Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
La línea que separa el bien del mal pasa por el corazón de cada ser humano. [...] Mientras dura la vida de un corazón, esta divisoria se desplaza por él, ora reducida por el gozoso mal, ora cediendo espacio a la bondad radiante. El mismo hombre, en sus distintas edades, en distintas situaciones vitales, es un hombre totalmente diferente. Unas veces está más cerca del diablo. Otras del santo. Y su nombre no cambia, y a él se lo atribuimos todo. Sócrates nos legó: ¡Conócete a ti mismo!
Alexander Solschenizin; “Archipiélago gulag”
Me atrevería a añadir:
Ten paciencia con tu prójimo, aunque actúe mal. Tal vez hoy su línea se acerque más al mal que la tuya, pero si le das tiempo, puede acercarse al lado de la bondad radiante. Y si Dios no te ayuda, a ti puede pasarte lo contrario y, entonces, necesitarás la paciencia de tu prójimo.
29 de septiembre de 2010
26 de septiembre de 2010
De Aristóteles a Isaac Newton pasando por Jean Buridan y Nicolás de Oresmes
Las leyes del movimiento
Hoy en día, cuando se habla de los inicios de la ciencia moderna, la imaginación se orienta, casi inmediatamente hacia la astronomía. Nos vienen a la mente Copérnico, con su proposición del sistema heliocéntrico, Kepler, con su descubrimiento de las órbitas elípticas de los planetas y sus famosas tres leyes sobre el movimiento de los mismos, Galileo, con su telescopio, su descubrimiento de los satélites de Júpiter, de las fases de Venus o de las manchas solares. De sus disputas con la Iglesia sobre la posición del sol y la tierra en el cosmos. Por último, colocado en el cenit, aparece Newton y su gravitación universal.
Sin embargo, y aunque esos descubrimientos cosmológicos fueron muy llamativos, no fueron ellos los que dieron el impulso a la ciencia como hoy la conocemos, sino las mucho más modestas y discretas leyes del movimiento. Los principia mathematica de Newton es la obra que se pone como paradigma de un método científico ya completamente desarrollado y listo para lanzarse a la conquista del conocimiento del mundo. Y es cierto. Pero el núcleo central de los Principia no es la astronomía, sino los que la posterioridad ha dado en llamar las tres leyes de Newton que definen el movimiento de los cuerpos y las fuerzas que actúan sobre ellos. Fueron estas tres leyes las que, aplicadas a los planetas y al sol (lo de la manzana es un cuanto chino) permitieron a Newton descubrir la gravitación universal y explicar la causa del movimiento elíptico de los planetas. Fue el gran salto que imprimió a la ciencia su carácter de remontarse de los efectos a las causas. La primera de estas leyes, la ley de la inercia, afirma que todo cuerpo que no esté sometido a ninguna fuerza, estará en reposo o mantendrá un movimiento rectilíneo y uniforme acorde con el que tenía cuando sobre él dejaron de actuar fuerzas. La segunda, la de acción y reacción, afirma que siempre que un cuerpo imprime una fuerza a un segundo, este segundo ejerce una fuerza sobre el primero, igual, pero en dirección contraria. La tercera, la ley de las fuerzas, pone en relación la aceleración de un cuerpo con la fuerza que actúa sobre él y con su masa, de acuerdo con la famosa fórmula a=F/m. Como siempre pasa cuando los descubrimientos se ven con la perspectiva de siglos, los más importantes, por básicos, parecen los más humildes. Tal pasa con la primera de las tres leyes de Newton. La ley de la inercia es, sin duda alguna, la llave que permitió abrir la puerta a la ciencia del estudio racional y cuantificado del movimiento. Pero el recorrido que llevó al descubrimiento de esa primera ley del movimiento, fue muy largo y estuvo frenado durante siglos por los prejuicios de la llamada ciencia griega.
La filosofía, la ciencia y la historia para los griegos. La cosmovisión griega
Los griegos fueron los fundadores de la filosofía. Llevados por las preguntas de su mente inquieta, llegaron a darse cuenta que el movimiento ordenado que reina en el mundo de los planetas y las estrellas, tenían que tener su origen en una Causa Primera, a la que llamaron el Primer Motor o el Motor Inmóvil. No viene al caso como dedujeron que este Primer Motor no podía tener ningún movimiento, pero que sin embargo era la causa del movimiento observado en el mundo. Pensaban que el cosmos –así llamaron al mundo, porque cosmos significa orden– había emanado de la Causa Primera, pero no había sido creado, sino que era eterno, como lo era esa Primera Causa. Era una especie de panteísmo (no un panteísmo en el sentido filosófico que tomó más tarde) en el que la Causa Primera engendraba al cosmos desde la eternidad, sin ser lo mismo que él y trascendiéndolo. De hecho, en el lenguaje filosófico griego también se daba al cosmos el nombre de unigenes –el único engendrado. El cosmos estaba organizado en esferas concéntricas, en las que reinaba la perfección. Tanto la esfera como el movimiento circular eran considerados perfectos. No podía ser de otra manera si habían sido engendrados e iniciados en ese movimiento por la Causa Primera, que era Perfecta. Según Aristóteles, la esfera de las estrellas, la más perfecta, la que comunicaba su movimiento al resto de las esferas celestes, se movía porque estaba animada de un deseo incesante o ansia por Motor Inmóvil. Había como un animismo que hacía que las esferas se movieran así. En cierta medida, el cosmos era como un organismo vivo con sus deseos. En el centro del cosmos estaba la tierra, que era imperfecta. No era perfectamente esférica (los griegos sabían perfectamente que la tierra era esférica y eso lo sabía la gente culta durante toda la Edad Media. Lo de finisterre era una leyenda de marinos incultos e impesionables. Reina un confusionismo ignorante sobre esto y se confunde la polémica heliocéntrica con la de la tierra redonda, que jamás existió). Estaba surcada por montañas y valles horriblemente irregulares. Además, el movimiento natural de las cosas en la tierra no era circular, sino hacia su centro, que al ser el centro del cosmos, atraía hacia sí todas las cosas sueltas que estaban por debajo de la esfera de la luna, la primera de las esferas celestes. Las cosas no iban hacia el centro de la tierra movidas por ninguna fuerza, sino porque esa era su naturaleza, su deseo, como el de las esferas era el movimiento circular. Por tanto, lo de estar en el centro no era ninguna situación privilegiada, como se dice que pensaban vanidosamente los defensores del sistema geocéntrico. Para colmo, en la tierra había otros movimientos más imperfectos que dirigían los objetos de forma confusa hacia un sitio distinto del centro. Todo movimiento confuso, distinto del natural, estaba causado por alguna perturbación, ajena a la naturaleza primordial de las cosas y debida a su imperfección.
