Tomás Alfaro Drake
Esta es la sexta entrega de una serie de entradas bajo el título “Vida y muerte de las civilizaciones en la historia”. Recomiendo a quien empiece a leer esta serie desde aquí, que procure empezar por la entrega I, publicada el 6 de Septiembre
8. La relación entre las Civilizaciones y las Iglesias Universales.
Para los historiadores llamados positivistas, la Historia no tiene ninguna finalidad. Es una mera sucesión de acontecimientos, ligados por una cadena de causas y efectos, sin ningún objetivo ni destino. Pero Toynbee, en todo momento de su obra, parece dar por sentado, sin decirlo expresamente, que la Historia, con mayúscula, sí tiene una finalidad. Y su análisis de los hechos históricos, visto con amplitud cósmica, así parce indicarlo. En la primera parte de “El estudio de la historia”, parece evidente que Toynbee pone esa finalidad en la aparición de civilizaciones. En ese caso, las Iglesias Universales serían como crisálidas que permiten la transición de una civilización madre a otra hija, permitiendo su perfeccionamiento. Pero llegados a un momento de su obra, plantea una cuestión fundamental que afecta de lleno al sentido de la Historia. ¿Es realmente la finalidad de la Historia la producción de civilizaciones o tal vez esa finalidad sea la producción de religiones superiores e Iglesias Universales? En este caso, las civilizaciones no serían más que un medio para ese fin.
Toynbee adopta este segundo punto de vista: el fin de la Historia es la generación de religiones superiores e Iglesias Universales. Se basa para ello en dos observaciones. La primera es la constatación de que la incitación que hace nacer a las Iglesias Universales es de la máxima eterealización posible, ya que se basa en la actitud de transfiguración que aparece en el alma de los habitantes de las civilizaciones en trance de desintegración y ya hemos visto anteriormente cómo para él, la eterealización era síntoma de progreso. La segunda es un análisis profundo que hace, en el que ve cómo muchas de las instituciones que han creado los Estados Universales de las civilizaciones en desintegración para su propio provecho son asumidas por las Iglesias Universales con una facilidad tal, y les dan tal fuerza en su expansión que parecen casi como si hubiesen sido creadas expresamente para que ellas. Esto es lo que hace que Gibbon, en su “Ascenso y caída del Imperio Romano” vea en el cristianismo y la Iglesia un cáncer para dicho Imperio. Pero Toynbee muestra cómo, para distintas civilizaciones –la Helénica entre ellas–, la utilización de esas instituciones del Estado Universal por parte de la Iglesia Universal, lejos de perjudicar a aquél, le revitalizan en buena medida, aunque no lleguen a salvarlo.
Llegados a este punto, Toynbee se pregunta si las civilizaciones son simples preludios de las Iglesias Universales o si las civilizaciones de tercera generación son, más bien, una marcha atrás respecto a las Iglesias Universales aparecidas en el seno de las de segunda generación. Ya hemos visto cómo Toynbee deduce del análisis de los acontecimientos la ley que hemos llamado del desagradecimiento de las civilizaciones de 3ª generación hacia las Iglesias Universales que las han acunado. Esto hace que Toynbee vea en las civilizaciones de 3ª generación una reacción perjudicial contra sus Iglesias Universales, lo que le hace tener una opinión negativa de esas civilizaciones, ya que intentan deseterealizar la respuesta que dan la Iglesias, suponiendo, por tanto, una marcha atrás en el curso de la historia.
Sin embargo, Toynbee no carga sobre las civilizaciones hijas todo el peso de la responsabilidad de este retroceso de los logros de las Iglesias Universales. Ve que en esta marcha atrás hay casi siempre faltas graves por parte de éstas. Estas faltas suelen ser cometidas en busca de respuestas para la nueva civilización, pero suelen torcerse y, persiguiendo buenos fines, los resultados frecuentemente se corrompen. Al peligro que conlleva para la Iglesia Universal este tener que actuar en el mundo con medios humanos, materiales y políticos para el logro de fines espirituales le llama Toynbee el riesgo de militar en la tierra.
Me parece demasiado drástica esta conclusión de Toynbee de ver a las civilizaciones de 3ª generación como una reversión en la marcha de la historia. Yo creo que los dos tipos de sociedades –civilizaciones e Iglesias Universales– son necesarias para el desarrollo de la historia y de la humanidad a través de ella. El éxito dependerá, creo, del buen entendimiento entre ambas, operando cada una en su plano, material y espiritual respectivamente. Las Iglesias deben dar a las civilizaciones de 3ª generación las pautas espirituales por las que regirse y los poderes políticos de éstas deben devolver, como fruto de esa inseminación, las condiciones de bienestar material para que el logro de los objetivos espirituales sea posible. Esta coexistencia en la separación de funciones, no aisladas, sino interrelacionadas, es, indudablemente un foco de tensiones, pero de tensiones creativas y hasta es posible que sean incitaciones eterealizadas que impulsen el progreso cuando se les da la respuesta adecuada. Se pueden encontrar ejemplos de civilizaciones de 3ª generación en las que éstas han fagotizado a sus Iglesias y viceversa. Las dos civilizaciones del Lejano Oriente (China y Japonesa) son ejemplos de la primera situación, mientras que la Islámica o la Hindú están en la situación contraria. Ambas situaciones de anulación de un tipo de sociedad por la otra, recuerdan al colapso de una civilización, cuando uno de los estados parroquiales asestaba el golpe de gracia a los otros, instaurando el Estado Universal. Me parece que una fagotización así, de la civilización a su Iglesia o viceversa, puede suponer el colapso de las civilizaciones de 3ª generación. Sólo la Civilización Cristiana Occidental ha sido capaz, hasta ahora, de mantener ese equilibrio. Me parece que esta difícil simbiosis de funciones es la que podría llegar a evitar el riesgo de militar en la tierra de las Iglesias.
Toynbee hace un análisis a vuelo de pájaro de cómo se ha desarrollado esta relación entre el cristianismo y las distintas iglesias Cristianas. El empieza a partir de la disputa entre la Iglesia católica y el Sacro Imperio Romano Germánico a partir del siglo XI, con la llamada “guerra de las investiduras”. Pero me voy a permitir introducir alguna cosa de mi cosecha que puede arrojar alguna luz sobre algunos antecedentes de esta separación de funciones y respeto de la Iglesia hacia poderes civiles de la civilización Cristiana Occidental. Empiezo con algunas citas del Nuevo Testamento: La primera es de san Lucas, cuando dos hermanos le van a decir a Jesús: “Maestro, dile a mi hermano que reparta la herencia conmigo” a lo que responde Jesús: “Amigo: ¿Quién me ha hecho juez o árbitro entre vosotros?[1]”. La segunda es la conocidísima “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” que aparece en los tres evangelios sinópticos[2]. La tercera es de la primera epístola de san Pedro: “En atención al Señor, obedeced respetuosamente a toda institución humana, ya sea el jefe del Estado, en cuanto soberano, ya sean los gobernadores en cuanto comisionados por él para castigar a los malhechores y premiar a los que actúan bien. Pues esta es la voluntad de Dios: que al hacer el bien tapéis la boca a los ignorantes e insensatos. [...] Mostrad aprecio a todos, amad a los hermanos, honrad a Dios, respetad al jefe del Estado[3]”. Conviene recordar que el jefe del Estado era, cuando se escribieron estas líneas, nada menos que Nerón. Por último, y saliéndonos ya del ámbito del Nuevo Testamento, la doctrina cristiana de los primeros siglos también abunda en estos principios, aunque se nota que la tensión entre la Iglesia y los poderes civiles ya ha aparecido. En el siglo V, el papa san Gelasio I (492-496) definió con claridad y acierto la doctrina de los dos poderes, declarando que el único poder residía en Cristo pero que “Él, de hecho, a causa de la debilidad y la soberbia humana, ha separado para los tiempos sucesivos los dos ministerios (civil y religioso), de manera que ninguno se ensoberbezca”.
Vamos ahora a centrarnos en el análisis que hace Toynbee de las relaciones entre la Civilización Cristiana Occidental y la Iglesia Católica. Su análisis empieza con el papado de Gregorio VII en el siglo XI, aunque señala algunos capítulos anteriores de la historia de la Iglesia que omito por brevedad. Indudablemente, la Iglesia de esa época estaba necesitada de una profunda reforma. La influencia del emperador y la nobleza en los nombramientos de papas, obispos y abades era enorme. Esto había degenerado en un clero abandonado en su celo espiritual cuando no abiertamente escandaloso en su vida privada. Era necesaria una reforma espiritual. Pero esta tenía que pasar necesariamente por una lucha con el emperador y la nobleza por un poder temporal que librase a la Iglesia de esa nefasta influencia en los nombramientos de los altos cargos eclesiásticos. Gregorio VII empezó esta necesaria batalla –la “guerra” de las investiduras– que ganó en primera instancia con el uso del único recurso que podía darle la victoria: La excomunión. En sucesivos rebrotes de esta “guerra”, los papas hicieron un uso reiterado y casi siempre victorioso de este recurso, hasta que acabó por perder su efecto. Cuando en el siglo XIV Bonifacio VIII volvió a usar este recurso contra Felipe el Hermoso de Francia, la respuesta de éste fue fulminante. Mandó a Italia a su ministro Nogaret que humilló y abofeteó al Papa en Anagni. Poco después moría Bonifacio VIII y el papado se trasladó a Avignon, bajo la férula del rey de Francia. Estas luchas abrieron el camino a posteriores crisis como el galicanismo, el anglicanismo –así se llama al intento de control de la Iglesia en Francia e Inglaterra respectivamente por parte del poder real– y al desencuentro entre el Papado y el mundo germánico. Estas crisis llevarían al conciliarismo en Francia, a la separación de la Iglesia anglicana, a la Reforma protestante en Alemania y, al papado, a un excesivo apego por el necesario pero contraproducente poder temporal –cuyo máximo exponente fue la creación y mantenimiento a ultranza de los Estados Pontificios. De la Reforma protestante derivarían las guerras de religión[4] de los siglos XVI y XVII que sembraron la semilla del descrédito del alma occidental por la Iglesia. En ningún momento Toynbee pone en duda la bondad de los fines de la Iglesia Católica en su intento de resolución de los problemas espirituales que se le plantean, pero una inexorable cadena de causas y efectos, que arrancan del hecho de tener que militar en la tierra, hacen que esos fines justos se corrompan.
A este cuadro, demasiado resumido se le pueden cuestionar muchos aspectos, pero no cabe duda de que apunta bastante de las causas del distanciamiento de la civilización Cristiana Occidental respecto a su Iglesia. Pero parece que el mismo Toynbee no estaba del todo satisfecho con esta conclusión. Hizo que esta parte de su manuscrito fuese leída por un amigo suyo, Martin Wight. Toynbee transcribe la respuesta de Wight en varias partes de su obra: “Cuando se desarrolló la civilización occidental postcristiana separándose del cristianismo occidental, a partir del siglo XVII, la iglesia, temiendo justamente la difusión del secularismo y el retorno a un neopaganismo, identificó erróneamente la fe con el sistema social que desaparecía. De esta suerte, mientras llevaba a cabo una acción intelectual de retaguardia contra los errores ‘liberales’, ‘modernistas’, y ‘científicos’, la iglesia cayó incautamente en una postura de arcaísmo político que apoyaba al feudalismo, a la monarquía, a la aristocracia, al ‘capitalismo’ y, en general al ‘ancien régime’. Convirtiose así en aliada y, con frecuencia, en instrumento de reaccionarios políticos que eran tan anticristianos como el común enemigo ‘revolucionario’. De ahí el papel político poco edificante del cristianismo moderno: en el siglo XIX se alió con la monarquía y la aristocracia para combatir la democracia liberal; en el siglo XX se alía con la democracia liberal para combatir el totalitarismo. De esta manera, a partir de la Revolución Francesa, siempre pareció estar en una fase política que se quedaba atrás. Desde luego que esto constituye el punto capital de la crítica que el marxismo hace al cristianismo en el mundo moderno. La respuesta cristiana podría acaso ser la de que cuando los puercos gerasenos[5] de una civilización en desintegración van precipitándose impetuosamente despeñadero abajo, la responsabilidad de la iglesia podría estribar en mantenerse en la retaguardia de la piara, y hacer que los más ojos posibles miren hacia atrás y arriba del barranco. [...] Un crítico católico romano le replicaría aquí con las mismas palabras que tan a menudo usted mismo cita: ‘respice finem’ (espera el final). Todo su anterior pasaje no es más que una predicción; todavía no se ha demostrado su verdad. ¿No es acaso cierto que la Iglesia romana está incomparablemente más vigorosa y ejerce una influencia mucho mayor en el siglo XX que en ninguna época anterior a partir del concilio de Trento? [...] ¿No es también cierto que en el momento de escribir estas líneas la Iglesia romana, en su armadura tridentina, sería la única institución capaz de desafiar y resistir al estado comunista totalitario y neopagano? ¿Y no queda ello demostrado por el temor y el odio particulares con que Moscú mira al Vaticano? Si fuera así, la imagen de los tegumentos exteriores del dinosaurio sería menos apropiada que la de un largo sitio resistido con éxito; la fase tridentina de la historia católica podría asemejarse a la fase churchiliana de la historia británica desde la caída de Francia hasta el día D (del desembarco en Normandía). Usted prejuzga el desenlace. ‘Rescipe finem (Espera el final)’ ”.
