Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
Doy gracias a Dios cada día por haberme hecho vivir en las circunstancias presentes. Esta crisis, tan profunda y universal, es única en la historia de la humanidad. El bien y el mal se han enfrentado en un duelo gigantesco. Nadie tiene, pues, derecho a ser mediocre.
Cardenal Eugenio Pacelli, después Pío XII en nombre del entonces Papa Pío XI. Congreso eucarístico de Budapest, mayo de 1935.
27 de julio de 2010
22 de julio de 2010
Frases 22-VII-2010
Queridos seguidores de tadurraca
Durante este verano, para no perder el contacto, únicamente publicaré entre semana las Frases, pero no las entradas heavy de fin de semana. En septiembre reanudaré la velocidad de crucero.
Un abrazo a todos y buenas vacaciones.
Tomás
Tomás Alfaro Drake
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
Nacimos en una era oscura, fuera del momento debido (para nosotros). Pero hay este consuelo: de otro modo no sabríamos lo que amamos o no lo amaríamos tanto. Imagino que sólo fuera del agua tiene el pez vocación acuática. También tenemos todavía pequeñas espadas que somos capaces de utilizar: “No me inclinaré ante la corona de hierro ni dejaré caer mi pequeño cetro de oro”. Arroja a los Orcos aladas palabras, hildenaeddran (vívoras de guerra), dardos mordientes, pero asegúrate del blanco antes de disparar.
Carta de Tolkien a su hijo Christopher el 29 de Noviembre de 1943.
Durante este verano, para no perder el contacto, únicamente publicaré entre semana las Frases, pero no las entradas heavy de fin de semana. En septiembre reanudaré la velocidad de crucero.
Un abrazo a todos y buenas vacaciones.
Tomás
Tomás Alfaro Drake
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
Nacimos en una era oscura, fuera del momento debido (para nosotros). Pero hay este consuelo: de otro modo no sabríamos lo que amamos o no lo amaríamos tanto. Imagino que sólo fuera del agua tiene el pez vocación acuática. También tenemos todavía pequeñas espadas que somos capaces de utilizar: “No me inclinaré ante la corona de hierro ni dejaré caer mi pequeño cetro de oro”. Arroja a los Orcos aladas palabras, hildenaeddran (vívoras de guerra), dardos mordientes, pero asegúrate del blanco antes de disparar.
Carta de Tolkien a su hijo Christopher el 29 de Noviembre de 1943.
18 de julio de 2010
El nuevo milenio, la Iglesia y el Espíritu Santo
A raíz de un comentario de un seguidor del blog a mi entrada sobre el capitalismo y la economía de mercado, se me ha venido a la cabeza algo que escribí hace unos años. El autor del comentario no parecía ser muy partidarios del Concilio Vaticano II y ese fue el nexo para que se me ocurriera publicar eso que escribí. Al releerlo no he podido evitar completarlo con unas líneas escritas hoy mismo.
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3-I-2003
En mitad de la noche, cuando suelen sobrevenirme las ideas importantes, me he despertado con una de ellas. Me dormí, tras leer un poco de historia de la segunda guerra mundial, pensando que esa guerra y Wiston Churchill habían sido el acontecimiento y el personaje más importantes del siglo XX. Evidentemente estas afirmaciones son siempre discutibles, pero creo que no será difícil coincidir conmigo en lo que a la segunda guerra mundial se refiere. Más explicación necesitará Wiston Churchill.
1º de septiembre de 1939. Hitler, tras un pacto contra natura con la Unión Soviética, ataca Polonia. Francia e Inglaterra le declaran la guerra. Los cálculos de Hitler parecen bastante claros. Las mismas potencias, Francia e Inglaterra, que desde hace años venían admitiendo cobardemente su política de hechos consumados, las mismas que hace apenas un año habían salido de Munich satisfechas de su pusilánime actitud y traicionándose bajo cuerda la una a la otra, esas potencias, no serían ahora capaces de otra cosa que una débil política de gestos para salvar la cara. Así interpretó Hitler su negativa a aceptar la paz que él les propuso después de comerse Polonia en unos días. Los hechos le daban la razón una vez más a Hitler. Mientras él se comía, de segundo plato, a Dinamarca y Noruega, los franceses habían bautizado a su guerra contra Alemania con el nombre de “la drôle de guerre” que traducido con cierta libertad podría llamarse “la guerra de coña”. Ingleses y franceses intentaron tímidamente un desembarco en Norvik que quedó en fracaso. No es propio de la historia preguntarse por futuribles, pero hay veces que resulta difícil no hacerlo. ¿Qué hubiera pasado si Francia e Inglaterra, en vez de “la guerra de coña”, hubiesen lanzado un ataque en toda regla sobre Alemania? No lo sé, pero fuese cual fuese su resultado, el mensaje a Hitler hubiese sido muy otro.
En esta situación, unos meses después de que Hitler consumase su fechoría en Polonia, sabía que con un pequeño empujón más, Francia e Inglaterra estarían listas para un nuevo tratado como el de Munich. En Mayo de 1940, Hitler, saltándose la neutralidad de Bélgica y Holanda, ataca Francia que cede como mantequilla. En menos de un mes, se firma un armisticio vergonzante. Ahí queda para la historia comparada el heroico ejemplo del rey de los belgas, Leopoldo III, que se niega a ninguna conversación con los nazis, se niega a ningún armisticio, se niega a formar ningún gobierno títere, se niega a abandonar su patria y, prisionero en su palacio, amenazando con su debilidad al amenazador Hitler, le planta cara durante toda la guerra. Vergüenza histórica para Francia. Todo está sometido a la Alemania nazi. Sólo falta volver la vista a Gran Bretaña y firmar un nuevo y ventajoso tratado que saltarse cuando convenga. Y probablemente así hubiera sido si el mismo día del ataque a Francia, el 10 de Mayo de 1940, el primer ministro británico, Chamberlain, el alma del tragicómico tratado de Munich, no hubiese dimitido y no hubiese ocupado su puesto Wiston Churchill. Y ahí estaba Churchill, para sorpresa de Hitler, armado con el ejemplo de Leopoldo III, haciendo con los dedos la V de la victoria mientras prometía tan sólo “sangre, sudor y lágrimas”, haciendo posible el “nunca tantos han debido tanto a tan pocos” de la batalla aérea de Inglaterra y que la RAF se cubriese de gloria y heroísmo. Así empezó la mayor guerra justa de la historia. Por estas consideraciones pensaba yo que el personaje y el hecho más importantes del siglo XX habían sido Wiston Churchill y la segunda guerra mundial.
Pero el misterio de la mente humana me iba a despertar esta pasada noche para hacerme ver, no sé cómo ni por qué misteriosas relaciones mentales, que otro hecho y otra persona eran los más importantes del siglo XX. Y posiblemente, esta nueva elección me resulte mucho más difícil de justificar que la que acabo de enunciar. Con la llegada, no de un nuevo siglo, sino de un nuevo milenio, me he hartado de ver títulos de conferencias que repetían, después de un prefijo que podía referirse a los negocios, la informática, las telecomunicaciones o a vaya usted a saber qué otra multitud de cosas, la coletilla, “ante el nuevo milenio”. Nunca he tenido demasiada confianza en la capacidad del ser humano para prever el futuro a unos pocos años vista y, mucho menos, a un milenio. Por lo tanto, todas estas conferencias me exasperaban bastante. Eran títulos que pretendían estar orientados al marketing de esos eventos, pero que no pasaban del tópico manido. Por eso me cuesta ahora decir que la persona y el acontecimiento a los que me voy a referir, no sólo han sido los más importantes del siglo XX, sino que creo que serán el parteaguas entre el segundo y el tercer milenio, aunque éste todavía no había empezado ni cuando murió Juan XXIII ni cuando acabó el Concilio Vaticano II.
Contaba yo con once años cuando se inauguró el Concilio Vaticano II y sólo vagamente recuerdo que en el colegio religioso al que iba, rezábamos por él. Tenía doce cuando murió Juan XXIII y recuerdo, viendo en televisión su entierro, como las lágrimas corrían por las mejillas de mi padre, que era un anticlerical muy peculiar. Quizá fueron los efectos inmediatos del Concilio los que, sin yo ser consciente, permitieron que un rescoldo de cristianismo coexistiese en mí con una ideología y un moderado activismo comunista cuando contaba con veintitantos años. Poco a poco, en un largo coloquio conmigo mismo, imbuido de un honesto deseo de búsqueda de la Verdad, el rescoldo de cristianismo se ha hecho llama y mi comunismo se ha transformado en un rechazo frontal de esa ideología que ha traído la miseria y la muerte a muchos millones de seres humanos. Quizá por este cambio de actitud, nunca en los últimos años, hasta el insomnio de ayer, y a pesar de las lágrimas e mi padre, me he sentido muy atraído por el Concilio Vaticano II ni por la figura de Juan XXIII. Mi atención se fijaba en el caos que se apoderó de la Iglesia postconciliar y el avance de corrientes próximas al marxismo dentro de la misma. Me indignaba que pudiera ser verdad, y parecía serlo, el pacto de Metz según el cual, el Concilio no condenaría el comunismo, a cambio de que los obispos de los países del bloque del Este y el mismo Patriarca ortodoxo de Moscú pudiesen asistir al mismo. Creía que, después del daño hecho, parecía que las aguas, muy poco a poco, iban volviendo a su cauce de la mano firme de Juan Pablo II, aunque, por desgracia, dejando tras sí sólo desolación.
Esa era mi actitud hasta ayer. Pero esta noche, de repente, me he despertado pensando en lo difícil que me hubiese resultado ser católico en un una Iglesia como la del siglo XIX o la primera mitad del XX, completamente a la defensiva, amurallada dentro de su fortaleza asediada, aún contando con la promesa de que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Me he preguntado desde cuándo la Iglesia empezó a encastillarse en su fortaleza. He tirado, en medio de la noche, de lo que mi memoria me recordaba sobre lo poco que sé de la historia de la Iglesia. ¿Cómo una Iglesia que había sido capaz de cristianizar un imperio pagano a fuerza de su sangre, que había podido conquistar a dos oleadas de bárbaros conquistadores, germanos y normandos, a cual más sanguinario, que había sabido guardar en su seno y entregar al mundo lo más valioso de la cultura helénica, cómo había llegado a ese aislamiento defensivo del mundo? He visto a la Iglesia como un nexo de unión entre la Eternidad y la Historia entre las que tiene que hacer que reine la armonía. Y he visto que en ese puente no suele reinar ésta, sino la discordia. Hay momentos en que la Eternidad dirige la Historia y otros en los que la Historia se opone a la Eternidad. Y, por desgracia, casi siempre, estas corrientes son tumultuosas en vez de pacíficas. Pero los flujos y reflujos de la Historia no son como los de las mareas, en las que hay una pleamar y bajamar nítidamente marcadas. Siempre hay momentos en que la marea sube y baja al mismo tiempo en el mismo sitio. Aún así, creo que la marea había dejado de subir cuando tuvo lugar la “guerra” de las investiduras. La primera vez que Hildebrando, Gregorio VIII, en 1076 excomulgó al Emperador Enrique IV, ganó una “batalla” que sin duda tenía que librar, pero que supuso el principio de la vuelta a los cuarteles de invierno. Es lo que Toynbee llama “el riesgo de militar en la tierra”. Aunque la Iglesia es una institución divina, tiene que luchar con “armas” y hombres de este mundo para traer el Reino de Dios. Y las más de las veces las unas son contraproducentes y los otros son demasiado pecadores. A partir de ese momento, la Eternidad empieza a replegarse. En 1170, Thomas de Canterbury gana, después de muerto, otra batalla que también supone un retroceso. Cuando, en 1302, Bonifacio VIII excomulga a Philippe le Bel de Francia, en vez de una obtener una victoria es secuestrado, ultrajado y humillado hasta la muerte, iniciándose así destierro del Papado a Avignon y el galicanismo. La marea está claramente bajando. Vendrá después la Reforma luterana, que en el fondo no es sino otro capítulo de la lucha, más política que doctrinal, entre Roma y los príncipes alemanes. El resultado ideológico de esta lucha será el idealismo alemán. El anglicanismo, derrotado por Thomas de Canterbury, pasará factura con Enrique VIII que creyendo destruir un símbolo, mezcla con pólvora las cenizas del santo y las dispara en una salva de cañón. El empirismo inglés es la vertiente ideológica de esta batalla política. El racionalismo, la ilustración y la revolución francesa son los subsiguientes capítulos del galicanismo. Y sin embargo, mezcladas con esta marea descendente están san Francisco de Asís, san Buenaventura, santo Tomás de Aquino, las Universidades, las catedrales góticas, y la evangelización de todo un continente, por citar algunas corrientes de ascenso en plena bajada de la marea.
Casi en el punto más bajo, la Iglesia pierde, en el proceso de la unificación de Italia, su poder temporal, los últimos vestigios de los Estados Pontificios, si exceptuamos la ciudad del Vaticano. Lo que ahora es difícil no ver como una bendición fue entonces la causa de la construcción de la más interior de las murallas. La Iglesia se encierra en una condena a ultranza de todo lo que se parezca a modernidad. Por eso decía antes que me hubiese costado mucho ser católico en el siglo XIX o principios del XX. Tal vez por estas fechas la marea, si no empezó a subir, dejó al menos de bajar. Los descubrimientos científicos de la relatividad y la física cuántica hacen que la ciencia parezca aproximarse a los principios de la fe. La primera guerra mundial y sus secuelas suponen una quiebra de la creencia en la capacidad de la humanidad para construir un paraíso en la tierra sólo con el dominio de la tecnología. Pero la Iglesia seguía encerrada en su castillo. Sin embargo, de tan estrecho que era, muchos católicos se sentían cada vez más incómodos en la seguridad de su recinto, hasta el punto de abandonarlo. Con pena y dolor en el corazón, pero abandonarlo. Y muchos de los que seguían dentro, dispuestos a morir de asfixia en la obediencia y la humildad si era necesario, pero sin resignarse pasivamente a ello, pedían a gritos aire fresco.
Pío XII, y antes incluso, Pío XI, pensaron en la posibilidad de convocar un Concilio. Pero los tiempos no estaban para ello. Además, su capacidad de análisis, que les hacía ver todos los riesgos de esta convocatoria, les frenaba. Tuvo que ser un Papa “insensato”, lleno de frescura él mismo, pero con una clara visión de Eternidad, el que se decidiese a romper las murallas. Y lo hizo, aunque no vivió para verlo. Había que renunciar a un Concilio que condenase y anatemizase. Ni al comunismo, ni a los cristianos separados, ni a los herejes, ni a los ateos. A nadie. Al contrario. Había que hacer un Concilio que abriese la Iglesia al mundo. No para admitir todas sus premisas. No se trataba, ni mucho menos, de identificarse con el comunismo ni el liberalismo. Ni con el idealismo, ni con el racionalismo, ni mucho menos con el “todo vale” del relativismo moral de la postmodernidad. Se trataba de llevar el “campo de batalla”, si se me perdona la expresión, al exterior en vez de soportar el asedio. Se trataba de tomar la iniciativa, pero una iniciativa de amor y comprensión. Defendiendo la Eternidad en la Historia, no contra la Historia. Guiando a la Historia desde dentro, llevando la Eternidad hasta lo más íntimo de su esencia. Atrayendo, no excluyendo. Anunciando a gritos, desde el campo abierto del mundo, la Buena Noticia; la salvación general en Cristo para todo hombre que lo acepte. ¡Qué importaba renunciar en Metz a la condena del comunismo, si Juan XXIII ya había renunciado a toda condena en su corazón! No se renunciaba a esta condena para que pudieran venir los obispos del Este o el Patriarca de la Iglesia Ortodoxa de Moscú, se renunciaba a toda condena para atraer a todos. Para llegar a ser todo en todos. Por supuesto que cuando se derriba una muralla protectora se produce un gran desconcierto. Desde luego que era inevitable que hubiera malas interpretaciones del Concilio. Cuando un dique se rompe, el agua no va desde el principio por donde uno quiere, hace falta tiempo para reconducirla. Juan XXIII no era tan “insensato” como para no preverlo, pero lo era en grado suficiente como para tener fe en que el Espíritu Santo sería la nueva Muralla Invisible y el Nuevo Cauce que lleve el agua a los campos agostados a través de otros Papas santos. Supongo que también previó que, en el río revuelto de después del Concilio, muchos tomarían su nombre en vano, haciéndole paladín de una interpretación “progre” de la doctrina de la Iglesia que, de ninguna manera, era la suya. Si lo previó, no le importó. Ni tampoco a Juan Pablo II, que lo ha beatificado.