No sólo el cosmos era circular para los griegos. La historia, según ellos, participaba de ambas concepciones del mundo de las esferas y del sublunar. Participaba del movimiento circular del mundo de las esferas y como ellas, era cíclica, eternamente repetida. Pero esa repetición no era igual en cada ciclo. La imperfección propia del mundo sublunar le imprimía irregularidades. A ese ciclo le llamaban el Gran Año, que era lo que tardaban en estar los astros de las ocho esferas –la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno– en la misma posición. Por tanto, la historia, con pequeñas variaciones, estaba destinada a repetirse eternamente.
Con este sentido de un cosmos eterno, emanado de la Causa Primera, animado por un movimiento que tenía su causa en una especie de animismo de la naturaleza, la ciencia cósmica no podía tener más que una naturaleza descriptiva. La causalidad quedaba, de esta forma, marginada a las perturbaciones del imperfecto mundo sublunar. La filosofía griega se dividió por este motivo en dos concepciones distintas. La una sólo estaba interesada en el mundo perfecto de las esferas. Algunos consideraban que el mundo sublunar tenía que tener también una realidad perfecta en un mundo aparte: el mundo de las ideas. Para estos, el que nosotros percibimos, con sus imperfecciones, era un reflejo imperfecto de ese mundo perfecto de las ideas. Esta era la concepción de Platón. La otra tendencia se despreocupaba del mundo de las esferas y del de las ideas del mundo sublunar y se ocupaba de entender las inexorables leyes que determinaban el devenir del imperfecto mundo sublunar. Eran experimentalistas como Anaxágoras o Empédocles. Aristóteles adoptó totalmente la visión cosmológica descrita anteriormente y estaba interesado, tanto en el mundo de las esferas como en el sublunar en sí mismo, pero no a través del mundo de las ideas platónico. Era, pues, un experimentalista sui generis.
Así las cosas, no es de extrañar que, desde el principio de su filosofía, los griegos estuviesen obsesionados con el movimiento. Había también en esto, dos escuelas de pensamiento en conflicto. La escuela de Elea, cuyas figuras señeras eran Parménides y Zenón, sostenía que ese incómodo movimiento no existía, sino que los defectuosos eran nuestros sentidos, que nos engañaban dándonos la impresión de movimiento donde no lo había. Apoyaban esto con argumentos, tan ingeniosos como falsos sobre flechas que no podían alcanzar el blanco o un Aquiles frustrado, incapaz de alcanzar a una tortuga. La otra escuela, la de Éfeso, con Heráclito como figura relevante, decía, al contrario que todo era movimiento. Refutaba los ingeniosos argumentos de los de Elea, afirmando que el movimiento se demuestra andando. Sin embargo, Heráclito percibía un orden, una poderosa razón que gobernaba ese movimiento. A esta razón, que imprimía una lógica desentrañable, aunque extraña, en el movimiento imperfecto sublunar y que regía la majestuosa danza de las esferas, cada uno según su regla y su orden, le llamó el Logos.
Con esta concepción del movimiento, a los griegos les costaba enormemente explicar el movimiento antinatural de un disco lanzado por un discóbolo. Por su prejuicio mental, les era imposible ver algo que nos parece tan evidente como que es el ímpetu que inicialmente ha dado el discóbolo al disco el que hace que este se mueva a lo largo de una trayectoria. Pensaban que una perturbación anómala tenía que impulsar al disco a lo largo de cada punto de su trayectoria. Y buscaban explicaciones de ese impulso que a nosotros hoy se nos antojan peregrinas. Afirmaban que el aire, al cerrarse tras el disco, formaba como un rebufo que lo impulsaba hacia adelante. ¿Cómo se podía descubrir así la ley de la inercia?
La idea de Logos tomó pronto en la filosofía griega dos formas distintas. Los platónicos creían que el Logos estaba recluido en el mundo de las ideas, donde existía la perfección. Los experimentalistas pensaban que el Logos era el que daba el carácter inexorable a las leyes de la física por las que se regía todo aquello que estuviese en el mundo sublunar, desde una piedra, hasta el hombre. Esto excluía totalmente la libertad del hombre, una pieza más de esas leyes. La escuela estoica fue la que más ardientemente adoptó esta segunda visión del Logos. Para los platónicos, la libertad existía, pero estaba recluida en el mundo de las ideas. Según estas dos concepciones del Logos, podríamos decir que en el Logos platónico, la libertad estaba excluida del mundo físico, mientras que para el estoico, estaba prisionera de él. En cualquier caso, el hombre no era libre en su actividad corriente en este mundo.
La cosmovisión judeo-cristiana.