No sé exactamente cuando se escribió esto. Supongo que en los años cincuenta, pero no puede negarse su carácter profético. Fue un Papa sin ninguna división militar, tras un cambio de la estrategia tridentina del asedio hacia el desembarco en Normandía del concilio Vaticano II, el que inició el proceso que acabó con la caída del muro de Berlín y el que parece estar iniciando un movimiento, todavía soterrado, de creación de una nueva minoría creadora sólidamente cristiana.
El mismo Toynbee deja una puerta abierta a esta esperanza cuando dice que la perspectiva histórica de las relaciones de civilizaciones de tercera generación e Iglesias Universales es muy limitada. Apenas unos cuantos siglos en una perspectiva futura de milenios para llevarla a su perfección mediante un largo aprendizaje. Y, también en sus propias palabras, la Iglesia Católica es la mejor situada para este camino. Oigámosle:
“Si tomamos una vista sinóptica de las diferentes formas sobrevivientes de cristianismo occidental en su estado presente y las comparamos respecto a su relativa vitalidad, encontraremos que ésta varía en razón inversa al grado en que cada una de estas sectas ha sucumbido al dominio secular. Indudablemente el catolicismo es la forma de cristianismo occidental que muestra hoy señales más vigorosas de vida; y la Iglesia Católica –a pesar de los extremos a que los modernos gobernantes han llegado, en ciertos países y en ciertos momentos, para afirmar su propio dominio secular sobre la vida de la Iglesia dentro de sus fronteras– nunca ha perdido la inestimable ventaja de estar unida en una sola comunión bajo la presidencia de una sola autoridad eclesiástica suprema”.
Estas palabras, que son válidas para la Iglesia católica en relación con otras confesiones cristianas en el ámbito de la Civilización Cristiana Occidental, lo son, con más razón todavía, en relación con el resto de las religiones superiores en sus respectivas civilizaciones. En efecto, ya hemos visto cómo en las civilizaciones Islámica e Hindú, la religión ha asfixiado al poder civil[6], mientras que en las del Lejano Oriente, tanto china como japonesa, ha ocurrido lo contrario, el poder civil a anulado completamente al religioso, cerrando sin respuesta la incitación que suponía esa tensión creativa entre ambos poderes.
[1] Lucas 12, 13-15
[2] Mateo 22, 15-22, Marcos 12, 13-17 y Lucas 20, 21-25.
[3] 1Pedro 2, 13-17.
[4] Es indudable que las guerras de religión son, sobre todo, guerras políticas en las que gobernantes políticos instrumentalizaron la religión para sus causas. Los príncipes alemanes encontraron en el protestantismo un instrumento para oponerse al emperador y al papado, lo que dio lugar a las guerras de religión del siglo XVI. Los nobles checos encontraron en el calvinismo otro instrumento para sus aspiraciones nacionalistas de secesión de la monarquía austro-húngara, lo que dio lugar a la guerra de los Treinta Años en el siglo XVII, donde, por otra parte Francia luchó por el lado protestante y no pocos príncipes alemanes lucharon en el bando contrario a su religión. Pretender que estas guerras fueron guerras de religión es como afirmar que el enfrentamiento entre el I.R.A y Gran Bretaña fue una “guerra” de religión.
[5] Martin Wight se refiere al episodio evangélico de la expulsión por Jesús de la legión de demonios de un hombre y su introducción en una piara de cerdos. Cf, Mateo 8, 28-34.
[6] Si en la India parece que está dejando de ser así, no es por el influjo del Hinduísmo, sino de la Civilización Cristiana Occidental.
24 de octubre de 2009
18 de octubre de 2009
¿Por quién doblan las campanas?
Tomás Alfaro Drake
Hoy he estado en la multitudinaria manifestación a favor de la vida y contra el aborto que ha habido en Madrid. En un momento, por los altavoces, se han ido desglosando las escalofriantes cifras, en progresión geométrica, de abortos anuales desde la promulgación de la primera ley del aborto. En ese momento se me han saltado las lágrimas porque se me han venido a la cabeza las palabras que pronunció hace cuatro siglos el poeta y pastor anglicano inglés John Donne en la homilía de un funeral. Se preguntaba por quién doblaban las campanas. Y se contestaba a sí mismo: “Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”. Estas palabras han golpeado mi conciencia como una bofetada. No es la muerte de uno o dos hombres la que me disminuye. Es la muerte de cientos de miles de seres indefensos e inocentes en España y de millones en el mundo “civilizado”, sacrificados a Moloch en nombre de algo que unos desalmados llaman progreso. Y yo estoy ligado a ellos. ¡Pobre Europa, cómo te estás mutilando a ti misma! ¡Cuántos promontorios, cabos, penínsulas –España entre ellas–, casas etc., se está llevando esa barbarie! Y se me vinieron también a la memoria unos terribles versos de Neruda, que empiezan diciendo:
Preguntaréis: Y dónde están las lilas?
Y la metafísica cubierta de amapolas?
Y la lluvia, que a menudo golpeaba
sus palabras llenándolas
de agujeros y pájaros?
Os voy a contar todo lo que me pasa.
Para, más adelante imprecar:
Venían [...] a matar niños
y por la calle la sangre de los niños
corría simplemente, como sangre de niños.
Chacales que el chacal rechazaría,
piedras que el cardo seco mordería escupiendo,
víboras que las víboras odiaran!
Frente a vosotros he visto la sangre
de España levantarse
Para terminar con la pregunta inicial y una desolada y terrorífica respuesta.
Preguntaréis por qué su poesía
no nos habla del sueño, de las hojas,
de los grandes volcanes de su país natal?
Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver
la sangre por las calles,
venid a ver la sangre
por las calles!
¿La sangre por las calles? Tal vez no, pero sí los bracitos de niños triturados en la basura, sí sus cabecitas aplastadas por apisonadoras manejadas por gentes que se hacen llamar médicos. No se puede hablar de lilas ni de metafísica cubierta de amapolas ni de pájaros ni de volcanes. Hace unos días he sabido que tengo un nuevo nieto. Tiene seis semanas. Mide ocho milímetros. Pero mi nuera y mi hijo ya han oído latir, rápido y tenue, su pequeño corazón. Lo he imaginado triturado y he notado un como a modo de odio que me invadía mientras me bebía mis lágrimas amargas. No por las madres a las que muchas veces no se les ha dejado oír las voces de salvación para sus hijos y para los terribles traumas que les acechan, no por ellas. Sí por los presidentes de gobiernos y ministros y ministras que dan cobertura legal a la masacre. Sí por los matarifes con título de médico de muerte bajo el brazo. Sí por ese entorno que insulta a quienes intentan ofrecerles la salvación y que, a veces, hasta obligan a unas niñas a abortar. Y me he sentido mutilado y he oído las campanas tocar a muerto y a funeral y a desgracia por mí, por España, por Europa, por esta “civilización” que un día fue civilizada y ahora camina hacia la barbarie. Tristeza, llanto, luto. Y cuando esas campanas estaban a punto de hacer que ese como odio se convirtiese en odio tóxico y venenoso en estado puro, he oído otras campanas.
A veces, como le ocurrió a Proust con los cordones de sus zapatos y el recuerdo de su abuela muerta o con la magdalena, un recuerdo de la infancia, perdido entre los pliegues de la memoria, sale a flote, como una balsa de salvación que emergiese del fondo del océano para un náufrago a punto de ahogarse, y nos devuelve la pureza (creo interesante, aunque sean largos, insertar aquí los textos de estos famosos pasajes proustianos de “En busca del tiempo perdido”. Pueden verse al final de este texto). Yo me he acordado de las campanas del Domingo de Resurrección que oí una Semana Santa desde mi cama, en Vitoria, en casa de mi abuela, llamando a misa para celebrar la Buena Noticia. Las oigo en mi cabeza cada año en ese día, esté donde esté, y eso me hace levantarme de un salto y decir a todo el que me encuentro: “¿Te has enterado de la Buena Noticia? ¡Cristo, verdaderamente, ha resucitado!” Cristo ha resucitado también hoy, día 17 de Octubre del 2009, sábado, a las siete de la tarde, en mi corazón. Y he visto, como Ezequiel (Reproduzco también, al final de este texto la visión de los huesos secos de Ezequiel), recomponerse los bracitos desmembrados, volver a tomar forma las cabecitas aplastadas. Y crecer hasta convertirse en hombres y mujeres perfectos. Y me he acordado del libro de la sabiduría cuando dice: “Pero las almas de los justos están en las manos de Dios [..] y ellos están en paz, [...], su esperanza está llena de inmortalidad”. Y desde la primera Pascua sabemos que esa esperanza de inmortalidad no es sólo para las almas de los justos, sino también, junto con su espíritu, para esos cuerpos perfectos que legan a ser los brazos desmembrados y las cabezas aplastadas. Y he creído ver a esos cuerpos y almas perfectos, con los ojos llenos de inmortalidad, rezar, sobre todo, por sus madres, pero también por esas guardias pretorianas que formaban un círculo alrededor de ellas para impedir que les llegasen las voces de su salvación, y también por esos, sus miserables matarifes con título de médico, y por esos despreciables presidentes de gobiernos, ministros y ministras que han decidido que millones de ellos deben morir cada año, triturados, sacrificados a Moloch. y por esta Europa, un día cuna de civilización y hoy causante del genocidio más terrible de la historia. Y ese como a modo de odio, que estaba a punto de transformarse en odio tóxico y venenoso en estado puro, se ha transformado en una como a modo de lástima hacia esos sanguinarios miserables. Y, ¡oh, milagro!, yo también he podido rezar por ellos. He rezado junto con esos cuerpos y almas formados alrededor de la Resurrección, por sus madres, para que sus traumas puedan ser sanados por Cristo. He rezado, junto con las víctimas –aunque esta oración me ha costado infinitamente más–, por sus verdugos del silencio impuesto, por sus verdugos clínicos, por sus verdugos legales, por su arrepentimiento, para que las campanas de Pascua de Resurrección resuenen también en sus oídos, se arrepientan y vivan. Y, pase lo que pase, se arrepientan o se empecinen en su vesania, creo que esto es lo mejor que he hecho en esta tarde de sábado en el que las campanas han empezado a doblar a muerte por mí y han acabado doblando a Resurrección por los millones de niños inocentes masacrados. Y, también, un poco a Resurrección por mí. Y me he vuelto a casa con una sonrisa y he puesto por escrito mis pensamientos y mi oración.
***
De “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust.
La magdalena de Proust:
Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con la miga del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en, mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, [...].
Y otra vez me pregunto: ¿Cuál puede ser ese desconocido estado que no trae consigo ninguna prueba lógica, sino la evidencia de su felicidad, y de su realidad junto a la que se desvanecen todas las restantes realidades? [...]. Y luego, por segunda vez, hago el vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a cara con el sabor reciente del primer trago de té, y siento estremecerse en mí algo que se agita, que quiere elevarse; algo que acaba de perder ancla a una gran profundidad, no sé qué, pero que va ascendiendo lentamente; percibo la resistencia y oigo el rumor de las distancias que va atravesando.
[...]
