tan originario como el bien. Y la historia humana repetiría solamente el modelo ya presente en toda la evolución precedente. Lo que los cristianos llaman pecado original sería en realidad sólo el carácter mixto del ser, una mezcla de bien y mal que, según esta teoría, pertenecería a la misma materia del ser. Es una visión en el fondo desesperada: si es así, el mal es invencible. Al final solo cuenta el propio interés. Y todo progreso habría que pagarlo necesariamente con un río de mal, y quien quisiera servir al progreso debería aceptar pagar este precio. La política, en el fondo, se basa sobre estas premisas: y vemos los efectos de ellas. Este pensamiento moderno, al final, sólo puede traer tristeza y cinismo.
Y así preguntamos de nuevo: ¿qué dice la fe, atestiguada por san Pablo? Como primer punto, ésta confirma el hecho de la competición entre ambas naturalezas, el hecho de este mal cuya sombra pesa sobre toda la creación. Hemos escuchado el capítulo 7 de la Carta a los Romanos, pero podríamos añadir el capítulo 8. El mal existe, sencillamente. Como explicación, en contraste con los dualismos y los monismos que hemos considerado brevemente y encontrado desoladores, la fe nos dice: existen dos misterios de luz y un misterio de noche, que, sin embargo, está rodeado de los misterios de la luz. El primer misterio de la luz es éste: la fe nos dice que no hay dos principios, uno bueno y uno malo, sino que hay un solo principio, el Dios creador, y este principio es bueno, sólo bueno, sin sombra de mal. Y por ello también el ser no es una mezcla de bien y de mal; el ser como tal es bueno y por ello es bueno existir, es bueno vivir. Éste es el alegre anuncio de la fe: sólo hay una fuente buena, el Creador. Y por esto vivir es un bien, es algo bueno ser un hombre, una mujer, es buena la vida. Después sigue un misterio de oscuridad, de noche. El mal no viene de la fuente del mismo ser, no es igualmente originario. El mal viene de una libertad creada, de una libertad abusada.
¿Cómo ha sido posible, cómo ha sucedido? Esto permanece oscuro. El mal no es lógico. Sólo Dios y el bien son lógicos, son luz. El mal permanece misterioso. Se le representa con grandes imágenes, como hace el capítulo 3 del Génesis, con aquella visión de los dos árboles, de la serpiente, del hombre pecador. Una gran imagen que nos hace adivinar, pero que no puede explicar lo que es en sí mismo ilógico. Podemos adivinar, no explicar; ni siquiera podemos narrarlo como un hecho junto a otro, porque es una realidad más profunda. Queda como un misterio oscuro, de noche. Pero se le añade inmediatamente un misterio de luz. El mal viene de una fuente subordinada. Dios con su luz es más fuerte. Y por eso, el mal puede ser superado. Por eso la criatura, el hombre, es curable. Las visiones dualistas, también el monismo del evolucionismo (de la versión atea del evolucionismo), no pueden decir que el hombre sea curable; pero si el mal procede solo de una fuente subordinada, es cierto que el hombre puede curarse. Y el libro de la Sabiduría dice: "las criaturas del mundo son saludables" (1, 14). Y finalmente, el último punto, el hombre no sólo se puede curar, está curado de hecho. Dios ha introducido la curación. Ha entrado personalmente en la historia. A la permanente fuente del mal ha opuesto una fuente de puro bien. Cristo crucificado y resucitado, nuevo Adán, opone al río sucio del mal un río de luz. Y este río está presente en la historia: vemos a los santos, los grandes santos pero también los santos humildes, los simples fieles. Vemos que el río de luz que procede de Cristo está presente, es fuerte.
Hermanos y hermanas, es tiempo de Adviento. En el lenguaje de la Iglesia la palabra Adviento tiene dos significados: presencia y espera. Presencia: la luz está presente, Cristo es el nuevo Adán, está con nosotros y en medio de nosotros. Ya brilla la luz y debemos abrir los ojos del corazón para verla y para introducirnos en el río de la luz. Sobre todo, estar agradecidos al hecho de que Dios mismo ha entrado en la historia como nueva fuente de bien. Pero Adviento quiere decir también espera. La noche oscura del mal es aún fuerte. Y por ello rezamos en Adviento [...]: ven Jesús; ven, da fuerza a la luz y al bien; ven donde domina la mentira, la ignorancia de Dios, la violencia, la injusticia; ven, Señor Jesús, da fuerza al bien en el mundo y ayúdanos a ser portadores de tu luz, operadores de la paz, testigos de la verdad. ¡Ven Señor Jesús!
[1] Salmo 8, 6-7.
[2] Cfr. Génesis 1 y Génesis 2, 17.
[3] Cfr. Isaías 65 16-25
[4] Apocalipsis 22, 3-5.
[5] Apocalipsis 21, 3-5
Hace 15 días, mientras escribía en el blog sobre el caos y el mal engendrado por la libertad del hombre, me rondaba por la cabeza una pregunta que tiene todo el sentido del mundo. Bien –me decía a mí mismo–, admitamos que el mal del mundo causado por la libertad del hombre es culpa del hombre y que ese mal tiene que ser así porque Dios “tuvo” que crearlo libre para que pudiese amarle. Pero, ¿y el dolor y el mal que provienen de las fuerzas ciegas de la naturaleza? ¿Por qué tiene que morir un niño de un cáncer? ¿Por qué un tsunami mata a cientos de miles de personas? ¿Por qué Dios permite eso? ¿No indica eso que Dios es perverso? Para contestar a esto es necesario acudir a una creencia cristiana que es la del pecado original.
El Génesis nos dice, después de cada acto de creación, que todo lo creado era bueno. “Y vio Dios que era bueno”, dice reiteradamente. Al final, cuando Dios crea al ser humano dice: “Y vio Dios que era muy bueno”. Ese ser humano, al que Dios creó libremente por amor, al que por ese amor “tuvo” que crear libre para que pudiese amarle, tenía, sin duda, un poder que nosotros no tenemos para controlar las fuerzas de la naturaleza. Ese es el sentido del salmo 8 que citaba en la entrada anterior:
“Lo hiciste poco inferior a un dios,
coronándolo de gloria y esplendor;
le diste el dominio sobre la obra de tus dedos,
todo lo pusiste a sus pies[1]”.
¿Quién podría decir hoy que el hombre tiene el dominio sobre la obra de los dedos de Dios? Es verdad que hemos logrado avances tecnológicos impresionantes que nos han permitido controlar la naturaleza en cierta medida, pero aún estamos muy lejos de dominarla del todo. La enfermedad y los tsunamis seguirán causando estragos. Pero ese primer ser humano creado por Dios sí podía. Pero podía como delegado de Dios, no por su pobre constitución de criatura. Podía porque Dios le dio “el dominio sobre la obra de sus dedos”. No tenía que trabajar para ganar el pan con el sudor de su frente, no tenía que parir a los hijos con dolor, mandaba sobre los leones y los virus. Tenía, eso sí, que transformar el mundo del que se le había dado el dominio para, en el nombre de Dios, hacerlo mejor[2] y, ciertamente, no tenía que morir. Y todo eso lo podía hacer porque había un equilibrio maravilloso en todo el cosmos. Pero he aquí que ese hombre libre, decidió que quería hacer eso mismo, pero por sí solo. Y ese equilibrio que le permitía controlar a los virus y a los tsunamis, se rompió, junto con su equilibrio interno que le permitía distinguir el Bien del Mal y le daba fuerzas para obrar el Bien. Como mi cabeza funciona mejor con imágenes que con razonamientos, sugiero la siguiente:
Imaginemos un arquitecto que ha diseñado una cúpula magnífica, con tal equilibrio que, a falta de la piedra de clave, se puede sujetar con un dedo. El arquitecto pide a su ayudante que, desde lo alto del andamio, puesto de pie, de puntillas, con el brazo en alto y el dedo índice extendido, sujete durante un rato la cúpula mientras va a por la piedra de clave para que se sujete sola. Cuando esté puesta –le dice– firmaremos los dos en la piedra de clave. El ayudante se presta a ello encantado. Experimentando un poco ve que cambiando alternativamente el peso de un pie a otro o moviendo unos milímetros el dedo de un sitio a otro, la cúpula vibra produciendo una música extraordinaria. Entonces aparece un ex ayudante del arquitecto que dejó de trabajar para él, furioso, cuando éste decidió contratar un segundo ayudante, el que ahora sujeta la cúpula.
- Qué postura más ridícula –le dice– seguro que ha sido el arquitecto el que te ha dicho que te pongas así.
- Sí, me ha dicho que sujete la cúpula mientas viene con la piedra de clave. Firmaremos los dos en ella. Y la postura no es ridícula. Así puedo hacer esta música maravillosa que escuchas.
El ex ayudante hace una mueca de asco, porque detesta esa música, tan sólo porque sabe que él también la podría estar haciendo si no se hubiese ido.
- ¡Qué tomadura de pelo! ¿De veras crees que va a volver? Y si acaso volviese, ¿de verdad crees que te va a dejar compartir su gloria firmando tú también? ¡Qué necio e ingenuo eres!
- No tengo por qué no creerle. Le conozco desde hace años, siempre ha sido claro y honesto conmigo y, si hubiese querido, hubiese podido poner un simple palo para sujetar la cúpula. Claro que el palo no podría hacer esta música.
- Ves como eres idiota. Lo hace para hacerte hacer el ridículo. Seguro que ahora te está mirando desde algún sitio y se está riendo de ti. Mira, ¿por qué no haces una cosa? Pon tú mismo el palo, firma tú solo en él y te llevarás toda la gloria. Mira, ahí tienes una vara, te la acerco.
Y diciendo esto le acercó una larga estaca, pero sólo lo justo para que al cogerla tuviese que agacharse y quitar el dedo durante un segundo de la cúpula.
- Pero, si cojo el palo tengo que quitar el dedo –dijo agobiado el ayudante.
Sin hacer el más mínimo ademán de acercárselo, el otro le replicó.
- Bueeeno, pero sólo será un abrir y cerrar de ojos. Seguro que la cúpula aguanta un segundo. ¡Venga!