Mientras los griegos definían todas estas cosas, un poco más al este, los judíos hablaban del mundo basándose en la revelación que Dios les había dado. Según esa revelación, el mundo había sido creado por Dios, no era eterno. Había sido creado bueno. El hombre, puesto por Dios en la cúspide de esa creación, era libre. Los judíos eran también, a su manera filósofos. Pero su punto de arranque para filosofar era la revelación. Según ésta, si bien el mundo había sido creado por Dios en un momento dado, lo había sido de una forma ya terminada, tal y como lo conocemos ahora. Pero en el devenir de la historia el hombre podía imprimirle el sello de su libertad. Porque para los judíos, la historia no tenía, como para los griegos, carácter circular y cíclico, sino que se encaminaba, dirigida por los hombres, que a su vez debían dejarse dirigir por Dios, hacia un fin. De la misma manera que el origen del mundo era Dios, ese era también su destino. Los hombres con su libertad, podían marcar su camino, paro no su final. Y para la filosofía judía, nacida de la revelación y elaborada a lo largo de la historia, ese mundo bueno, merecía ser estudiado y conocido, porque mediante su conocimiento se podía conocer, por analogía, algo más de Dios.
Pero tanto para los griegos como para los judíos, había un misterio. ¿Por qué la Causa Primera de los griegos o el Dios de los judíos generó el cosmos o lo creó? ¿Qué razón tenía para ello si era monolíticamente perfecto y cerrado en sí mismo? “Al principio creó Dios el cielo y la tierra”, empieza diciéndonos la revelación judía. Pero, ¿por qué?, ¿qué le movió a este acto? Y qué responder si, además, la Causa Primera era sólo una “cosa”. Este laberinto era irresoluble para ambos. Fue la revelación cristiana la que dio una respuesta a esta cuestión. Dios creó el mundo por Amor. ¿Amor?, se preguntaría un griego. ¿Cómo puede un principio impersonal amar? Los judíos creían, por que así lo había dicho Dios en la revelación, que Dios amaba al hombre. Dios no era un principio impersonal, era una Persona y había creado al hombre a su imagen y semejanza. Pero ese amor es posterior a la creación. ¿Por qué creó? ¿A quién amaba ese Dios personal antes de la creación? La respuesta a esta pregunta no podía venir de la filosofía, ni de la revelación judía. Fue, como he dicho hace unas líneas, la revelación cristiana la que reveló al hombre el concepto, previo a la creación, del Amor de un Dios personal. Dios se revelaba como el totalmente Uno pero siendo, al mismo tiempo, tres Personas. Tres personas que se amaban antes de la creación. Tres personas cuya esencia única era, precisamente, el Amor. Amor expansivo por el cual creó libremente, porque el Amor, o es libre o no es Amor. Naturalmente, esta respuesta resolvía un problema, pero abría otro. ¿Ser uno y tres al mismo tiempo? Este misterio ha hecho correr ríos de tinta, se han propuesto muchas de imágenes analógicas para intentar explicarlo y, creo yo, que ha tenido como fruto, desarrollar el pensamiento filosófico#. Pero eso no es lo importante. El problema ha quedado trasladado desde un plano metafísico de ausencia de causa para la creación, a un problema de limitación del entendimiento humano, incapaz de entender aparentes contradicciones que sólo se resuelven en un plano que su limitada razón no alcanza.
En esta Trinidad hay un proceso, no de creación, pero sí de emanación, fuera de cualquier tiempo. Una Persona engendra a la Segunda, sin dejar de ser Una. Y el Amor entre ambas es, precisamente, la tercera. La segunda es el Unigénito de la Primera, mientras que de ambas, del Amor que se profesan, procede la Tercera. La revelación y la tradición cristiana han dado a estas Personas el nombre de Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Pero volvamos ahora a la cosmovisión griega. Para no ser plagiador, voy a citar textualmente al eminente científico y filósofo católico Stanley L. Jaki en su obra “Ciencia, teología y torres gemelas”.
“En el corpus filosófico griego, monogenes es siempre sinónimo de kosmos y de to pan, es decir universo. [...]. La razón de ello está en el panteísmo o emanantismo panteísta que dominaba el pensamiento greco-romano. [...]. Por entonces, la visión del universo como unigenitus había llegado a todas partes, ya que los romanos habían difundido la civilización griega al mismo tiempo que el ius Romanorum.
Supóngase, pues, que un cristiano le diera a Pultarco, la figura más notable del mundo clásico hacia el año 120 d. de C., una copia del Evangelio según san Juan, que ya había estado en circulación por algún tiempo. Al abrir ese evangelio, Plutarco se hubiera encontrado con algo enormemente extraño en el mismo primer capítulo. Allí san Juan habla de un judío particular, del que probablemente Plutarco no habría oído hablar antes, como el monogenes del Padre o de Dios. En la mente de Plutarco, plenamente familiarizada con el modo de hablar filosófico griego, la palabra monogenes tendría que tomar una connotación cosmológica. En ese momento habría de hacer frente a un dilema derivado de la referencia directa al Padre celestial. ¿Tomaría Plutarco a un ser humano concreto, como Jesús, por una emanación de la divinidad? o, mejor dicho, ¿por la primerísima emanación de lo divino? Esa posición ya estaba reservada para el universo. ¿O diría Plutarco que, en vista de su excelencia sobrehumana, como está descrita en el Evangelio según san Juan, Jesús era realmente el monogenes? En tal caso, Plutarco hubiera tenido que romper con la visión de un universo como emanación monogenes. No podría haber dos monogenes, ni dos “únicos engendrados” surgidos del mismo Primer Principio.
Para obedecer a esta lógica, tendría primero que rendir pleitesía a Jesús. Se ignora si Plutarco, que había sido antes supremo sacerdote en Delfos, dobló la rodilla ante Jesús, pero muchos otros sí lo hicieron, y algunos de ellos eran parejos en valor intelectual a aquél, probablemente”.