¿Llegará hasta la superficie de mi conciencia clara ese recuerdo, ese instante antiguo que la atracción de un instante idéntico ha ido a solicitar tan lejos, a conmover y alzar en el fondo de mi ser? No sé. Ya no siento nada, se ha parado, quizá desciende otra vez, quién sabe si tornará a subir desde lo hondo de su noche. Hay que volver a empezar una y diez veces, hay que inclinarse en su busca. Y a cada vez esa cobardía que nos aparta de todo trabajo dificultoso y de toda obra importante, me aconseja que deje eso y que me beba el té pensando sencillamente en mis preocupaciones de hoy y en mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin esfuerzo.
Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara;[...];¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va desagregando!; las formas externas [..], adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más, persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo. En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tila que mi tía me daba [...], la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina, y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando había buen tiempo. Y [..], así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.
Los cordones de los zapatos de Proust y el recuerdo de su abuela muerta:
Honda turbación de toda mi persona. Desde la primera noche, como padecía una crisis de fatiga cardiaca, procurando dominar mi sufrimiento, me agachaba con prudencia y lentitud para descalzarme. Mas, apenas hube tocado el cordón de mi zapato, el pecho se me hinchó, lleno de una presencia desconocida, divina; me sacudieron los sollozos y las lágrimas brotaron a raudales de mis ojos. El ser que venía en mi ayuda, que me salvaba de la aridez de alma, era el mismo que varios años antes, en un momento de congoja y de soledad idénticas, en un momento en el que ya no me quedaba nada de mí, había entrado y me había devuelto a mí mismo, porque aquél ser era yo, y más que yo [...]. Acababa de percibir, en mi memoria, inclinado sobre mi fatiga, el rostro triste, preocupado y decepcionado de mi abuela, con la misma expresión de aquella primera tarde de nuestra llegada; el rostro de mi abuela, no el de aquella que, con asombro y vergüenza míos, tan poco echaba de menos y que no tenía de ella más que el nombre, sino el de mi abuela verdadera, cuya realidad viva volvía a encontrar ahora en un recuerdo involuntario y completo y así, preso de un deseo loco de precipitarme en sus brazos, sólo hacía un instante –más de un año y medio después de su entierro, a causa de este anacronismo que tantas veces impide que el calendario de los hechos coincida con el de los sentimientos–, sólo hacía un instante me había enterado de que había muerto.
***
La visión de los huesos secos de Ezequiel (37, 1-14).
El Señor me invadió con su fuerza, y su espíritu me llevó y me dejó en medio de un valle que estaba lleno de huesos. Me hizo caminar por entre ellos en todas direcciones. Había muchísimos en el valle y estaban completamente secos. Y me dijo:
- Hijo de hombre, ¿podrán revivir estos huesos?
Yo le respondí:
- Señor, tú lo sabes.
Y me dijo:
- Profetiza sobre estos huesos y diles: ¡Huesos secos, escuchad la palabra del Señor!
Así dice el Señor a estos huesos: Os voy a infundir espíritu para que viváis. Os recubriré de
tendones, haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os infundiré espíritu y
viviréis, y sabréis que yo soy el Señor.
Yo profeticé como me había ordenado y, mientras hablaba, se oyó un estruendo; la tierra se estremeció y los huesos se unieron entre sí. Miré y vi cómo sobre ellos aparecían los tendones, crecía carne y se cubrían de piel. Pero no tenían espíritu.
Entonces él me dijo:
- Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre, y di al espíritu: Esto dice el Señor: Ven de los
cuatro vientos y sopla sobre estos muertos para que vivan.
Profeticé como el Señor me había ordenado, y el espíritu penetró en ellos, revivieron y se pusieron en pie. Era una inmensa muchedumbre.
- Hijo de hombre, estos huesos son el pueblo [...]. Andan diciendo: “Se han secado nuestros
huesos y se ha desvanecido nuestra esperanza, estamos perdidos”. Por eso profetiza y diles:
Esto dice el Señor: Yo abriré vuestras tumbas y os sacaré de ellas [...]. Y cuando abra
vuestras tumbas y os saque de ellas, sabréis que yo soy el Señor. Infundiré en vosotros mi
espíritu y viviréis; os estableceré en vuestra tierra y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo
hago, oráculo del Señor.
Hoy he estado en la multitudinaria manifestación a favor de la vida y contra el aborto que ha habido en Madrid. En un momento, por los altavoces, se han ido desglosando las escalofriantes cifras, en progresión geométrica, de abortos anuales desde la promulgación de la primera ley del aborto. En ese momento se me han saltado las lágrimas porque se me han venido a la cabeza las palabras que pronunció hace cuatro siglos el poeta y pastor anglicano inglés John Donne en la homilía de un funeral. Se preguntaba por quién doblaban las campanas. Y se contestaba a sí mismo: “Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”. Estas palabras han golpeado mi conciencia como una bofetada. No es la muerte de uno o dos hombres la que me disminuye. Es la muerte de cientos de miles de seres indefensos e inocentes en España y de millones en el mundo “civilizado”, sacrificados a Moloch en nombre de algo que unos desalmados llaman progreso. Y yo estoy ligado a ellos. ¡Pobre Europa, cómo te estás mutilando a ti misma! ¡Cuántos promontorios, cabos, penínsulas –España entre ellas–, casas etc., se está llevando esa barbarie! Y se me vinieron también a la memoria unos terribles versos de Neruda, que empiezan diciendo:
Preguntaréis: Y dónde están las lilas?
Y la metafísica cubierta de amapolas?
Y la lluvia, que a menudo golpeaba
sus palabras llenándolas
de agujeros y pájaros?
Os voy a contar todo lo que me pasa.
Para, más adelante imprecar:
Venían [...] a matar niños
y por la calle la sangre de los niños
corría simplemente, como sangre de niños.
Chacales que el chacal rechazaría,
piedras que el cardo seco mordería escupiendo,
víboras que las víboras odiaran!
Frente a vosotros he visto la sangre
de España levantarse
Para terminar con la pregunta inicial y una desolada y terrorífica respuesta.
Preguntaréis por qué su poesía
no nos habla del sueño, de las hojas,
de los grandes volcanes de su país natal?
Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver
la sangre por las calles,
venid a ver la sangre
por las calles!
¿La sangre por las calles? Tal vez no, pero sí los bracitos de niños triturados en la basura, sí sus cabecitas aplastadas por apisonadoras manejadas por gentes que se hacen llamar médicos. No se puede hablar de lilas ni de metafísica cubierta de amapolas ni de pájaros ni de volcanes. Hace unos días he sabido que tengo un nuevo nieto. Tiene seis semanas. Mide ocho milímetros. Pero mi nuera y mi hijo ya han oído latir, rápido y tenue, su pequeño corazón. Lo he imaginado triturado y he notado un como a modo de odio que me invadía mientras me bebía mis lágrimas amargas. No por las madres a las que muchas veces no se les ha dejado oír las voces de salvación para sus hijos y para los terribles traumas que les acechan, no por ellas. Sí por los presidentes de gobiernos y ministros y ministras que dan cobertura legal a la masacre. Sí por los matarifes con título de médico de muerte bajo el brazo. Sí por ese entorno que insulta a quienes intentan ofrecerles la salvación y que, a veces, hasta obligan a unas niñas a abortar. Y me he sentido mutilado y he oído las campanas tocar a muerto y a funeral y a desgracia por mí, por España, por Europa, por esta “civilización” que un día fue civilizada y ahora camina hacia la barbarie. Tristeza, llanto, luto. Y cuando esas campanas estaban a punto de hacer que ese como odio se convirtiese en odio tóxico y venenoso en estado puro, he oído otras campanas.
A veces, como le ocurrió a Proust con los cordones de sus zapatos y el recuerdo de su abuela muerta o con la magdalena, un recuerdo de la infancia, perdido entre los pliegues de la memoria, sale a flote, como una balsa de salvación que emergiese del fondo del océano para un náufrago a punto de ahogarse, y nos devuelve la pureza (creo interesante, aunque sean largos, insertar aquí los textos de estos famosos pasajes proustianos de “En busca del tiempo perdido”. Pueden verse al final de este texto). Yo me he acordado de las campanas del Domingo de Resurrección que oí una Semana Santa desde mi cama, en Vitoria, en casa de mi abuela, llamando a misa para celebrar la Buena Noticia. Las oigo en mi cabeza cada año en ese día, esté donde esté, y eso me hace levantarme de un salto y decir a todo el que me encuentro: “¿Te has enterado de la Buena Noticia? ¡Cristo, verdaderamente, ha resucitado!” Cristo ha resucitado también hoy, día 17 de Octubre del 2009, sábado, a las siete de la tarde, en mi corazón. Y he visto, como Ezequiel (Reproduzco también, al final de este texto la visión de los huesos secos de Ezequiel), recomponerse los bracitos desmembrados, volver a tomar forma las cabecitas aplastadas. Y crecer hasta convertirse en hombres y mujeres perfectos. Y me he acordado del libro de la sabiduría cuando dice: “Pero las almas de los justos están en las manos de Dios [..] y ellos están en paz, [...], su esperanza está llena de inmortalidad”. Y desde la primera Pascua sabemos que esa esperanza de inmortalidad no es sólo para las almas de los justos, sino también, junto con su espíritu, para esos cuerpos perfectos que legan a ser los brazos desmembrados y las cabezas aplastadas. Y he creído ver a esos cuerpos y almas perfectos, con los ojos llenos de inmortalidad, rezar, sobre todo, por sus madres, pero también por esas guardias pretorianas que formaban un círculo alrededor de ellas para impedir que les llegasen las voces de su salvación, y también por esos, sus miserables matarifes con título de médico, y por esos despreciables presidentes de gobiernos, ministros y ministras que han decidido que millones de ellos deben morir cada año, triturados, sacrificados a Moloch. y por esta Europa, un día cuna de civilización y hoy causante del genocidio más terrible de la historia. Y ese como a modo de odio, que estaba a punto de transformarse en odio tóxico y venenoso en estado puro, se ha transformado en una como a modo de lástima hacia esos sanguinarios miserables. Y, ¡oh, milagro!, yo también he podido rezar por ellos. He rezado junto con esos cuerpos y almas formados alrededor de la Resurrección, por sus madres, para que sus traumas puedan ser sanados por Cristo. He rezado, junto con las víctimas –aunque esta oración me ha costado infinitamente más–, por sus verdugos del silencio impuesto, por sus verdugos clínicos, por sus verdugos legales, por su arrepentimiento, para que las campanas de Pascua de Resurrección resuenen también en sus oídos, se arrepientan y vivan. Y, pase lo que pase, se arrepientan o se empecinen en su vesania, creo que esto es lo mejor que he hecho en esta tarde de sábado en el que las campanas han empezado a doblar a muerte por mí y han acabado doblando a Resurrección por los millones de niños inocentes masacrados. Y, también, un poco a Resurrección por mí. Y me he vuelto a casa con una sonrisa y he puesto por escrito mis pensamientos y mi oración.
***
De “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust.
La magdalena de Proust:
Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con la miga del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en, mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, [...].
Y otra vez me pregunto: ¿Cuál puede ser ese desconocido estado que no trae consigo ninguna prueba lógica, sino la evidencia de su felicidad, y de su realidad junto a la que se desvanecen todas las restantes realidades? [...]. Y luego, por segunda vez, hago el vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a cara con el sabor reciente del primer trago de té, y siento estremecerse en mí algo que se agita, que quiere elevarse; algo que acaba de perder ancla a una gran profundidad, no sé qué, pero que va ascendiendo lentamente; percibo la resistencia y oigo el rumor de las distancias que va atravesando.
[...]
¿Llegará hasta la superficie de mi conciencia clara ese recuerdo, ese instante antiguo que la atracción de un instante idéntico ha ido a solicitar tan lejos, a conmover y alzar en el fondo de mi ser? No sé. Ya no siento nada, se ha parado, quizá desciende otra vez, quién sabe si tornará a subir desde lo hondo de su noche. Hay que volver a empezar una y diez veces, hay que inclinarse en su busca. Y a cada vez esa cobardía que nos aparta de todo trabajo dificultoso y de toda obra importante, me aconseja que deje eso y que me beba el té pensando sencillamente en mis preocupaciones de hoy y en mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin esfuerzo.
Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara;[...];¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va desagregando!; las formas externas [..], adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más, persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo. En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tila que mi tía me daba [...], la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina, y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando había buen tiempo. Y [..], así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.