Y el estúpido ayudante, haciendo más caso al desconocido advenedizo que al sabio arquitecto con el que había trabajado durante años sin que ni una sola vez se hubiese sentido engañado, fue a coger la estaca. Lo hizo porque quería firmarla él solo, sin el arquitecto. Nada más quitar el dedo, la cúpula se derrumbó con estrépito, el andamio se cayó y él se dio un golpe que le dejó ciego. En ese momento volvió el arquitecto con la piedra angular. Desolación. Fin de la historia.
¿Fin? No, principio. Los seres humanos, nosotros, cuando el equilibrio de fuerzas se rompió, cuando ya no podemos dominar a los virus ni a los tsunamis, sabemos que Dios nos ha seguido diciendo cómo reconstruir la cúpula, nos ha ido dando los planos. La piedra angular es una piedra viva, Jesucristo, que trabaja, suda y muere a nuestro lado. Pero también resucita y nos sigue dando aliento, fuerza, ánimo, presente entre nosotros cada día, hasta el fin de la historia a través de los sacramentos de la Iglesia. Y lleva en sí mismo las dos firmas. La de Dios y la de hombre. Y en la firma de hombre están impresas, en la carne de esa piedra angular, todas las humillaciones, todos los dolores, todos los sufrimientos que cada hombre –tu y yo– haya podido sufrir en su vida, en toda la historia, pasada, presente y futura de la humanidad, todos los virus, todos los tsunamis y todos los Auschwitz –los causados por ti y por mí. Pero también todas las ternuras, todos los consuelos, todas las obras de misericordia hechas por todos los seres humanos –también tú y yo. Y cada hombre que quiere –seguimos siendo libres– pone su piedra en la nueva cúpula, cada hombre que quiere, pone su firma en la piedra angular. Y, al final, cuando la cúpula esté acabada de nuevo, la piedra angular, Jesucristo, ocupará su lugar en el vértice. Y desde allí, juzgará la Historia. Y todo sufrimiento será olvidado, reparado, curado. Y toda lágrima será enjugada e todo rostro[3]. “Y ya no habrá nada maldito. Será la ciudad del trono de Dios y del Cordero, en la que sus servidores le rendirán culto, contemplarán su rostro y llevarán su nombre escrito en la frente. Y ya no habrá noche; no necesitarán luz de lámparas ni la luz del sol; el Señor Dios alumbrará a sus moradores, que reinarán por los siglos de los siglos[4]”. Y una voz potente dirá: “Esta es la tienda de campaña que Dios ha montado entre los hombres. Habitará con ellos. Ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos. Enjugará las lágrimas de sus ojos y ya no habrá muerte, ni luto ni llanto ni dolor, porque todo lo viejo se ha desvanecido. Y dijo el que estaba sentado en el trono: He aquí que hago nuevas todas las cosas[5]”.
Éste es nuestro Dios. Aquélla la causa del dolor producido por la naturaleza ciega. Ésta es su solución final. Hay, naturalmente, otra manera de ver las cosas. Desde hace años, una de las obras musicales que más me impresionan es el “War Requiem” de Benjamin Britten. Se estrenó en la abadía de Westminster al acabar la 2ª guerra mundial. Pone música a textos de los poemas de guerra de Wilfred Owen, un poeta inglés muerto en la 1ª guerra mundial el día antes del armisticio. Su cuaderno de poesías fue encontrado y una de ellas, que se escucha en el “War Requiem”, dice:
"Cuando los tambores del tiempo hayan redoblado y callado,
y desde el poniente suenen los metales en retirada,
¿restaurará la vida estos cuerpos? ¿Será cierto
que la muerte será abolida y toda lágrima enjugada?
¿Se llenaran las vacías venas otra vez de vida y juventud,
y se lavará la vejez con un agua de inmortalidad?
Cuando pregunto a la blanca vejez, no es eso lo que dice.
'Mi cabeza cuelga, lastrada por la nieve'.
Y cuando escucho a la tierra, dice:
'Mi soberbio corazón tiembla, dolorido. Es la muerte.
Mis viejas cicatrices no serán glorificadas,
ni mis titánicas lágrimas, el mar, enjugadas'".
Pero aún admitiendo la alternativa escatológica cristiana, la pregunta subsiste; ¿por qué tanto sufrimiento por el camino? ¿Por qué ese Dios bueno lo permite? El sufrimiento es un misterio terrible del que sólo se puede hablar sin frivolidad descalzándose al pisar terreno sagrado. Y descalzo estoy. Al misterio del sufrimiento sólo, SÓLO, se puede responder con otro misterio. El de Dios hecho hombre para padecerlo, para hacerlo fructífero y para darle sentido. Para padecerlo; El arquitecto –Dios– podía haber elegido ayudar a los hombres a reconstruir el mundo, viéndolo desde lo alto y dándoles consejos. O reconstruyéndolo Él, quitándonos la libertad dada y haciéndonos otra vez animales. Pero no lo hizo así. Entró en la historia y no hay ni un sólo hombre que pueda decir que ha sufrido más que Él. Es más, Él ha experimentado MI –TU– sufrimiento, este que ME –que TE– oprime el corazón ahora. Para hacerlo fructífero; ese sufrimiento de Cristo, Dios encarnado, es un sufrimiento redentor, es un sufrimiento para reconstruir el mundo. No es un sufrimiento pasivo, es un sufrimiento de Dios, es un sufrimiento sobrenatural y es un sufrimiento actuante y fructífero. Para darle sentido de muchas maneras; porque yo –tú– con nuestra libertad, podemos paliarlo de mil maneras, sabiendo que al hacerlo en uno de nuestros hermanos, lo hacemos en Cristo y por lo tanto nuestros cuidados paliativos tienen un valor sobrenatural. Y, sobre todo, porque, la parte nuestra de ese resto que no pueda ser paliado, a psar de todos los esfuerzos, podemos sufrirlo activa y consoladoramente en vez de pasiva y rebeldemente. Podemos unirlo al sufrimiento sobrenatural de Cristo y que Él lo cambie de signo, lo multiplique por una cantidad incalculable y lo derrame en forma de luz sobre la humanidad en cualquier parte del mundo y en cualquier momento de la historia. De esta manera el sufrimiento no deja de ser sufrimiento pero adquiere sentido redentor. Y el sentido del sufrimiento, el hecho de que el sufrimiento tenga sentido, eso sí puede ser alegría.
Elegir una u otra visión es cuestión de fe. Pero ningún no creyente puede aportar una sola razón de peso que haga la segunda más plausible que la primera. En cambio, en este blog sí pueden leerse bastantes que permiten afirmar, sin demostrarlo, que la primera es inmensamente más plausible que la segunda. Y, con la ayuda de Dios, espero poder seguir haciéndolo. Pero, al final, no es una cuestión de plausibilidad. Es una cuestión de que queramos dar el paso de la fe, realizar el acto de fe. La fe es un don sobrenatural que Dios pone al alcance de todos y cada uno de los hombres. Pero es nuestra libre voluntad la que tiene que dar el paso para aceptarla. Y, en contra de lo que muchos creen, la fe es algo racional. No en el sentido racionalista, es decir, no demostrable mediante silogismos, pero sí que se puede llegar a ver que es más razonable creer que no creer. Desde esa razonabilidad, se puede dar, o no, el paso libre de la voluntad para aceptarla. Porque, como decía santo Tomás, la gracia perfecciona la naturaleza, pero no la contradice y la razón y la libertad forman parte de nuestra naturaleza.
Y si elegimos y renovamos cada día el acto de fe y ponemos cada día nuestra libertad al servicio del Bien, es decir de ordenar las cosas hacia nuestro Creador en vez de dedicarnos a sembrar el caos, podemos también paliar los efectos del dolor causado por el desequilibrio de la ciega naturaleza. Hay algo heroico en esta elección diaria. Y si hay un grupo de personas que lo hacen todos los días y dedican su vida a ello, esos son los cristianos. Porque nos ha sido dicho que en los que sufren está Jesucristo, nuestra piedra angular, y que como le tratemos a Él seremos tratados nosotros. Pero los mejores de entre nosotros no lo hacen por ambicionar una recompensa ni, mucho menos, por miedo a un castigo, pues conocen la inmensa misericordia de nuestro Dios. Lo hacen porque su recompensa es paliar el mal y el dolor del mismo Jesucristo al que realmente ven en el hermano que sufre, sea por el desorden moral causado por la libertad del hombre, sea por los efectos del desequilibrio de la ciega naturaleza.
Al misterio terrible del sufrimiento humano sólo se responde con el misterio luminoso de la encarnación de Dios y del sufrimiento de Cristo. La otra opción no es respuesta, es un sinsentido. Y aceptar el sinsentido es ser irracional, inhumano. Y, lo siento, es, además, estúpido.
Como he hablado del pecado original, quiero ceder la palabra sobre este tema a quien mejor puede hablar de él: al Papa Benedicto XVI, que en una de las lecciones teológicas que nos regala en sus audiencias de los miércoles se refirió a este tema. Adjunto un extracto de esta lección. El que quiera profundizar en esto del misterio de oscuridad del sufrimiento y del misterio de luz de Cristo, que lo lea. (Las negritas y los aumentos de tamaño son míos)
Benedicto XVI: “El mal no es intrínseco al hombre, Cristo ha triunfado sobre él”
Intervención en la Audiencia General
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 3 de diciembre de 2008.- Ofrecemos a continuación el texto íntegro de la catequesis pronunciada este miércoles por el Papa Benedicto XVI durante la audiencia general que ha tenido lugar en el Aula Pablo VI.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis de hoy nos detendremos en las relaciones entre Adán y Cristo, delineadas por san Pablo en la conocida página de la Carta a los Romanos (5,12-21), en la que le entrega a la Iglesia las líneas esenciales de la doctrina sobre el pecado original.
[…]
Pero como hombres de hoy, debemos preguntarnos: ¿qué es el pecado original? ¿Qué enseñan Pablo y la Iglesia? ¿Es sostenible hoy aún esta doctrina? Muchos piensan que, a la luz de la historia de la evolución, no habría ya lugar para la doctrina de un primer pecado, que después se difundiría en toda la historia de la humanidad. […] Por tanto: ¿existe el pecado original o no? Para poder responder debemos distinguir dos aspectos de la doctrina sobre el pecado original. Existe un aspecto empírico, es decir, una realidad concreta, visible, diría yo, tangible para todos. […] El dato empírico es que existe una contradicción en nuestro ser. Por una parte el hombre sabe que debe hacer el bien e íntimamente también lo quiere realizar. Pero, al mismo tiempo, siente también otro impulso a hacer lo contrario, a seguir el camino del egoísmo, de la violencia, a hacer sólo lo que le apetece aun sabiendo que así actúa contra el bien, contra Dios y contra el prójimo. Esta contradicción interior de nuestro ser no es una teoría. Cada uno de nosotros la experimenta todos los días. Y sobre todo vemos siempre en torno a nosotros la superioridad de esta segunda voluntad. Basta pensar en las noticias diarias sobre injusticias, violencia, mentira, lujuria. Cada día lo vemos: es un hecho.