Verdaderamente sorprendente, pero así ocurrió. Y los que le reconocieron como el monogenes, lo reconocieron también como el Logos. Un Logos que cortaba el nudo gordiano del dilema platónico-estoico, en el que la libertad estaba excluida del mundo físico o estaba prisionera de él. Porque ese novísimo Logos estaba al mismo tiempo fuera y dentro del imperfecto mundo sublunar. Un Logos del que también el primer capítulo de san Juan dice, en los tres primeros versículos: “Al principio ya existía la Palabra (Logos). La Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Ya al principio ella estaba junto a Dios: Todo fue hecho por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto llegó a existir”. Era el monogenes de una Causa Primera personal, que se había hecho parte del imperfecto mundo material, liberándolo, reconciliándolo con el mundo trascendente. Verdaderamente, para un griego, esto debían ser palabras rompedoras. Si aceptaba esto humildemente, debía suponer un grito de alegría, un eureka. Y muchos de ellos, muchas de sus mentes más brillantes, doblaron la rodilla ante ese Logos Monogenes.
Pero, más allá del impacto de la cosmovisión cristiana en la griega y la judía, esto abría una puerta grande. Ese Logos Monogenes, distinto del universo, le había imprimido su lógica, su coherencia, su trabazón.
Y todo esto ya estaba presente en el primer desarrollo filosófico de la revelación cristiana, en la primera teología de su tradición. Transcribo aquí un texto de un estudio sobre san Ireneo, discípulo de san Policarpo, discípulo a su vez de san Juan.
“Según el obispo de Lyon (san Ireneo), el Hijo de Dios, aún antes de encarnarse, estaba en este mundo, afirmación que no es sino un eco de Juan 1, 10 (“En el mundo estaba y el mundo fue hecho por medio de Él”), pero estaba de forma peculiar: el Verbo creador estaba crucificado en la creación entera; no se trata de la crucifixión del Calvario, sino de una crucifixión invisible ligada a su actividad en la creación del cosmos. [...] El Verbo Creador y Preexistente está crucificado, no sólo en toda la creación, sino en cada una de las realidades en particular, para gobernar, disponer u organizar y dar cohesión al cosmos y a todas sus realidades. [...] El resultado fue un mundo cargado de sentido (Logos) y grávido de dinamismo (Espíritu Santo). El cosmos no es divino, pero es el cosmos de la Trinidad (suyo y no ajeno), impregnado de presencia trinitaria: el Padre lo sostiene y el hijo, clavado en la creación, está siempre abrazando el cosmos, dándole forma y sentido, haciéndolo logikós y ungiéndolo con el Espíritu, cuyo dinamismo no sólo es origen remoto del propio dinamismo cósmico, sino que, además, lo constituye, no como realidad cerrada sobre sí misma”1.
Implicaciones para la ciencia de la cosmovisión cristiana.
Si ya en la cosmovisión judía, el mundo bueno creado por Dios merecía ser conocido, la cosmovisión cristiana, desde sus principios, como se ha visto en san Ireneo, añade un nuevo ingrediente. El mundo es dinámico. Está en vías de realización. No ha salido terminado de las manos del Creador sino que tiene un dinamismo interno. Entender ese dinamismo es entender al Dios Trinitario, su Amor, su plan de salvación. La cosmovisión cristiana es un permiso, una puerta abierta al deseo de conocer grabado en la naturaleza humana, porque toda verdad conocida es buena, nos habla de Dios y está, además, preñada de su belleza. Es también una invitación a participar en esa creación en vías de completarse.
Sin embargo, el enorme prestigio adquirido en el Renacimiento por Aristóteles dificultó al cristianismo desembarazarse de ese panteísmo griego que hacía del conocimiento científico conocimiento de imperfecciones o aceptación de “deseos” de determinados movimientos en la naturaleza. Durante algunos siglos, la teología cristiana se identifico y se apegó demasiado a Aristóteles y a su cosmovisión de los mundos sublunar y celeste. Copérnico, Kepler, Galileo y Newton, entre otros, tuvieron que vencer, no sin dificultades y resistencias, este apego renovado a una visión del cosmos aristotélica radicalmente equivocada.
Pero no fue así en la Edad Media. En el mundo islámico, el conocimiento de Aristóteles llevó a filósofos como Averroes a aceptar el panteísmo cosmológico griego. Averroes no se atrevió, ni a enmendar la plana a Aristóteles, ni a enfrentarse a la creencia musulmana en la creación. Intentó contemporizar ambas cosas con la epistemología esquizoide de las dos verdades. De nada le sirvió, porque al final, fue anatemizado por la ortodoxia musulmana, desterrado de Córdoba y quemadas sus obras. El sabio judío Maimónides, contagiado por la filosofía aristotélica islamizada, no salió inmune de este panteísmo aristotélico que se trasmitió al mundo judío. Cuando las obras de Aristóteles llegaron al Occidente medieval cristiano, en parte a través de sus traducciones al árabe y de ahí al latín, los filósofos medievales cristianos lo miraron al principio con malos ojos. Pero santo Tomás, sí supo y pudo adaptar la cosmología griega a la revelación cristiana de la creación del mundo por Dios. Y lo hizo con tan gran éxito que creo la llamada teología natural y Aristóteles, adaptado a las creencias cristianas, con las que encajaba admirablemente con sólo cambiar la identidad del monogenes adquirió carta de naturaleza en la filosofía medieval cristiana.
Y, afortunadamente, esa depuración de Aristóteles, que despojó de “deseos” de movimientos a la naturaleza, permitió, en una fecha tan temprana como principios del siglo XIV, a un erudito católico, rector de la Universidad de París, Jean de Buridan y a su discípulo, que más tarde sería Obispo de Lisieaux, Nicolás de Oresme, descubrir la ley de la inercia que trescientos cincuenta años después sería la piedra angular de los Principia de Newton. La genialidad de Newton fue, descubrir la tercera de sus leyes –la única verdaderamente suya– poner las tres en relación y aplicarlas al problema de las órbitas de los planetas alrededor del sol. Pero no busquemos inútilmente en esos Principia ningún reconocimiento a Buridan y Oresme. Newton tomó la primera ley de Descartes, que a su vez la había aprendido en el colegio de los jesuitas de La Flêche. Los jesuitas, con toda seguridad, habían tomado este conocimiento de las bibliotecas de universidades que recogían las obras de Buridan y Oresme. Pero, en todo caso, la nota característica del genio de Newton no era, ciertamente, el reconocimiento de los méritos ajenos, al menos con personas concretas. Más allá de su famosa frase, que tampoco es originalmente suya, de que si había visto más lejos de lo que otros habían visto era porque estaba subido a hombros de gigantes, no se le conoce ningún elogio a los méritos de ningún antecesor suyo. En esto era, hay que decirlo, hijo de su tiempo.