Los cordones de los zapatos de Proust y el recuerdo de su abuela muerta:
Honda turbación de toda mi persona. Desde la primera noche, como padecía una crisis de fatiga cardiaca, procurando dominar mi sufrimiento, me agachaba con prudencia y lentitud para descalzarme. Mas, apenas hube tocado el cordón de mi zapato, el pecho se me hinchó, lleno de una presencia desconocida, divina; me sacudieron los sollozos y las lágrimas brotaron a raudales de mis ojos. El ser que venía en mi ayuda, que me salvaba de la aridez de alma, era el mismo que varios años antes, en un momento de congoja y de soledad idénticas, en un momento en el que ya no me quedaba nada de mí, había entrado y me había devuelto a mí mismo, porque aquél ser era yo, y más que yo [...]. Acababa de percibir, en mi memoria, inclinado sobre mi fatiga, el rostro triste, preocupado y decepcionado de mi abuela, con la misma expresión de aquella primera tarde de nuestra llegada; el rostro de mi abuela, no el de aquella que, con asombro y vergüenza míos, tan poco echaba de menos y que no tenía de ella más que el nombre, sino el de mi abuela verdadera, cuya realidad viva volvía a encontrar ahora en un recuerdo involuntario y completo y así, preso de un deseo loco de precipitarme en sus brazos, sólo hacía un instante –más de un año y medio después de su entierro, a causa de este anacronismo que tantas veces impide que el calendario de los hechos coincida con el de los sentimientos–, sólo hacía un instante me había enterado de que había muerto.
***
La visión de los huesos secos de Ezequiel (37, 1-14).
El Señor me invadió con su fuerza, y su espíritu me llevó y me dejó en medio de un valle que estaba lleno de huesos. Me hizo caminar por entre ellos en todas direcciones. Había muchísimos en el valle y estaban completamente secos. Y me dijo:
- Hijo de hombre, ¿podrán revivir estos huesos?
Yo le respondí:
- Señor, tú lo sabes.
Y me dijo:
- Profetiza sobre estos huesos y diles: ¡Huesos secos, escuchad la palabra del Señor!
Así dice el Señor a estos huesos: Os voy a infundir espíritu para que viváis. Os recubriré de
tendones, haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os infundiré espíritu y
viviréis, y sabréis que yo soy el Señor.
Yo profeticé como me había ordenado y, mientras hablaba, se oyó un estruendo; la tierra se estremeció y los huesos se unieron entre sí. Miré y vi cómo sobre ellos aparecían los tendones, crecía carne y se cubrían de piel. Pero no tenían espíritu.
Entonces él me dijo:
- Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre, y di al espíritu: Esto dice el Señor: Ven de los
cuatro vientos y sopla sobre estos muertos para que vivan.
Profeticé como el Señor me había ordenado, y el espíritu penetró en ellos, revivieron y se pusieron en pie. Era una inmensa muchedumbre.
- Hijo de hombre, estos huesos son el pueblo [...]. Andan diciendo: “Se han secado nuestros
huesos y se ha desvanecido nuestra esperanza, estamos perdidos”. Por eso profetiza y diles:
Esto dice el Señor: Yo abriré vuestras tumbas y os sacaré de ellas [...]. Y cuando abra
vuestras tumbas y os saque de ellas, sabréis que yo soy el Señor. Infundiré en vosotros mi
espíritu y viviréis; os estableceré en vuestra tierra y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo
hago, oráculo del Señor.
11 de octubre de 2009
Vida y muerte de las civilizaciones según Arnold J. Toynbee (V)
Tomás Alfaro Drake
Esta es la quinta entrega de una serie de entradas bajo el título “Vida y muerte de las civilizaciones en la historia”. Recomiendo a quien empiece a leer esta serie desde aquí, que procure empezar por la entrega I, publicada el 6 de Septiembre.
6. Desintegración y muerte de las civilizaciones.
La instauración del Estado Universal, a pesar de suponer el golpe de gracia para la civilización (como siempre, la libertad humana puede dar la vuelta a la situación, pero sus condicionamientos son cada vez mayores), es recibida por los habitantes de la misma como una bendición. En efecto, la instauración del Estado Universal suele ser el final de la terrible situación de los tiempos revueltos, con sus angustias, ansiedad e inseguridades, dando paso a una paz estable a una seguridad y a un progreso material como la memoria histórica no recordaba. Pero esa paz no es otra cosa que la paz de los cementerios. Sin embargo, el Estado Universal puede durar bastantes siglos, con grandes éxitos militares, económicos e institucionales. Puede, incluso, llegar a crear en los miembros de la civilización una sensación de solidez que hace que les parezca inmortal. Pero las disensiones entre la minoría dominante y el proletariado interno, la disolución paulatina del estilo propio de la civilización por el cisma en el alma de sus habitantes y la presión creciente de los pueblos bárbaros que forman el proletariado externo, van minando de forma imperceptible la solidez de la civilización que va pareciéndose cada vez más a un gigante con los pies de barro o a una viga maestra de madera roída internamente por la carcoma. Sin embargo, esta tensión entre minoría dominante y proletariado interno, puede dar un fruto importante en la aparición de instituciones regulatorias de este conflicto crónico. Todo eso va pasando bajo los ojos de todos, sin que casi nadie se de cuenta de ese deterioro. Las mentes preclaras que lo ven son marginadas tanto por la minoría dominante como por el proletariado interno. Podrían ser una nueva minoría creadora, pero les resulta muy difícil, si no imposible convencer a nadie de que los siga. Incluso pueden llegar a convertirse en los chivos expiatorios de todos.
A pesar de todo, Toynbee percibe en todos los Estados Universales ciclos de regeneración que, sin embargo, hasta donde llega su análisis, nunca han llegado a salvar a ninguna civilización. Pero su muestra es demasiado pequeña, según él mismo reconoce, como para poder asegurar que esa desintegración sea un sino inalterable. Está, además, como se ha dicho repetidamente, el poder de la libertad.
Toynbee reconoce en esta fase de desintegración de algunas –no de todas– civilizaciones de segunda generación –no así en las de primera– el desarrollo de un nuevo tipo de sociedad. En efecto, las actitudes de transfiguración y de sentido de unidad de que se ha hablado antes, generan, en el alma de algunas personas del proletariado interno una necesidad de trascendencia que apunta más allá de la civilización. Y esta búsqueda de trascendencia puede engendrar una religión superior. Mientras que los intentos de salvar la civilización moribunda tropiezan, como se ha dicho antes, con la oposición de la inmensa mayoría de los habitantes de la misma, esta religión superior que trasciende a la civilización suele encontrar un eco en el alma de una buena parte de los miembros del proletariado interno –y, aunque mucho más excepcionalmente, también en la minoría dominante. No todas las civilizaciones de segunda generación son capaces de completar este proceso, pero aquellas que lo logran, hacen que esta religión superior se encarne en un nuevo tipo de sociedad que Toynbee llama Iglesia Universal[1]. Sin embargo, parece que hay evidencia de que las civilizaciones de segunda generación que no son capaces de engendrar una religión superior por si mismas, las adoptan de otra civilización con la que entran en contacto que sí la ha producido. El resultado final es que en todas las civilizaciones de 2ª generación arraigan, por producción propia o por importación, con mayor o menor fuerza, religiones superiores con sus respectivas Iglesias Universales.
Toynbee identifica 6 religiones superiores nacidas de tan sólo tres civilizaciones de 2ª generación. La civilización Siríaca tiene el record en la producción de religiones superiores, ya que en ella aparecen el judaísmo, el cristianismo y el islam. Le sigue la civilización Índica, productora de dos religiones superiores, el hinduismo y el budismo mahayana[2]. Por último, la civilización Babilónica produjo únicamente el zoroastrismo. A su vez, el cristianismo fue adoptado por la civilización helénica y el budismo mahayana por la civilización Sínica, aún siendo de primera generación. El judaísmo[3], el islam y el hinduismo se quedaron en las mismas civilizaciones que los crearon, la Siríaca las dos primeras y la Índica la tercera. Sin embargo, ninguna de estas religiones superiores, fuesen autóctonas de la civilización o adoptadas por ella, llegó a ser capaz de salvar la civilización en la que se implantó. Recuérdese que su objetivo no era salvarla, sino trascenderla. Algunos autores, como es el caso de Gibbon, en su obra “Ascenso y caída del Imperio Romano”, afirman que la caída del Imperio Romano se debió a que el cristianismo fue como un cáncer para ella. Toynbee da la vuelta al argumento. El Imperio Romano era ya un condenado a muerte, del que el cristianismo, tomado de la Civilización Siríaca por el proletariado interno, pretendió ser un bálsamo que también quisieron usar cada vez más personas de la minoría dominante, hastiados del pobre consuelo de su filosofía[4]. Si el objetivo de las religiones superiores y de las Iglesias Universales en las que se encarnaron no era salvar a la civilización en la que arraigaron, sino trascenderla, lo consiguieron, como veremos, más adelante cuando hablemos de la procreación de las civilizaciones.
Pero por largo que haya sido el periodo de desintegración de algunas de las civilizaciones –en el caso de la Egipcíaca duró casi 3.000 años– el final ha sido siempre, hasta ahora, la muerte de la civilización. Esta muerte puede producirse, bien a manos de el proletariado externo, que rompe definitivamente el limes creado por la civilización e irrumpe en ella como una riada que rompe un dique, o bien a manos de otra civilización fronteriza. El primero es el caso de la civilización Helénica y el segundo el de la civilización Egipcíaca a manos de la Helénica con la conquista de Egipto por Alejandro Magno en el 332 a. de C. Pero es importante reseñar que nunca se ha producido en la historia que una civilización en fase de desarrollo haya muerto a manos ni de los pueblos bárbaros adyacentes ni de otra civilización vecina, aunque ésta pareciese más fuerte. Así, la civilización Helénica, en su fase de desarrollo, salió triunfante, contra todo pronóstico que tuviese sólo en cuenta el aparente poderío económico o militar, de su enfrentamiento con la Siríaca, ya en desintegración, en las guerras Médicas contra el imperio persa, Estado Universal de esta civilización.
¿Cómo se refleja esto en la civilización Helénica? Ya hemos visto que la República romana primero y el Imperio después, forman el Estado Universal Helénico con un limes perfectamente trazado. El proletariado interno de esta civilización adopta el cristianismo, de origen siríaco, como religión superior, que cuaja en una Iglesia Universal. A lo largo del Imperio se dan momentos de aparente recuperación, como el Imperio de Augusto, la dinastía Antonina, con Trajano, Adriano y Marco Aurelio, o la reorganización del Imperio bajo Diocleciano, pero esto alterna con periodos terribles como los de Calígula y Nerón en la dinastía Claudia, o Cómodo al final de la dinastía Antonina, o tantos y tantos emperadores que degradaron el Imperio antes y después de Diocleciano. Y no parece que sea imputable a la Iglesia ni al cristianismo, como afirma Gibbon, el hecho de que estas terribles series de pésimos emperadores llevasen al Imperio a su fin. A lo largo de este proceso, los bárbaros van impregnando y penetrando cada vez más el Imperio con sus costumbres, sus asentamientos más o menos pacíficos o pactados dentro del Imperio, aportando tropas mercenarias y generales al servicio de los emperadores. Todo esto no era sino parte del proceso de desintegración. Sin embargo, a lo argo de todo este periodo, siguió desarrollándose una de las instituciones más importantes y que más han influido, siglos más tarde, en la civilización Cristiana Occidental: el Derecho Romano. El desarrollo de este derecho surge, precisamente, para regular las relaciones entre minoría dominante y proletariado interno e, incluso, externo.