Como consecuencia de este poder del mal en nuestras almas, se ha desarrollado en la historia un río sucio, que envenena la geografía de la historia humana. El gran pensador francés Blaise Pascal habló de una "segunda naturaleza", que se superpone a nuestra naturaleza original, buena. Esta "segunda naturaleza" presenta el mal como normal para el hombre. Así también la típica expresión: "es humano" tiene un doble significado. "Es humano" puede querer decir: este hombre es bueno, realmente actúa como debería actuar un hombre. Pero "es humano" puede también querer decir lo contrario: el mal es normal, es humano. El mal parece haberse convertido en una segunda naturaleza. Esta contradicción del ser humano, de nuestra historia, debe provocar, y provoca también hoy, el deseo de redención. En realidad, el deseo de que el mundo cambie y la promesa de que se creará un mundo de justicia, de paz y de bien, está presente en todas partes: en la política, por ejemplo, todos hablan de la necesidad de cambiar el mundo, de crear un mundo más justo. Y precisamente esto es expresión del deseo de que haya una liberación de la contradicción que experimentamos en nosotros mismos.
Por tanto el hecho del poder del mal en el corazón humano y en la historia humana es innegable. La cuestión es: ¿cómo se explica este mal? En la historia del pensamiento, prescindiendo de la fe cristiana, existe un modelo principal de explicación, con variaciones diversas. Este modelo dice: el ser mismo es contradictorio, lleva en sí tanto el bien como el mal. En la antigüedad esta idea implicaba la opinión de que existían dos principios igualmente originarios: un principio bueno y un principio malo. Este dualismo sería insuperable: los dos principios están al mismo nivel, y por ello existirá siempre, desde el origen del ser, esta contradicción. La contradicción de nuestro ser, por tanto, reflejaría solo la contrariedad de los dos principios divinos, por así decirlo. En la versión evolucionista, atea, del mundo (el Papa no quiere decir aquí que la visión evolucionista del mundo sea atea, sino que hay un tipo de visión evolucionista del mundo que puede ser atea), vuelve de nuevo una visión semejante. Aunque, en esta concepción, la visión del ser es monista, se supone que el ser como tal desde el principio lleva en sí el bien y el mal. El ser mismo no es simplemente bueno, sino abierto al bien y al mal. El mal es tan originario como el bien. Y la historia humana repetiría solamente el modelo ya presente en toda la evolución precedente. Lo que los cristianos llaman pecado original sería en realidad sólo el carácter mixto del ser, una mezcla de bien y mal que, según esta teoría, pertenecería a la misma materia del ser. Es una visión en el fondo desesperada: si es así, el mal es invencible. Al final solo cuenta el propio interés. Y todo progreso habría que pagarlo necesariamente con un río de mal, y quien quisiera servir al progreso debería aceptar pagar este precio. La política, en el fondo, se basa sobre estas premisas: y vemos los efectos de ellas. Este pensamiento moderno, al final, sólo puede traer tristeza y cinismo.
Y así preguntamos de nuevo: ¿qué dice la fe, atestiguada por san Pablo? Como primer punto, ésta confirma el hecho de la competición entre ambas naturalezas, el hecho de este mal cuya sombra pesa sobre toda la creación. Hemos escuchado el capítulo 7 de la Carta a los Romanos, pero podríamos añadir el capítulo 8. El mal existe, sencillamente. Como explicación, en contraste con los dualismos y los monismos que hemos considerado brevemente y encontrado desoladores, la fe nos dice: existen dos misterios de luz y un misterio de noche, que, sin embargo, está rodeado de los misterios de la luz. El primer misterio de la luz es éste: la fe nos dice que no hay dos principios, uno bueno y uno malo, sino que hay un solo principio, el Dios creador, y este principio es bueno, sólo bueno, sin sombra de mal. Y por ello también el ser no es una mezcla de bien y de mal; el ser como tal es bueno y por ello es bueno existir, es bueno vivir. Éste es el alegre anuncio de la fe: sólo hay una fuente buena, el Creador. Y por esto vivir es un bien, es algo bueno ser un hombre, una mujer, es buena la vida. Después sigue un misterio de oscuridad, de noche. El mal no viene de la fuente del mismo ser, no es igualmente originario. El mal viene de una libertad creada, de una libertad abusada.
¿Cómo ha sido posible, cómo ha sucedido? Esto permanece oscuro. El mal no es lógico. Sólo Dios y el bien son lógicos, son luz. El mal permanece misterioso. Se le representa con grandes imágenes, como hace el capítulo 3 del Génesis, con aquella visión de los dos árboles, de la serpiente, del hombre pecador. Una gran imagen que nos hace adivinar, pero que no puede explicar lo que es en sí mismo ilógico. Podemos adivinar, no explicar; ni siquiera podemos narrarlo como un hecho junto a otro, porque es una realidad más profunda. Queda como un misterio oscuro, de noche. Pero se le añade inmediatamente un misterio de luz. El mal viene de una fuente subordinada. Dios con su luz es más fuerte. Y por eso, el mal puede ser superado. Por eso la criatura, el hombre, es curable. Las visiones dualistas, también el monismo del evolucionismo (de la versión atea del evolucionismo), no pueden decir que el hombre sea curable; pero si el mal procede solo de una fuente subordinada, es cierto que el hombre puede curarse. Y el libro de la Sabiduría dice: "las criaturas del mundo son saludables" (1, 14). Y finalmente, el último punto, el hombre no sólo se puede curar, está curado de hecho. Dios ha introducido la curación. Ha entrado personalmente en la historia. A la permanente fuente del mal ha opuesto una fuente de puro bien. Cristo crucificado y resucitado, nuevo Adán, opone al río sucio del mal un río de luz. Y este río está presente en la historia: vemos a los santos, los grandes santos pero también los santos humildes, los simples fieles. Vemos que el río de luz que procede de Cristo está presente, es fuerte.
Hermanos y hermanas, es tiempo de Adviento. En el lenguaje de la Iglesia la palabra Adviento tiene dos significados: presencia y espera. Presencia: la luz está presente, Cristo es el nuevo Adán, está con nosotros y en medio de nosotros. Ya brilla la luz y debemos abrir los ojos del corazón para verla y para introducirnos en el río de la luz. Sobre todo, estar agradecidos al hecho de que Dios mismo ha entrado en la historia como nueva fuente de bien. Pero Adviento quiere decir también espera. La noche oscura del mal es aún fuerte. Y por ello rezamos en Adviento [...]: ven Jesús; ven, da fuerza a la luz y al bien; ven donde domina la mentira, la ignorancia de Dios, la violencia, la injusticia; ven, Señor Jesús, da fuerza al bien en el mundo y ayúdanos a ser portadores de tu luz, operadores de la paz, testigos de la verdad. ¡Ven Señor Jesús!
[1] Salmo 8, 6-7.
[2] Cfr. Génesis 1 y Génesis 2, 17.
[3] Cfr. Isaías 65 16-25
[4] Apocalipsis 22, 3-5.
[5] Apocalipsis 21, 3-5
10 de mayo de 2009
Posturas ante la fe; la parábola de La Isla Misteriosa II
En la introducción del tomo II del libro “Literatura del siglo XX y cristianismo” de Charles Moeller, Editorial Gredos, leo una introducción esclarecedora sobre las diferentes posturas que los seres humanos podemos tomar ante Dios, basándose en una comparación con la novela de Julio Verne “La isla misteriosa”. La reproduzco en el blog en dos entregas de las que esta es la segunda.
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V. LOS TRES ASPECTOS DEL ACTO DE FE
Con pena he de dejar a Julio Verne para llegar al objeto concreto de este libro. Es necesario emplear palabras sabias y distinciones complejas; es preciso ponerse la pesada armadura de Saúl para hacer frente al Goliat de la incredulidad. Hay que hacer un poco de teología.
¿Qué es pues, la virtud teologal de la fe, que nos hace adherirnos con certeza a la Palabra de Dios propuesta por la Iglesia? La vida en la fe aparece, sin duda, en el testimonio de los santos (y hay muchos santos en este siglo. por ejemplo, los mártires que mueren por Cristo, bastante cerca, por cierto, de la Europa del Pacto del Atlántico); pero no es precisamente esto lo que preocupa a nuestros contemporáneos, muchos de los cuales dicen: estos santos tienen fe; pero nosotros no tenemos fe o no estamos seguros de tenerla. ¿Cómo llegar a la fe? ¿Cómo volver a encontrarla y consolidarla?
Así pues, lo que preocupa sobre todo al hombre de la calle es el problema del acto de fe, por cuya virtud el hombre se obliga y compromete todo él, en cuerpo y alma, bajo la garantía del testimonio divino. No se trata de un gesto hecho de una vez por todas en el pasado, sino de un compromiso que hay que renovar todos los días, ya que todos los días hay que renovar el acto de fe; y esto, no sólo de palabra, con la fórmula ad hoc, sino de todo corazón.
La teología responde que la fe es sobrenatural, libre y razonable. La fe es sobrenatural, porque todo a lo largo del camino, desde el principio al fin, es llamada de Dios que solicita al hombre, le sostiene y le hace llegar a la fe. Es libre, porque sin el consentimiento de la voluntad, todo el océano de la divinidad no lograría a franquear el umbral de nuestro tabernáculo interior. En fin, es razonable, porque todo a lo largo del camino, desde su comienzo a su final, el acto de fe es una actividad eminentemente digna de la inteligencia humana.
Estos tres aspectos son complementarios: se sostienen mutuamente, se implican continuamente y la vida de fe consiste, entre otras cosas, el mantener vivo el equilibro de los tres polos ente los que oscila la fe, como en un campo de fuerzas eléctricas.
VI. LOS TRES ASPECTOS DE LA FE, Y EL ATEISMO
Para los no cristianos, estos tres aspectos de la fe no son más que tres facetas del mismo absurdo. El hombre moderno abriga la pretensión de construir un humanismo que prescinda de Dios.