Pero la Eternidad necesita tiempo para penetrar el corazón de la Historia. Yo, que me he hecho adulto en un mundo postconciliar, he tenido que tener una casi revelación para darme cuenta de lo que Juan XXIII pretendía. Desde que acabó la segunda guerra mundial ha vuelto a haber multitud de guerras, justas e injustas, y por desgracia, las seguirá habiendo. La Historia seguirá dando hombres extraordinarios como Wiston Churchill y Juan XXIII. Pero, después de un segundo milenio regresivo, el tercer milenio, inaugurado antes de tiempo por el Concilio Vaticano II, será el milenio del progreso de la Eternidad, de la armonía entre la ésta y la Historia. Simplemente, demos tiempo a la Eternidad. Luchemos por ella desde la Historia armados con las armas de la caridad. Un profeta llamado Juan XXIII, guiado por el Espíritu Santo, lo vio y lo hizo. Por estas razones este Concilio y este Papa, han sido para mí el hecho y la persona más relevantes del siglo XX y el punto de arranque del milenio de la Eternidad.
6-IV-2005
Hace unos días ha muerto el Papa Juan Pablo II. Hoy se me ha venido a la cabeza esto que escribí hace algo más de dos años y lo he vuelto a leer. Sigo creyendo que Juan XXIII ha sido el hombre más relevante del siglo XX. Y lo creo porque sin él, no hubiese habido un Juan Pablo II. En vísperas de un nuevo cónclave, desempolvo lo poco que sé del cónclave del que salió Juan XXIII. Fue elegido para ser lo que se llama un Papa de transición. Y si nos atenemos a la duración de su pontificado, lo fue. Pero en la historia de la Iglesia habrá un antes y un después de Juan XXIII. Y Juan Pablo II será un después. Un después impresionante, pero un después. Después de la inevitable confusión del Concilio Vaticano II, después del caos derivado del derrumbamiento de las murallas iniciado por Juan XXIII y culminado por Pablo VI, la barca de Pedro necesitaba un timonel. Un timonel con una clara visión de la Eternidad y del signo de los tiempos. Un timonel con mano firme y férrea voluntad. Y el Espíritu Santo regaló a su Iglesia la inconmensurable figura de Juan Pablo II. Además de la visión de Eternidad y de la Historia, además de su mano firme y su voluntad de hierro, anidaban en él una caridad y una ternura tan humanas como las de Juan XXIII y un amor a Jesucristo y a su Iglesia a toda prueba.
Quiero dedicar un pequeño homenaje a Juan Pablo I. A veces se oye decir que el Espíritu Santo, o los cardenales, que los católicos creemos que actúan como intérpretes suyo, se equivocaron. Es cierto que el Espíritu escribe derecho con renglones torcidos. La Historia no está libre de Papas que parecen un error del Espíritu Santo. Pero Dios es Dios y nosotros somos tan sólo pequeñas criaturas bastante poco dotadas para ver a través de la niebla del tiempo. Dios –y sólo Dios– es capaz de sacar bien del mal. Como dice Tolkien: “Todo lo que sabemos, en cierta medida por experiencia directa, es que el mal se afana con amplio poder y perpetuo éxito... en vano: siempre preparando tan sólo el terreno para que el bien brote de él”. ¡Qué terreno estaban preparando los malos Papas elegidos por el Espíritu Santo, sólo Él lo sabe! Pero yo no creo que el Papa Juan Pablo I fuese un “error” del Espíritu Santo. Es cierto que su pontificado fue breve pero, ¿es la duración una medida de la calidad? Ya sólo la elección del nombre de Juan Pablo, seguido luego por Karol Woytila, es muy significativo. En toda la Sagrada Escritura el nombre es algo muy importante. Dios da al hombre el poder de dar nombre a las cosas creadas, cambia el nombre de Abram –Abraham–, Sarai –Sara–, Jacob –Israel–, Simón –Pedro– para prepararles para su nueva misión, nos dice que nuestro nombre de verdad, por el que seremos conocidos en el cielo, está escrito en una piedra blanca, etc. No creo por tanto que la elección del nombre sea una cosa trivial para un Papa recién nombrado. El hecho de que Karol Woytila siguiese con el de Juan Pablo quiere decir mucho. Juan Pablo I desterró para siempre la silla gestatoria, signo pequeño, pero de ninguna manera insignificante. Pero sobre todo está lo que nunca sabremos. ¿Qué hablaron Juan Pablo I y Karol Woytila en los 33 días de vida que le quedaban al Papa? Seguro que algo verdaderamente significativo para el futuro Papa que continuó con el mismo nombre.
Decía que Juan Pablo II, con toda su grandeza, será siempre un después de Juan XXIII. No digo que esté después, sino que será un después. Él encauzó las aguas vivificadoras del Espíritu que se desbordaron después del Concilio hacia los campos de la Historia. Por eso me atrevo a creer que Juan Pablo II será el hombre más significativo del siglo XXI, aunque no haya vivido en él más que una pequeña parte de su vida personal y de la del siglo. Ha dado a la barca de Pedro un impulso que difícilmente puede exagerarse y que, a buen seguro, se seguirá notando en el siglo XXI. Si Juan XXIII fue el Papa de arranque del milenio de la Eternidad, Juan Pablo II ha sido su primer y titánico impulsor. Estoy seguro de que el Espíritu Santo sabrá sacar de este cónclave al Papa que necesita la Iglesia para continuar su singladura, llevando la Historia hasta la Eternidad.
18-VII-2010
Releo las líneas que escribí hace unos años, unas en el 2003 y otras en vísperas del cónclave en el que fue elegido Benedicto XVI y me asombro de la sabiduría del Espíritu Santo. Otra vez parecía que, como con Juan XXIII, tras Juan Pablo II se había elegido un Papa de transición, ya bastante mayor. Y, otra vez, nos hemos sorprendido. Este Papa, además de alumbrar a la Iglesia y al mundo con tres magníficas encíclicas, ha afrontado, con un valor inusitado y enorme amor por la verdad, tres cuestiones fundamentales para la Iglesia. El Islam, la pederastia de los sacerdotes y la espinosísima cuestión de la Legión de Cristo y su fundador. No es este el sitio para analizar qué caminos ha marcado Benedicto XVI a la Iglesia en estos tres frentes y qué frutos pueden dar, pero sí es el sitio para renovar el asombro por la sabiduría con que el Espíritu Santo guía a la Iglesia, para admirar el nuevo impulso que Benedicto XVI ha dado a la barca de Pedro y para que este asombro y admiración sean combustible para nuestra esperanza, en medio de un mundo, con los cristianos en él, sumido en la desesperanza.
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3-I-2003
En mitad de la noche, cuando suelen sobrevenirme las ideas importantes, me he despertado con una de ellas. Me dormí, tras leer un poco de historia de la segunda guerra mundial, pensando que esa guerra y Wiston Churchill habían sido el acontecimiento y el personaje más importantes del siglo XX. Evidentemente estas afirmaciones son siempre discutibles, pero creo que no será difícil coincidir conmigo en lo que a la segunda guerra mundial se refiere. Más explicación necesitará Wiston Churchill.
1º de septiembre de 1939. Hitler, tras un pacto contra natura con la Unión Soviética, ataca Polonia. Francia e Inglaterra le declaran la guerra. Los cálculos de Hitler parecen bastante claros. Las mismas potencias, Francia e Inglaterra, que desde hace años venían admitiendo cobardemente su política de hechos consumados, las mismas que hace apenas un año habían salido de Munich satisfechas de su pusilánime actitud y traicionándose bajo cuerda la una a la otra, esas potencias, no serían ahora capaces de otra cosa que una débil política de gestos para salvar la cara. Así interpretó Hitler su negativa a aceptar la paz que él les propuso después de comerse Polonia en unos días. Los hechos le daban la razón una vez más a Hitler. Mientras él se comía, de segundo plato, a Dinamarca y Noruega, los franceses habían bautizado a su guerra contra Alemania con el nombre de “la drôle de guerre” que traducido con cierta libertad podría llamarse “la guerra de coña”. Ingleses y franceses intentaron tímidamente un desembarco en Norvik que quedó en fracaso. No es propio de la historia preguntarse por futuribles, pero hay veces que resulta difícil no hacerlo. ¿Qué hubiera pasado si Francia e Inglaterra, en vez de “la guerra de coña”, hubiesen lanzado un ataque en toda regla sobre Alemania? No lo sé, pero fuese cual fuese su resultado, el mensaje a Hitler hubiese sido muy otro.
En esta situación, unos meses después de que Hitler consumase su fechoría en Polonia, sabía que con un pequeño empujón más, Francia e Inglaterra estarían listas para un nuevo tratado como el de Munich. En Mayo de 1940, Hitler, saltándose la neutralidad de Bélgica y Holanda, ataca Francia que cede como mantequilla. En menos de un mes, se firma un armisticio vergonzante. Ahí queda para la historia comparada el heroico ejemplo del rey de los belgas, Leopoldo III, que se niega a ninguna conversación con los nazis, se niega a ningún armisticio, se niega a formar ningún gobierno títere, se niega a abandonar su patria y, prisionero en su palacio, amenazando con su debilidad al amenazador Hitler, le planta cara durante toda la guerra. Vergüenza histórica para Francia. Todo está sometido a la Alemania nazi. Sólo falta volver la vista a Gran Bretaña y firmar un nuevo y ventajoso tratado que saltarse cuando convenga. Y probablemente así hubiera sido si el mismo día del ataque a Francia, el 10 de Mayo de 1940, el primer ministro británico, Chamberlain, el alma del tragicómico tratado de Munich, no hubiese dimitido y no hubiese ocupado su puesto Wiston Churchill. Y ahí estaba Churchill, para sorpresa de Hitler, armado con el ejemplo de Leopoldo III, haciendo con los dedos la V de la victoria mientras prometía tan sólo “sangre, sudor y lágrimas”, haciendo posible el “nunca tantos han debido tanto a tan pocos” de la batalla aérea de Inglaterra y que la RAF se cubriese de gloria y heroísmo. Así empezó la mayor guerra justa de la historia. Por estas consideraciones pensaba yo que el personaje y el hecho más importantes del siglo XX habían sido Wiston Churchill y la segunda guerra mundial.
Pero el misterio de la mente humana me iba a despertar esta pasada noche para hacerme ver, no sé cómo ni por qué misteriosas relaciones mentales, que otro hecho y otra persona eran los más importantes del siglo XX. Y posiblemente, esta nueva elección me resulte mucho más difícil de justificar que la que acabo de enunciar. Con la llegada, no de un nuevo siglo, sino de un nuevo milenio, me he hartado de ver títulos de conferencias que repetían, después de un prefijo que podía referirse a los negocios, la informática, las telecomunicaciones o a vaya usted a saber qué otra multitud de cosas, la coletilla, “ante el nuevo milenio”. Nunca he tenido demasiada confianza en la capacidad del ser humano para prever el futuro a unos pocos años vista y, mucho menos, a un milenio. Por lo tanto, todas estas conferencias me exasperaban bastante. Eran títulos que pretendían estar orientados al marketing de esos eventos, pero que no pasaban del tópico manido. Por eso me cuesta ahora decir que la persona y el acontecimiento a los que me voy a referir, no sólo han sido los más importantes del siglo XX, sino que creo que serán el parteaguas entre el segundo y el tercer milenio, aunque éste todavía no había empezado ni cuando murió Juan XXIII ni cuando acabó el Concilio Vaticano II.
Contaba yo con once años cuando se inauguró el Concilio Vaticano II y sólo vagamente recuerdo que en el colegio religioso al que iba, rezábamos por él. Tenía doce cuando murió Juan XXIII y recuerdo, viendo en televisión su entierro, como las lágrimas corrían por las mejillas de mi padre, que era un anticlerical muy peculiar. Quizá fueron los efectos inmediatos del Concilio los que, sin yo ser consciente, permitieron que un rescoldo de cristianismo coexistiese en mí con una ideología y un moderado activismo comunista cuando contaba con veintitantos años. Poco a poco, en un largo coloquio conmigo mismo, imbuido de un honesto deseo de búsqueda de la Verdad, el rescoldo de cristianismo se ha hecho llama y mi comunismo se ha transformado en un rechazo frontal de esa ideología que ha traído la miseria y la muerte a muchos millones de seres humanos. Quizá por este cambio de actitud, nunca en los últimos años, hasta el insomnio de ayer, y a pesar de las lágrimas e mi padre, me he sentido muy atraído por el Concilio Vaticano II ni por la figura de Juan XXIII. Mi atención se fijaba en el caos que se apoderó de la Iglesia postconciliar y el avance de corrientes próximas al marxismo dentro de la misma. Me indignaba que pudiera ser verdad, y parecía serlo, el pacto de Metz según el cual, el Concilio no condenaría el comunismo, a cambio de que los obispos de los países del bloque del Este y el mismo Patriarca ortodoxo de Moscú pudiesen asistir al mismo. Creía que, después del daño hecho, parecía que las aguas, muy poco a poco, iban volviendo a su cauce de la mano firme de Juan Pablo II, aunque, por desgracia, dejando tras sí sólo desolación.
Esa era mi actitud hasta ayer. Pero esta noche, de repente, me he despertado pensando en lo difícil que me hubiese resultado ser católico en un una Iglesia como la del siglo XIX o la primera mitad del XX, completamente a la defensiva, amurallada dentro de su fortaleza asediada, aún contando con la promesa de que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Me he preguntado desde cuándo la Iglesia empezó a encastillarse en su fortaleza. He tirado, en medio de la noche, de lo que mi memoria me recordaba sobre lo poco que sé de la historia de la Iglesia. ¿Cómo una Iglesia que había sido capaz de cristianizar un imperio pagano a fuerza de su sangre, que había podido conquistar a dos oleadas de bárbaros conquistadores, germanos y normandos, a cual más sanguinario, que había sabido guardar en su seno y entregar al mundo lo más valioso de la cultura helénica, cómo había llegado a ese aislamiento defensivo del mundo? He visto a la Iglesia como un nexo de unión entre la Eternidad y la Historia entre las que tiene que hacer que reine la armonía. Y he visto que en ese puente no suele reinar ésta, sino la discordia. Hay momentos en que la Eternidad dirige la Historia y otros en los que la Historia se opone a la Eternidad. Y, por desgracia, casi siempre, estas corrientes son tumultuosas en vez de pacíficas. Pero los flujos y reflujos de la Historia no son como los de las mareas, en las que hay una pleamar y bajamar nítidamente marcadas. Siempre hay momentos en que la marea sube y baja al mismo tiempo en el mismo sitio. Aún así, creo que la marea había dejado de subir cuando tuvo lugar la “guerra” de las investiduras. La primera vez que Hildebrando, Gregorio VIII, en 1076 excomulgó al Emperador Enrique IV, ganó una “batalla” que sin duda tenía que librar, pero que supuso el principio de la vuelta a los cuarteles de invierno. Es lo que Toynbee llama “el riesgo de militar en la tierra”. Aunque la Iglesia es una institución divina, tiene que luchar con “armas” y hombres de este mundo para traer el Reino de Dios. Y las más de las veces las unas son contraproducentes y los otros son demasiado pecadores. A partir de ese momento, la Eternidad empieza a replegarse. En 1170, Thomas de Canterbury gana, después de muerto, otra batalla que también supone un retroceso. Cuando, en 1302, Bonifacio VIII excomulga a Philippe le Bel de Francia, en vez de una obtener una victoria es secuestrado, ultrajado y humillado hasta la muerte, iniciándose así destierro del Papado a Avignon y el galicanismo. La marea está claramente bajando. Vendrá después la Reforma luterana, que en el fondo no es sino otro capítulo de la lucha, más política que doctrinal, entre Roma y los príncipes alemanes. El resultado ideológico de esta lucha será el idealismo alemán. El anglicanismo, derrotado por Thomas de Canterbury, pasará factura con Enrique VIII que creyendo destruir un símbolo, mezcla con pólvora las cenizas del santo y las dispara en una salva de cañón. El empirismo inglés es la vertiente ideológica de esta batalla política. El racionalismo, la ilustración y la revolución francesa son los subsiguientes capítulos del galicanismo. Y sin embargo, mezcladas con esta marea descendente están san Francisco de Asís, san Buenaventura, santo Tomás de Aquino, las Universidades, las catedrales góticas, y la evangelización de todo un continente, por citar algunas corrientes de ascenso en plena bajada de la marea.