7. La procreación de las civilizaciones.
Como hemos visto en el árbol genealógico de las civilizaciones, muchas de ella procrean y dejan descendencia. Pero en todos los casos ocurre lo mismo: para que una civilización engendre una hija, tiene primero que morir. Sólo de los restos de una civilización muerta puede nacer otra. Vamos a analizar este proceso reproductivo de las civilizaciones. Toda civilización muere a manos del proletariado externo –o de una civilización vecina–, aunque en realidad, los pueblos bárbaros o las civilizaciones vecinas sólo dan el golpe de gracia que acaba por rematar una civilización que ya estaba casi completamente descompuesta. Cuando el limes se derrumba, las hordas de bárbaros que habían alimentado durante siglos la avidez mezclada de admiración y odio por la civilización de la que estaban excluidos, penetran como una riada incontenible arrasando casi todo a su paso. Y al hacerlo, contemplan cómo esa riqueza que habían codiciado y que creían, por fin, haber logrado, se les disuelve entre las manos sin dejarles casi nada. Y esa es la primera incitación a la que debe dar respuesta el pueblo bárbaro conquistador si quiere llegar a constituir una civilización. Habíamos visto cómo la incitación que daba lugar a las civilizaciones de primera generación era de tipo físico, producido por el entorno: clima, geografía, recursos naturales, etc., y cómo las incitaciones sucesivas de la cadena incitación-respuesta-incitación, tendían a lo que Toynbee había llamado eterealización. En el caso de las civilizaciones nacientes de segunda generación, la incitación es, ya desde el principio, mucho más eterealizada. Se trata de una incitación cultural que nace de la perplejidad ante esa cultura, esa riqueza y esas instituciones que se les han ido de las manos a los pueblos conquistadores tan pronto como han realizado la conquista. Sin embargo, las civilizaciones de segunda generación no tienen apenas ninguna guía sobre cómo llevar a cabo esa reconstrucción, por lo que la nueva civilización hija no tiene demasiado parecido con la madre. Pasados los siglos, si la civilización hija prospera, la hazaña de la conquista queda plasmada en relatos épicos –canciones de gesta los llama Toynbee– que narran, de una manera mítica, esa conquista.
Esto pasa en el caso del caso de la civilización Minoica a la Helénica. Los pueblos dorios, árgivos y aqueos que la acechaban, la conquistan y la arrasan. Pero no reconstruyen una civilización marítima, sino que lo hacen en el suelo continental de Grecia. No quedan vestigios claros, salvo ciertos yacimientos arqueológicos, de cómo era la civilización minoica. Pero Homero puso por escrito en el siglo VIII a. de C. los hechos acaecidos en Troya en el siglo XII a. de C. Nos cuenta, sin embargo, una historia muy deformada. Lo que era un episodio de la conquista de los dorios, árgivos y aqueos de la civilización Minoica, queda plasmado en una historia de amor imposible entre Helena, reina de Esparta –que representa a los pueblos bárbaros mitificados– y Paris, príncipe de Troya –ciudad minoica, emporio de lujo y de riqueza–, que acaba en rapto y en guerra de rescate. En ella se mezclan unos dioses, semidioses y héroes totalmente míticos. Son los dioses del panteón[5] de los pueblos invasores. No tenemos noticia de cuáles podrían ser los dioses de la civilización Minoica. Algo parecido ocurre con la historia del regreso de Ulises a Ítaca, la de Jasón, los argonautas y el vellocino de oro o la de Teseo y el minotauro, Ícaro y Dédalo. La verdad es que no es una mala herencia que nosotros, que casi treinta siglos después de estos hechos podamos disfrutar de la lectura de la Iliada, la Odisea y otras epopeyas o canciones de gesta, como los llama Toynbee. Incluso nuestro leguaje sigue marcado por aquello. Expresiones como “fue una odisea increíble”, “allí ardió Troya” o, “ten cuidado no se te quemen las alas como a Ícaro”, forman parte de nuestro lenguaje corriente. El Toisón de Oro, que no es otro que el vellocino de oro que buscaban Jasón y los argonautas, ha sido históricamente uno de las más reconocidas condecoraciones y títulos de prestigio.
Pero la cosa cambia en un aspecto sustancial cuando analizamos la procreación de civilizaciones de tercera generación a partir de las de segunda. El proceso de procreación es igual en todo excepto en un tema muy importante.
También aquí hay una conquista bárbara, también esos conquistadores se encuentran con que la civilización que ansiaban se les escapa entre los dedos, también esto supone una incitación inicial eterealizada, también los hechos de estas conquistas se transforman en canciones de gesta. Pero, a diferencia de lo que ocurre entre la primera y la segunda generación, las hordas bárbaras que dan el golpe de gracia a las civilizaciones de segunda generación, encuentran una herencia y, una guía sobre cómo reconstruir una civilización distinta de la anterior, pero con muchos rasgos similares.
La herencia es la religión superior de la civilización de segunda generación y el testamento de esta herencia lo guarda la Iglesia Universal. En efecto, esa religión superior, que no nació para salvar a la civilización sino para trascenderla, no muere con la civilización. Al contrario, conquista las almas de los pueblos bárbaros conquistadores y se instala en ellas. Además, durante siglos, la Iglesia Universal guarda celosamente lo mejor de la cultura de la civilización anterior para, eventualmente, dársela a la civilización naciente a medida que ésta lo necesita. De esta forma, la nueva civilización crea su propio estilo usando elementos de construcción de la antigua. Sin ser la misma, conserva rasgos que la identifican claramente, con mayor o menor parecido, con su madre. Toynbee, analizando todas las civilizaciones de segunda generación que generan hijas –Helénica, Siríaca, Índica y Sínica[6]–, descubre una ley que podríamos llamar –el no le pone ningún nombre– la ley del desagradecimiento. Viene a expresarse así. Cuanto mayor es la herencia que la civilización hija recibe de la madre, menor es su reconocimiento hacia la religión superior y la Iglesia Universal que le transmitió la herencia. Las dos civilizaciones del Lejano Oriente, China y Japonesa, siendo muy parecidas a la Sínica, han olvidado prácticamente el budismo salvo como una reliquia. La civilización Islámica, radicalmente diferente en sus rasgos de la Siríaca, es fanáticamente fiel al Islam. La Cristiana Occidental y la Ortodoxa Rusa, con muchas cosas en común con la Helénica –sobre todo la primera– pero también con sus peculiaridades específicas, son casos intermedios. La Cristiana Occidental, a partir de la Ilustración ha iniciado un alejamiento progresivo de sus raíces cristianas, aunque sus leyes, costumbres e instituciones siguen inspiradas culturalmente en esta religión. La Ortodoxa Rusa, aunque ha pasado por una corta etapa histórica de negación radical de su religión, parece que está retornando a ella tras la caída de la Unión Soviética[7] e, incluso en esa etapa oficialmente declarada atea, la religión cristiana se ha mantenido desacralizada en una religión de Estado, el Comunismo, en la que, si se analiza, perviven casi todos los dogmas cristianos desobrenaturalizados.
En la civilización Cristiana Occidental, existieron las hordas bárbaras, primero las tribus germánicas y, siglos más tarde, las normandas. Ambas, victoriosas por las armas, fueron ganadas por el cristianismo y la Iglesia Católica. A diferencia de lo que pasó con el panteón minoico, que fue olvidado y sustituido por el aqueo, son los dioses nórdicos los que quedaron relegados al olvido. Esas tribus nos han dejado sus canciones de gesta en las sagas nórdicas que nos recuerdan a sus dioses y a sus héroes. Varias tardes de ópera en Bayreuth –o en el sillón de casa con varios DVD’s–, presenciando la tetralogía del ciclo de anillo de Wagner, nos recuerdan la existencia y el ocaso de esos dioses. Los conocimientos de la civilización Helénica, fueron preservados de la destrucción en la red de monasterios en los que deliberadamente se copiaban y distribuían. Más tarde fueron difundidos a través de las universidades, fundadas por la Iglesia, floreciendo la filosofía griega y el derecho romano que, de otra forma, hubiesen caído en el olvido casi con absoluta seguridad[8]. La arquitectura romana y griega se encarnó en iglesias y basílicas antes de ser adoptada por la sociedad civil. Es indudable para cualquier estudioso objetivo de la historia, tenga las creencias que tenga –de hecho, Toynbee, como he comentado en una nota a pie de página anterior era agnóstico– que nuestra civilización Cristiana Occidental está en enorme deuda con el cristianismo y la Iglesia católica.
[1] Toynbee no se refiere con esto a la Iglesia católica, ya que identifica Iglesias Universales en varias de las civilizaciones de segunda generación.
[2] El budismo mahayana (gran vehículo) es una evolución tardía del budismo primitivo (bodiyana o pequeño vehículo). Mientras en el bodiyana el Buda que alcanzaba el nirvana desaparecía del mundo, en el mahayana el buda, una vez alcanzado el ansiado nirvana, en vez de desaparecer, se quedaba en la tierra para mostrar el camino a sus hermanos. Parece que esta versión tardía del budismo, que aparece hacia el siglo III d. de C, está notablemente influida por el cristianismo.
[3] Ciertamente, el judaísmo tuvo una expansión en el imperio romano debido a la diáspora judía. Pero son anecdóticos los casos en los que llegó a captar a miembros originarios de la civilización Helénica.
[4] Conviene aclarar aquí que Toynbee era un erudito e intelectual agnóstico, aunque con un profundo sentido de la existencia de una realidad más allá de la que pueden captar directamente nuestros sentidos o nuestra razón. Una realidad que él llama transracional. Por tanto, su defensa de las religiones superiores y de las Iglesias Universales, no nace de su fe en una determinada religión o credo, sino de su análisis de la historia realizado, eso sí, con una mente abierta.
[5] La palabra panteón no se refiere en Toynbee a un edificio funerario ni a un templo, sino al conjunto de los dioses de una religión primitiva. Pan = todos, theos = dioses.
[6] Aunque la Civilización Sínica es de primera generación, lo tardío de su desaparición le permitió aceptar el budismo mahayana de la civilización Índica, quedando el hinduísmo, también ceación de la civilización Índica, para la civilización Hindú, hija de la Índica.
[7] Toynbee no llegó a ver este acontecimiento histórico.
[8] Es cierto que el mundo islámico también tradujo a Aristóteles y que Averroes analizó su filosofía, pero ésta fue posteriormente proscrita por el Islam, Averroes desterrado de Córdoba y sus obras quemadas.
Esta es la quinta entrega de una serie de entradas bajo el título “Vida y muerte de las civilizaciones en la historia”. Recomiendo a quien empiece a leer esta serie desde aquí, que procure empezar por la entrega I, publicada el 6 de Septiembre.
6. Desintegración y muerte de las civilizaciones.
La instauración del Estado Universal, a pesar de suponer el golpe de gracia para la civilización (como siempre, la libertad humana puede dar la vuelta a la situación, pero sus condicionamientos son cada vez mayores), es recibida por los habitantes de la misma como una bendición. En efecto, la instauración del Estado Universal suele ser el final de la terrible situación de los tiempos revueltos, con sus angustias, ansiedad e inseguridades, dando paso a una paz estable a una seguridad y a un progreso material como la memoria histórica no recordaba. Pero esa paz no es otra cosa que la paz de los cementerios. Sin embargo, el Estado Universal puede durar bastantes siglos, con grandes éxitos militares, económicos e institucionales. Puede, incluso, llegar a crear en los miembros de la civilización una sensación de solidez que hace que les parezca inmortal. Pero las disensiones entre la minoría dominante y el proletariado interno, la disolución paulatina del estilo propio de la civilización por el cisma en el alma de sus habitantes y la presión creciente de los pueblos bárbaros que forman el proletariado externo, van minando de forma imperceptible la solidez de la civilización que va pareciéndose cada vez más a un gigante con los pies de barro o a una viga maestra de madera roída internamente por la carcoma. Sin embargo, esta tensión entre minoría dominante y proletariado interno, puede dar un fruto importante en la aparición de instituciones regulatorias de este conflicto crónico. Todo eso va pasando bajo los ojos de todos, sin que casi nadie se de cuenta de ese deterioro. Las mentes preclaras que lo ven son marginadas tanto por la minoría dominante como por el proletariado interno. Podrían ser una nueva minoría creadora, pero les resulta muy difícil, si no imposible convencer a nadie de que los siga. Incluso pueden llegar a convertirse en los chivos expiatorios de todos.
A pesar de todo, Toynbee percibe en todos los Estados Universales ciclos de regeneración que, sin embargo, hasta donde llega su análisis, nunca han llegado a salvar a ninguna civilización. Pero su muestra es demasiado pequeña, según él mismo reconoce, como para poder asegurar que esa desintegración sea un sino inalterable. Está, además, como se ha dicho repetidamente, el poder de la libertad.