La historia apócrifa que, además de falsa es muy ingrata, atribuye sin lugar a dudas a Galileo el descubrimiento de la ley de la inercia. Pero la realidad es terca y en muchas bibliotecas de universidades que ya existían en el oscuro Medioevo, se pueden encontrar todavía hoy copias de un comentario de Buridan a Aristóteles que lleva por título “Sobre los cielos”. Esta obra de Buridan, de alcance cósmico, explica inicialmente con un ejemplo pedestre el principio de inercia. Dice: “Uno que quiere saltar una distancia grande se retira más atrás en orden a que corriendo más pueda adquirir un ímpetu que lo lleve a una mayor distancia en el salto. De esta forma, la persona que corre y salta así, no siente el aire que le mueve, sino que siente más bien el aire de enfrente que le resiste con fuerza”. Tan sencillo y tan de sentido común. Hay en esta frase dos cosas importantes. La primera, que rebate la absurda pretensión de los griegos del rebufo que empuja al saltador. Es increíble ver como los prejuicios pueden cegar de forma tan evidente a mentes por otro lado brillantes. La segunda es que el responsable de que el ímpetu no se perpetúe indefinidamente, como dice la primera ley de Newton, es el rozamiento, en este caso del aire. Una fuerza natural que se opone al movimiento y hace que éste acabe por detenerse. Pero ese ejemplo pedestre acaba en una brillante intuición cosmológica-teológica: “Cuando Dios creó el mundo, movió cada una de las esferas celestes como quiso y, al moverlas, imprimió en ellas unos ímpetus que las movían sin tener que moverlas más, excepto mediante la general influencia por la cual el concurre como co-agente en todo lo que sucede... Y estos ímpetus que imprimió en los cuerpos celestes no disminuyeron, ni se corrompieron después, porque no había inclinación en los cuerpos celestes a otros movimientos. Ni había resistencia que corrompiera o frenara esos ímpetus”. Naturalmente, Buridan no pone en cuestión el mundo de las esferas griego. No tiene ningún elemento observable que se lo permita. Pero aplica el principio de inercia de la misma forma que hoy se hace para explicar que los planetas, las galaxias y el universo entero mantengan su movimiento y, lo que es más notable, aclara que no hay inclinación de los cuerpos celestes a otros movimientos y que Dios, deja autonomía al cosmos para que se rija según sus leyes, sin que estas respondan en cada momento a ningún capricho. Esto hace a las leyes de la física fiables y cognoscibles y, por lo tanto susceptibles de ser estudiadas, es decir lógicas, con Logos. Salva, desde luego, la libertad de Dios para mover a las esferas como quiso, es decir, para definir en la creación las leyes de la física como quiso, para dejar después al cosmos que se desenvolviese por sí solo. También aclara, en conformidad con el dogma católico, que Dios no se desentiende de su creación, porque ejerce una general influencia por la cual concurre como co-agente en todo lo que sucede.
Poco después de estas brillantes formulaciones, el Renacimiento volvió a reivindicar a Aristóteles y, tal vez, sólo tal vez, eso retrasó en varios siglos la aparición de un Newton. Pero quede como conclusión de estas líneas que gracias a la revelación judeo-cristiana, pero sobre todo cristiana, la ciencia ha sido posible. Afirmo, aunque este paseo por la historia de la ciencia y de la teología no sea suficiente para probarlo, que no es casualidad que la ciencia haya nacido en el occidente cristiano. Ha sido así, porque únicamente la cosmovisión cristiana es capaz de liberar al pensamiento humano del animismo de la naturaleza subyacente en las cosmovisiones de todas las culturas, la griega incluida, o contagiadas por se animismo las que podían no estarlo. Y creo firmemente que la diferencia la marca Jesucristo, el monogenes, el Logos.
[1] Dos veces presenta san Juan a Cristo como el unigénito del Padre en el capítulo 1 de su Evangelio: en el versículo 14 dice: “Y la Palabra (el Logos) se hizo carne y habitó entre nosotros; y hemos visto su gloria, la gloria propia del Unigénito (monogenes) del Padre, lleno de gracia y de verdad”. Y en el versículo 18, donde afirma: “A Dios nadie le vio jamás; el Unigénito (monogenes), que es Dios, y que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer”. Conviene recordar que el Evangelio de san Juan fue escrito en griego.
Hoy en día, cuando se habla de los inicios de la ciencia moderna, la imaginación se orienta, casi inmediatamente hacia la astronomía. Nos vienen a la mente Copérnico, con su proposición del sistema heliocéntrico, Kepler, con su descubrimiento de las órbitas elípticas de los planetas y sus famosas tres leyes sobre el movimiento de los mismos, Galileo, con su telescopio, su descubrimiento de los satélites de Júpiter, de las fases de Venus o de las manchas solares. De sus disputas con la Iglesia sobre la posición del sol y la tierra en el cosmos. Por último, colocado en el cenit, aparece Newton y su gravitación universal.