Casi en el punto más bajo, la Iglesia pierde, en el proceso de la unificación de Italia, su poder temporal, los últimos vestigios de los Estados Pontificios, si exceptuamos la ciudad del Vaticano. Lo que ahora es difícil no ver como una bendición fue entonces la causa de la construcción de la más interior de las murallas. La Iglesia se encierra en una condena a ultranza de todo lo que se parezca a modernidad. Por eso decía antes que me hubiese costado mucho ser católico en el siglo XIX o principios del XX. Tal vez por estas fechas la marea, si no empezó a subir, dejó al menos de bajar. Los descubrimientos científicos de la relatividad y la física cuántica hacen que la ciencia parezca aproximarse a los principios de la fe. La primera guerra mundial y sus secuelas suponen una quiebra de la creencia en la capacidad de la humanidad para construir un paraíso en la tierra sólo con el dominio de la tecnología. Pero la Iglesia seguía encerrada en su castillo. Sin embargo, de tan estrecho que era, muchos católicos se sentían cada vez más incómodos en la seguridad de su recinto, hasta el punto de abandonarlo. Con pena y dolor en el corazón, pero abandonarlo. Y muchos de los que seguían dentro, dispuestos a morir de asfixia en la obediencia y la humildad si era necesario, pero sin resignarse pasivamente a ello, pedían a gritos aire fresco.
Pío XII, y antes incluso, Pío XI, pensaron en la posibilidad de convocar un Concilio. Pero los tiempos no estaban para ello. Además, su capacidad de análisis, que les hacía ver todos los riesgos de esta convocatoria, les frenaba. Tuvo que ser un Papa “insensato”, lleno de frescura él mismo, pero con una clara visión de Eternidad, el que se decidiese a romper las murallas. Y lo hizo, aunque no vivió para verlo. Había que renunciar a un Concilio que condenase y anatemizase. Ni al comunismo, ni a los cristianos separados, ni a los herejes, ni a los ateos. A nadie. Al contrario. Había que hacer un Concilio que abriese la Iglesia al mundo. No para admitir todas sus premisas. No se trataba, ni mucho menos, de identificarse con el comunismo ni el liberalismo. Ni con el idealismo, ni con el racionalismo, ni mucho menos con el “todo vale” del relativismo moral de la postmodernidad. Se trataba de llevar el “campo de batalla”, si se me perdona la expresión, al exterior en vez de soportar el asedio. Se trataba de tomar la iniciativa, pero una iniciativa de amor y comprensión. Defendiendo la Eternidad en la Historia, no contra la Historia. Guiando a la Historia desde dentro, llevando la Eternidad hasta lo más íntimo de su esencia. Atrayendo, no excluyendo. Anunciando a gritos, desde el campo abierto del mundo, la Buena Noticia; la salvación general en Cristo para todo hombre que lo acepte. ¡Qué importaba renunciar en Metz a la condena del comunismo, si Juan XXIII ya había renunciado a toda condena en su corazón! No se renunciaba a esta condena para que pudieran venir los obispos del Este o el Patriarca de la Iglesia Ortodoxa de Moscú, se renunciaba a toda condena para atraer a todos. Para llegar a ser todo en todos. Por supuesto que cuando se derriba una muralla protectora se produce un gran desconcierto. Desde luego que era inevitable que hubiera malas interpretaciones del Concilio. Cuando un dique se rompe, el agua no va desde el principio por donde uno quiere, hace falta tiempo para reconducirla. Juan XXIII no era tan “insensato” como para no preverlo, pero lo era en grado suficiente como para tener fe en que el Espíritu Santo sería la nueva Muralla Invisible y el Nuevo Cauce que lleve el agua a los campos agostados a través de otros Papas santos. Supongo que también previó que, en el río revuelto de después del Concilio, muchos tomarían su nombre en vano, haciéndole paladín de una interpretación “progre” de la doctrina de la Iglesia que, de ninguna manera, era la suya. Si lo previó, no le importó. Ni tampoco a Juan Pablo II, que lo ha beatificado.
Pero la Eternidad necesita tiempo para penetrar el corazón de la Historia. Yo, que me he hecho adulto en un mundo postconciliar, he tenido que tener una casi revelación para darme cuenta de lo que Juan XXIII pretendía. Desde que acabó la segunda guerra mundial ha vuelto a haber multitud de guerras, justas e injustas, y por desgracia, las seguirá habiendo. La Historia seguirá dando hombres extraordinarios como Wiston Churchill y Juan XXIII. Pero, después de un segundo milenio regresivo, el tercer milenio, inaugurado antes de tiempo por el Concilio Vaticano II, será el milenio del progreso de la Eternidad, de la armonía entre la ésta y la Historia. Simplemente, demos tiempo a la Eternidad. Luchemos por ella desde la Historia armados con las armas de la caridad. Un profeta llamado Juan XXIII, guiado por el Espíritu Santo, lo vio y lo hizo. Por estas razones este Concilio y este Papa, han sido para mí el hecho y la persona más relevantes del siglo XX y el punto de arranque del milenio de la Eternidad.
6-IV-2005
Hace unos días ha muerto el Papa Juan Pablo II. Hoy se me ha venido a la cabeza esto que escribí hace algo más de dos años y lo he vuelto a leer. Sigo creyendo que Juan XXIII ha sido el hombre más relevante del siglo XX. Y lo creo porque sin él, no hubiese habido un Juan Pablo II. En vísperas de un nuevo cónclave, desempolvo lo poco que sé del cónclave del que salió Juan XXIII. Fue elegido para ser lo que se llama un Papa de transición. Y si nos atenemos a la duración de su pontificado, lo fue. Pero en la historia de la Iglesia habrá un antes y un después de Juan XXIII. Y Juan Pablo II será un después. Un después impresionante, pero un después. Después de la inevitable confusión del Concilio Vaticano II, después del caos derivado del derrumbamiento de las murallas iniciado por Juan XXIII y culminado por Pablo VI, la barca de Pedro necesitaba un timonel. Un timonel con una clara visión de la Eternidad y del signo de los tiempos. Un timonel con mano firme y férrea voluntad. Y el Espíritu Santo regaló a su Iglesia la inconmensurable figura de Juan Pablo II. Además de la visión de Eternidad y de la Historia, además de su mano firme y su voluntad de hierro, anidaban en él una caridad y una ternura tan humanas como las de Juan XXIII y un amor a Jesucristo y a su Iglesia a toda prueba.
Quiero dedicar un pequeño homenaje a Juan Pablo I. A veces se oye decir que el Espíritu Santo, o los cardenales, que los católicos creemos que actúan como intérpretes suyo, se equivocaron. Es cierto que el Espíritu escribe derecho con renglones torcidos. La Historia no está libre de Papas que parecen un error del Espíritu Santo. Pero Dios es Dios y nosotros somos tan sólo pequeñas criaturas bastante poco dotadas para ver a través de la niebla del tiempo. Dios –y sólo Dios– es capaz de sacar bien del mal. Como dice Tolkien: “Todo lo que sabemos, en cierta medida por experiencia directa, es que el mal se afana con amplio poder y perpetuo éxito... en vano: siempre preparando tan sólo el terreno para que el bien brote de él”. ¡Qué terreno estaban preparando los malos Papas elegidos por el Espíritu Santo, sólo Él lo sabe! Pero yo no creo que el Papa Juan Pablo I fuese un “error” del Espíritu Santo. Es cierto que su pontificado fue breve pero, ¿es la duración una medida de la calidad? Ya sólo la elección del nombre de Juan Pablo, seguido luego por Karol Woytila, es muy significativo. En toda la Sagrada Escritura el nombre es algo muy importante. Dios da al hombre el poder de dar nombre a las cosas creadas, cambia el nombre de Abram –Abraham–, Sarai –Sara–, Jacob –Israel–, Simón –Pedro– para prepararles para su nueva misión, nos dice que nuestro nombre de verdad, por el que seremos conocidos en el cielo, está escrito en una piedra blanca, etc. No creo por tanto que la elección del nombre sea una cosa trivial para un Papa recién nombrado. El hecho de que Karol Woytila siguiese con el de Juan Pablo quiere decir mucho. Juan Pablo I desterró para siempre la silla gestatoria, signo pequeño, pero de ninguna manera insignificante. Pero sobre todo está lo que nunca sabremos. ¿Qué hablaron Juan Pablo I y Karol Woytila en los 33 días de vida que le quedaban al Papa? Seguro que algo verdaderamente significativo para el futuro Papa que continuó con el mismo nombre.
Decía que Juan Pablo II, con toda su grandeza, será siempre un después de Juan XXIII. No digo que esté después, sino que será un después. Él encauzó las aguas vivificadoras del Espíritu que se desbordaron después del Concilio hacia los campos de la Historia. Por eso me atrevo a creer que Juan Pablo II será el hombre más significativo del siglo XXI, aunque no haya vivido en él más que una pequeña parte de su vida personal y de la del siglo. Ha dado a la barca de Pedro un impulso que difícilmente puede exagerarse y que, a buen seguro, se seguirá notando en el siglo XXI. Si Juan XXIII fue el Papa de arranque del milenio de la Eternidad, Juan Pablo II ha sido su primer y titánico impulsor. Estoy seguro de que el Espíritu Santo sabrá sacar de este cónclave al Papa que necesita la Iglesia para continuar su singladura, llevando la Historia hasta la Eternidad.
18-VII-2010
Releo las líneas que escribí hace unos años, unas en el 2003 y otras en vísperas del cónclave en el que fue elegido Benedicto XVI y me asombro de la sabiduría del Espíritu Santo. Otra vez parecía que, como con Juan XXIII, tras Juan Pablo II se había elegido un Papa de transición, ya bastante mayor. Y, otra vez, nos hemos sorprendido. Este Papa, además de alumbrar a la Iglesia y al mundo con tres magníficas encíclicas, ha afrontado, con un valor inusitado y enorme amor por la verdad, tres cuestiones fundamentales para la Iglesia. El Islam, la pederastia de los sacerdotes y la espinosísima cuestión de la Legión de Cristo y su fundador. No es este el sitio para analizar qué caminos ha marcado Benedicto XVI a la Iglesia en estos tres frentes y qué frutos pueden dar, pero sí es el sitio para renovar el asombro por la sabiduría con que el Espíritu Santo guía a la Iglesia, para admirar el nuevo impulso que Benedicto XVI ha dado a la barca de Pedro y para que este asombro y admiración sean combustible para nuestra esperanza, en medio de un mundo, con los cristianos en él, sumido en la desesperanza.
14 de julio de 2010
Frases 14-VII-2010
Tomás Alfaro Drake
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
¡Qué mundo espantoso, oscurecido por el miedo, cargado por el dolor es el mundo en que vivimos! [...] Chesterton dijo que es nuestro deber mantener flameando la Bandera de Este Mundo: pero hoy, eso exige un patrimonio más vigoroso y sublime que entonces. Gandalf agregó que no nos corresponde a nosotros elegir la época en que nacemos, sino hacer lo que esté de nuestra parte para mejorarla; pero el espíritu de la maldad en los sitios encumbrados es ahora tan poderoso, y sus encarnaciones tienen tantas cabezas, que no parece haber nada más que hacer que negarnos personalmente a venerar cualquiera de las cabezas de la hidra.
J.R.R. Tolkien.
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
¡Qué mundo espantoso, oscurecido por el miedo, cargado por el dolor es el mundo en que vivimos! [...] Chesterton dijo que es nuestro deber mantener flameando la Bandera de Este Mundo: pero hoy, eso exige un patrimonio más vigoroso y sublime que entonces. Gandalf agregó que no nos corresponde a nosotros elegir la época en que nacemos, sino hacer lo que esté de nuestra parte para mejorarla; pero el espíritu de la maldad en los sitios encumbrados es ahora tan poderoso, y sus encarnaciones tienen tantas cabezas, que no parece haber nada más que hacer que negarnos personalmente a venerar cualquiera de las cabezas de la hidra.
J.R.R. Tolkien.
11 de julio de 2010
Escatología del cosmos según san Ireneo
Tomás Alfaro Drake
Este escrito es un extracto textual de una obra que lleva por título “La promesa del cosmos (Hilvanando algunos textos de san Ireneo)" escrita por Juan José Ayán Calvo y editada por la facultad de Teología de san Dámaso.
El cristianismo, y su hermana mayor, el judaísmo, son las únicas religiones que ven el mundo material como algo bueno. No en vano el primer libro de la Biblia, el Génesis, desde el capítulo uno, al narrar la creación, afirma en cada acto de creación de Dios: “Y vio Dios que era bueno”. Sin embargo, a veces, los cristianos olvidamos esa bondad intrínseca y esencial del mundo material, cegados por las consecuencias nefastas que el pecado original ha tenido sobre él y sobre nosotros, los seres humanos. La obra que extracto aquí, me fue dada por las monjas clarisas de Lerma, que siguen manteniendo una firme creencia en la bondad del mundo material, a pesar del pecado original, y en su destino de santidad. Para mí, que siempre he creído, un tanto cohibido, en un cielo un poco antropomorfo, ha sido una auténtica alegría saber que comparto esa visión del destino del mundo material con san Ireneo, uno de los grandes padres de la Iglesia, obispo de Lyon, discípulo de san Policarpo, que lo fue del mismísimo apóstol san Juan.
Por eso, he trascrito este extracto, al que no he podido evitar añadir algunas notas a pie de página de mi cosecha, señalando en cada nota cuáles o qué parte de ellas lo son, para poder compartir con más gente esta visión de san Ireneo que me parece de una belleza inaudita. Espero que os trasmita la misma alegría que me ha transmitido a mí.
***
El cosmos se renueva
La actual situación del cosmos, todavía doliente y gemebundo como consecuencia del pecado[1], finalizará con la Parusía. Cristo, en la misma carne en que padeció, volverá vestido de gloria para manifestar de forma ostensible la salvación, que no sólo se dejará sentir en los hombres sino en el cosmos. Al hilo de la venida gloriosa de Cristo, Ireneo se hace eco de expresiones bíblicas de tono apocalíptico como incendio abrasador, diluvio de fuego o conmoción de la tierra, que no implican la aniquilación del cosmos, sino la muerte del Anticristo y de sus seguidores que tendrán como destino el “estanque de fuego” de Apocalipsis 19, 20. Lo que verdaderamente interesa a Ireneo a propósito de la segunda venida de Cristo es la renovación del cosmos y la resurrección de los justos[2].