Lo sobrenatural de la fe no puede ser más que una “enajenación” de la dignidad humana. No dejan de repetir que las “iglesias” han explotado ya suficientemente al hombre, engañándole con el espejuelo de la eternidad. La religión es el “opio del pueblo”.
El existencialismo ateo no puede admitir tampoco que la religión sea libre, y por la misma razón: el hombre es un ser solitario y abandonado; su única dignidad reside en su libertad; cierto que esta libertad no sirve “para nada”, pero es. Y he aquí que le reclaman al hombre esta libertad; ¿En nombre de qué?
En nombre de una cosa absolutamente irrazonable, afirma el existencialismo. No hay verdad objetiva, sino sólo valores que el hombre crea con su propia libertad. Admitir que la absurdidad de este mundo sea el revés de un mundo trascendente, “creer porque es absurdo”, es perpetrar el suicidio del espíritu, mucho más grave que el del cuerpo. En todo caso, es detestar al mundo.
Lo que más echan en cara los ateos modernos a la fe, es la “facilidad” que esa fe concedería a los que la admiten. En tiempos pasados tildaban a la fe de ser grave y lúgubre; ahora, es al revés; los hombres serios, graves, trágicos, están del lado del ateismo: los vividores, los cobardes son aquellos que “se apoyan y remiten a Dios” en lo que llaman lo esencial, no siendo más que un pretexto para desertar.
Jamás se han hecho afirmaciones en tono tan categórico; nunca se ha proclamado con más audacia que hoy este evangelio al revés. Ello prueba al menos una cosa: los ateos modernos están obsesionados por “el cadáver dentro de casa”.
VII. LOS TRES ASPECTOS DE LA FE Y LOS CRISTIANOS
¿Tienen todavía fe los cristianos? Se ha hablado de la “incredulidad de los creyentes” y de su “mala conciencia”. Simone de Beauvoir ha dicho que los sacerdotes no predican ya sobre el infierno “porque ellos mismos han dejado de creer en él”. Esto es juzgar un poco a la ligera; pero yo me pregunto si la fe viva de algunos cristianos va más allá de un deísmo abstracto, apoyado en una moral que aceptan a regañadientes y en un orden social por el que sólo se interesan cuando lo ven amenazado...
Es necesario (una vez más) volver a las fuentes y preguntarse que piensa el promedio de los cristianos acerca de estos tres aspectos. La fe es sobrenatural, es decir, nos introduce en una verdad trascendental y única, la verdad de Jesús. Estoy espantado del relativismo dogmático que fascina a algunos creyentes. [...] Le fe es sobrenatural, lo que quiere decir que hay que tomar al Dios revelado como centro y no al hombre, por muy apoyado que se sienta en el en el entusiasmo más ardiente por los “valores” cristianos: no puedo menos que sentirme perplejo ante el naturalismo de algunos. La fe es sobrenatural, es decir, se inserta armoniosamente en una naturaleza “a la que perfecciona sin destruirla”: me siento preocupado ante otra desviación del espíritu cristiano, el sobrenaturalismo. Dios, ¿para qué?, preguntan algunos escritores; separemos los “acontecimientos” y “la fe”, pues la coyuntura temporal ha de servirse por medios temporales, al tiempo que la fe es negocio puramente interior entre Dios y el alma.
La fe es libre: muchos creyentes tienen la impresión de lo contrario; abrigan el sentimiento de estar continuamente atados por preceptos, entorpecidos por voces alertadoras y prohibitivas; tienen la impresión de que se les hostiga y acorrala sin darles punto de reposo. La Iglesia aparece a sus ojos como la ciudadela de esas prohibiciones. Según el pensar de muchas personas, el católico es el que no puede...hacer esto, pensar aquello, participar en lo de más allá. ¿Cómo hablar todavía de la libertad de la fe? ¿Cómo tomar en serio la afirmación de san Pablo acerca de “la libertad que Cristo nos ha otorgado”? Muchos, demasiados, católicos permanecen menores de edad en materia religiosa; lo son el domingo, al oír a su párroco (aunque, como es sabido, se compensan durante la semana); lo son cada vez que intentan penetrar en el dominio del pensamiento o de las responsabilidades cristianas: con razón o sin ella, se sienten intrusos, “de más para la eternidad”.
En fin, ¿están convencidos todos los cristianos de que su fe es razonable? Lo dudo; algunos no se atreven a mirar este problema cara a cara, viven con el espíritu recubierto de una capa de polvo de objeciones mal digeridas y de oscuridades mal aclaradas. Y estas objeciones y esas oscuridades versan sobre detalles cómicamente secundarios a veces, pero también, y ello es ya más grave, sobre puntos esenciales: la divinidad de Jesús, la resurrección de la carne. En todo caso, muchos se sienten incómodos. Entonces se limitan a la “fe confianza” o a la fe del carbonero. Es el fideísmo, más extendido de lo que se cree. Cierto que mejor es esto que nada; pero una fe basada casi exclusivamente en el sentimiento y en el hábito no puede informar la vida de un hombre. Ahí radica la falta de gallardía de muchos cristianos.
VIII. BAJADA DE LA FE EN LA MASA DE LOS CRITIANOS
El malestar de muchos cristianos ante la libertad, la sobrenaturalidad y la razonabilidad de la fe, proviene, en la inmensa mayoría, de una baja de fervor religioso. Cierto que el tiempo de los grandes congresos de Acción Católica ha pasado, pues hoy se trabaja en profundidad; pero la audacia de afirmarse, ha pasado también. Hay demasiados católicos “del domingo”.
No olvidaré fácilmente la respuesta que me dio un joven de quince años, por otra parte encantador y amable, educado y todo... Le dije, al pasar, que al día siguiente era la fiesta del Santísimo; como se sabe, cae siempre en jueves; por tanto, no es obligatoria. Y añadí, volviéndome hacia él, que haría bien en ir a misa ese día (pues le conozco lo suficiente para permitirme darle tal consejo). Me respondió: ¿hay obligación de oír misa mañana? [...] Como he dicho, el muchacho era bueno; sólo que había sido formado en una piedad “del domingo”. Quizá si yo le hubiese dicho más claramente que fuese a comulgar, habría comprendido mejor, que no se trataba de una obligación, sino de un consejo fraternal ¿No es harto frecuente tropezar con jóvenes como éste?
Quien más quien menos, todos hemos encontrado jóvenes de una piedad ferviente y fresca, sin pizca de gazmoñería; comulgan y confiesan entre semana, hacen deporte... Ahora bien; rara vez se plantean el problema de la vocación religiosa, o lo resuelven negativamente. La crisis de vocaciones [...] es un hecho palpable que pone de manifiesto una disminución de la fe sobrenatural, pues estos mismos jóvenes siguen siendo excelentes cristianos; sólo que no piensan en ser sacerdotes, porque, instintivamente, creen más en los valores cristianos (que existen, sin duda alguna) que en las verdades sobrenaturales, las únicas en las que puede fundarse una vida religiosa. [...].
[...]
IX. RESURGIMIENTO DE LA FE EN LAS MINORÍAS SELECTAS
En las minorías selectas se produce un retorno a la fe auténtica. Los innumerables “círculos” de cristianos, ya se ocupen de la Biblia, de la liturgia, del apostolado, de la espiritualidad conyugal o de todo lo que se quiera, se caracterizan todos por una sed intensa de formación religiosa y de verdad revelada.
Redescubren la fe sobrenatural, puesto que piden la Palabra de Dios, la liturgia de la Iglesia (por ejemplo, en la Vigilia pascual, que constituyó una verdadera iniciación para quienes participaron en ella), el pensamiento de los Padres. Su fe es digna de la de los primeros cristianos: éstos no tenían, que yo sepa, otro motivo de fe que la certidumbre de la Resurrección de Jesús.
Redescubren la libertad de la fe, ya que quieren obligarse por entero a Cristo, el domingo y entre semana. La voluntad de penetrar la masa para infundir en ella la levadura de Cristo, constituye una característica de las minorías selectas cristianas. Estas minorías son gallardas y fuertes. Saben el riesgo al que se exponen; saben que, humanamente, la fe “no paga”, al menos inmediatamente y, en todo caso a aquéllos que quieren ser pagados en moneda de este mundo. Pero, así y todo, se entregan libremente a Cristo, en un intercambio personal.
Redescubren el carácter razonable de la fe; o por mejor decir, piden que se les ayude a ver mejor este aspecto razonable en sus creencias. Piden luces teológicas a sus pastores que, frecuentemente, no esperan tal petición, antes bien, se quedan al pronto desconcertados, para terminar al fin ganados por este espíritu juvenil de sus ovejas...
X. DIVORCIO ENTRE LAS MINORIAS SELECTAS Y LA MASA
El drama radica aquí en el divorcio entre estas minorías y la masa de los cristianos. [...] Parece que sólo aquéllos que tienen el suficiente valor para pensar por cuenta propia, reflexionar, consultar y estudiar llegan, si son leales, a descubrir la verdad de Cristo. La masa, enloquecida por la vida “rápida y angustiada”, abrumada de preocupaciones de “lo material”, fascinada por las carteleras de los cines, las consignas publicitarias, las agencias de propaganda, se deja ir a la deriva. Entre la masa, la parte no creyente, no dispone, para formarse una idea de la fe, más que del espectáculo de los cristianos “del domingo”.
¿Cuál es la explicación de esta evolución contradictoria (una minoría selecta ascendente, una masa a la deriva)? Sencillamente la siguiente: hoy en día no se puede ya descubrir la verdadera faz de la Iglesia, el auténtico cristianismo, más que por el estudio, por la investigación personal. Es imposible descubrir el verdadero cristianismo con sólo contemplar a los cristianos. Los no creyentes con quienes nos codeamos a diario, ¿observan sobre nuestras frentes aquella irradiación de serena alegría que seducía, hace dos mil años, a los paganos del Imperio? ¿Ven brillar n nuestra conducta a aquella caridad fraternal que les hacía exclamar “ved cómo se aman” y les hacía desear formar parte de este hogar?