Toynbee reconoce en esta fase de desintegración de algunas –no de todas– civilizaciones de segunda generación –no así en las de primera– el desarrollo de un nuevo tipo de sociedad. En efecto, las actitudes de transfiguración y de sentido de unidad de que se ha hablado antes, generan, en el alma de algunas personas del proletariado interno una necesidad de trascendencia que apunta más allá de la civilización. Y esta búsqueda de trascendencia puede engendrar una religión superior. Mientras que los intentos de salvar la civilización moribunda tropiezan, como se ha dicho antes, con la oposición de la inmensa mayoría de los habitantes de la misma, esta religión superior que trasciende a la civilización suele encontrar un eco en el alma de una buena parte de los miembros del proletariado interno –y, aunque mucho más excepcionalmente, también en la minoría dominante. No todas las civilizaciones de segunda generación son capaces de completar este proceso, pero aquellas que lo logran, hacen que esta religión superior se encarne en un nuevo tipo de sociedad que Toynbee llama Iglesia Universal[1]. Sin embargo, parece que hay evidencia de que las civilizaciones de segunda generación que no son capaces de engendrar una religión superior por si mismas, las adoptan de otra civilización con la que entran en contacto que sí la ha producido. El resultado final es que en todas las civilizaciones de 2ª generación arraigan, por producción propia o por importación, con mayor o menor fuerza, religiones superiores con sus respectivas Iglesias Universales.
Toynbee identifica 6 religiones superiores nacidas de tan sólo tres civilizaciones de 2ª generación. La civilización Siríaca tiene el record en la producción de religiones superiores, ya que en ella aparecen el judaísmo, el cristianismo y el islam. Le sigue la civilización Índica, productora de dos religiones superiores, el hinduismo y el budismo mahayana[2]. Por último, la civilización Babilónica produjo únicamente el zoroastrismo. A su vez, el cristianismo fue adoptado por la civilización helénica y el budismo mahayana por la civilización Sínica, aún siendo de primera generación. El judaísmo[3], el islam y el hinduismo se quedaron en las mismas civilizaciones que los crearon, la Siríaca las dos primeras y la Índica la tercera. Sin embargo, ninguna de estas religiones superiores, fuesen autóctonas de la civilización o adoptadas por ella, llegó a ser capaz de salvar la civilización en la que se implantó. Recuérdese que su objetivo no era salvarla, sino trascenderla. Algunos autores, como es el caso de Gibbon, en su obra “Ascenso y caída del Imperio Romano”, afirman que la caída del Imperio Romano se debió a que el cristianismo fue como un cáncer para ella. Toynbee da la vuelta al argumento. El Imperio Romano era ya un condenado a muerte, del que el cristianismo, tomado de la Civilización Siríaca por el proletariado interno, pretendió ser un bálsamo que también quisieron usar cada vez más personas de la minoría dominante, hastiados del pobre consuelo de su filosofía[4]. Si el objetivo de las religiones superiores y de las Iglesias Universales en las que se encarnaron no era salvar a la civilización en la que arraigaron, sino trascenderla, lo consiguieron, como veremos, más adelante cuando hablemos de la procreación de las civilizaciones.
Pero por largo que haya sido el periodo de desintegración de algunas de las civilizaciones –en el caso de la Egipcíaca duró casi 3.000 años– el final ha sido siempre, hasta ahora, la muerte de la civilización. Esta muerte puede producirse, bien a manos de el proletariado externo, que rompe definitivamente el limes creado por la civilización e irrumpe en ella como una riada que rompe un dique, o bien a manos de otra civilización fronteriza. El primero es el caso de la civilización Helénica y el segundo el de la civilización Egipcíaca a manos de la Helénica con la conquista de Egipto por Alejandro Magno en el 332 a. de C. Pero es importante reseñar que nunca se ha producido en la historia que una civilización en fase de desarrollo haya muerto a manos ni de los pueblos bárbaros adyacentes ni de otra civilización vecina, aunque ésta pareciese más fuerte. Así, la civilización Helénica, en su fase de desarrollo, salió triunfante, contra todo pronóstico que tuviese sólo en cuenta el aparente poderío económico o militar, de su enfrentamiento con la Siríaca, ya en desintegración, en las guerras Médicas contra el imperio persa, Estado Universal de esta civilización.
¿Cómo se refleja esto en la civilización Helénica? Ya hemos visto que la República romana primero y el Imperio después, forman el Estado Universal Helénico con un limes perfectamente trazado. El proletariado interno de esta civilización adopta el cristianismo, de origen siríaco, como religión superior, que cuaja en una Iglesia Universal. A lo largo del Imperio se dan momentos de aparente recuperación, como el Imperio de Augusto, la dinastía Antonina, con Trajano, Adriano y Marco Aurelio, o la reorganización del Imperio bajo Diocleciano, pero esto alterna con periodos terribles como los de Calígula y Nerón en la dinastía Claudia, o Cómodo al final de la dinastía Antonina, o tantos y tantos emperadores que degradaron el Imperio antes y después de Diocleciano. Y no parece que sea imputable a la Iglesia ni al cristianismo, como afirma Gibbon, el hecho de que estas terribles series de pésimos emperadores llevasen al Imperio a su fin. A lo largo de este proceso, los bárbaros van impregnando y penetrando cada vez más el Imperio con sus costumbres, sus asentamientos más o menos pacíficos o pactados dentro del Imperio, aportando tropas mercenarias y generales al servicio de los emperadores. Todo esto no era sino parte del proceso de desintegración. Sin embargo, a lo argo de todo este periodo, siguió desarrollándose una de las instituciones más importantes y que más han influido, siglos más tarde, en la civilización Cristiana Occidental: el Derecho Romano. El desarrollo de este derecho surge, precisamente, para regular las relaciones entre minoría dominante y proletariado interno e, incluso, externo.
7. La procreación de las civilizaciones.
Como hemos visto en el árbol genealógico de las civilizaciones, muchas de ella procrean y dejan descendencia. Pero en todos los casos ocurre lo mismo: para que una civilización engendre una hija, tiene primero que morir. Sólo de los restos de una civilización muerta puede nacer otra. Vamos a analizar este proceso reproductivo de las civilizaciones. Toda civilización muere a manos del proletariado externo –o de una civilización vecina–, aunque en realidad, los pueblos bárbaros o las civilizaciones vecinas sólo dan el golpe de gracia que acaba por rematar una civilización que ya estaba casi completamente descompuesta. Cuando el limes se derrumba, las hordas de bárbaros que habían alimentado durante siglos la avidez mezclada de admiración y odio por la civilización de la que estaban excluidos, penetran como una riada incontenible arrasando casi todo a su paso. Y al hacerlo, contemplan cómo esa riqueza que habían codiciado y que creían, por fin, haber logrado, se les disuelve entre las manos sin dejarles casi nada. Y esa es la primera incitación a la que debe dar respuesta el pueblo bárbaro conquistador si quiere llegar a constituir una civilización. Habíamos visto cómo la incitación que daba lugar a las civilizaciones de primera generación era de tipo físico, producido por el entorno: clima, geografía, recursos naturales, etc., y cómo las incitaciones sucesivas de la cadena incitación-respuesta-incitación, tendían a lo que Toynbee había llamado eterealización. En el caso de las civilizaciones nacientes de segunda generación, la incitación es, ya desde el principio, mucho más eterealizada. Se trata de una incitación cultural que nace de la perplejidad ante esa cultura, esa riqueza y esas instituciones que se les han ido de las manos a los pueblos conquistadores tan pronto como han realizado la conquista. Sin embargo, las civilizaciones de segunda generación no tienen apenas ninguna guía sobre cómo llevar a cabo esa reconstrucción, por lo que la nueva civilización hija no tiene demasiado parecido con la madre. Pasados los siglos, si la civilización hija prospera, la hazaña de la conquista queda plasmada en relatos épicos –canciones de gesta los llama Toynbee– que narran, de una manera mítica, esa conquista.
Esto pasa en el caso del caso de la civilización Minoica a la Helénica. Los pueblos dorios, árgivos y aqueos que la acechaban, la conquistan y la arrasan. Pero no reconstruyen una civilización marítima, sino que lo hacen en el suelo continental de Grecia. No quedan vestigios claros, salvo ciertos yacimientos arqueológicos, de cómo era la civilización minoica. Pero Homero puso por escrito en el siglo VIII a. de C. los hechos acaecidos en Troya en el siglo XII a. de C. Nos cuenta, sin embargo, una historia muy deformada. Lo que era un episodio de la conquista de los dorios, árgivos y aqueos de la civilización Minoica, queda plasmado en una historia de amor imposible entre Helena, reina de Esparta –que representa a los pueblos bárbaros mitificados– y Paris, príncipe de Troya –ciudad minoica, emporio de lujo y de riqueza–, que acaba en rapto y en guerra de rescate. En ella se mezclan unos dioses, semidioses y héroes totalmente míticos. Son los dioses del panteón[5] de los pueblos invasores. No tenemos noticia de cuáles podrían ser los dioses de la civilización Minoica. Algo parecido ocurre con la historia del regreso de Ulises a Ítaca, la de Jasón, los argonautas y el vellocino de oro o la de Teseo y el minotauro, Ícaro y Dédalo. La verdad es que no es una mala herencia que nosotros, que casi treinta siglos después de estos hechos podamos disfrutar de la lectura de la Iliada, la Odisea y otras epopeyas o canciones de gesta, como los llama Toynbee. Incluso nuestro leguaje sigue marcado por aquello. Expresiones como “fue una odisea increíble”, “allí ardió Troya” o, “ten cuidado no se te quemen las alas como a Ícaro”, forman parte de nuestro lenguaje corriente. El Toisón de Oro, que no es otro que el vellocino de oro que buscaban Jasón y los argonautas, ha sido históricamente uno de las más reconocidas condecoraciones y títulos de prestigio.
Pero la cosa cambia en un aspecto sustancial cuando analizamos la procreación de civilizaciones de tercera generación a partir de las de segunda. El proceso de procreación es igual en todo excepto en un tema muy importante.
También aquí hay una conquista bárbara, también esos conquistadores se encuentran con que la civilización que ansiaban se les escapa entre los dedos, también esto supone una incitación inicial eterealizada, también los hechos de estas conquistas se transforman en canciones de gesta. Pero, a diferencia de lo que ocurre entre la primera y la segunda generación, las hordas bárbaras que dan el golpe de gracia a las civilizaciones de segunda generación, encuentran una herencia y, una guía sobre cómo reconstruir una civilización distinta de la anterior, pero con muchos rasgos similares.
La herencia es la religión superior de la civilización de segunda generación y el testamento de esta herencia lo guarda la Iglesia Universal. En efecto, esa religión superior, que no nació para salvar a la civilización sino para trascenderla, no muere con la civilización. Al contrario, conquista las almas de los pueblos bárbaros conquistadores y se instala en ellas. Además, durante siglos, la Iglesia Universal guarda celosamente lo mejor de la cultura de la civilización anterior para, eventualmente, dársela a la civilización naciente a medida que ésta lo necesita. De esta forma, la nueva civilización crea su propio estilo usando elementos de construcción de la antigua. Sin ser la misma, conserva rasgos que la identifican claramente, con mayor o menor parecido, con su madre. Toynbee, analizando todas las civilizaciones de segunda generación que generan hijas –Helénica, Siríaca, Índica y Sínica[6]–, descubre una ley que podríamos llamar –el no le pone ningún nombre– la ley del desagradecimiento. Viene a expresarse así. Cuanto mayor es la herencia que la civilización hija recibe de la madre, menor es su reconocimiento hacia la religión superior y la Iglesia Universal que le transmitió la herencia. Las dos civilizaciones del Lejano Oriente, China y Japonesa, siendo muy parecidas a la Sínica, han olvidado prácticamente el budismo salvo como una reliquia. La civilización Islámica, radicalmente diferente en sus rasgos de la Siríaca, es fanáticamente fiel al Islam. La Cristiana Occidental y la Ortodoxa Rusa, con muchas cosas en común con la Helénica –sobre todo la primera– pero también con sus peculiaridades específicas, son casos intermedios. La Cristiana Occidental, a partir de la Ilustración ha iniciado un alejamiento progresivo de sus raíces cristianas, aunque sus leyes, costumbres e instituciones siguen inspiradas culturalmente en esta religión. La Ortodoxa Rusa, aunque ha pasado por una corta etapa histórica de negación radical de su religión, parece que está retornando a ella tras la caída de la Unión Soviética[7] e, incluso en esa etapa oficialmente declarada atea, la religión cristiana se ha mantenido desacralizada en una religión de Estado, el Comunismo, en la que, si se analiza, perviven casi todos los dogmas cristianos desobrenaturalizados.