Ante la presencia del Señor glorioso, fuente del Espíritu, el cosmos se renueva[3], cumpliéndose así lo anunciado por David: “Renovará la faz de la tierra” (Salmo 130, 30). El mismo que le otorgó, como Verbo creador, la forma que luego se vería afectada por el pecado, lo devolverá a su prístina integridad. La creación se verá restituida a su régimen primero, anterior al pecado (pero posterior a la infusión por Dios del alma espiritual al animal Homo Sapiens. Paréntesis mío.), para servir a los justos sin trabas, viendo cumplida su esperanza de ser liberada de la servidumbre de la vanidad y la corrupción en la que contra su voluntad había caído (Cfr. Romanos 8, 19-21), para volver a la forma que tenía antes del pecado de Adán (pero después de la infusión del alma en él. Paréntesis mío), redimida de la maldición que sobre ella había recaído (Cfr. Génesis 3, 17). Una vez liberada, de forma voluntaria irá en incremento y desarrollo para servir a los justos y se caracterizará por la feracidad de sus frutos y la armonía dentro del reino animal y con los hombres.
La renovación del cosmos será el cumplimiento de la promesa que Dios hizo a los patriarcas y a todos los creyentes de otorgarles una tierra ajena a las duras consecuencias a que se vio sometida como consecuencia del pecado. La Tierra prometida no es una alegoría para hablar de los cielos o de las regiones supracelestes; la Tierra prometida es esta misma tierra liberada y renovada para que los creyentes “reciban con justicia los frutos del sufrimiento en la creación misma en que trabajaron o fueron afligidos, probados de todas maneras por el sufrimiento; y sean vivificados en la misma creación en la que padecieron muerte a causa del amor de Dios; y reinen en la misma creación en que sufrieron servidumbre[4]”. Una de las funciones del Reino de los justos es manifestar plenamente la justicia de Dios en la actual figura del cosmos.
Pero el cosmos liberado y renovado no sólo responderá a la Tierra prometida por Dios a Abraham y a su descendencia, sino que será también la posibilidad de cumplimiento de muchas otras promesas que Ireneo recoge con parsimonia. La herencia de la tierra que Jesús prometió a los que vivieran con mansedumbre (Cfr. Mateo 5, 5); la recompensa prometida a quienes sentasen a su mesa a cojos, ciegos y mendigos (Cfr. Lucas 14, 12-14) o a quienes por su causa dejaran bienes y familia (Cfr. Mateo 19, 39) o a quienes el Señor encuentre despiertos en su servicio (Cfr. Lucas 12, 37-38); la promesa hecha a sus discípulos de volver a beber con ellos el fruto de la vid (Cfr. Mateo 26, 27-29); la promesa de renovar la faz de la tierra (Cfr. Salmos 130, 30); la abundancia de vino y trigo prometida a Jacob (Cfr. Génesis 22, 27-29); la visión de Isaías a propósito de la armonía entre los animales, el sometimiento del mundo vegetal al animal, y de ambos al hombre (Cfr Isaías 11, 6, 9; 65, 25); el júbilo de los justos al dárseles la tierra (Cfr. Isaías 26, 19; Ezequiel 37, 12-14; 28, 25-26; Jeremías 16, 14-15; 23, 7-8); entre otros.
El Señor, con su venida gloriosa implantará en el cosmos renovado el reino milenario de los justos que había anunciado el profeta Daniel (Cfr. Daniel 2, 44 y 7, 27 a la luz de Daniel 12, 13) y que diligentemente se había adelantado a ver Juan en el Apocalipsis (Cfr. Apocalipsis 20, 5-6). Será el reino donde el justo descansará de sus trabajos para sentarse a la mesa preparada por Dios que la abastecerá con todos los manjares; será el tiempo del festín de la creación servido por el Señor. Ireneo se niega a considerar alegorías tales expresiones: “Nada de esto es alegorizable. Todo, en cambio, es firme, verdadero y consistente, hecho por Dios para disfrute de los justos”. Las maneras en que Ireneo se expresa ocasionaron la crítica de que su escatología era materialista y carnal, como si pretendiera cohonestar la resurrección de la carne como una vida entregada a los sentidos y a los placeres carnales, cuando en realidad lo que pretende salvaguardar es la permanencia del hombre secundum carnem. [...]
Pero hay más. Los críticos de la concepción ireneana han obviado elementos de interés muy relevante. Ireneo, para ilustrar el festín de la creación, se sirve de un texto de Jeremías que expresa cómo el Señor reunirá a los creyentes en el monte Sión donde se regocijarán con los bienes que Dios les otorgue, y las doncellas y los ancianos se alegrarán, para concluir con la siguiente frase: “Engrandeceré y embriagaré el alma de los sacerdotes, hijos de Leví, y mi pueblo se llenará de bienes”. Estos sacerdotes, como dice inmediatamente Ireneo, no son otros que los discípulos del Señor[5]. Los habitantes del Reino de los justos son sacerdotes que, en el sábado milenario[6], hacen de toda la creación un templo y una ofrenda. “Los discípulos del Señor, dotados de carácter sacerdotal, adquieren una condición sagrada y vienen a ser la expresión del culto dado a Dios, con bienes de la tierra, como sacrificio de sí y de la creación sujeta a ellos[7]. Todo se resume en el sencillo y prolongado banquete sacerdotal del justo, intérprete sacro de la tierra, templo de Dios”.
Otros elementos apuntan en la misma dirección. [...]. A este respecto, es muy ilustrativo un curioso testimonio que Ireneo atribuye a los Presbíteros del Asia[8], avalados también por Papías: “Los presbíteros, que vieron a Juan, el discípulo del Señor, recuerdan haberle oído cómo, sobre aquellos tiempos enseñaba: Día vendrán en que nacerán viñas: cada una con diez mil cepas, y cada cepa con diez mil sarmientos, y cada sarmiento con diez mil racimos, y cada racimo con diez mil granos, y cada grano estrujado dará veinticinco metretas de vino. Y al ir algunos e los santos a coger un racimo, otro racimo clamará: Mejor soy yo, tómame a mí, bendice por mí al Señor. Parecidamente, el grano de trigo producirá diez mil espigas, y cada espiga tendrá diez mil granos, y cada grano, cinco bilibras de pura harina. Los restantes frutos y semillas y yerbas irán en consonancia con esto. Y los animales todos, por servirse de los alimentos tomados de la tierra, se volverán pacíficos y conformes todos unos con otros, sujetos en todo a los hombres”. Del pasaje interesa fundamentalmente cómo las criaturas, antaño bajo la servidumbre del pecado, anhelan que los santos las tomen y bendigan con ellas al Señor. Toda la creación anhela convertirse en una permanente oblación de acción de gracias (eucaristía) a su Hacedor. La oblación, el cosmos entero; los oferentes, los habitantes del cosmos renovado, sacerdotes.
La renovación de que goza el cosmos en el Reino de los justos, tras la venida gloriosa de Cristo, no es su estado definitivo. Es cierto que el hombre vive olvidado ya de morir, pero ni él ni la creación gozan todavía de la incorruptibilidad definitiva: la creación tan sólo había sido restituida a la condición que tenía con anterioridad al pecado de Adán. El cosmos, sin embargo, había salido de las Manos de Dios destinado a una plenitud que en su inicio no tenía. En los tiempos del Reino, pues, el cosmos existe todavía en preludio de la incorruptibilidad, todavía en camino de maduración, todavía en los preliminares de lo inmediatamente definitivo[9].
La tierra y el cielo nuevos: el descenso de la Jerusalén celeste.
Al tratar de la Eucaristía hemos señalado cómo todas las plegarias y oblaciones de los hombres, si son agradables a Dios, se dirigían al altar, al templo y al tabernáculo celestes, como si se incorporasen a la Jerusalén celeste.
Señala Ireneo cómo Juan, en sus visiones del Apocalipsis, vio un cielo y una tierra nuevos, una vez concluidos los tiempos del Reino de los justos. Son los cielos y la tierra nuevos anunciados ya por Isaías (Cfr. Isaías 65, 17-18 y 66-22) y destinados a perseverar para siempre. Es la última y definitiva transformación del cosmos, a la que también se refirieron Cristo y Pablo. Éste al afirmar que “pasa la figura de éste mundo” (1 Corientios 7, 1); el Salvador, al decir que “la tierra y el cielo pasarán” (Cfr. Mateo 24, 35). Las palabras de Cristo y del Apóstol venían como anillo al dedo a quienes tantas reservas mantenían hacia el mundo material condenándolo al aniquilamiento. Ireneo denuncia el uso que de tales pasajes hacían sus adversarios con el fin de desautorizar al Creador del mundo, desconocedores de su verdadero significado. El obispo de Lyon no puede acepta que la sustancia y la materia de la creación estén destinadas al exterminio, porque ello supondría la falta de verdad y firmeza de su Creador: “No son exterminadas la sustancia y la materia de la creación, pues verdadero y firme es el que la creó, sino que pasa la figura de este mundo”. No se trata de que pase la figura que el mundo adquirió como consecuencia del pecado, sino que pase la figura del mundo tal como salió de las Manos de Dios con anterioridad al pecado, o lo que es lo mismo, que pase la figura renovada que el mundo tuvo durante los tiempos del Reino de los justos. Permanecerán la sustancia y la materia de la creación[10], pero cambiará la “figura” o “qualitas” del mundo para adecuarse al estadio definitivo e incorruptible a que está destinado.
Para presentar la definitiva transformación del cosmos, Ireneo recurre a las visiones de Juan en el Apocalipsis (Cfr. Apocalipsis 21, 1-4). El cielo y la tierra nuevos aparecen al descender la Jerusalén celeste sobre la tierra renovada. La Jerusalén celeste[11] es caracterizada sobriamente por Ireneo al recurrir a Isaías 49, 16 y a Gálatas 4, 26. Según el texto de Isaías[12], los muros de la Jerusalén celeste están dibujados en las Manos de Dios y de continuo la tiene en su mirada, mientras que Pablo la caracteriza por la libertad y maternidad: “La Jerusalén de arriba es libre y la madre de todos nosotros[13]”.
Aunque el descenso de la Jerusalén celeste puede ser interpretado desde dos claves: una, cosmológica y otra, cristológica-antropológica, me centraré en la primera. La Jerusalén celeste no es algo separado de Dios. La tiene tatuada en sus Manos, el Hijo y el Espíritu Santo, siempre ante sus ojos; nada puede hacer Dios sin tenerla delante: es el designio de Dios de comunicar a la creación su propia incorruptibilidad; es la gloria de Dios dispuesta a revestir al cosmos material. Juan, el discípulo del Señor, la vio descender sobre la tierra renovada como la esposa engalanada para su marido. La esposa, la incorruptibilidad como “qualitas” propia de Dios, baja hasta el esposo, el cosmos material, para abrazarlo y transformarlo definitivamente. El movimiento escatológico final es un movimiento de alguna manera similar al de la encarnación. El Hijo, sin abandonar el seno del Padre, se encarnó en la tierra, y la Jerusalén celeste, sin dejar a Dios, se hará terrena descendiendo al cosmos, abrazándole, desposándose con él, revistiéndolo de la incorruptibilidad propia de Dios.
Pero Juan no sólo vio el descenso de la Jerusalén celeste; también oyó una voz que decía (Cfr. Apocalipsis 21,3): “Ésta es el tabernáculo de Dios con los hombres, habitará con ellos, ellos serán sus pueblos, y el mismo Dios que habita con ellos será su Dios”. La voz del cielo anuncia que el cosmos, con el que se ha desposado la incorruptibilidad divina, se convertirá en tabernáculo de Dios; y en él habitará con los hombres. El cosmos desposado con la Jerusalén celeste se convertirá en la ciudad de Dios. Será en esta ciudad donde Dios habite con el hombre, que gozará de la visión de Dios como principio de vida continua, de sabiduría inagotable, de bien que nunca se acaba; será en este cielo y tierra nuevos donde “el hombre nuevo perseverará, viviendo siempre en novedad con Dios”.
Por concluir...
No hace mucho, A. Gesché denunciaba, quizá no sin razón, un olvido del cosmos por parte de la teología de la creación, señalando que uno de sus retos es proclamar la belleza del cosmos “porque, aunque le cueste a nuestra preocupación actual por el mal, es una palabra de salvación que no podemos dejar que perezca”. Por mi parte, he querido mostrar cómo esa inquietud estuvo presente en la teología más inmediata a la predicación apostólica, como es el pensamiento, siempre fecundo de Ireneo, capaz de sugerir caminos e incluso vuelos no siempre sospechados, aunque no pocas veces sospechosos para el miope.
El cosmos no debiera ser concebido como una especie de inmensa cárcel. Si tal fuera, sólo cabría anhelar ser liberados de ella, escapar del cosmos. Es, por el contrario, el hogar que Dios, en su sabiduría, bondad y gratuidad, ha regalado al hombre y ha querido compartir con él. El Verbo, que siempre estuvo en el mundo, al hacerse carne vino a lo suyo. El hogar es ámbito de familia donde se hace posible crecer y madurar derramando confianza, esperanza y amor.
No caos, sino cosmos, fue lo creado por el Padre con el ministerio del Hijo y del Espíritu Santo, Manos del padre. El resultado fue un mundo cargado de sentido (Logos) y grávido de dinamismo (Espíritu Santo). El cosmos no es divino, pero es el cosmos de la Trinidad (suyo y no ajeno), impregnado de presencia trinitaria: el Padre lo sostiene y el hijo, clavado en la creación, está siempre abrazando el cosmos, dándole forma y sentido[14], haciéndolo logikós y ungiéndolo con el Espíritu, cuyo dinamismo no sólo es origen remoto del propio dinamismo cósmico, sino que, además, lo constituye, no como realidad cerrada sobre sí misma, sino orientada a una plenitud que en el inicio no tenía y que no depende exclusivamente de su propia naturaleza sino de la gratuidad salvífica de su Creador. La creación sale de las Manos de Dios abierta a la soberanía salvífica de Dios; el cosmos está también llamado a la salvación.
El mundo material, pues, no es un obstáculo para la salvación; tampoco es una especie de gran despensa de la que el hombre usa para poder vivir; ni siquiera puede ser reducido a un escenario donde acontece la salvación de Dios. El cosmos es mediador y objeto de salvación; consiguientemente, tiene una orientación cristológica y pneumatológica.
Como hogar de salvación que es, no permanece ajeno a las vicisitudes de quienes lo habitan. La libertad del hombre no resulta inocua para el cosmos. Aunque con sobriedad, Ireneo enseña que el mundo se vio y se ve afectado por la desobediencia originaria y por los pecados de todos los hombres. No explica la naturaleza de esa solidaridad del cosmos con el pecado del hombre, pero afirma que supuso ajamiento, rebeldía ante los afanes de los hombres y servidumbre que le obstaculiza desarrollarse según su dinamismo originario[15]. El pecado del hombre violenta la naturaleza del cosmos. A la falta del acabamiento originario se suma la vetustez y la trabazón, como consecuencia del pecado, que le hace ansiar, gemebunda, su liberación.
No por ello el cosmos es una realidad en poder de Satanás, pero sí una realidad doblemente inacabada: por su naturaleza abierta y por la herida de caos que le originó el pecado. Los milagros de Jesús testimonian que el cosmos sigue abierto al actuar salvífico de Dios. Pero es, sobre todo, la Eucaristía, fiesta y regocijo de la creación, la que manifiesta de forma espléndida y eficaz la vocación y destino de todo el cosmos a una plenitud insospechada. La Eucaristía rememora continuamente la riqueza y grandeza a que está abierto el cosmos, así como el poder de Dios sobre el mismo.