“He aquí por qué se convierten las minorías selectas: se convierten porque pueden estudiar, reflexionar, consultar los documentos del pasado y descubrir así, bajo la corteza, el calor de la vida de la Iglesia. Pero esto no le es posible hacerlo a la masa: ésta tiene que contentarse con mirar y ver, con mirarnos y vernos a NOSOTROS; y es bien seguro que este espectáculo no la decidirá a los sacrificios impresionantes que exige una conversión, con la ventaja, por todo resultado, de parecérsenos. ¡Qué hermosa sería la Iglesia y que atractiva, si no hubiera cristianos! (L. Evely, Témoignage chértien).
XI. OBJETO DE ESTE LIBRO
Este libro va destinado a los que disponen de tiempo para leer, estudiar y encontrar así la verdadera faz de la Iglesia de Cristo. Si puedo con él llevarles un poco de luz, ayudaré a consolidarse a algunos cristianos; si estos cristianos, como una luz en la montaña, pueden iluminar a su vez a otros, consideraré que mi labor no ha sido baldía.
Yo creo en el poder de las verdades que se transmiten de boca en boca y de corazón a corazón. Basándome en el testimonio de autores modernos, confío en despertar en mis hermanos en humanidad el interés por estas verdades y llevarles a cobrar una conciencia más clara y más íntima de los fundamentos de su fe.
XII. EL MÉTODO DE ESTE LIBRO
[...]
XIII. EL CENTRO DE ESTE LIBRO
“ ‘¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?’. pregunta Jesús. Los discípulos respondieron: ‘Unos que Juan el Bautista, otros Elías, otros Jeremías o alguno de los profetas’. ‘Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?’, les dice. Entonces, Simón Pedro, tomando la palabra, respondió: ‘¡Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo!’ Jesús, tomando la palabra, le dijo: ‘Bienaventurado tú, Simón, hijo de Juan, porque ni la carne ni la sangre te han revelado esto, sino mi Padre, que está en los cielos’”.
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V. LOS TRES ASPECTOS DEL ACTO DE FE
Con pena he de dejar a Julio Verne para llegar al objeto concreto de este libro. Es necesario emplear palabras sabias y distinciones complejas; es preciso ponerse la pesada armadura de Saúl para hacer frente al Goliat de la incredulidad. Hay que hacer un poco de teología.
¿Qué es pues, la virtud teologal de la fe, que nos hace adherirnos con certeza a la Palabra de Dios propuesta por la Iglesia? La vida en la fe aparece, sin duda, en el testimonio de los santos (y hay muchos santos en este siglo. por ejemplo, los mártires que mueren por Cristo, bastante cerca, por cierto, de la Europa del Pacto del Atlántico); pero no es precisamente esto lo que preocupa a nuestros contemporáneos, muchos de los cuales dicen: estos santos tienen fe; pero nosotros no tenemos fe o no estamos seguros de tenerla. ¿Cómo llegar a la fe? ¿Cómo volver a encontrarla y consolidarla?
Así pues, lo que preocupa sobre todo al hombre de la calle es el problema del acto de fe, por cuya virtud el hombre se obliga y compromete todo él, en cuerpo y alma, bajo la garantía del testimonio divino. No se trata de un gesto hecho de una vez por todas en el pasado, sino de un compromiso que hay que renovar todos los días, ya que todos los días hay que renovar el acto de fe; y esto, no sólo de palabra, con la fórmula ad hoc, sino de todo corazón.
La teología responde que la fe es sobrenatural, libre y razonable. La fe es sobrenatural, porque todo a lo largo del camino, desde el principio al fin, es llamada de Dios que solicita al hombre, le sostiene y le hace llegar a la fe. Es libre, porque sin el consentimiento de la voluntad, todo el océano de la divinidad no lograría a franquear el umbral de nuestro tabernáculo interior. En fin, es razonable, porque todo a lo largo del camino, desde su comienzo a su final, el acto de fe es una actividad eminentemente digna de la inteligencia humana.
Estos tres aspectos son complementarios: se sostienen mutuamente, se implican continuamente y la vida de fe consiste, entre otras cosas, el mantener vivo el equilibro de los tres polos ente los que oscila la fe, como en un campo de fuerzas eléctricas.
VI. LOS TRES ASPECTOS DE LA FE, Y EL ATEISMO
Para los no cristianos, estos tres aspectos de la fe no son más que tres facetas del mismo absurdo. El hombre moderno abriga la pretensión de construir un humanismo que prescinda de Dios.
Lo sobrenatural de la fe no puede ser más que una “enajenación” de la dignidad humana. No dejan de repetir que las “iglesias” han explotado ya suficientemente al hombre, engañándole con el espejuelo de la eternidad. La religión es el “opio del pueblo”.
El existencialismo ateo no puede admitir tampoco que la religión sea libre, y por la misma razón: el hombre es un ser solitario y abandonado; su única dignidad reside en su libertad; cierto que esta libertad no sirve “para nada”, pero es. Y he aquí que le reclaman al hombre esta libertad; ¿En nombre de qué?
En nombre de una cosa absolutamente irrazonable, afirma el existencialismo. No hay verdad objetiva, sino sólo valores que el hombre crea con su propia libertad. Admitir que la absurdidad de este mundo sea el revés de un mundo trascendente, “creer porque es absurdo”, es perpetrar el suicidio del espíritu, mucho más grave que el del cuerpo. En todo caso, es detestar al mundo.
Lo que más echan en cara los ateos modernos a la fe, es la “facilidad” que esa fe concedería a los que la admiten. En tiempos pasados tildaban a la fe de ser grave y lúgubre; ahora, es al revés; los hombres serios, graves, trágicos, están del lado del ateismo: los vividores, los cobardes son aquellos que “se apoyan y remiten a Dios” en lo que llaman lo esencial, no siendo más que un pretexto para desertar.
Jamás se han hecho afirmaciones en tono tan categórico; nunca se ha proclamado con más audacia que hoy este evangelio al revés. Ello prueba al menos una cosa: los ateos modernos están obsesionados por “el cadáver dentro de casa”.
VII. LOS TRES ASPECTOS DE LA FE Y LOS CRISTIANOS
¿Tienen todavía fe los cristianos? Se ha hablado de la “incredulidad de los creyentes” y de su “mala conciencia”. Simone de Beauvoir ha dicho que los sacerdotes no predican ya sobre el infierno “porque ellos mismos han dejado de creer en él”. Esto es juzgar un poco a la ligera; pero yo me pregunto si la fe viva de algunos cristianos va más allá de un deísmo abstracto, apoyado en una moral que aceptan a regañadientes y en un orden social por el que sólo se interesan cuando lo ven amenazado...
Es necesario (una vez más) volver a las fuentes y preguntarse que piensa el promedio de los cristianos acerca de estos tres aspectos. La fe es sobrenatural, es decir, nos introduce en una verdad trascendental y única, la verdad de Jesús. Estoy espantado del relativismo dogmático que fascina a algunos creyentes. [...] Le fe es sobrenatural, lo que quiere decir que hay que tomar al Dios revelado como centro y no al hombre, por muy apoyado que se sienta en el en el entusiasmo más ardiente por los “valores” cristianos: no puedo menos que sentirme perplejo ante el naturalismo de algunos. La fe es sobrenatural, es decir, se inserta armoniosamente en una naturaleza “a la que perfecciona sin destruirla”: me siento preocupado ante otra desviación del espíritu cristiano, el sobrenaturalismo. Dios, ¿para qué?, preguntan algunos escritores; separemos los “acontecimientos” y “la fe”, pues la coyuntura temporal ha de servirse por medios temporales, al tiempo que la fe es negocio puramente interior entre Dios y el alma.
La fe es libre: muchos creyentes tienen la impresión de lo contrario; abrigan el sentimiento de estar continuamente atados por preceptos, entorpecidos por voces alertadoras y prohibitivas; tienen la impresión de que se les hostiga y acorrala sin darles punto de reposo. La Iglesia aparece a sus ojos como la ciudadela de esas prohibiciones. Según el pensar de muchas personas, el católico es el que no puede...hacer esto, pensar aquello, participar en lo de más allá. ¿Cómo hablar todavía de la libertad de la fe? ¿Cómo tomar en serio la afirmación de san Pablo acerca de “la libertad que Cristo nos ha otorgado”? Muchos, demasiados, católicos permanecen menores de edad en materia religiosa; lo son el domingo, al oír a su párroco (aunque, como es sabido, se compensan durante la semana); lo son cada vez que intentan penetrar en el dominio del pensamiento o de las responsabilidades cristianas: con razón o sin ella, se sienten intrusos, “de más para la eternidad”.
En fin, ¿están convencidos todos los cristianos de que su fe es razonable? Lo dudo; algunos no se atreven a mirar este problema cara a cara, viven con el espíritu recubierto de una capa de polvo de objeciones mal digeridas y de oscuridades mal aclaradas. Y estas objeciones y esas oscuridades versan sobre detalles cómicamente secundarios a veces, pero también, y ello es ya más grave, sobre puntos esenciales: la divinidad de Jesús, la resurrección de la carne. En todo caso, muchos se sienten incómodos. Entonces se limitan a la “fe confianza” o a la fe del carbonero. Es el fideísmo, más extendido de lo que se cree. Cierto que mejor es esto que nada; pero una fe basada casi exclusivamente en el sentimiento y en el hábito no puede informar la vida de un hombre. Ahí radica la falta de gallardía de muchos cristianos.
VIII. BAJADA DE LA FE EN LA MASA DE LOS CRITIANOS
El malestar de muchos cristianos ante la libertad, la sobrenaturalidad y la razonabilidad de la fe, proviene, en la inmensa mayoría, de una baja de fervor religioso. Cierto que el tiempo de los grandes congresos de Acción Católica ha pasado, pues hoy se trabaja en profundidad; pero la audacia de afirmarse, ha pasado también. Hay demasiados católicos “del domingo”.
No olvidaré fácilmente la respuesta que me dio un joven de quince años, por otra parte encantador y amable, educado y todo... Le dije, al pasar, que al día siguiente era la fiesta del Santísimo; como se sabe, cae siempre en jueves; por tanto, no es obligatoria. Y añadí, volviéndome hacia él, que haría bien en ir a misa ese día (pues le conozco lo suficiente para permitirme darle tal consejo). Me respondió: ¿hay obligación de oír misa mañana? [...] Como he dicho, el muchacho era bueno; sólo que había sido formado en una piedad “del domingo”. Quizá si yo le hubiese dicho más claramente que fuese a comulgar, habría comprendido mejor, que no se trataba de una obligación, sino de un consejo fraternal ¿No es harto frecuente tropezar con jóvenes como éste?