Sin embargo, y aunque esos descubrimientos cosmológicos fueron muy llamativos, no fueron ellos los que dieron el impulso a la ciencia como hoy la conocemos, sino las mucho más modestas y discretas leyes del movimiento. Los principia mathematica de Newton es la obra que se pone como paradigma de un método científico ya completamente desarrollado y listo para lanzarse a la conquista del conocimiento del mundo. Y es cierto. Pero el núcleo central de los Principia no es la astronomía, sino los que la posterioridad ha dado en llamar las tres leyes de Newton que definen el movimiento de los cuerpos y las fuerzas que actúan sobre ellos. Fueron estas tres leyes las que, aplicadas a los planetas y al sol (lo de la manzana es un cuanto chino) permitieron a Newton descubrir la gravitación universal y explicar la causa del movimiento elíptico de los planetas. Fue el gran salto que imprimió a la ciencia su carácter de remontarse de los efectos a las causas. La primera de estas leyes, la ley de la inercia, afirma que todo cuerpo que no esté sometido a ninguna fuerza, estará en reposo o mantendrá un movimiento rectilíneo y uniforme acorde con el que tenía cuando sobre él dejaron de actuar fuerzas. La segunda, la de acción y reacción, afirma que siempre que un cuerpo imprime una fuerza a un segundo, este segundo ejerce una fuerza sobre el primero, igual, pero en dirección contraria. La tercera, la ley de las fuerzas, pone en relación la aceleración de un cuerpo con la fuerza que actúa sobre él y con su masa, de acuerdo con la famosa fórmula a=F/m. Como siempre pasa cuando los descubrimientos se ven con la perspectiva de siglos, los más importantes, por básicos, parecen los más humildes. Tal pasa con la primera de las tres leyes de Newton. La ley de la inercia es, sin duda alguna, la llave que permitió abrir la puerta a la ciencia del estudio racional y cuantificado del movimiento. Pero el recorrido que llevó al descubrimiento de esa primera ley del movimiento, fue muy largo y estuvo frenado durante siglos por los prejuicios de la llamada ciencia griega.
La filosofía, la ciencia y la historia para los griegos. La cosmovisión griega
Los griegos fueron los fundadores de la filosofía. Llevados por las preguntas de su mente inquieta, llegaron a darse cuenta que el movimiento ordenado que reina en el mundo de los planetas y las estrellas, tenían que tener su origen en una Causa Primera, a la que llamaron el Primer Motor o el Motor Inmóvil. No viene al caso como dedujeron que este Primer Motor no podía tener ningún movimiento, pero que sin embargo era la causa del movimiento observado en el mundo. Pensaban que el cosmos –así llamaron al mundo, porque cosmos significa orden– había emanado de la Causa Primera, pero no había sido creado, sino que era eterno, como lo era esa Primera Causa. Era una especie de panteísmo (no un panteísmo en el sentido filosófico que tomó más tarde) en el que la Causa Primera engendraba al cosmos desde la eternidad, sin ser lo mismo que él y trascendiéndolo. De hecho, en el lenguaje filosófico griego también se daba al cosmos el nombre de unigenes –el único engendrado. El cosmos estaba organizado en esferas concéntricas, en las que reinaba la perfección. Tanto la esfera como el movimiento circular eran considerados perfectos. No podía ser de otra manera si habían sido engendrados e iniciados en ese movimiento por la Causa Primera, que era Perfecta. Según Aristóteles, la esfera de las estrellas, la más perfecta, la que comunicaba su movimiento al resto de las esferas celestes, se movía porque estaba animada de un deseo incesante o ansia por Motor Inmóvil. Había como un animismo que hacía que las esferas se movieran así. En cierta medida, el cosmos era como un organismo vivo con sus deseos. En el centro del cosmos estaba la tierra, que era imperfecta. No era perfectamente esférica (los griegos sabían perfectamente que la tierra era esférica y eso lo sabía la gente culta durante toda la Edad Media. Lo de finisterre era una leyenda de marinos incultos e impesionables. Reina un confusionismo ignorante sobre esto y se confunde la polémica heliocéntrica con la de la tierra redonda, que jamás existió). Estaba surcada por montañas y valles horriblemente irregulares. Además, el movimiento natural de las cosas en la tierra no era circular, sino hacia su centro, que al ser el centro del cosmos, atraía hacia sí todas las cosas sueltas que estaban por debajo de la esfera de la luna, la primera de las esferas celestes. Las cosas no iban hacia el centro de la tierra movidas por ninguna fuerza, sino porque esa era su naturaleza, su deseo, como el de las esferas era el movimiento circular. Por tanto, lo de estar en el centro no era ninguna situación privilegiada, como se dice que pensaban vanidosamente los defensores del sistema geocéntrico. Para colmo, en la tierra había otros movimientos más imperfectos que dirigían los objetos de forma confusa hacia un sitio distinto del centro. Todo movimiento confuso, distinto del natural, estaba causado por alguna perturbación, ajena a la naturaleza primordial de las cosas y debida a su imperfección.
No sólo el cosmos era circular para los griegos. La historia, según ellos, participaba de ambas concepciones del mundo de las esferas y del sublunar. Participaba del movimiento circular del mundo de las esferas y como ellas, era cíclica, eternamente repetida. Pero esa repetición no era igual en cada ciclo. La imperfección propia del mundo sublunar le imprimía irregularidades. A ese ciclo le llamaban el Gran Año, que era lo que tardaban en estar los astros de las ocho esferas –la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno– en la misma posición. Por tanto, la historia, con pequeñas variaciones, estaba destinada a repetirse eternamente.
Con este sentido de un cosmos eterno, emanado de la Causa Primera, animado por un movimiento que tenía su causa en una especie de animismo de la naturaleza, la ciencia cósmica no podía tener más que una naturaleza descriptiva. La causalidad quedaba, de esta forma, marginada a las perturbaciones del imperfecto mundo sublunar. La filosofía griega se dividió por este motivo en dos concepciones distintas. La una sólo estaba interesada en el mundo perfecto de las esferas. Algunos consideraban que el mundo sublunar tenía que tener también una realidad perfecta en un mundo aparte: el mundo de las ideas. Para estos, el que nosotros percibimos, con sus imperfecciones, era un reflejo imperfecto de ese mundo perfecto de las ideas. Esta era la concepción de Platón. La otra tendencia se despreocupaba del mundo de las esferas y del de las ideas del mundo sublunar y se ocupaba de entender las inexorables leyes que determinaban el devenir del imperfecto mundo sublunar. Eran experimentalistas como Anaxágoras o Empédocles. Aristóteles adoptó totalmente la visión cosmológica descrita anteriormente y estaba interesado, tanto en el mundo de las esferas como en el sublunar en sí mismo, pero no a través del mundo de las ideas platónico. Era, pues, un experimentalista sui generis.