El cosmos está llamado a una transfiguración que no es simplemente la restitución a su estado anterior al pecado. Su destino es fundirse para siempre en abrazo con la Jerusalén celeste. El cosmos, que un día el padre creó por medio de sus Manos, el Hijo y el Espíritu Santo, abierto hacia la plenitud, alcanzará su configuración definitiva cuando el Padre haga descender el designio de incorruptibilidad (la incorruptibilidad misma), tatuado en sus Manos, sobre el Cosmos, como si se tratase de una esposa engalanada para su marido. Al inicio del cosmos, el Padre con sus Manos; al llegar su plenitud, el Padre con sus Manos: quien lo creó lo perfeccionará. Así el cosmos llegará a ser la Ciudad eterna en la que Dios habitará por siempre con los santos.
Convendría purificar ciertas expresiones presentes en ambientes cristianos que, por prurito de perfección espiritual, delatan una especie de desafecto hacia la creación material y un anhelo de ser liberados de la creación, cuando el anhelo auténtico cristiano es el ver esta creación material liberada de las consecuencias del pecado. El cristiano tampoco debiera tener una visión miope del cosmos como si fuera simplemente un inmenso almacén destinado a su uso, mucho menos a su abuso. El cosmos es el hogar; y el hogar se cuida, no simplemente por una ética ecológica, sino porque con él se comparte, aunque cada uno en atención a su naturaleza, un destino salvífico. El cosmos, con su sentido y dinamismo, con su hablar trinitario, con su vocación, no enajena no aleja de Dios, sino que nos invita a vivir en santidad, en coherencia con el destino que compartimos, un destino que no se puede comprender sin la gracia que siempre nos precede y nos culmina: ¡A Dios gracias!
[1] “Sabemos, en efecto, que la creación entera está gimiendo con dolores de parto hasta el presente”. (Epístola de san pablo a los Romanos 8, 22).
[2] Conviene tener en cuenta la sucesión de los últimos acontecimientos según el pensamiento de Ireneo: venida gloriosa de Cristo, renovación del cosmos, resurrección de los justos, reino de los justos (milenio), resurrección de los injustos, juicio final, descenso de la Jerusalén celeste y visión del Padre.
[3] Hemos de señalar que Ireneo afirma dos renovaciones del universo, una con la gloriosa venida de Cristo y otra al final de los mil años del Reino de los justos. [...]. Las dos renovaciones afectan al cosmos en su conjunto: la primera renovación, liberación de las consecuencias del pecado, para devolverle la forma con que salió de las Manos de Dios, es el inicio de un proceso que culminará al final del Reino de los justos con el descenso de la Jerusalén celeste y sólo entonces el cosmos adquirirá su figura definitiva y eterna. [...] Pienso yo que el mundo salió de las Manos de Dios cuando creó al hombre a su imagen y semejanza. Cuando infundió el alma a la especie animal Homo Sapiens, haciéndolo poco inferior a un dios, coronándolo de gloria y esplendor, dándole el dominio sobre la obra de sus manos, poniéndolo todo bajo sus pies (Cfr. salmo 8). Éste hombre, aún sin pecado, gobernaba el cosmos, del que él era la cúspide, recién salido de las Manos de Dios, en nombre y por delegación suya. En este mundo, el gobierno del hombre en nombre de Dios, evitaba el aumento de la entropía. Pero cuando el hombre quiso gobernarlo en nombre propio, despreciando a Dios, el equilibrio cósmico se rompió, la tiránica ley del crecimiento de la entropía volvió a operar y el cosmos empezó a gemir con dolores de parto. En su primera renovación, con la Parusía, el cosmos vuelve a ser regido por el hombre liberado del pecado por el Hijo del Hombre, Dios, Logos, segunda persona de la Trinidad, por el Reino de los justos. Pero aún faltaría la llegada de la Jerusalén celeste (la cursiva es mía).
[4] san Ireneo “Adversus haereses” (contra los herejes) V, 32, 1,10-16. Los adversarios de Ireneo eran los gnósticos. Esta herejía, anterior al cristianismo, pero que en seguida inentó tomar cuerpo en él, sostenía que había dos principios equipotentes, el del bien y el del mal. Según éstos, el mundo material habría sido creado por el principio del mal y sería, por tanto malo. Los espíritus de los hombres habían caído en el mundo material, víctimas de un pecado cometido fuera de ese mundo. Los cuerpos de los hombres materiales, serían malos. No todos los cuerpos tendrían su espíritu. Los hombres sin alma serían los “hilicos”, mientas que los que tienen espíritu, serían los “pneumaticos”. Los primeros estarían predestinados a la aniquilación junto con el mundo material, mientras que los segundos escaparían de éste mundo material cuando fuese aniquilado. Cristo, no tendría reamente un cuerpo material, sino sólo una apariencia de tal. Yavé, el Dios del antiguo testamento, sería el espíritu del mal, creador del mundo material. Esta doctrina fue combatida enérgicamente por los cristianos desde el principio. Ya san Juan se opone enérgicamente a ella. San Ireneo, “nieto espiritual” de san Juan, continuó la polémica con los gnósticos de su época, los valentinianos. (La parte cursiva de lanota es mía).
[5] Es decir, todos los cristianos, que en el bautismo somos constituidos como sacerdotes, profetas y reyes, aunque ese sacerdocio no sea ministerial (esta nota es mía).
[6] Hay una oración en la misa que dice “cuando llegue el domingo sin ocaso en el que la humanidad eSan Juan, vivió en Éfeso, en Asia Menor, entonces llamada, simplemente Asia. Los Presbíteros del Asia eran, por tanto, los primeros presbíteros ordenados directamente por san Juan y que le habían conocido personalmente y aprendido de él la doctrina cristiana (esta nota es mía)ntra entrará en tu descanso” (esta nota es mía).
[7]La etimología de sacrifico es “hacer sagrado” (esta nota es mía)
[8]San Juan, vivió en Éfeso, en Asia Menor, entonces llamada, simplemente Asia. Los Presbíteros del Asia eran, por tanto, los primeros presbíteros ordenados directamente por san Juan y que le habían conocido personalmente y aprendido de él la doctrina cristiana (esta nota es mía)
[9]Véase nota al pie nº 3, la parte cursiva mía. Ese cosmos salido así de las Manos de Dios con la creación del hombre antes del pecado original, en el que no aumentaba la entropía tenía, sin embargo un destino aún superior, la incorruptibilidad divina. Tras la Parusía, volverá a ese estado, en el Reino de los justos y, al final de éste, se cumplirá su destino de incorruptibilidad. (nota mía)
[10]Ireneo no explicita lo que entiende por estos términos. Quizás tras la substantia haya de verse la materia informe y tras la materia la materia formada. En la teoría hilemórfica aristotélica, las cosas estén hechas a partir de una materia común a todas ellas a la que se une indisolublemente una forma sustancial que les confiere su esencia, lo que son. Sobre este conjunto materia-forma se superponen los accidentes. Según Ireneo, el Padre de la Trinidad creó la materia informe, el Hijo le dio la forma y el Espíritu santo la dirige a la perfección. (La cursiva es mía)
[11]El pensamiento de Ireneo obliga a distinguir, además de la Jerusalén celeste: a) la Jerusalén terrestre mandada levantar por Salomón según el modelo de la celeste y destruida por los romanos (la promitiva ciudad de Salem es mucho más antigua que la Jerusalén de Salomón, pero sólo ocupaba el antiguo monte de Sión, lo que hoy se conoce como la ciudad de David. Salomón la engrandeció construyendo el Templo y su palacio, respectivamente, en el monte Moira y en otro monte al que bautizó con el nombre de Sión, robándoselo al lugar de la primera Salem. El templo de Salomón fue destruido por Nabucodonosor, rey de Babilonia en el siglo VI a. de C. y vuelta a construir por Esdras y Nehemías a la vuelta del cauiverio de Babilonia. Herodes el Grande amplió este segundo Templo poco antes de la vida pública de Cristo, haciéndolo más fastuoso que el de Salomón. Éste segundo Templo fue destruido por Tito en el año 70 y la ciudad entera de Jerusalén por Adriano e el 130, tras sendas sublevaciones judías); b) la Jerusalén reconstruida en tiempos del Anticristo, previos al Reino de los justos (ahora, Jerusalén, como tal, no existe, pues ya hay Templo); c) la Jerusalén reedificada en la tierra renovada en el Reino de los Justos, asimismo levantada según el modelo celeste, con una hermosura y resplandor superior a la de los tiempos veterotestamentarios. (los paréntesis en cursiva son míos)
[12]El segundo Isaías (Deutero Isaías) escribe en los tiempos de exilio de Babilonia, entre la destrucción del Templo de salomón y la construcción del segundo Templo. (La nota es mía).
[13]Cfr. Salmo 87, 4-7: “Contaré a Egipto y a Babilonia entre los que la conocen (a Jerusalén) / filisteos, tirios y etíopes han nacido allí”. / Dirán de Sión: “Todos han nacido en ella, / él mismo, el Altísimo, la ha fundado”. El Señor inscribe en el registro de todos los pueblos: “Éste nació allí”. / Y cantarán y danzarán todos los que viven en ti. (La nota es mía)
[14]En un pasaje anterior, el autor de este estudio dice que “Según el obispo de Lyon, el Hijo de Dios, aún antes de encarnarse, estaba en este mundo, afirmación que no es sino un eco de Juan 1, 10 (“En el mundo estaba y el mundo fue hecho por medio de Él”), pero estaba de forma peculiar: el Verbo creador estaba crucificado en la creación entera; no se trata de la crucifixión del Calvario, sino de una crucifixión invisible ligada a su actividad en la creación del cosmos. La creación visible fue capaz de llevar la cruz del Calvario, en la que colgaba el Verbo hecho carne, porque el Padre portaba la creación haciéndola subsistir y otra cruz, la cósmica e invisible del Verbo Creador la sostenía con eficacia propia. El Verbo Creador y Preexistente está crucificado, no sólo en toda la creación, sino en cada una de las realidades en particular, para gobernar, disponer u organizar y dar cohesión al cosmos y a todas sus realidades. Ireneo ve en la figura de la cruz el gesto del abrazo: el Hijo de Dios está en su creación abrazando su largura, anchura, altura y profundidad (Cfr. Efesios 3, 18) para darle cohesión de norte a sur, de oriente a occidente. [...] El Verbo Creador está crucificado otorgando lo que Ireneo llama el Espíritu según creación. [...] En suma, el Hijo, crucificado en su creación, derrama el Espíritu sobre ella: la unge con el Espíritu”.
[15]Según yo lo veo, el hombre, antes del pecado original podía regir el cosmos por delegación de Dios, impidiendo el crecimiento de la entropía física gracias al orden moral que ejercía por esa delegación. Al rechazar esa delegación y querer actuar por sí y para sí, introdujo una suerte de desorden o entropía moral (la entropía es desorden) que le impidió frenar el crecimiento de la entropía física, que es “ajamiento, rebeldía ante los afanes de los hombres y servidumbre que le obstaculiza desarrollarse según su dinamismo originario”. (Esta nota es mía)
Este escrito es un extracto textual de una obra que lleva por título “La promesa del cosmos (Hilvanando algunos textos de san Ireneo)" escrita por Juan José Ayán Calvo y editada por la facultad de Teología de san Dámaso.
El cristianismo, y su hermana mayor, el judaísmo, son las únicas religiones que ven el mundo material como algo bueno. No en vano el primer libro de la Biblia, el Génesis, desde el capítulo uno, al narrar la creación, afirma en cada acto de creación de Dios: “Y vio Dios que era bueno”. Sin embargo, a veces, los cristianos olvidamos esa bondad intrínseca y esencial del mundo material, cegados por las consecuencias nefastas que el pecado original ha tenido sobre él y sobre nosotros, los seres humanos. La obra que extracto aquí, me fue dada por las monjas clarisas de Lerma, que siguen manteniendo una firme creencia en la bondad del mundo material, a pesar del pecado original, y en su destino de santidad. Para mí, que siempre he creído, un tanto cohibido, en un cielo un poco antropomorfo, ha sido una auténtica alegría saber que comparto esa visión del destino del mundo material con san Ireneo, uno de los grandes padres de la Iglesia, obispo de Lyon, discípulo de san Policarpo, que lo fue del mismísimo apóstol san Juan.
Por eso, he trascrito este extracto, al que no he podido evitar añadir algunas notas a pie de página de mi cosecha, señalando en cada nota cuáles o qué parte de ellas lo son, para poder compartir con más gente esta visión de san Ireneo que me parece de una belleza inaudita. Espero que os trasmita la misma alegría que me ha transmitido a mí.
***
El cosmos se renueva
La actual situación del cosmos, todavía doliente y gemebundo como consecuencia del pecado[1], finalizará con la Parusía. Cristo, en la misma carne en que padeció, volverá vestido de gloria para manifestar de forma ostensible la salvación, que no sólo se dejará sentir en los hombres sino en el cosmos. Al hilo de la venida gloriosa de Cristo, Ireneo se hace eco de expresiones bíblicas de tono apocalíptico como incendio abrasador, diluvio de fuego o conmoción de la tierra, que no implican la aniquilación del cosmos, sino la muerte del Anticristo y de sus seguidores que tendrán como destino el “estanque de fuego” de Apocalipsis 19, 20. Lo que verdaderamente interesa a Ireneo a propósito de la segunda venida de Cristo es la renovación del cosmos y la resurrección de los justos[2].
Ante la presencia del Señor glorioso, fuente del Espíritu, el cosmos se renueva[3], cumpliéndose así lo anunciado por David: “Renovará la faz de la tierra” (Salmo 130, 30). El mismo que le otorgó, como Verbo creador, la forma que luego se vería afectada por el pecado, lo devolverá a su prístina integridad. La creación se verá restituida a su régimen primero, anterior al pecado (pero posterior a la infusión por Dios del alma espiritual al animal Homo Sapiens. Paréntesis mío.), para servir a los justos sin trabas, viendo cumplida su esperanza de ser liberada de la servidumbre de la vanidad y la corrupción en la que contra su voluntad había caído (Cfr. Romanos 8, 19-21), para volver a la forma que tenía antes del pecado de Adán (pero después de la infusión del alma en él. Paréntesis mío), redimida de la maldición que sobre ella había recaído (Cfr. Génesis 3, 17). Una vez liberada, de forma voluntaria irá en incremento y desarrollo para servir a los justos y se caracterizará por la feracidad de sus frutos y la armonía dentro del reino animal y con los hombres.
La renovación del cosmos será el cumplimiento de la promesa que Dios hizo a los patriarcas y a todos los creyentes de otorgarles una tierra ajena a las duras consecuencias a que se vio sometida como consecuencia del pecado. La Tierra prometida no es una alegoría para hablar de los cielos o de las regiones supracelestes; la Tierra prometida es esta misma tierra liberada y renovada para que los creyentes “reciban con justicia los frutos del sufrimiento en la creación misma en que trabajaron o fueron afligidos, probados de todas maneras por el sufrimiento; y sean vivificados en la misma creación en la que padecieron muerte a causa del amor de Dios; y reinen en la misma creación en que sufrieron servidumbre[4]”. Una de las funciones del Reino de los justos es manifestar plenamente la justicia de Dios en la actual figura del cosmos.