Quien más quien menos, todos hemos encontrado jóvenes de una piedad ferviente y fresca, sin pizca de gazmoñería; comulgan y confiesan entre semana, hacen deporte... Ahora bien; rara vez se plantean el problema de la vocación religiosa, o lo resuelven negativamente. La crisis de vocaciones [...] es un hecho palpable que pone de manifiesto una disminución de la fe sobrenatural, pues estos mismos jóvenes siguen siendo excelentes cristianos; sólo que no piensan en ser sacerdotes, porque, instintivamente, creen más en los valores cristianos (que existen, sin duda alguna) que en las verdades sobrenaturales, las únicas en las que puede fundarse una vida religiosa. [...].
[...]
IX. RESURGIMIENTO DE LA FE EN LAS MINORÍAS SELECTAS
En las minorías selectas se produce un retorno a la fe auténtica. Los innumerables “círculos” de cristianos, ya se ocupen de la Biblia, de la liturgia, del apostolado, de la espiritualidad conyugal o de todo lo que se quiera, se caracterizan todos por una sed intensa de formación religiosa y de verdad revelada.
Redescubren la fe sobrenatural, puesto que piden la Palabra de Dios, la liturgia de la Iglesia (por ejemplo, en la Vigilia pascual, que constituyó una verdadera iniciación para quienes participaron en ella), el pensamiento de los Padres. Su fe es digna de la de los primeros cristianos: éstos no tenían, que yo sepa, otro motivo de fe que la certidumbre de la Resurrección de Jesús.
Redescubren la libertad de la fe, ya que quieren obligarse por entero a Cristo, el domingo y entre semana. La voluntad de penetrar la masa para infundir en ella la levadura de Cristo, constituye una característica de las minorías selectas cristianas. Estas minorías son gallardas y fuertes. Saben el riesgo al que se exponen; saben que, humanamente, la fe “no paga”, al menos inmediatamente y, en todo caso a aquéllos que quieren ser pagados en moneda de este mundo. Pero, así y todo, se entregan libremente a Cristo, en un intercambio personal.
Redescubren el carácter razonable de la fe; o por mejor decir, piden que se les ayude a ver mejor este aspecto razonable en sus creencias. Piden luces teológicas a sus pastores que, frecuentemente, no esperan tal petición, antes bien, se quedan al pronto desconcertados, para terminar al fin ganados por este espíritu juvenil de sus ovejas...
X. DIVORCIO ENTRE LAS MINORIAS SELECTAS Y LA MASA
El drama radica aquí en el divorcio entre estas minorías y la masa de los cristianos. [...] Parece que sólo aquéllos que tienen el suficiente valor para pensar por cuenta propia, reflexionar, consultar y estudiar llegan, si son leales, a descubrir la verdad de Cristo. La masa, enloquecida por la vida “rápida y angustiada”, abrumada de preocupaciones de “lo material”, fascinada por las carteleras de los cines, las consignas publicitarias, las agencias de propaganda, se deja ir a la deriva. Entre la masa, la parte no creyente, no dispone, para formarse una idea de la fe, más que del espectáculo de los cristianos “del domingo”.
¿Cuál es la explicación de esta evolución contradictoria (una minoría selecta ascendente, una masa a la deriva)? Sencillamente la siguiente: hoy en día no se puede ya descubrir la verdadera faz de la Iglesia, el auténtico cristianismo, más que por el estudio, por la investigación personal. Es imposible descubrir el verdadero cristianismo con sólo contemplar a los cristianos. Los no creyentes con quienes nos codeamos a diario, ¿observan sobre nuestras frentes aquella irradiación de serena alegría que seducía, hace dos mil años, a los paganos del Imperio? ¿Ven brillar n nuestra conducta a aquella caridad fraternal que les hacía exclamar “ved cómo se aman” y les hacía desear formar parte de este hogar?
“He aquí por qué se convierten las minorías selectas: se convierten porque pueden estudiar, reflexionar, consultar los documentos del pasado y descubrir así, bajo la corteza, el calor de la vida de la Iglesia. Pero esto no le es posible hacerlo a la masa: ésta tiene que contentarse con mirar y ver, con mirarnos y vernos a NOSOTROS; y es bien seguro que este espectáculo no la decidirá a los sacrificios impresionantes que exige una conversión, con la ventaja, por todo resultado, de parecérsenos. ¡Qué hermosa sería la Iglesia y que atractiva, si no hubiera cristianos! (L. Evely, Témoignage chértien).
XI. OBJETO DE ESTE LIBRO
Este libro va destinado a los que disponen de tiempo para leer, estudiar y encontrar así la verdadera faz de la Iglesia de Cristo. Si puedo con él llevarles un poco de luz, ayudaré a consolidarse a algunos cristianos; si estos cristianos, como una luz en la montaña, pueden iluminar a su vez a otros, consideraré que mi labor no ha sido baldía.
Yo creo en el poder de las verdades que se transmiten de boca en boca y de corazón a corazón. Basándome en el testimonio de autores modernos, confío en despertar en mis hermanos en humanidad el interés por estas verdades y llevarles a cobrar una conciencia más clara y más íntima de los fundamentos de su fe.
XII. EL MÉTODO DE ESTE LIBRO
[...]
XIII. EL CENTRO DE ESTE LIBRO
“ ‘¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?’. pregunta Jesús. Los discípulos respondieron: ‘Unos que Juan el Bautista, otros Elías, otros Jeremías o alguno de los profetas’. ‘Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?’, les dice. Entonces, Simón Pedro, tomando la palabra, respondió: ‘¡Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo!’ Jesús, tomando la palabra, le dijo: ‘Bienaventurado tú, Simón, hijo de Juan, porque ni la carne ni la sangre te han revelado esto, sino mi Padre, que está en los cielos’”.
3 de mayo de 2009
Inmensidad del universo, pequeñez del hombre, amor de Dios
Tomás Alfaro Drake
“Vivimos en un universo demasiado armonioso, magnífico y abrumador para pensar que sólo es una casualidad”.
Hace poco leí esta frase en el libro “Martes con mi viejo profesor” de Mitch Albom. Fue pronunciada por el viejo profesor, Morrie Schwartz, ya cerca de la muerte a manos de una de las enfermedades más terribles que pueda haber, el ELA. La Esclerosis Lateral Amiotrófica afecta a las neuronas motoras y hace que el que la sufre pierda paulatinamente la movilidad, empezando por las piernas, hasta llegar, en unos dos o tres años, a los músculos respiratorios. Entonces el enfermo muere de anoxia. En todo ese proceso la mente del enfermo se mantiene completamente lúcida. Esa era la enfermedad del viejo profesor y en ese contexto, próximo ya del final, fue pronunciada esta frase. Porque el libro de Albom es una historia real. El autor puntualiza después de la frase: “¡Qué expresión para un antiguo agnóstico!”
Realmente es así; el universo es demasiado armonioso, magnífico y abrumador para pensar que es sólo fruto del azar. No puede no haber una intención detrás.
Y en ese universo estamos los seres humanos. Pequeñas motas de polvo perdidas en un planeta que se nutre de una estrella más bien mediocre que está en una galaxia con cientos de miles de millones de estrellas, que a su vez es una entre cientos de miles de millones de galaxias. Uno entiende entonces la asombrada expresión del salmista cuando dice maravillado al autor de esa “casualidad”:
“Al ver el cielo, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que has creado;
¿qué es el hombre para que te acuerdes de él,
el ser humano para que de él te cuides?[1]”
Efectivamente el hombre es un ser pequeño y miserable dentro de ese cosmos. Sólo tiene una grandeza, que, desde luego, no proviene de él mismo. Esa grandeza es haber sido creado por amor. Todo lo demás es miseria y pequeñez. Pero esa grandeza es inmensa. Creado por amor gratuito para, a su vez, poder devolver ese amor a su Creador. Y este universo es, junto con otros, el libro en el que ese Creador ha dejado su legado y su firma.
“Totalmente insensatos son todos los hombres que no han conocido a Dios, los que por los bienes visibles no han descubierto al que es, ni por la consideración de sus obras han conocido al artífice. En cambio tomaron por dioses, rectores del mundo, al fuego, al viento y al aire sutil; a la bóveda estrellada, al agua impetuosa y a los luceros del cielo. Pues, si embelesados por su hermosura los tuvieron por dioses, comprendan cuanto más hermoso es el Señor de todo eso, pues fue el mismo autor de la belleza el que lo creó. Y si tal poder y energía los llenó de admiración, entiendan cuánto más poderoso es quien los formó; pues en la grandeza y hermosura de las criaturas se deja ver, por analogía, su Creador. Éstos, con todo, merecen más ligero reproche, porque quizá se extravían buscando a Dios y queriendo hallarlo. Se mueven entre sus obras y las investigan, y quedan seducidos al contemplarlas, ¡tan hermosas son las cosas que contemplamos! De todas formas, ni siquiera éstos son excusables porque, si fueron capaces de escudriñar el universo, ¿cómo no hallaron primero al que es su Señor?[2]”
Esto es lo que les pasa a algunos hombres de hoy día. Ven la armonía del universo y dicen: no hay Dios, todo es fruto del azar. Totalmente insensatos. Y, en contra de lo que muchos de esos hombres creen, la causa de esta insensatez no es la ciencia. Los creadores del método científico, los artífices de la revolución científica –Copérnico, Kepler, Galileo, Newton–, eran profundamente creyentes. Inventaron un método para remontarse de los efectos a las causas materiales, pero jamás negaron que no hubiese otras causas que las naturales. Siempre creyeron que la ciencia tenía unas fronteras más allá de las cuales el método científico se tornaba inútil. Lo mismo opinaban los grandes científicos de la segunda gran revolución científica, en las primeras décadas del siglo XX, la revolución de la relatividad y la física cuántica. Einstein pensaba que “las leyes de la naturaleza manifiestan la existencia de un espíritu enormemente superior a los hombres... frente al cual debemos sentirnos humildes [...] como un niño que entra en una biblioteca inmensa cuyas paredes están cubiertas de libros escritos en muchas lenguas distintas. Entiende que alguien ha de haberlos escrito, pero no sabe ni quién ni cómo. Tampoco comprende los idiomas. Pero observa un orden claro en su clasificación, un plan misterioso que se le escapa, pero que sospecha vagamente. Esa es, en mi opinión, la actitud de la mente humana frente a Dios, incluso la de las personas más inteligentes”. Plank estaba convencido de que “el progreso de la ciencia consiste en el descubrimiento de un nuevo misterio cada vez que se cree haber descubierto una verdad fundamental[...]. La ciencia es incapaz de resolver el misterio último de la naturaleza”. Por su parte, Schrödinger afirmaba que “la imagen científica del mundo es muy deficiente. Proporciona una gran cantidad de información sobre hechos, reduce toda la existencia a un orden maravillosamente consistente, pero guarda un silencio sepulcral sobre [...] todo lo que realmente nos importa. [...]... no sabe nada de lo bello o de lo feo, de lo bueno o de lo malo, de Dios y la eternidad. A veces la ciencia pretende dar una respuesta a estas cuestiones, pero sus respuestas son a menudo tan tontas que nos inclinamos a no tomarlas en serio [...]. La ciencia es incapaz de explicar mínimamente por qué la música puede deleitarnos, o por qué y cómo una antigua canción puede hacer que se nos salten las lágrimas”. ¿Quién ha trastocado lo que era sólo un método de parcelación de la Realidad para mejor buscar en una de las parcelas –buscaremos sólo las causas naturales– en un dogma de fe –sólo lo material existe? ¿De dónde viene entonces el reduccionismo de algunos científicos con orejeras que postulan el dogma de fe de que algún día la ciencia explicará el amor, el heroísmo, la abnegación o el sacrificio por un mero juego de electrones y protones? Creo que de la soberbia encarnada en primera instancia en un filósofo patético del siglo XIX, Auguste Comte, padre del positivismo.