Así las cosas, no es de extrañar que, desde el principio de su filosofía, los griegos estuviesen obsesionados con el movimiento. Había también en esto, dos escuelas de pensamiento en conflicto. La escuela de Elea, cuyas figuras señeras eran Parménides y Zenón, sostenía que ese incómodo movimiento no existía, sino que los defectuosos eran nuestros sentidos, que nos engañaban dándonos la impresión de movimiento donde no lo había. Apoyaban esto con argumentos, tan ingeniosos como falsos sobre flechas que no podían alcanzar el blanco o un Aquiles frustrado, incapaz de alcanzar a una tortuga. La otra escuela, la de Éfeso, con Heráclito como figura relevante, decía, al contrario que todo era movimiento. Refutaba los ingeniosos argumentos de los de Elea, afirmando que el movimiento se demuestra andando. Sin embargo, Heráclito percibía un orden, una poderosa razón que gobernaba ese movimiento. A esta razón, que imprimía una lógica desentrañable, aunque extraña, en el movimiento imperfecto sublunar y que regía la majestuosa danza de las esferas, cada uno según su regla y su orden, le llamó el Logos.
Con esta concepción del movimiento, a los griegos les costaba enormemente explicar el movimiento antinatural de un disco lanzado por un discóbolo. Por su prejuicio mental, les era imposible ver algo que nos parece tan evidente como que es el ímpetu que inicialmente ha dado el discóbolo al disco el que hace que este se mueva a lo largo de una trayectoria. Pensaban que una perturbación anómala tenía que impulsar al disco a lo largo de cada punto de su trayectoria. Y buscaban explicaciones de ese impulso que a nosotros hoy se nos antojan peregrinas. Afirmaban que el aire, al cerrarse tras el disco, formaba como un rebufo que lo impulsaba hacia adelante. ¿Cómo se podía descubrir así la ley de la inercia?
La idea de Logos tomó pronto en la filosofía griega dos formas distintas. Los platónicos creían que el Logos estaba recluido en el mundo de las ideas, donde existía la perfección. Los experimentalistas pensaban que el Logos era el que daba el carácter inexorable a las leyes de la física por las que se regía todo aquello que estuviese en el mundo sublunar, desde una piedra, hasta el hombre. Esto excluía totalmente la libertad del hombre, una pieza más de esas leyes. La escuela estoica fue la que más ardientemente adoptó esta segunda visión del Logos. Para los platónicos, la libertad existía, pero estaba recluida en el mundo de las ideas. Según estas dos concepciones del Logos, podríamos decir que en el Logos platónico, la libertad estaba excluida del mundo físico, mientras que para el estoico, estaba prisionera de él. En cualquier caso, el hombre no era libre en su actividad corriente en este mundo.
La cosmovisión judeo-cristiana.
Mientras los griegos definían todas estas cosas, un poco más al este, los judíos hablaban del mundo basándose en la revelación que Dios les había dado. Según esa revelación, el mundo había sido creado por Dios, no era eterno. Había sido creado bueno. El hombre, puesto por Dios en la cúspide de esa creación, era libre. Los judíos eran también, a su manera filósofos. Pero su punto de arranque para filosofar era la revelación. Según ésta, si bien el mundo había sido creado por Dios en un momento dado, lo había sido de una forma ya terminada, tal y como lo conocemos ahora. Pero en el devenir de la historia el hombre podía imprimirle el sello de su libertad. Porque para los judíos, la historia no tenía, como para los griegos, carácter circular y cíclico, sino que se encaminaba, dirigida por los hombres, que a su vez debían dejarse dirigir por Dios, hacia un fin. De la misma manera que el origen del mundo era Dios, ese era también su destino. Los hombres con su libertad, podían marcar su camino, paro no su final. Y para la filosofía judía, nacida de la revelación y elaborada a lo largo de la historia, ese mundo bueno, merecía ser estudiado y conocido, porque mediante su conocimiento se podía conocer, por analogía, algo más de Dios.
Pero tanto para los griegos como para los judíos, había un misterio. ¿Por qué la Causa Primera de los griegos o el Dios de los judíos generó el cosmos o lo creó? ¿Qué razón tenía para ello si era monolíticamente perfecto y cerrado en sí mismo? “Al principio creó Dios el cielo y la tierra”, empieza diciéndonos la revelación judía. Pero, ¿por qué?, ¿qué le movió a este acto? Y qué responder si, además, la Causa Primera era sólo una “cosa”. Este laberinto era irresoluble para ambos. Fue la revelación cristiana la que dio una respuesta a esta cuestión. Dios creó el mundo por Amor. ¿Amor?, se preguntaría un griego. ¿Cómo puede un principio impersonal amar? Los judíos creían, por que así lo había dicho Dios en la revelación, que Dios amaba al hombre. Dios no era un principio impersonal, era una Persona y había creado al hombre a su imagen y semejanza. Pero ese amor es posterior a la creación. ¿Por qué creó? ¿A quién amaba ese Dios personal antes de la creación? La respuesta a esta pregunta no podía venir de la filosofía, ni de la revelación judía. Fue, como he dicho hace unas líneas, la revelación cristiana la que reveló al hombre el concepto, previo a la creación, del Amor de un Dios personal. Dios se revelaba como el totalmente Uno pero siendo, al mismo tiempo, tres Personas. Tres personas que se amaban antes de la creación. Tres personas cuya esencia única era, precisamente, el Amor. Amor expansivo por el cual creó libremente, porque el Amor, o es libre o no es Amor. Naturalmente, esta respuesta resolvía un problema, pero abría otro. ¿Ser uno y tres al mismo tiempo? Este misterio ha hecho correr ríos de tinta, se han propuesto muchas de imágenes analógicas para intentar explicarlo y, creo yo, que ha tenido como fruto, desarrollar el pensamiento filosófico#. Pero eso no es lo importante. El problema ha quedado trasladado desde un plano metafísico de ausencia de causa para la creación, a un problema de limitación del entendimiento humano, incapaz de entender aparentes contradicciones que sólo se resuelven en un plano que su limitada razón no alcanza.