Pero el cosmos liberado y renovado no sólo responderá a la Tierra prometida por Dios a Abraham y a su descendencia, sino que será también la posibilidad de cumplimiento de muchas otras promesas que Ireneo recoge con parsimonia. La herencia de la tierra que Jesús prometió a los que vivieran con mansedumbre (Cfr. Mateo 5, 5); la recompensa prometida a quienes sentasen a su mesa a cojos, ciegos y mendigos (Cfr. Lucas 14, 12-14) o a quienes por su causa dejaran bienes y familia (Cfr. Mateo 19, 39) o a quienes el Señor encuentre despiertos en su servicio (Cfr. Lucas 12, 37-38); la promesa hecha a sus discípulos de volver a beber con ellos el fruto de la vid (Cfr. Mateo 26, 27-29); la promesa de renovar la faz de la tierra (Cfr. Salmos 130, 30); la abundancia de vino y trigo prometida a Jacob (Cfr. Génesis 22, 27-29); la visión de Isaías a propósito de la armonía entre los animales, el sometimiento del mundo vegetal al animal, y de ambos al hombre (Cfr Isaías 11, 6, 9; 65, 25); el júbilo de los justos al dárseles la tierra (Cfr. Isaías 26, 19; Ezequiel 37, 12-14; 28, 25-26; Jeremías 16, 14-15; 23, 7-8); entre otros.
El Señor, con su venida gloriosa implantará en el cosmos renovado el reino milenario de los justos que había anunciado el profeta Daniel (Cfr. Daniel 2, 44 y 7, 27 a la luz de Daniel 12, 13) y que diligentemente se había adelantado a ver Juan en el Apocalipsis (Cfr. Apocalipsis 20, 5-6). Será el reino donde el justo descansará de sus trabajos para sentarse a la mesa preparada por Dios que la abastecerá con todos los manjares; será el tiempo del festín de la creación servido por el Señor. Ireneo se niega a considerar alegorías tales expresiones: “Nada de esto es alegorizable. Todo, en cambio, es firme, verdadero y consistente, hecho por Dios para disfrute de los justos”. Las maneras en que Ireneo se expresa ocasionaron la crítica de que su escatología era materialista y carnal, como si pretendiera cohonestar la resurrección de la carne como una vida entregada a los sentidos y a los placeres carnales, cuando en realidad lo que pretende salvaguardar es la permanencia del hombre secundum carnem. [...]
Pero hay más. Los críticos de la concepción ireneana han obviado elementos de interés muy relevante. Ireneo, para ilustrar el festín de la creación, se sirve de un texto de Jeremías que expresa cómo el Señor reunirá a los creyentes en el monte Sión donde se regocijarán con los bienes que Dios les otorgue, y las doncellas y los ancianos se alegrarán, para concluir con la siguiente frase: “Engrandeceré y embriagaré el alma de los sacerdotes, hijos de Leví, y mi pueblo se llenará de bienes”. Estos sacerdotes, como dice inmediatamente Ireneo, no son otros que los discípulos del Señor[5]. Los habitantes del Reino de los justos son sacerdotes que, en el sábado milenario[6], hacen de toda la creación un templo y una ofrenda. “Los discípulos del Señor, dotados de carácter sacerdotal, adquieren una condición sagrada y vienen a ser la expresión del culto dado a Dios, con bienes de la tierra, como sacrificio de sí y de la creación sujeta a ellos[7]. Todo se resume en el sencillo y prolongado banquete sacerdotal del justo, intérprete sacro de la tierra, templo de Dios”.
Otros elementos apuntan en la misma dirección. [...]. A este respecto, es muy ilustrativo un curioso testimonio que Ireneo atribuye a los Presbíteros del Asia[8], avalados también por Papías: “Los presbíteros, que vieron a Juan, el discípulo del Señor, recuerdan haberle oído cómo, sobre aquellos tiempos enseñaba: Día vendrán en que nacerán viñas: cada una con diez mil cepas, y cada cepa con diez mil sarmientos, y cada sarmiento con diez mil racimos, y cada racimo con diez mil granos, y cada grano estrujado dará veinticinco metretas de vino. Y al ir algunos e los santos a coger un racimo, otro racimo clamará: Mejor soy yo, tómame a mí, bendice por mí al Señor. Parecidamente, el grano de trigo producirá diez mil espigas, y cada espiga tendrá diez mil granos, y cada grano, cinco bilibras de pura harina. Los restantes frutos y semillas y yerbas irán en consonancia con esto. Y los animales todos, por servirse de los alimentos tomados de la tierra, se volverán pacíficos y conformes todos unos con otros, sujetos en todo a los hombres”. Del pasaje interesa fundamentalmente cómo las criaturas, antaño bajo la servidumbre del pecado, anhelan que los santos las tomen y bendigan con ellas al Señor. Toda la creación anhela convertirse en una permanente oblación de acción de gracias (eucaristía) a su Hacedor. La oblación, el cosmos entero; los oferentes, los habitantes del cosmos renovado, sacerdotes.
La renovación de que goza el cosmos en el Reino de los justos, tras la venida gloriosa de Cristo, no es su estado definitivo. Es cierto que el hombre vive olvidado ya de morir, pero ni él ni la creación gozan todavía de la incorruptibilidad definitiva: la creación tan sólo había sido restituida a la condición que tenía con anterioridad al pecado de Adán. El cosmos, sin embargo, había salido de las Manos de Dios destinado a una plenitud que en su inicio no tenía. En los tiempos del Reino, pues, el cosmos existe todavía en preludio de la incorruptibilidad, todavía en camino de maduración, todavía en los preliminares de lo inmediatamente definitivo[9].
La tierra y el cielo nuevos: el descenso de la Jerusalén celeste.
Al tratar de la Eucaristía hemos señalado cómo todas las plegarias y oblaciones de los hombres, si son agradables a Dios, se dirigían al altar, al templo y al tabernáculo celestes, como si se incorporasen a la Jerusalén celeste.
Señala Ireneo cómo Juan, en sus visiones del Apocalipsis, vio un cielo y una tierra nuevos, una vez concluidos los tiempos del Reino de los justos. Son los cielos y la tierra nuevos anunciados ya por Isaías (Cfr. Isaías 65, 17-18 y 66-22) y destinados a perseverar para siempre. Es la última y definitiva transformación del cosmos, a la que también se refirieron Cristo y Pablo. Éste al afirmar que “pasa la figura de éste mundo” (1 Corientios 7, 1); el Salvador, al decir que “la tierra y el cielo pasarán” (Cfr. Mateo 24, 35). Las palabras de Cristo y del Apóstol venían como anillo al dedo a quienes tantas reservas mantenían hacia el mundo material condenándolo al aniquilamiento. Ireneo denuncia el uso que de tales pasajes hacían sus adversarios con el fin de desautorizar al Creador del mundo, desconocedores de su verdadero significado. El obispo de Lyon no puede acepta que la sustancia y la materia de la creación estén destinadas al exterminio, porque ello supondría la falta de verdad y firmeza de su Creador: “No son exterminadas la sustancia y la materia de la creación, pues verdadero y firme es el que la creó, sino que pasa la figura de este mundo”. No se trata de que pase la figura que el mundo adquirió como consecuencia del pecado, sino que pase la figura del mundo tal como salió de las Manos de Dios con anterioridad al pecado, o lo que es lo mismo, que pase la figura renovada que el mundo tuvo durante los tiempos del Reino de los justos. Permanecerán la sustancia y la materia de la creación[10], pero cambiará la “figura” o “qualitas” del mundo para adecuarse al estadio definitivo e incorruptible a que está destinado.
Para presentar la definitiva transformación del cosmos, Ireneo recurre a las visiones de Juan en el Apocalipsis (Cfr. Apocalipsis 21, 1-4). El cielo y la tierra nuevos aparecen al descender la Jerusalén celeste sobre la tierra renovada. La Jerusalén celeste[11] es caracterizada sobriamente por Ireneo al recurrir a Isaías 49, 16 y a Gálatas 4, 26. Según el texto de Isaías[12], los muros de la Jerusalén celeste están dibujados en las Manos de Dios y de continuo la tiene en su mirada, mientras que Pablo la caracteriza por la libertad y maternidad: “La Jerusalén de arriba es libre y la madre de todos nosotros[13]”.
Aunque el descenso de la Jerusalén celeste puede ser interpretado desde dos claves: una, cosmológica y otra, cristológica-antropológica, me centraré en la primera. La Jerusalén celeste no es algo separado de Dios. La tiene tatuada en sus Manos, el Hijo y el Espíritu Santo, siempre ante sus ojos; nada puede hacer Dios sin tenerla delante: es el designio de Dios de comunicar a la creación su propia incorruptibilidad; es la gloria de Dios dispuesta a revestir al cosmos material. Juan, el discípulo del Señor, la vio descender sobre la tierra renovada como la esposa engalanada para su marido. La esposa, la incorruptibilidad como “qualitas” propia de Dios, baja hasta el esposo, el cosmos material, para abrazarlo y transformarlo definitivamente. El movimiento escatológico final es un movimiento de alguna manera similar al de la encarnación. El Hijo, sin abandonar el seno del Padre, se encarnó en la tierra, y la Jerusalén celeste, sin dejar a Dios, se hará terrena descendiendo al cosmos, abrazándole, desposándose con él, revistiéndolo de la incorruptibilidad propia de Dios.
Pero Juan no sólo vio el descenso de la Jerusalén celeste; también oyó una voz que decía (Cfr. Apocalipsis 21,3): “Ésta es el tabernáculo de Dios con los hombres, habitará con ellos, ellos serán sus pueblos, y el mismo Dios que habita con ellos será su Dios”. La voz del cielo anuncia que el cosmos, con el que se ha desposado la incorruptibilidad divina, se convertirá en tabernáculo de Dios; y en él habitará con los hombres. El cosmos desposado con la Jerusalén celeste se convertirá en la ciudad de Dios. Será en esta ciudad donde Dios habite con el hombre, que gozará de la visión de Dios como principio de vida continua, de sabiduría inagotable, de bien que nunca se acaba; será en este cielo y tierra nuevos donde “el hombre nuevo perseverará, viviendo siempre en novedad con Dios”.
Por concluir...
No hace mucho, A. Gesché denunciaba, quizá no sin razón, un olvido del cosmos por parte de la teología de la creación, señalando que uno de sus retos es proclamar la belleza del cosmos “porque, aunque le cueste a nuestra preocupación actual por el mal, es una palabra de salvación que no podemos dejar que perezca”. Por mi parte, he querido mostrar cómo esa inquietud estuvo presente en la teología más inmediata a la predicación apostólica, como es el pensamiento, siempre fecundo de Ireneo, capaz de sugerir caminos e incluso vuelos no siempre sospechados, aunque no pocas veces sospechosos para el miope.
El cosmos no debiera ser concebido como una especie de inmensa cárcel. Si tal fuera, sólo cabría anhelar ser liberados de ella, escapar del cosmos. Es, por el contrario, el hogar que Dios, en su sabiduría, bondad y gratuidad, ha regalado al hombre y ha querido compartir con él. El Verbo, que siempre estuvo en el mundo, al hacerse carne vino a lo suyo. El hogar es ámbito de familia donde se hace posible crecer y madurar derramando confianza, esperanza y amor.
No caos, sino cosmos, fue lo creado por el Padre con el ministerio del Hijo y del Espíritu Santo, Manos del padre. El resultado fue un mundo cargado de sentido (Logos) y grávido de dinamismo (Espíritu Santo). El cosmos no es divino, pero es el cosmos de la Trinidad (suyo y no ajeno), impregnado de presencia trinitaria: el Padre lo sostiene y el hijo, clavado en la creación, está siempre abrazando el cosmos, dándole forma y sentido[14], haciéndolo logikós y ungiéndolo con el Espíritu, cuyo dinamismo no sólo es origen remoto del propio dinamismo cósmico, sino que, además, lo constituye, no como realidad cerrada sobre sí misma, sino orientada a una plenitud que en el inicio no tenía y que no depende exclusivamente de su propia naturaleza sino de la gratuidad salvífica de su Creador. La creación sale de las Manos de Dios abierta a la soberanía salvífica de Dios; el cosmos está también llamado a la salvación.
El mundo material, pues, no es un obstáculo para la salvación; tampoco es una especie de gran despensa de la que el hombre usa para poder vivir; ni siquiera puede ser reducido a un escenario donde acontece la salvación de Dios. El cosmos es mediador y objeto de salvación; consiguientemente, tiene una orientación cristológica y pneumatológica.
Como hogar de salvación que es, no permanece ajeno a las vicisitudes de quienes lo habitan. La libertad del hombre no resulta inocua para el cosmos. Aunque con sobriedad, Ireneo enseña que el mundo se vio y se ve afectado por la desobediencia originaria y por los pecados de todos los hombres. No explica la naturaleza de esa solidaridad del cosmos con el pecado del hombre, pero afirma que supuso ajamiento, rebeldía ante los afanes de los hombres y servidumbre que le obstaculiza desarrollarse según su dinamismo originario[15]. El pecado del hombre violenta la naturaleza del cosmos. A la falta del acabamiento originario se suma la vetustez y la trabazón, como consecuencia del pecado, que le hace ansiar, gemebunda, su liberación.
No por ello el cosmos es una realidad en poder de Satanás, pero sí una realidad doblemente inacabada: por su naturaleza abierta y por la herida de caos que le originó el pecado. Los milagros de Jesús testimonian que el cosmos sigue abierto al actuar salvífico de Dios. Pero es, sobre todo, la Eucaristía, fiesta y regocijo de la creación, la que manifiesta de forma espléndida y eficaz la vocación y destino de todo el cosmos a una plenitud insospechada. La Eucaristía rememora continuamente la riqueza y grandeza a que está abierto el cosmos, así como el poder de Dios sobre el mismo.
El cosmos está llamado a una transfiguración que no es simplemente la restitución a su estado anterior al pecado. Su destino es fundirse para siempre en abrazo con la Jerusalén celeste. El cosmos, que un día el padre creó por medio de sus Manos, el Hijo y el Espíritu Santo, abierto hacia la plenitud, alcanzará su configuración definitiva cuando el Padre haga descender el designio de incorruptibilidad (la incorruptibilidad misma), tatuado en sus Manos, sobre el Cosmos, como si se tratase de una esposa engalanada para su marido. Al inicio del cosmos, el Padre con sus Manos; al llegar su plenitud, el Padre con sus Manos: quien lo creó lo perfeccionará. Así el cosmos llegará a ser la Ciudad eterna en la que Dios habitará por siempre con los santos.
Convendría purificar ciertas expresiones presentes en ambientes cristianos que, por prurito de perfección espiritual, delatan una especie de desafecto hacia la creación material y un anhelo de ser liberados de la creación, cuando el anhelo auténtico cristiano es el ver esta creación material liberada de las consecuencias del pecado. El cristiano tampoco debiera tener una visión miope del cosmos como si fuera simplemente un inmenso almacén destinado a su uso, mucho menos a su abuso. El cosmos es el hogar; y el hogar se cuida, no simplemente por una ética ecológica, sino porque con él se comparte, aunque cada uno en atención a su naturaleza, un destino salvífico. El cosmos, con su sentido y dinamismo, con su hablar trinitario, con su vocación, no enajena no aleja de Dios, sino que nos invita a vivir en santidad, en coherencia con el destino que compartimos, un destino que no se puede comprender sin la gracia que siempre nos precede y nos culmina: ¡A Dios gracias!
[1] “Sabemos, en efecto, que la creación entera está gimiendo con dolores de parto hasta el presente”. (Epístola de san pablo a los Romanos 8, 22).
[2] Conviene tener en cuenta la sucesión de los últimos acontecimientos según el pensamiento de Ireneo: venida gloriosa de Cristo, renovación del cosmos, resurrección de los justos, reino de los justos (milenio), resurrección de los injustos, juicio final, descenso de la Jerusalén celeste y visión del Padre.