En la civilización Cristiana Occidental, existieron las hordas bárbaras, primero las tribus germánicas y, siglos más tarde, las normandas. Ambas, victoriosas por las armas, fueron ganadas por el cristianismo y la Iglesia Católica. A diferencia de lo que pasó con el panteón minoico, que fue olvidado y sustituido por el aqueo, son los dioses nórdicos los que quedaron relegados al olvido. Esas tribus nos han dejado sus canciones de gesta en las sagas nórdicas que nos recuerdan a sus dioses y a sus héroes. Varias tardes de ópera en Bayreuth –o en el sillón de casa con varios DVD’s–, presenciando la tetralogía del ciclo de anillo de Wagner, nos recuerdan la existencia y el ocaso de esos dioses. Los conocimientos de la civilización Helénica, fueron preservados de la destrucción en la red de monasterios en los que deliberadamente se copiaban y distribuían. Más tarde fueron difundidos a través de las universidades, fundadas por la Iglesia, floreciendo la filosofía griega y el derecho romano que, de otra forma, hubiesen caído en el olvido casi con absoluta seguridad[8]. La arquitectura romana y griega se encarnó en iglesias y basílicas antes de ser adoptada por la sociedad civil. Es indudable para cualquier estudioso objetivo de la historia, tenga las creencias que tenga –de hecho, Toynbee, como he comentado en una nota a pie de página anterior era agnóstico– que nuestra civilización Cristiana Occidental está en enorme deuda con el cristianismo y la Iglesia católica.
[1] Toynbee no se refiere con esto a la Iglesia católica, ya que identifica Iglesias Universales en varias de las civilizaciones de segunda generación.
[2] El budismo mahayana (gran vehículo) es una evolución tardía del budismo primitivo (bodiyana o pequeño vehículo). Mientras en el bodiyana el Buda que alcanzaba el nirvana desaparecía del mundo, en el mahayana el buda, una vez alcanzado el ansiado nirvana, en vez de desaparecer, se quedaba en la tierra para mostrar el camino a sus hermanos. Parece que esta versión tardía del budismo, que aparece hacia el siglo III d. de C, está notablemente influida por el cristianismo.
[3] Ciertamente, el judaísmo tuvo una expansión en el imperio romano debido a la diáspora judía. Pero son anecdóticos los casos en los que llegó a captar a miembros originarios de la civilización Helénica.
[4] Conviene aclarar aquí que Toynbee era un erudito e intelectual agnóstico, aunque con un profundo sentido de la existencia de una realidad más allá de la que pueden captar directamente nuestros sentidos o nuestra razón. Una realidad que él llama transracional. Por tanto, su defensa de las religiones superiores y de las Iglesias Universales, no nace de su fe en una determinada religión o credo, sino de su análisis de la historia realizado, eso sí, con una mente abierta.
[5] La palabra panteón no se refiere en Toynbee a un edificio funerario ni a un templo, sino al conjunto de los dioses de una religión primitiva. Pan = todos, theos = dioses.
[6] Aunque la Civilización Sínica es de primera generación, lo tardío de su desaparición le permitió aceptar el budismo mahayana de la civilización Índica, quedando el hinduísmo, también ceación de la civilización Índica, para la civilización Hindú, hija de la Índica.
[7] Toynbee no llegó a ver este acontecimiento histórico.
[8] Es cierto que el mundo islámico también tradujo a Aristóteles y que Averroes analizó su filosofía, pero ésta fue posteriormente proscrita por el Islam, Averroes desterrado de Córdoba y sus obras quemadas.
4 de octubre de 2009
Vida y muerte de las civilizaciones según Arnold J. Toynbee (IV)
Tomás Alfaro Drake
Esta es la cuarta entrega de una serie de entradas bajo el título “Vida y muerte de las civilizaciones en la historia”. Recomiendo a quien empiece a leer esta serie desde aquí, que procure empezar por la entrega I, publicada el 6 de Septiembre.
5. El colapso de las civilizaciones.
Cuando una civilización fracasa de forma sistemática en encontrar una respuesta de éxito a una incitación, entra en una fase que Toynbee llama los tiempos revueltos. Son una etapa de luchas internas en la que distintos aspirantes que fracasan en encontrar una respuesta de éxito se enfrentan entre sí, creando una época de gran inestabilidad en la que los habitantes de la civilización se encuentran sacudidos por guerras, revoluciones y todo tipo de desastres políticos que crean en ellos un permanente estado de ansiedad. Pero mientras esta situación dura, hay esperanza de que alguien dé con la respuesta. Pero si este estado de cosas se prolonga, tarde o temprano, uno de los estados parroquiales que forman la civilización da el golpe de gracia militar al resto. A esto es a lo que Toynbee llama la tentación suicida del militarismo. En ese momento se produce el colapso de la civilización. Este colapso se puede producir de un solo golpe o de varios, pero una vez producido el primero es muy difícil la recuperación. Quiero recordar, una vez más que la libertad humana hace que nunca sea irreparable ningún daño de la civilización pero, como veremos, tras cada colapso, la libertad humana se ve más y más seriamente restringida por una mezcla de imposición externa a las personas y apatía interna de la mayor parte de los habitantes de la civilización. Y, naturalmente, esto hace mucho más difícil, aunque de ninguna manera imposible, que esa libertad pueda dar la vuelta a la situación.
Cuando se produce el colapso, la minoría que se hace con el poder, en vez de ser una minoría creadora se erige en minoría dominante y, para preservar su dominio, instaura por la fuerza una unidad política en la civilización que Toynbee llama el Estado Universal. Los habitantes de la civilización que no constituyen la minoría dominante forman lo que Toynbee ha bautizado con el nombre de proletariado interno[1]. Forman una abigarrada masa de gente sin acceso a las decisiones políticas, en general económicamente desheredadas y que carecen de rasgos comunes. Pueden provenir de antiguos habitantes de la civilización que nunca han pertenecido a ninguna minoría creadora, descendientes de antiguas minorías creadoras, miembros de la minoría dominante caídos en desgracia, o habitantes de pueblos bárbaros conquistados por el Estado Universal, etc. Sin embargo, tras la traumática experiencia de los tiempos revueltos, los miembros de este proletariado interno suelen acoger la paz que viene generalmente asociada a la instauración del Estado Universal como una bendición.
Paralelamente, la influencia de atracción que la civilización ejercía sobre los pueblos bárbaros limítrofes de va diluyendo, lo que obliga a instaurar una frontera –limes– para protegerse de ellos. Muy normalmente, tras el primer colapso, dado por uno de los estados parroquiales sobre el resto, vienen otros, dados por pueblos limítrofes semibárbaros, parcial o totalmente asimilados por la civilización en su fase de desarrollo. Esto divide tajantemente a la antigua civilización en desarrollo, que antes se extendía hacia afuera como la luz de una lámpara en la distancia, en un dentro y un fuera. A los bárbaros de fuera, Toynbee los denomina el proletariado externo. Estos pueblos bárbaros, que antes del colapso miraban con admiración la luz de la civilización y deseaban integrarse pacíficamente en ella, al verse excluidos y al perder su brillo la civilización, lo que ansían, sin dejar de admirarla, es conquistarla y dominarla.
A esta división en minoría dominante, proletariado interno y proletariado externo, es a lo que Toynbee llama el cisma en el cuerpo social. A ella se yuxtapone otra, a la que Toynbee llama el cisma en el alma, que afecta, aunque de distinta manera, tanto a las personas de la minoría dominante como a las del proletariado interno. Esta parte de “El estudio” es a mi modo de ver, la más confusa. Toynbee se lanza a un exhaustivo análisis de las reacciones y actitudes que se producen en las conductas, sentimientos y modos de vida, tanto individuales como sociales de los distintas partes de la civilización colapsada. Aunque ilustra cada una de ellas con profusión de ejemplos, y a pesar de su indudable interés, no deja de producirme una cierta sensación de elucubración. Son en total doce actitudes que enumero a continuación. Algunas son totalmente autoexplicativas y para aquellas que me parecen equívocas doy una breve explicación. Posteriormente me centraré en la última de ellas. Las actitudes que analiza Toynbee son:
Abandono
Autocontrol
Deserción
Martirio
Sentido de estar a la deriva
Sentido de pecado
Sentido de promiscuidad
Sentido de unidad
Arcaísmo
Futurismo
Desapego
Transfiguración
- La actitud de autocontrol podría parecer positiva, pero no lo es. Es una especie de estoicismo
resignado ante fuerzas socio-político-culturales que desbordan a la persona, que sólo encuentra
cierto consuelo en un ascetismo desencantado.
- Martirio se entendería mejor si le llamásemos suicidio pseudo heroico. Toynbee dice de la
actitud de este mártir:
“Es psicológicamente poco más que un suicida que busca una manera más noble que el
suicidio para liberarse de
‘la carga pesada y fastidiosa
de todo este mundo ininteligible[2]’”.
- Sentido de pecado podría llamarse también sentido de culpa. La sensación de que todos los
males de la sociedad se derivan de algún error o pecado, personal o social, olvidado e
imperdonable que lleva a la civilización de forma irremediable a la catástrofe. Tanto el
sentimiento de pecado como el de estar a la deriva implican el sometimiento a unos
mecanismos inmensamente superiores a la persona y contra los que ésta nada puede hacer. La
diferencia entre ambos es que en el sentimiento de pecado existe la conciencia de culpa
personal o social de que es la persona o la sociedad la que ha puesto en marcha estos
inexorables mecanismos y en el de estar a la deriva no existe este sentimiento.
- Sentido de promiscuidad. Toynbee se refiere a la promiscuidad como un totus revolutum en el
que las virtudes más preciosas de la civilización se transforman en vulgaridad y en el que las
costumbres bárbaras del proletariado externo se van adueñando tanto de la minoría
dominante como del proletariado interno. Es por tanto, una renuncia al estilo por
vulgarización y barbarización.
- Sentido de la unidad. Este sentido es bueno para la civilización cuando ésta está en desarrollo y
brota espontáneamente del corazón de los hombres que la forman. Es mala cuando se impone,
como suele ser el caso en una civilización colapsada, mediante la tiranía de una facción del
cuerpo social sobre otra.
- El arcaísmo y el futurismo son utopías que pretenden salvar a la civilización anclándola en un
pasado idealizado que nunca existió o en un futuro soñado como un paraíso al que hay que
sacrificar todo. Ambas actitudes suelen degenerar en violencia.
- Desapego. Es un desapego de todo, basado en la decepción, como medio de alcanzar la
tranquilidad de espíritu. Suele engendrar filosofías ascéticas desengañadas como el estoicismo o
el epicureísmo. Toynbee nos da dos citas, la primera de Epicteto, epicúreo del periodo
helenista, posterior al primer colapso de la civilización Helénica, y la segunda del estoico
Séneca, romano de la época de Nerón.
“Si besáis a vuestro hijo... nunca pongáis vuestra imaginación sin reservas en ese acto y
nunca deis rienda suelta a vuestras emociones... En verdad, no es cosa mala acompañar el
acto de besar a un niño susurrándole: ‘Mañana morirás’”[3].
“La misericordia es una enfermedad mental producida por el espectáculo de las miserias de
los demás; también puede definirse como una infección de los espíritus inferiores adquirida
por los males de otras gentes cuando se cree que esos males son inmerecidos. El sabio no
sucumbe a semejante enfermedad”[4].
- Transfiguración. Esta actitud lleva a situar en un mundo trascendente el mundo soñado que
arcaístas y futuristas sitúan en esta tierra. Aún llevando a posiciones pacíficas, sus
consecuencias pueden ser negativas o positivas para la civilización. Esto depende de si llevan a
un quietismo pasivo, que las haría poco más o menos como las filosofías del desapego, o a una
actitud activa de ayuda y apoyo activos a los demás miembros de la civilización, aunque no se
crea que esta ayuda y apoyo vayan a traer el paraíso a esta tierra. Su efecto positivo para la
civilización es mayor cuando va unida a un sentido de unidad cimentado en un Dios común de
todos los hombres. Como veremos más adelante, esta actitud tiene importantes consecuencias
en las siguientes fases de la vida de la civilización, desintegración, muerte y procreación.
Este es el escenario en el que se encuentra la civilización tras sufrir el o los colapsos. La siguiente etapa de la vida de la civilización es, como de ha dicho más arriba, la de desintegración. Pero antes de analizarla vamos a ver el colapso de la civilización Helénica.