Pero volvamos a la pequeñez del hombre. En el mismo salmo citado hace unas líneas, el salmista, tras preguntarse, asombrado por la pequeñez del hombre, por las razones para que el creador de este magnífico universo se ocupe de él, afirma categóricamente;
“Lo hiciste poco inferior a un dios,
coronándolo de gloria y esplendor;
le diste el dominio sobre la obra de tus dedos,
todo lo pusiste a sus pies[3]”.
La poesía a veces intuye inmediatamente lo que la ciencia y la razón tardan más en ver. No olvidemos que los salmos son, también y además, poesía. Otro poeta, Fernando Pessoa, desde una óptica totalmente distinta de la del salmista, afirma:
“Desde mi aldea veo cuanto desde la tierra se puede ver del universo...
Por eso mi aldea es tan grande como cualquier otra tierra,
porque yo soy del tamaño de lo que veo
y no del tamaño de mi estatura”[4].
Pero si lo que el hombre es capaz de ver con su inteligencia le hace del tamaño del universo, no es gracias a sí mismo sino a un atributo regalado por el creador de ese universo.
La verdad es que los hombres no lo hemos hecho demasiado bien como dominadores de la obra de los dedos del Creador porque, junto a esa armonía del universo, vemos también el desorden, el caos creado por nosotros mismos. Porque Dios, una vez que nos creó libremente, por amor, para que encontrándole le amásemos, tuvo que crearnos libes para que pudiésemos amarle. Efectivamente, sólo los seres libres son capaces de amor. Y el pésimo uso que los seres humanos hacemos de ese don de la libertad, nos lleva a este caos en el que la codicia y el egoísmo crean infiernos. Y le echamos la culpa a Dios de este caos que hemos creado nosotros. Entonces, con una incoherencia proverbial, mientas por un lado hacemos de la libertad el máximo valor, por otro, alzamos el puño irascible hacia Dios pidiéndole que sea un dictador del bien. Y como, afortunadamente, no nos hace caso, pues Él sí toma en serio la libertad que nos ha dado, decimos, con una lógica de parvulitos: ¿Dónde está Dios? No hay Dios.
Sin embargo el hombre, en vez de protestar, siempre puede dejarse amar por ese Dios, que le ama hasta tal punto que, en esa sed de amor, se introduce en la creación, se hace una de sus pequeñas, míseras y amadas criaturas, se deja masacrar por ellas –¡por ellas!– , tan sólo para poder decirles: Yo he sufrido lo que tú has sufrido. Yo he sufrido el caos que tú has creado. Y mirad, si os amáis los unos a los otros como yo os he amado, si me hacéis caso y usáis bien vuestra libertad, vendrá el reino de los cielos a la tierra. Sé que eso es superior a vuestras fuerzas, pero no tengáis miedo, yo he vencido al mundo con mi muerte y resurrección y estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo para daros esa fuerza que necesitáis. Buscadme en la eucaristía que os da la Iglesia[5]. Porque nosotros, pequeños seres humanos, no somos tan pequeños que no podamos, con nuestra inteligencia, única en ese inmenso universo, leer en el libro de ese armonioso, magnífico y abrumador universo y encontrarle.
Y tras encontrarle, dejarnos conquistar por ese amor demostrado en la naturaleza y en la historia. Y, conquistados, repartir ese amor entre nuestros hermanos, los hombres, desde los más próximos a los más lejanos, desde los conocidos hasta los desconocidos, desde los que nos aman hasta los que nos odian, haciendo que nuestro amor sea como el de ese Dios, “Padre celestial que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos[6]”. Podemos así, ser capaces de ver en cada ser humano la inmensa dignidad de ser la maravillosa obra cumbre de ese Dios, adoptado después, en Jesucristo, como su hijo y con una dignidad más allá de todo lo imaginable, independiente de lo que parezca ser por culpa del caos creado por nosotros mismos. A veces, en polémicas con no creyentes, se tacha a los creyentes de soberbios, por creerse la cumbre de la creación. Pero, ¿es soberbia creer que Alguien te ha dado un regalo inmerecido? ¿Es soberbia aceptar alegre y agradecidamente esa deuda que sabemos que nunca podremos pagar? ¿No es más soberbio querer creer, contra la evidencia del manifiesto orden del universo, que somos fruto de un azar ciego y que, de esta forma, nadie nos ha dado nada y no estamos, por tanto, en deuda con nadie ni tenemos nada que agradecer a nadie? Quienes así obran se parecen a un patético adolescente, rebelde sin causa, que se va de la casa paterna mientras usa la cuenta corriente que su propio padre se encarga de proveer de fondos, creyendo que esos fondos vienen de algún ciego azar, de errores repetidos cada primero de mes por entes anónimos.
Pero, si nos dejamos convertir por ese Dios en sus instrumentos, podremos aportar nuestro granito de arena en la construcción de la civilización de la justicia, del amor y la paz entre el estiércol de la civilización del egoísmo y de la muerte. ¿Merece la pena investigar si eso, que nadie más, salvo Jesucristo, ha hecho o dicho en la historia es verdad? ¿Hay gente que adhiriéndose a Él hace el mundo mejor a su alrededor? ¿Buscamos como el viejo profesor o seguimos protestando como adolescentes contra Dios perpetuamente instalados en la insatisfacción? ¿Analizamos con nuestra razón, libre de prejuicios, si esa respuesta –Dios hecho hombre– es válida y actuamos en consecuencia con nuestras conclusiones? ¿O es, tal vez, más racional anatemizar con viejos tópicos y recetas inútiles a los que intentan vivir esa adhesión? ¿Nos fijaremos en este caos del mundo como algo lejano y de lo que sólo cabe quejarse o nos daremos cuenta de que este caos es un reflejo amplificado de lo que hacemos con nuestra vida personal, familiar y profesional? ¿Pediremos a ese Dios que nos ha hecho libres que nos ayude a usar bien de nuestra libertad o seguiremos usándola de forma irresponsable? Esa es la responsabilidad de cada uno de los seres humanos. La tuya y la mía. "Buscad y encontraréis", nos ha sido dicho. Espero intentar en este blog, poco a poco, sin un ritmo determinado, hacer un análisis racional y libre de prejuicios sobre algunas de las cuestiones anteriores.
[1] Salmo 8, 4-5
[2] Sabiduría 13, 1-9
[3] Salmo 8, 6-7.
[4] Fernando Pessoa. (como Alberto Caeiro). El guardador de rebaños, VII
[5] Aunque está en cursiva, no es una cita de ningún texto.
[6] Mateo, 5, 45
“Vivimos en un universo demasiado armonioso, magnífico y abrumador para pensar que sólo es una casualidad”.
Hace poco leí esta frase en el libro “Martes con mi viejo profesor” de Mitch Albom. Fue pronunciada por el viejo profesor, Morrie Schwartz, ya cerca de la muerte a manos de una de las enfermedades más terribles que pueda haber, el ELA. La Esclerosis Lateral Amiotrófica afecta a las neuronas motoras y hace que el que la sufre pierda paulatinamente la movilidad, empezando por las piernas, hasta llegar, en unos dos o tres años, a los músculos respiratorios. Entonces el enfermo muere de anoxia. En todo ese proceso la mente del enfermo se mantiene completamente lúcida. Esa era la enfermedad del viejo profesor y en ese contexto, próximo ya del final, fue pronunciada esta frase. Porque el libro de Albom es una historia real. El autor puntualiza después de la frase: “¡Qué expresión para un antiguo agnóstico!”
Realmente es así; el universo es demasiado armonioso, magnífico y abrumador para pensar que es sólo fruto del azar. No puede no haber una intención detrás.
Y en ese universo estamos los seres humanos. Pequeñas motas de polvo perdidas en un planeta que se nutre de una estrella más bien mediocre que está en una galaxia con cientos de miles de millones de estrellas, que a su vez es una entre cientos de miles de millones de galaxias. Uno entiende entonces la asombrada expresión del salmista cuando dice maravillado al autor de esa “casualidad”:
“Al ver el cielo, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que has creado;
¿qué es el hombre para que te acuerdes de él,
el ser humano para que de él te cuides?[1]”
Efectivamente el hombre es un ser pequeño y miserable dentro de ese cosmos. Sólo tiene una grandeza, que, desde luego, no proviene de él mismo. Esa grandeza es haber sido creado por amor. Todo lo demás es miseria y pequeñez. Pero esa grandeza es inmensa. Creado por amor gratuito para, a su vez, poder devolver ese amor a su Creador. Y este universo es, junto con otros, el libro en el que ese Creador ha dejado su legado y su firma.