[3] Hemos de señalar que Ireneo afirma dos renovaciones del universo, una con la gloriosa venida de Cristo y otra al final de los mil años del Reino de los justos. [...]. Las dos renovaciones afectan al cosmos en su conjunto: la primera renovación, liberación de las consecuencias del pecado, para devolverle la forma con que salió de las Manos de Dios, es el inicio de un proceso que culminará al final del Reino de los justos con el descenso de la Jerusalén celeste y sólo entonces el cosmos adquirirá su figura definitiva y eterna. [...] Pienso yo que el mundo salió de las Manos de Dios cuando creó al hombre a su imagen y semejanza. Cuando infundió el alma a la especie animal Homo Sapiens, haciéndolo poco inferior a un dios, coronándolo de gloria y esplendor, dándole el dominio sobre la obra de sus manos, poniéndolo todo bajo sus pies (Cfr. salmo 8). Éste hombre, aún sin pecado, gobernaba el cosmos, del que él era la cúspide, recién salido de las Manos de Dios, en nombre y por delegación suya. En este mundo, el gobierno del hombre en nombre de Dios, evitaba el aumento de la entropía. Pero cuando el hombre quiso gobernarlo en nombre propio, despreciando a Dios, el equilibrio cósmico se rompió, la tiránica ley del crecimiento de la entropía volvió a operar y el cosmos empezó a gemir con dolores de parto. En su primera renovación, con la Parusía, el cosmos vuelve a ser regido por el hombre liberado del pecado por el Hijo del Hombre, Dios, Logos, segunda persona de la Trinidad, por el Reino de los justos. Pero aún faltaría la llegada de la Jerusalén celeste (la cursiva es mía).
[4] san Ireneo “Adversus haereses” (contra los herejes) V, 32, 1,10-16. Los adversarios de Ireneo eran los gnósticos. Esta herejía, anterior al cristianismo, pero que en seguida inentó tomar cuerpo en él, sostenía que había dos principios equipotentes, el del bien y el del mal. Según éstos, el mundo material habría sido creado por el principio del mal y sería, por tanto malo. Los espíritus de los hombres habían caído en el mundo material, víctimas de un pecado cometido fuera de ese mundo. Los cuerpos de los hombres materiales, serían malos. No todos los cuerpos tendrían su espíritu. Los hombres sin alma serían los “hilicos”, mientas que los que tienen espíritu, serían los “pneumaticos”. Los primeros estarían predestinados a la aniquilación junto con el mundo material, mientras que los segundos escaparían de éste mundo material cuando fuese aniquilado. Cristo, no tendría reamente un cuerpo material, sino sólo una apariencia de tal. Yavé, el Dios del antiguo testamento, sería el espíritu del mal, creador del mundo material. Esta doctrina fue combatida enérgicamente por los cristianos desde el principio. Ya san Juan se opone enérgicamente a ella. San Ireneo, “nieto espiritual” de san Juan, continuó la polémica con los gnósticos de su época, los valentinianos. (La parte cursiva de lanota es mía).
[5] Es decir, todos los cristianos, que en el bautismo somos constituidos como sacerdotes, profetas y reyes, aunque ese sacerdocio no sea ministerial (esta nota es mía).
[6] Hay una oración en la misa que dice “cuando llegue el domingo sin ocaso en el que la humanidad eSan Juan, vivió en Éfeso, en Asia Menor, entonces llamada, simplemente Asia. Los Presbíteros del Asia eran, por tanto, los primeros presbíteros ordenados directamente por san Juan y que le habían conocido personalmente y aprendido de él la doctrina cristiana (esta nota es mía)ntra entrará en tu descanso” (esta nota es mía).
[7]La etimología de sacrifico es “hacer sagrado” (esta nota es mía)
[8]San Juan, vivió en Éfeso, en Asia Menor, entonces llamada, simplemente Asia. Los Presbíteros del Asia eran, por tanto, los primeros presbíteros ordenados directamente por san Juan y que le habían conocido personalmente y aprendido de él la doctrina cristiana (esta nota es mía)
[9]Véase nota al pie nº 3, la parte cursiva mía. Ese cosmos salido así de las Manos de Dios con la creación del hombre antes del pecado original, en el que no aumentaba la entropía tenía, sin embargo un destino aún superior, la incorruptibilidad divina. Tras la Parusía, volverá a ese estado, en el Reino de los justos y, al final de éste, se cumplirá su destino de incorruptibilidad. (nota mía)
[10]Ireneo no explicita lo que entiende por estos términos. Quizás tras la substantia haya de verse la materia informe y tras la materia la materia formada. En la teoría hilemórfica aristotélica, las cosas estén hechas a partir de una materia común a todas ellas a la que se une indisolublemente una forma sustancial que les confiere su esencia, lo que son. Sobre este conjunto materia-forma se superponen los accidentes. Según Ireneo, el Padre de la Trinidad creó la materia informe, el Hijo le dio la forma y el Espíritu santo la dirige a la perfección. (La cursiva es mía)
[11]El pensamiento de Ireneo obliga a distinguir, además de la Jerusalén celeste: a) la Jerusalén terrestre mandada levantar por Salomón según el modelo de la celeste y destruida por los romanos (la promitiva ciudad de Salem es mucho más antigua que la Jerusalén de Salomón, pero sólo ocupaba el antiguo monte de Sión, lo que hoy se conoce como la ciudad de David. Salomón la engrandeció construyendo el Templo y su palacio, respectivamente, en el monte Moira y en otro monte al que bautizó con el nombre de Sión, robándoselo al lugar de la primera Salem. El templo de Salomón fue destruido por Nabucodonosor, rey de Babilonia en el siglo VI a. de C. y vuelta a construir por Esdras y Nehemías a la vuelta del cauiverio de Babilonia. Herodes el Grande amplió este segundo Templo poco antes de la vida pública de Cristo, haciéndolo más fastuoso que el de Salomón. Éste segundo Templo fue destruido por Tito en el año 70 y la ciudad entera de Jerusalén por Adriano e el 130, tras sendas sublevaciones judías); b) la Jerusalén reconstruida en tiempos del Anticristo, previos al Reino de los justos (ahora, Jerusalén, como tal, no existe, pues ya hay Templo); c) la Jerusalén reedificada en la tierra renovada en el Reino de los Justos, asimismo levantada según el modelo celeste, con una hermosura y resplandor superior a la de los tiempos veterotestamentarios. (los paréntesis en cursiva son míos)
[12]El segundo Isaías (Deutero Isaías) escribe en los tiempos de exilio de Babilonia, entre la destrucción del Templo de salomón y la construcción del segundo Templo. (La nota es mía).
[13]Cfr. Salmo 87, 4-7: “Contaré a Egipto y a Babilonia entre los que la conocen (a Jerusalén) / filisteos, tirios y etíopes han nacido allí”. / Dirán de Sión: “Todos han nacido en ella, / él mismo, el Altísimo, la ha fundado”. El Señor inscribe en el registro de todos los pueblos: “Éste nació allí”. / Y cantarán y danzarán todos los que viven en ti. (La nota es mía)
[14]En un pasaje anterior, el autor de este estudio dice que “Según el obispo de Lyon, el Hijo de Dios, aún antes de encarnarse, estaba en este mundo, afirmación que no es sino un eco de Juan 1, 10 (“En el mundo estaba y el mundo fue hecho por medio de Él”), pero estaba de forma peculiar: el Verbo creador estaba crucificado en la creación entera; no se trata de la crucifixión del Calvario, sino de una crucifixión invisible ligada a su actividad en la creación del cosmos. La creación visible fue capaz de llevar la cruz del Calvario, en la que colgaba el Verbo hecho carne, porque el Padre portaba la creación haciéndola subsistir y otra cruz, la cósmica e invisible del Verbo Creador la sostenía con eficacia propia. El Verbo Creador y Preexistente está crucificado, no sólo en toda la creación, sino en cada una de las realidades en particular, para gobernar, disponer u organizar y dar cohesión al cosmos y a todas sus realidades. Ireneo ve en la figura de la cruz el gesto del abrazo: el Hijo de Dios está en su creación abrazando su largura, anchura, altura y profundidad (Cfr. Efesios 3, 18) para darle cohesión de norte a sur, de oriente a occidente. [...] El Verbo Creador está crucificado otorgando lo que Ireneo llama el Espíritu según creación. [...] En suma, el Hijo, crucificado en su creación, derrama el Espíritu sobre ella: la unge con el Espíritu”.
[15]Según yo lo veo, el hombre, antes del pecado original podía regir el cosmos por delegación de Dios, impidiendo el crecimiento de la entropía física gracias al orden moral que ejercía por esa delegación. Al rechazar esa delegación y querer actuar por sí y para sí, introdujo una suerte de desorden o entropía moral (la entropía es desorden) que le impidió frenar el crecimiento de la entropía física, que es “ajamiento, rebeldía ante los afanes de los hombres y servidumbre que le obstaculiza desarrollarse según su dinamismo originario”. (Esta nota es mía)
7 de julio de 2010
Frases 7-VII-2010
Tomás Alfaro Drake
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
El mal no puede anular el bien. Por eso lo sepulta en un pozo de oscuridad y de silencio cavado en sus entrañas. Pero cuanto más bien encierra en sus mazmorras, más aumenta la presión. Un día, no sé cuándo ni como, sólo Dios lo sabe, estallará el inmenso globo de luz que se está gestando en las profundas negruras del mal. Y ese día el mal habrá sido vencido en el bien. Mientras ese día llega, sólo nos queda hacer resplandecer el bien allí donde podamos. Sin preguntarnos para qué sirve. Aunque no veamos ningún fruto. Sin dejar que el desaliento se apodere de nosotros. Con la confianza puesta en Aquél que ha fijado un límite de resistencia al mal. En Aquél que nos capacita para hacer el bien. En Aquél que alimenta la esperanza. En Cristo, Señor y Rey poderoso.
Tomás Alfaro Drake
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
El mal no puede anular el bien. Por eso lo sepulta en un pozo de oscuridad y de silencio cavado en sus entrañas. Pero cuanto más bien encierra en sus mazmorras, más aumenta la presión. Un día, no sé cuándo ni como, sólo Dios lo sabe, estallará el inmenso globo de luz que se está gestando en las profundas negruras del mal. Y ese día el mal habrá sido vencido en el bien. Mientras ese día llega, sólo nos queda hacer resplandecer el bien allí donde podamos. Sin preguntarnos para qué sirve. Aunque no veamos ningún fruto. Sin dejar que el desaliento se apodere de nosotros. Con la confianza puesta en Aquél que ha fijado un límite de resistencia al mal. En Aquél que nos capacita para hacer el bien. En Aquél que alimenta la esperanza. En Cristo, Señor y Rey poderoso.
Tomás Alfaro Drake
5 de julio de 2010
El mal, el bien, Melkor y la música de Ilúvatar
Tomás Alfaro Drake
Esto, que escribí hace algunos años, me parece que viene como anillo al dedo para publicarlo el día en que ha entrado en vigor la nueva y espantosa ley del aborto.
Hace años me llamó la atención una frase enigmática, o así me lo pareció, de una carta que Tolkien le enviaba a su hijo. Decía:
“Ningún hombre puede jamás saber lo que está acaeciendo sub specie aeternitatis (bajo la perspectiva de la eternidad). Todo lo que sabemos, y en gran medida por experiencia directa, es que el mal se afana con amplio poder y perpetuo éxito... en vano: siempre preparando tan sólo el terreno para que el bien brote de él”.
Miraba al mundo y me decía: ¿Cómo que el mal se afana en vano? ¿Es que Tolkien no tenía ojos? ¿O habrá llevado una vida demasiado plácida? Más tarde supe que no, Tolkien había sufrido mucho en su vida, no había pasado por ella precisamente “de rositas”. Había experimentado de manera muy dolorosa la maldad humana. Tampoco tenía una visión idílica, aunque sí heroica, de la lucha del bien y el mal. En otra carta a otro hijo suyo le dice:
“¡Qué mundo espantoso, oscurecido por el miedo, cargado por el dolor es el mundo en que vivimos! [...] Chesterton dijo que es nuestro deber mantener flameando la Bandera de Este Mundo: pero hoy, eso exige un patrimonio más vigoroso y sublime que entonces. [...]; pero el espíritu de la maldad en los sitios encumbrados es ahora tan poderoso, y sus encarnaciones tienen tantas cabezas, que no parece haber nada más que hacer que negarnos personalmente a venerar cualquiera de las cabezas de la hidra”.
¿Entonces? ¿Cómo podía creer que el mal se afanaba en vano y que tan sólo preparaba el terreno para que de él brotase el bien? ¿Dónde estaba la clave del enigma?
Fue un poco después de hacerme estas preguntas, tras conocer un poco de la vida de Tolkien, cuando me acordé de un breve relato suyo que había leído hace años. Toda la magnífica obra de Tolkien ha quedado un poco absorbida por el éxito de “El señor de los anillos”. Y no me parece mal, porque “El señor” es un libro impresionante. Pero “El señor de los anillos” no nace de la nada. No hubiese podido existir sin una cosmovisión previa que Tolkien dejó plasmada en la que probablemente sea su obra más importante. Me refiero a “Silmarillion”. Esta obra, editada postumamente tras un arduo trabajo de su hijo Christopher entre las notas de su padre, es la mitología élfica de Tolkien, gestada a lo largo de toda su vida. Junto a esta obra, como un apéndice previo a ella –no estoy seguro de que forme parte del “Silmarillion” propiamente dicho– , suele publicarse un pequeño relato de once páginas. Se llama “Ainulindalë”, que en la lengua élfica, también creación de Tolkien, significa “la música de los Ainur”. Un día, súbitamente, me acordé vagamente de esta historia y la releí.
Es una narración de la creación del mundo por Ilúvatar a través de la música y del pecado del más perfecto de los Ainur, Melkor. De la música de los Ainur, inspirada en temas pensados por Ilúvatar, sale la imagen del mundo. Melkor, en su soberbia, quiere estropear la música con temas disonantes con los de Ilúvatar. Pero, de manera asombrosa, Éste es capaz de armonizar todo intento de disonancia de Melkor armonizándola en un nivel más elevado y haciendo inútiles todos sus esfuerzos por crear confusión. Entonces Ilúvatar da realidad a la imagen del mundo cantada por los Ainur, diciendo: “¡Eä! –Eä es el Mundo que Es– ¡Que sean estas cosas! Y enviaré al Vacío la Llama Imperecedera, y se convertirá en el corazón del Mundo, y el Mundo Será”. Pero oculta a los Ainur su final y se reserva el poder de modelarlo. Los elfos y los hombres, los hijos de Ilúvatar, son creados por un tema nacido directamente de Él cuando aparece Arde, la Tierra, en el despliegue en el tiempo del Mundo que Es.
Ahí estaba todo. Ahí estaba la razón de la esperanza de Tolkien. En Ilúvatar. En Dios. Tolkien era profundamente católico y el relato de Ilúvatar creando el mundo por la música y del pecado de Melkor, no son otra cosa que una puesta en escena con otras palabras de la creación del universo y del hombre por Dios a través del Logos y de la caída de Luzbel. En un momento dado, Ilúvatar, erguido en toda su majestad, le dice a Melkor: “... sepan él y todos los Ainur, que yo soy Ilúvatar; [...] Y tú, Melkor, verás que ningún tema puede tocarse que no tenga en mí su fuente más profunda, y que nadie puede alterar la música a mi pesar. Porque aquél que lo intente probará que es sólo mi instrumento para la creación de cosas más maravillosas todavía, que él no había imaginado. [...] Y tú, Melkor, descubrirás los pensamientos secretos de tu propia mente y entenderás que son sólo una parte del todo y tributarios de mi gloria”.