Como se dijo anteriormente, el primer colapso de la civilización Helénica fue la guerra del Peloponeso (431-404 a. de C.), tras la cual, Esparta, la más fuerte militarmente pero la más errada de las ciudades-estado helénicas en su búsqueda de respuesta de éxito, se hizo con el poder frente a la ensoberbecida Atenas. Pero pronto, cuando parecía que Atenas podía renacer de sus cenizas, otro colapso seguiría a éste. En efecto, Macedonia, un pueblo semibárbaro, tardíamente helenizado, en la periferia de la civilización helénica, da un segundo golpe de gracia y se hace, mediante la fuerza, con el dominio de toda Grecia en el 338 a. de C., para después extender este dominio a Egipto (332 a.de C.) y Babilonia y Persia (331 a. de C.). Pero otro estado semihelenizado, Roma, desencadenó el último y definitivo colapso a la civilización Helénica conquistando toda Grecia (168 a. de C.), convirtiéndola en una provincia de Roma (148 a. de C.), acabando con los tiempos revueltos y constituyendo el definitivo Estado Universal helénico. Este Estado Universal estableció, en la línea Rhin-Danubio, un limes natural y nítido en su contacto con las tribus germánicas, el desierto en su frontera africana y una línea más o menos fluctuante de fortificaciones en su frontera oriental.
[1] Una vez más la terminología de Toynbee es peculiar y la palabra proletariado no tiene aquí el mismo sentido que en la terminología marxista, aunque tampoco es radicalmente distinto.
[2] Los dos versos de la cita de Toynbee son de William Wordsworth. Tintern Abbey.
[3] Epicteto: Disertaciones, libro III, capítulo 24, párrafos 85-88.
[4] Séneca. De clementia, libro II, capítulo 5, párrafos 4-5.
Esta es la cuarta entrega de una serie de entradas bajo el título “Vida y muerte de las civilizaciones en la historia”. Recomiendo a quien empiece a leer esta serie desde aquí, que procure empezar por la entrega I, publicada el 6 de Septiembre.
5. El colapso de las civilizaciones.
Cuando una civilización fracasa de forma sistemática en encontrar una respuesta de éxito a una incitación, entra en una fase que Toynbee llama los tiempos revueltos. Son una etapa de luchas internas en la que distintos aspirantes que fracasan en encontrar una respuesta de éxito se enfrentan entre sí, creando una época de gran inestabilidad en la que los habitantes de la civilización se encuentran sacudidos por guerras, revoluciones y todo tipo de desastres políticos que crean en ellos un permanente estado de ansiedad. Pero mientras esta situación dura, hay esperanza de que alguien dé con la respuesta. Pero si este estado de cosas se prolonga, tarde o temprano, uno de los estados parroquiales que forman la civilización da el golpe de gracia militar al resto. A esto es a lo que Toynbee llama la tentación suicida del militarismo. En ese momento se produce el colapso de la civilización. Este colapso se puede producir de un solo golpe o de varios, pero una vez producido el primero es muy difícil la recuperación. Quiero recordar, una vez más que la libertad humana hace que nunca sea irreparable ningún daño de la civilización pero, como veremos, tras cada colapso, la libertad humana se ve más y más seriamente restringida por una mezcla de imposición externa a las personas y apatía interna de la mayor parte de los habitantes de la civilización. Y, naturalmente, esto hace mucho más difícil, aunque de ninguna manera imposible, que esa libertad pueda dar la vuelta a la situación.
Cuando se produce el colapso, la minoría que se hace con el poder, en vez de ser una minoría creadora se erige en minoría dominante y, para preservar su dominio, instaura por la fuerza una unidad política en la civilización que Toynbee llama el Estado Universal. Los habitantes de la civilización que no constituyen la minoría dominante forman lo que Toynbee ha bautizado con el nombre de proletariado interno[1]. Forman una abigarrada masa de gente sin acceso a las decisiones políticas, en general económicamente desheredadas y que carecen de rasgos comunes. Pueden provenir de antiguos habitantes de la civilización que nunca han pertenecido a ninguna minoría creadora, descendientes de antiguas minorías creadoras, miembros de la minoría dominante caídos en desgracia, o habitantes de pueblos bárbaros conquistados por el Estado Universal, etc. Sin embargo, tras la traumática experiencia de los tiempos revueltos, los miembros de este proletariado interno suelen acoger la paz que viene generalmente asociada a la instauración del Estado Universal como una bendición.
Paralelamente, la influencia de atracción que la civilización ejercía sobre los pueblos bárbaros limítrofes de va diluyendo, lo que obliga a instaurar una frontera –limes– para protegerse de ellos. Muy normalmente, tras el primer colapso, dado por uno de los estados parroquiales sobre el resto, vienen otros, dados por pueblos limítrofes semibárbaros, parcial o totalmente asimilados por la civilización en su fase de desarrollo. Esto divide tajantemente a la antigua civilización en desarrollo, que antes se extendía hacia afuera como la luz de una lámpara en la distancia, en un dentro y un fuera. A los bárbaros de fuera, Toynbee los denomina el proletariado externo. Estos pueblos bárbaros, que antes del colapso miraban con admiración la luz de la civilización y deseaban integrarse pacíficamente en ella, al verse excluidos y al perder su brillo la civilización, lo que ansían, sin dejar de admirarla, es conquistarla y dominarla.
A esta división en minoría dominante, proletariado interno y proletariado externo, es a lo que Toynbee llama el cisma en el cuerpo social. A ella se yuxtapone otra, a la que Toynbee llama el cisma en el alma, que afecta, aunque de distinta manera, tanto a las personas de la minoría dominante como a las del proletariado interno. Esta parte de “El estudio” es a mi modo de ver, la más confusa. Toynbee se lanza a un exhaustivo análisis de las reacciones y actitudes que se producen en las conductas, sentimientos y modos de vida, tanto individuales como sociales de los distintas partes de la civilización colapsada. Aunque ilustra cada una de ellas con profusión de ejemplos, y a pesar de su indudable interés, no deja de producirme una cierta sensación de elucubración. Son en total doce actitudes que enumero a continuación. Algunas son totalmente autoexplicativas y para aquellas que me parecen equívocas doy una breve explicación. Posteriormente me centraré en la última de ellas. Las actitudes que analiza Toynbee son:
Abandono
Autocontrol
Deserción
Martirio
Sentido de estar a la deriva
Sentido de pecado
Sentido de promiscuidad
Sentido de unidad
Arcaísmo
Futurismo
Desapego
Transfiguración
- La actitud de autocontrol podría parecer positiva, pero no lo es. Es una especie de estoicismo
resignado ante fuerzas socio-político-culturales que desbordan a la persona, que sólo encuentra
cierto consuelo en un ascetismo desencantado.
- Martirio se entendería mejor si le llamásemos suicidio pseudo heroico. Toynbee dice de la
actitud de este mártir:
“Es psicológicamente poco más que un suicida que busca una manera más noble que el
suicidio para liberarse de
‘la carga pesada y fastidiosa
de todo este mundo ininteligible[2]’”.
- Sentido de pecado podría llamarse también sentido de culpa. La sensación de que todos los
males de la sociedad se derivan de algún error o pecado, personal o social, olvidado e
imperdonable que lleva a la civilización de forma irremediable a la catástrofe. Tanto el
sentimiento de pecado como el de estar a la deriva implican el sometimiento a unos
mecanismos inmensamente superiores a la persona y contra los que ésta nada puede hacer. La
diferencia entre ambos es que en el sentimiento de pecado existe la conciencia de culpa
personal o social de que es la persona o la sociedad la que ha puesto en marcha estos
inexorables mecanismos y en el de estar a la deriva no existe este sentimiento.
- Sentido de promiscuidad. Toynbee se refiere a la promiscuidad como un totus revolutum en el
que las virtudes más preciosas de la civilización se transforman en vulgaridad y en el que las
costumbres bárbaras del proletariado externo se van adueñando tanto de la minoría
dominante como del proletariado interno. Es por tanto, una renuncia al estilo por
vulgarización y barbarización.
- Sentido de la unidad. Este sentido es bueno para la civilización cuando ésta está en desarrollo y
brota espontáneamente del corazón de los hombres que la forman. Es mala cuando se impone,
como suele ser el caso en una civilización colapsada, mediante la tiranía de una facción del
cuerpo social sobre otra.
- El arcaísmo y el futurismo son utopías que pretenden salvar a la civilización anclándola en un
pasado idealizado que nunca existió o en un futuro soñado como un paraíso al que hay que
sacrificar todo. Ambas actitudes suelen degenerar en violencia.
- Desapego. Es un desapego de todo, basado en la decepción, como medio de alcanzar la
tranquilidad de espíritu. Suele engendrar filosofías ascéticas desengañadas como el estoicismo o
el epicureísmo. Toynbee nos da dos citas, la primera de Epicteto, epicúreo del periodo
helenista, posterior al primer colapso de la civilización Helénica, y la segunda del estoico
Séneca, romano de la época de Nerón.
“Si besáis a vuestro hijo... nunca pongáis vuestra imaginación sin reservas en ese acto y
nunca deis rienda suelta a vuestras emociones... En verdad, no es cosa mala acompañar el
acto de besar a un niño susurrándole: ‘Mañana morirás’”[3].
“La misericordia es una enfermedad mental producida por el espectáculo de las miserias de
los demás; también puede definirse como una infección de los espíritus inferiores adquirida
por los males de otras gentes cuando se cree que esos males son inmerecidos. El sabio no
sucumbe a semejante enfermedad”[4].
- Transfiguración. Esta actitud lleva a situar en un mundo trascendente el mundo soñado que
arcaístas y futuristas sitúan en esta tierra. Aún llevando a posiciones pacíficas, sus
consecuencias pueden ser negativas o positivas para la civilización. Esto depende de si llevan a
un quietismo pasivo, que las haría poco más o menos como las filosofías del desapego, o a una
actitud activa de ayuda y apoyo activos a los demás miembros de la civilización, aunque no se
crea que esta ayuda y apoyo vayan a traer el paraíso a esta tierra. Su efecto positivo para la
civilización es mayor cuando va unida a un sentido de unidad cimentado en un Dios común de
todos los hombres. Como veremos más adelante, esta actitud tiene importantes consecuencias
en las siguientes fases de la vida de la civilización, desintegración, muerte y procreación.
Este es el escenario en el que se encuentra la civilización tras sufrir el o los colapsos. La siguiente etapa de la vida de la civilización es, como de ha dicho más arriba, la de desintegración. Pero antes de analizarla vamos a ver el colapso de la civilización Helénica.
Como se dijo anteriormente, el primer colapso de la civilización Helénica fue la guerra del Peloponeso (431-404 a. de C.), tras la cual, Esparta, la más fuerte militarmente pero la más errada de las ciudades-estado helénicas en su búsqueda de respuesta de éxito, se hizo con el poder frente a la ensoberbecida Atenas. Pero pronto, cuando parecía que Atenas podía renacer de sus cenizas, otro colapso seguiría a éste. En efecto, Macedonia, un pueblo semibárbaro, tardíamente helenizado, en la periferia de la civilización helénica, da un segundo golpe de gracia y se hace, mediante la fuerza, con el dominio de toda Grecia en el 338 a. de C., para después extender este dominio a Egipto (332 a.de C.) y Babilonia y Persia (331 a. de C.). Pero otro estado semihelenizado, Roma, desencadenó el último y definitivo colapso a la civilización Helénica conquistando toda Grecia (168 a. de C.), convirtiéndola en una provincia de Roma (148 a. de C.), acabando con los tiempos revueltos y constituyendo el definitivo Estado Universal helénico. Este Estado Universal estableció, en la línea Rhin-Danubio, un limes natural y nítido en su contacto con las tribus germánicas, el desierto en su frontera africana y una línea más o menos fluctuante de fortificaciones en su frontera oriental.
[1] Una vez más la terminología de Toynbee es peculiar y la palabra proletariado no tiene aquí el mismo sentido que en la terminología marxista, aunque tampoco es radicalmente distinto.
[2] Los dos versos de la cita de Toynbee son de William Wordsworth. Tintern Abbey.
[3] Epicteto: Disertaciones, libro III, capítulo 24, párrafos 85-88.
[4] Séneca. De clementia, libro II, capítulo 5, párrafos 4-5.
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