“Totalmente insensatos son todos los hombres que no han conocido a Dios, los que por los bienes visibles no han descubierto al que es, ni por la consideración de sus obras han conocido al artífice. En cambio tomaron por dioses, rectores del mundo, al fuego, al viento y al aire sutil; a la bóveda estrellada, al agua impetuosa y a los luceros del cielo. Pues, si embelesados por su hermosura los tuvieron por dioses, comprendan cuanto más hermoso es el Señor de todo eso, pues fue el mismo autor de la belleza el que lo creó. Y si tal poder y energía los llenó de admiración, entiendan cuánto más poderoso es quien los formó; pues en la grandeza y hermosura de las criaturas se deja ver, por analogía, su Creador. Éstos, con todo, merecen más ligero reproche, porque quizá se extravían buscando a Dios y queriendo hallarlo. Se mueven entre sus obras y las investigan, y quedan seducidos al contemplarlas, ¡tan hermosas son las cosas que contemplamos! De todas formas, ni siquiera éstos son excusables porque, si fueron capaces de escudriñar el universo, ¿cómo no hallaron primero al que es su Señor?[2]”
Esto es lo que les pasa a algunos hombres de hoy día. Ven la armonía del universo y dicen: no hay Dios, todo es fruto del azar. Totalmente insensatos. Y, en contra de lo que muchos de esos hombres creen, la causa de esta insensatez no es la ciencia. Los creadores del método científico, los artífices de la revolución científica –Copérnico, Kepler, Galileo, Newton–, eran profundamente creyentes. Inventaron un método para remontarse de los efectos a las causas materiales, pero jamás negaron que no hubiese otras causas que las naturales. Siempre creyeron que la ciencia tenía unas fronteras más allá de las cuales el método científico se tornaba inútil. Lo mismo opinaban los grandes científicos de la segunda gran revolución científica, en las primeras décadas del siglo XX, la revolución de la relatividad y la física cuántica. Einstein pensaba que “las leyes de la naturaleza manifiestan la existencia de un espíritu enormemente superior a los hombres... frente al cual debemos sentirnos humildes [...] como un niño que entra en una biblioteca inmensa cuyas paredes están cubiertas de libros escritos en muchas lenguas distintas. Entiende que alguien ha de haberlos escrito, pero no sabe ni quién ni cómo. Tampoco comprende los idiomas. Pero observa un orden claro en su clasificación, un plan misterioso que se le escapa, pero que sospecha vagamente. Esa es, en mi opinión, la actitud de la mente humana frente a Dios, incluso la de las personas más inteligentes”. Plank estaba convencido de que “el progreso de la ciencia consiste en el descubrimiento de un nuevo misterio cada vez que se cree haber descubierto una verdad fundamental[...]. La ciencia es incapaz de resolver el misterio último de la naturaleza”. Por su parte, Schrödinger afirmaba que “la imagen científica del mundo es muy deficiente. Proporciona una gran cantidad de información sobre hechos, reduce toda la existencia a un orden maravillosamente consistente, pero guarda un silencio sepulcral sobre [...] todo lo que realmente nos importa. [...]... no sabe nada de lo bello o de lo feo, de lo bueno o de lo malo, de Dios y la eternidad. A veces la ciencia pretende dar una respuesta a estas cuestiones, pero sus respuestas son a menudo tan tontas que nos inclinamos a no tomarlas en serio [...]. La ciencia es incapaz de explicar mínimamente por qué la música puede deleitarnos, o por qué y cómo una antigua canción puede hacer que se nos salten las lágrimas”. ¿Quién ha trastocado lo que era sólo un método de parcelación de la Realidad para mejor buscar en una de las parcelas –buscaremos sólo las causas naturales– en un dogma de fe –sólo lo material existe? ¿De dónde viene entonces el reduccionismo de algunos científicos con orejeras que postulan el dogma de fe de que algún día la ciencia explicará el amor, el heroísmo, la abnegación o el sacrificio por un mero juego de electrones y protones? Creo que de la soberbia encarnada en primera instancia en un filósofo patético del siglo XIX, Auguste Comte, padre del positivismo.
Pero volvamos a la pequeñez del hombre. En el mismo salmo citado hace unas líneas, el salmista, tras preguntarse, asombrado por la pequeñez del hombre, por las razones para que el creador de este magnífico universo se ocupe de él, afirma categóricamente;
“Lo hiciste poco inferior a un dios,
coronándolo de gloria y esplendor;
le diste el dominio sobre la obra de tus dedos,
todo lo pusiste a sus pies[3]”.
La poesía a veces intuye inmediatamente lo que la ciencia y la razón tardan más en ver. No olvidemos que los salmos son, también y además, poesía. Otro poeta, Fernando Pessoa, desde una óptica totalmente distinta de la del salmista, afirma:
“Desde mi aldea veo cuanto desde la tierra se puede ver del universo...
Por eso mi aldea es tan grande como cualquier otra tierra,
porque yo soy del tamaño de lo que veo
y no del tamaño de mi estatura”[4].
Pero si lo que el hombre es capaz de ver con su inteligencia le hace del tamaño del universo, no es gracias a sí mismo sino a un atributo regalado por el creador de ese universo.
La verdad es que los hombres no lo hemos hecho demasiado bien como dominadores de la obra de los dedos del Creador porque, junto a esa armonía del universo, vemos también el desorden, el caos creado por nosotros mismos. Porque Dios, una vez que nos creó libremente, por amor, para que encontrándole le amásemos, tuvo que crearnos libes para que pudiésemos amarle. Efectivamente, sólo los seres libres son capaces de amor. Y el pésimo uso que los seres humanos hacemos de ese don de la libertad, nos lleva a este caos en el que la codicia y el egoísmo crean infiernos. Y le echamos la culpa a Dios de este caos que hemos creado nosotros. Entonces, con una incoherencia proverbial, mientas por un lado hacemos de la libertad el máximo valor, por otro, alzamos el puño irascible hacia Dios pidiéndole que sea un dictador del bien. Y como, afortunadamente, no nos hace caso, pues Él sí toma en serio la libertad que nos ha dado, decimos, con una lógica de parvulitos: ¿Dónde está Dios? No hay Dios.
Sin embargo el hombre, en vez de protestar, siempre puede dejarse amar por ese Dios, que le ama hasta tal punto que, en esa sed de amor, se introduce en la creación, se hace una de sus pequeñas, míseras y amadas criaturas, se deja masacrar por ellas –¡por ellas!– , tan sólo para poder decirles: Yo he sufrido lo que tú has sufrido. Yo he sufrido el caos que tú has creado. Y mirad, si os amáis los unos a los otros como yo os he amado, si me hacéis caso y usáis bien vuestra libertad, vendrá el reino de los cielos a la tierra. Sé que eso es superior a vuestras fuerzas, pero no tengáis miedo, yo he vencido al mundo con mi muerte y resurrección y estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo para daros esa fuerza que necesitáis. Buscadme en la eucaristía que os da la Iglesia[5]. Porque nosotros, pequeños seres humanos, no somos tan pequeños que no podamos, con nuestra inteligencia, única en ese inmenso universo, leer en el libro de ese armonioso, magnífico y abrumador universo y encontrarle.
Y tras encontrarle, dejarnos conquistar por ese amor demostrado en la naturaleza y en la historia. Y, conquistados, repartir ese amor entre nuestros hermanos, los hombres, desde los más próximos a los más lejanos, desde los conocidos hasta los desconocidos, desde los que nos aman hasta los que nos odian, haciendo que nuestro amor sea como el de ese Dios, “Padre celestial que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos[6]”. Podemos así, ser capaces de ver en cada ser humano la inmensa dignidad de ser la maravillosa obra cumbre de ese Dios, adoptado después, en Jesucristo, como su hijo y con una dignidad más allá de todo lo imaginable, independiente de lo que parezca ser por culpa del caos creado por nosotros mismos. A veces, en polémicas con no creyentes, se tacha a los creyentes de soberbios, por creerse la cumbre de la creación. Pero, ¿es soberbia creer que Alguien te ha dado un regalo inmerecido? ¿Es soberbia aceptar alegre y agradecidamente esa deuda que sabemos que nunca podremos pagar? ¿No es más soberbio querer creer, contra la evidencia del manifiesto orden del universo, que somos fruto de un azar ciego y que, de esta forma, nadie nos ha dado nada y no estamos, por tanto, en deuda con nadie ni tenemos nada que agradecer a nadie? Quienes así obran se parecen a un patético adolescente, rebelde sin causa, que se va de la casa paterna mientras usa la cuenta corriente que su propio padre se encarga de proveer de fondos, creyendo que esos fondos vienen de algún ciego azar, de errores repetidos cada primero de mes por entes anónimos.
Pero, si nos dejamos convertir por ese Dios en sus instrumentos, podremos aportar nuestro granito de arena en la construcción de la civilización de la justicia, del amor y la paz entre el estiércol de la civilización del egoísmo y de la muerte. ¿Merece la pena investigar si eso, que nadie más, salvo Jesucristo, ha hecho o dicho en la historia es verdad? ¿Hay gente que adhiriéndose a Él hace el mundo mejor a su alrededor? ¿Buscamos como el viejo profesor o seguimos protestando como adolescentes contra Dios perpetuamente instalados en la insatisfacción? ¿Analizamos con nuestra razón, libre de prejuicios, si esa respuesta –Dios hecho hombre– es válida y actuamos en consecuencia con nuestras conclusiones? ¿O es, tal vez, más racional anatemizar con viejos tópicos y recetas inútiles a los que intentan vivir esa adhesión? ¿Nos fijaremos en este caos del mundo como algo lejano y de lo que sólo cabe quejarse o nos daremos cuenta de que este caos es un reflejo amplificado de lo que hacemos con nuestra vida personal, familiar y profesional? ¿Pediremos a ese Dios que nos ha hecho libres que nos ayude a usar bien de nuestra libertad o seguiremos usándola de forma irresponsable? Esa es la responsabilidad de cada uno de los seres humanos. La tuya y la mía. "Buscad y encontraréis", nos ha sido dicho. Espero intentar en este blog, poco a poco, sin un ritmo determinado, hacer un análisis racional y libre de prejuicios sobre algunas de las cuestiones anteriores.
[1] Salmo 8, 4-5
[2] Sabiduría 13, 1-9
[3] Salmo 8, 6-7.
[4] Fernando Pessoa. (como Alberto Caeiro). El guardador de rebaños, VII
[5] Aunque está en cursiva, no es una cita de ningún texto.
[6] Mateo, 5, 45
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