Así pues, Dios y sólo Dios pone límite al mal de Satán. “Dios, en su insondable sabiduría ha puesto un límite al mal, y es su misericordia”, nos dice Juan Pablo II en su libro “Memoria e identidad”. Satán puede roturar una y otra vez el campo en el que Dios siembra su semilla pero, aunque parezca que destruye continuamente la promesa de cosecha que brota, ésta vuelve a germinar con mayor fuerza tras cada una de las pasadas destructoras del arado de Satán, abonada por la cosecha destruida. Y en ese final que Dios se ha reservado, están guardadas todas las promesas de cosechas malogradas. Pero el arado de Satán tiene una vida, tras de la cual se romperá. Y entonces dará fruto la última, la más magnífica de las cosechas, que rescatará a todas las demás y las llevará a su plenitud.
Y la garantía de la continua presencia de Dios, de su victoria final, es Él mismo, entrado en la historia como Hijo de Dios, como Cristo. Así visto, todo el mal que vemos en el mundo y que nos hiere, converge en la victoria final de Cristo, hacia la que tiende la Historia. Esa es la gran Esperanza de la que habla Benedicto XVI en su última encíclica. Esa es la razón por la que el desánimo no puede anidar en nuestros corazones. Eso era lo que le decía Tolkien a su hijo Chritopher en su carta citada más arriba. Por eso sigue la carta: “Pero aún hay alguna esperanza de que las cosas mejoren para nosotros, incluso en el plano temporal, por la clemencia de Dios. Y aunque necesitamos todo nuestro coraje y nuestras agallas (...) y toda nuestra fe religiosa para enfrentar el mal que pueda acontecernos (...), aún podemos rezar y tener esperanza. Yo lo hago”. Y esa promesa ya es realidad en Cristo.
A su otro hijo, Michael, en momentos de duda, en la carta citada, le dice: “La única medicina para una fe tambaleante o una fe que se desvanece es la comunión. Aunque siempre es Él mismo quien está allí presente, perfecto, completo, inviolable, el Santísimo Sacramento no opera completamente y de una vez para siempre en ninguno de nosotros. Como los actos de Fe, deben ser continuos y crecer con el ejercicio. La frecuencia es lo más efectivo de todo. Siete veces a la semana es mucho más nutritivo que siete veces con intervalos...”.
Si miramos a la cruz, recordamos a Cristo, pero sólo lo recordamos. Por muy magnífico que sea el don de su entrega, mirando a la cruz sólo miramos su recuerdo. Pero si miramos a la Eucaristía, no miramos un recuerdo, miramos a la realidad de la victoria de Cristo. Miramos al espacio-tiempo plegado sobre sí mismo en pliegues inauditos. Vemos, con los ojos de la fe, como en un aleph del espacio tiempo, la victoria de nuestro Dios. El Principio y el Fin, el Alfa y el Omega, la melodía luminosa. El final que no pudieron ver los Ainur. Ya nos lo anunciaba el salmista. “Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios”. Y si con los ojos de la fe vemos esto en la Eucaristía, la gran Esperanza se reavivará en nosotros y nos preguntaremos con san Pablo:
“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La espada? Ya lo dice la escritura:
Por tu causa estamos expuestos a la muerte cada día:
nos consideran como ovejas destinadas al matadero:
Pero Dios, que nos ama, hará que salgamos victoriosos de todas estas pruebas.
Y estoy seguro de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni otras fuerzas sobrenaturales, ni lo presente, ni lo futuro, ni poderes de cualquier clase, ni lo de arriba, ni lo de abajo, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro”.
El salmo que forma parte de la cita de san Pablo acaba con nuestra desesperada llamada al Dios aparentemente dormido ante el poder del mal:
“¡Despierta! ¿Por qué duermes, Señor mío?
¡Levántate, no nos rechaces para siempre!
¿Por qué ocultas tu rostro
y olvidas nuestra miseria y opresión?
Estamos hundidos en el polvo
con el vientre pegado a la tierra.
¡Álzate en nuestra ayuda, por tu amor, rescátanos!”.
Pero otro salmo nos dice:
“No te dejaré caer, tu guardián no duerme;
no duerme ni sestea el guardián de Israel”
Y la prueba de este salmo la da Cristo que parece que duerme en la barca mientras la tempestad del lago de Genesaret amenaza con hundirla y sus discípulos le dicen asustados e indignados: “despierta, ¿no te importa que perezcamos?” tras de lo cual Él ordena a los elementos que se aplaquen y éstos le obedecen, y dice a sus asustados discípulos: “¿Por qué sois tan cobardes?,¿Todavía no tenéis fe?”.
Este es el misterio del silencio de Dios ante el mal y Cristo es la respuesta a ese misterio.
La verdad es que si dejamos de mirar la historia de la humanidad con miopía, vemos que ese caminar hacia la justicia de Cristo no ha cesado desde hace dos mil años. Bien es cierto que ha habido, hay y habrá momentos de terribles retrocesos y espantosa oscuridad, pero esto es como la bolsa, cuyas aparatosas crisis esporádicas impiden ver que la tendencia a largo plazo ha sido siempre al alza. Así tiende ineludiblemente la humanidad hacia Dios por Cristo, a pesar de todos los vanos e inútiles triunfos del mal que, como dice Tolkien, sólo sirven para preparar el terreno para que aparezca el Bien.
Y esta esperanza la podemos contemplar y hacer nuestra, carne de nuestra carne, sangre de nuestra sanbgre, todos los días en la Eucaristía y, si lo hacemos, se hace realidad en nosotros ese otro salmo que dice: “Contempladle y quedaréis radiantes”.
Así será el mal vencido en el Bien, como la disonancia de Melkor en la armonía de Ilúvatar.
Esto, que escribí hace algunos años, me parece que viene como anillo al dedo para publicarlo el día en que ha entrado en vigor la nueva y espantosa ley del aborto.
Hace años me llamó la atención una frase enigmática, o así me lo pareció, de una carta que Tolkien le enviaba a su hijo. Decía:
“Ningún hombre puede jamás saber lo que está acaeciendo sub specie aeternitatis (bajo la perspectiva de la eternidad). Todo lo que sabemos, y en gran medida por experiencia directa, es que el mal se afana con amplio poder y perpetuo éxito... en vano: siempre preparando tan sólo el terreno para que el bien brote de él”.
Miraba al mundo y me decía: ¿Cómo que el mal se afana en vano? ¿Es que Tolkien no tenía ojos? ¿O habrá llevado una vida demasiado plácida? Más tarde supe que no, Tolkien había sufrido mucho en su vida, no había pasado por ella precisamente “de rositas”. Había experimentado de manera muy dolorosa la maldad humana. Tampoco tenía una visión idílica, aunque sí heroica, de la lucha del bien y el mal. En otra carta a otro hijo suyo le dice:
“¡Qué mundo espantoso, oscurecido por el miedo, cargado por el dolor es el mundo en que vivimos! [...] Chesterton dijo que es nuestro deber mantener flameando la Bandera de Este Mundo: pero hoy, eso exige un patrimonio más vigoroso y sublime que entonces. [...]; pero el espíritu de la maldad en los sitios encumbrados es ahora tan poderoso, y sus encarnaciones tienen tantas cabezas, que no parece haber nada más que hacer que negarnos personalmente a venerar cualquiera de las cabezas de la hidra”.
¿Entonces? ¿Cómo podía creer que el mal se afanaba en vano y que tan sólo preparaba el terreno para que de él brotase el bien? ¿Dónde estaba la clave del enigma?
Fue un poco después de hacerme estas preguntas, tras conocer un poco de la vida de Tolkien, cuando me acordé de un breve relato suyo que había leído hace años. Toda la magnífica obra de Tolkien ha quedado un poco absorbida por el éxito de “El señor de los anillos”. Y no me parece mal, porque “El señor” es un libro impresionante. Pero “El señor de los anillos” no nace de la nada. No hubiese podido existir sin una cosmovisión previa que Tolkien dejó plasmada en la que probablemente sea su obra más importante. Me refiero a “Silmarillion”. Esta obra, editada postumamente tras un arduo trabajo de su hijo Christopher entre las notas de su padre, es la mitología élfica de Tolkien, gestada a lo largo de toda su vida. Junto a esta obra, como un apéndice previo a ella –no estoy seguro de que forme parte del “Silmarillion” propiamente dicho– , suele publicarse un pequeño relato de once páginas. Se llama “Ainulindalë”, que en la lengua élfica, también creación de Tolkien, significa “la música de los Ainur”. Un día, súbitamente, me acordé vagamente de esta historia y la releí.
Es una narración de la creación del mundo por Ilúvatar a través de la música y del pecado del más perfecto de los Ainur, Melkor. De la música de los Ainur, inspirada en temas pensados por Ilúvatar, sale la imagen del mundo. Melkor, en su soberbia, quiere estropear la música con temas disonantes con los de Ilúvatar. Pero, de manera asombrosa, Éste es capaz de armonizar todo intento de disonancia de Melkor armonizándola en un nivel más elevado y haciendo inútiles todos sus esfuerzos por crear confusión. Entonces Ilúvatar da realidad a la imagen del mundo cantada por los Ainur, diciendo: “¡Eä! –Eä es el Mundo que Es– ¡Que sean estas cosas! Y enviaré al Vacío la Llama Imperecedera, y se convertirá en el corazón del Mundo, y el Mundo Será”. Pero oculta a los Ainur su final y se reserva el poder de modelarlo. Los elfos y los hombres, los hijos de Ilúvatar, son creados por un tema nacido directamente de Él cuando aparece Arde, la Tierra, en el despliegue en el tiempo del Mundo que Es.
Ahí estaba todo. Ahí estaba la razón de la esperanza de Tolkien. En Ilúvatar. En Dios. Tolkien era profundamente católico y el relato de Ilúvatar creando el mundo por la música y del pecado de Melkor, no son otra cosa que una puesta en escena con otras palabras de la creación del universo y del hombre por Dios a través del Logos y de la caída de Luzbel. En un momento dado, Ilúvatar, erguido en toda su majestad, le dice a Melkor: “... sepan él y todos los Ainur, que yo soy Ilúvatar; [...] Y tú, Melkor, verás que ningún tema puede tocarse que no tenga en mí su fuente más profunda, y que nadie puede alterar la música a mi pesar. Porque aquél que lo intente probará que es sólo mi instrumento para la creación de cosas más maravillosas todavía, que él no había imaginado. [...] Y tú, Melkor, descubrirás los pensamientos secretos de tu propia mente y entenderás que son sólo una parte del todo y tributarios de mi gloria”.
Así pues, Dios y sólo Dios pone límite al mal de Satán. “Dios, en su insondable sabiduría ha puesto un límite al mal, y es su misericordia”, nos dice Juan Pablo II en su libro “Memoria e identidad”. Satán puede roturar una y otra vez el campo en el que Dios siembra su semilla pero, aunque parezca que destruye continuamente la promesa de cosecha que brota, ésta vuelve a germinar con mayor fuerza tras cada una de las pasadas destructoras del arado de Satán, abonada por la cosecha destruida. Y en ese final que Dios se ha reservado, están guardadas todas las promesas de cosechas malogradas. Pero el arado de Satán tiene una vida, tras de la cual se romperá. Y entonces dará fruto la última, la más magnífica de las cosechas, que rescatará a todas las demás y las llevará a su plenitud.
Y la garantía de la continua presencia de Dios, de su victoria final, es Él mismo, entrado en la historia como Hijo de Dios, como Cristo. Así visto, todo el mal que vemos en el mundo y que nos hiere, converge en la victoria final de Cristo, hacia la que tiende la Historia. Esa es la gran Esperanza de la que habla Benedicto XVI en su última encíclica. Esa es la razón por la que el desánimo no puede anidar en nuestros corazones. Eso era lo que le decía Tolkien a su hijo Chritopher en su carta citada más arriba. Por eso sigue la carta: “Pero aún hay alguna esperanza de que las cosas mejoren para nosotros, incluso en el plano temporal, por la clemencia de Dios. Y aunque necesitamos todo nuestro coraje y nuestras agallas (...) y toda nuestra fe religiosa para enfrentar el mal que pueda acontecernos (...), aún podemos rezar y tener esperanza. Yo lo hago”. Y esa promesa ya es realidad en Cristo.
A su otro hijo, Michael, en momentos de duda, en la carta citada, le dice: “La única medicina para una fe tambaleante o una fe que se desvanece es la comunión. Aunque siempre es Él mismo quien está allí presente, perfecto, completo, inviolable, el Santísimo Sacramento no opera completamente y de una vez para siempre en ninguno de nosotros. Como los actos de Fe, deben ser continuos y crecer con el ejercicio. La frecuencia es lo más efectivo de todo. Siete veces a la semana es mucho más nutritivo que siete veces con intervalos...”.
Si miramos a la cruz, recordamos a Cristo, pero sólo lo recordamos. Por muy magnífico que sea el don de su entrega, mirando a la cruz sólo miramos su recuerdo. Pero si miramos a la Eucaristía, no miramos un recuerdo, miramos a la realidad de la victoria de Cristo. Miramos al espacio-tiempo plegado sobre sí mismo en pliegues inauditos. Vemos, con los ojos de la fe, como en un aleph del espacio tiempo, la victoria de nuestro Dios. El Principio y el Fin, el Alfa y el Omega, la melodía luminosa. El final que no pudieron ver los Ainur. Ya nos lo anunciaba el salmista. “Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios”. Y si con los ojos de la fe vemos esto en la Eucaristía, la gran Esperanza se reavivará en nosotros y nos preguntaremos con san Pablo:
“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La espada? Ya lo dice la escritura:
Por tu causa estamos expuestos a la muerte cada día:
nos consideran como ovejas destinadas al matadero:
Pero Dios, que nos ama, hará que salgamos victoriosos de todas estas pruebas.
Y estoy seguro de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni otras fuerzas sobrenaturales, ni lo presente, ni lo futuro, ni poderes de cualquier clase, ni lo de arriba, ni lo de abajo, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro”.
El salmo que forma parte de la cita de san Pablo acaba con nuestra desesperada llamada al Dios aparentemente dormido ante el poder del mal:
“¡Despierta! ¿Por qué duermes, Señor mío?
¡Levántate, no nos rechaces para siempre!
¿Por qué ocultas tu rostro
y olvidas nuestra miseria y opresión?
Estamos hundidos en el polvo
con el vientre pegado a la tierra.
¡Álzate en nuestra ayuda, por tu amor, rescátanos!”.
Pero otro salmo nos dice:
“No te dejaré caer, tu guardián no duerme;
no duerme ni sestea el guardián de Israel”
Y la prueba de este salmo la da Cristo que parece que duerme en la barca mientras la tempestad del lago de Genesaret amenaza con hundirla y sus discípulos le dicen asustados e indignados: “despierta, ¿no te importa que perezcamos?” tras de lo cual Él ordena a los elementos que se aplaquen y éstos le obedecen, y dice a sus asustados discípulos: “¿Por qué sois tan cobardes?,¿Todavía no tenéis fe?”.
Este es el misterio del silencio de Dios ante el mal y Cristo es la respuesta a ese misterio.
La verdad es que si dejamos de mirar la historia de la humanidad con miopía, vemos que ese caminar hacia la justicia de Cristo no ha cesado desde hace dos mil años. Bien es cierto que ha habido, hay y habrá momentos de terribles retrocesos y espantosa oscuridad, pero esto es como la bolsa, cuyas aparatosas crisis esporádicas impiden ver que la tendencia a largo plazo ha sido siempre al alza. Así tiende ineludiblemente la humanidad hacia Dios por Cristo, a pesar de todos los vanos e inútiles triunfos del mal que, como dice Tolkien, sólo sirven para preparar el terreno para que aparezca el Bien.
Y esta esperanza la podemos contemplar y hacer nuestra, carne de nuestra carne, sangre de nuestra sanbgre, todos los días en la Eucaristía y, si lo hacemos, se hace realidad en nosotros ese otro salmo que dice: “Contempladle y quedaréis radiantes”.
Así será el mal vencido en el Bien, como la disonancia de Melkor en la armonía de Ilúvatar.
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