En esta Trinidad hay un proceso, no de creación, pero sí de emanación, fuera de cualquier tiempo. Una Persona engendra a la Segunda, sin dejar de ser Una. Y el Amor entre ambas es, precisamente, la tercera. La segunda es el Unigénito de la Primera, mientras que de ambas, del Amor que se profesan, procede la Tercera. La revelación y la tradición cristiana han dado a estas Personas el nombre de Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Pero volvamos ahora a la cosmovisión griega. Para no ser plagiador, voy a citar textualmente al eminente científico y filósofo católico Stanley L. Jaki en su obra “Ciencia, teología y torres gemelas”.
“En el corpus filosófico griego, monogenes es siempre sinónimo de kosmos y de to pan, es decir universo. [...]. La razón de ello está en el panteísmo o emanantismo panteísta que dominaba el pensamiento greco-romano. [...]. Por entonces, la visión del universo como unigenitus había llegado a todas partes, ya que los romanos habían difundido la civilización griega al mismo tiempo que el ius Romanorum.
Supóngase, pues, que un cristiano le diera a Pultarco, la figura más notable del mundo clásico hacia el año 120 d. de C., una copia del Evangelio según san Juan, que ya había estado en circulación por algún tiempo. Al abrir ese evangelio, Plutarco se hubiera encontrado con algo enormemente extraño en el mismo primer capítulo. Allí san Juan habla de un judío particular, del que probablemente Plutarco no habría oído hablar antes, como el monogenes del Padre o de Dios. En la mente de Plutarco, plenamente familiarizada con el modo de hablar filosófico griego, la palabra monogenes tendría que tomar una connotación cosmológica. En ese momento habría de hacer frente a un dilema derivado de la referencia directa al Padre celestial. ¿Tomaría Plutarco a un ser humano concreto, como Jesús, por una emanación de la divinidad? o, mejor dicho, ¿por la primerísima emanación de lo divino? Esa posición ya estaba reservada para el universo. ¿O diría Plutarco que, en vista de su excelencia sobrehumana, como está descrita en el Evangelio según san Juan, Jesús era realmente el monogenes? En tal caso, Plutarco hubiera tenido que romper con la visión de un universo como emanación monogenes. No podría haber dos monogenes, ni dos “únicos engendrados” surgidos del mismo Primer Principio.
Para obedecer a esta lógica, tendría primero que rendir pleitesía a Jesús. Se ignora si Plutarco, que había sido antes supremo sacerdote en Delfos, dobló la rodilla ante Jesús, pero muchos otros sí lo hicieron, y algunos de ellos eran parejos en valor intelectual a aquél, probablemente”.
Verdaderamente sorprendente, pero así ocurrió. Y los que le reconocieron como el monogenes, lo reconocieron también como el Logos. Un Logos que cortaba el nudo gordiano del dilema platónico-estoico, en el que la libertad estaba excluida del mundo físico o estaba prisionera de él. Porque ese novísimo Logos estaba al mismo tiempo fuera y dentro del imperfecto mundo sublunar. Un Logos del que también el primer capítulo de san Juan dice, en los tres primeros versículos: “Al principio ya existía la Palabra (Logos). La Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Ya al principio ella estaba junto a Dios: Todo fue hecho por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto llegó a existir”. Era el monogenes de una Causa Primera personal, que se había hecho parte del imperfecto mundo material, liberándolo, reconciliándolo con el mundo trascendente. Verdaderamente, para un griego, esto debían ser palabras rompedoras. Si aceptaba esto humildemente, debía suponer un grito de alegría, un eureka. Y muchos de ellos, muchas de sus mentes más brillantes, doblaron la rodilla ante ese Logos Monogenes.
Pero, más allá del impacto de la cosmovisión cristiana en la griega y la judía, esto abría una puerta grande. Ese Logos Monogenes, distinto del universo, le había imprimido su lógica, su coherencia, su trabazón.
Y todo esto ya estaba presente en el primer desarrollo filosófico de la revelación cristiana, en la primera teología de su tradición. Transcribo aquí un texto de un estudio sobre san Ireneo, discípulo de san Policarpo, discípulo a su vez de san Juan.
“Según el obispo de Lyon (san Ireneo), el Hijo de Dios, aún antes de encarnarse, estaba en este mundo, afirmación que no es sino un eco de Juan 1, 10 (“En el mundo estaba y el mundo fue hecho por medio de Él”), pero estaba de forma peculiar: el Verbo creador estaba crucificado en la creación entera; no se trata de la crucifixión del Calvario, sino de una crucifixión invisible ligada a su actividad en la creación del cosmos. [...] El Verbo Creador y Preexistente está crucificado, no sólo en toda la creación, sino en cada una de las realidades en particular, para gobernar, disponer u organizar y dar cohesión al cosmos y a todas sus realidades. [...] El resultado fue un mundo cargado de sentido (Logos) y grávido de dinamismo (Espíritu Santo). El cosmos no es divino, pero es el cosmos de la Trinidad (suyo y no ajeno), impregnado de presencia trinitaria: el Padre lo sostiene y el hijo, clavado en la creación, está siempre abrazando el cosmos, dándole forma y sentido, haciéndolo logikós y ungiéndolo con el Espíritu, cuyo dinamismo no sólo es origen remoto del propio dinamismo cósmico, sino que, además, lo constituye, no como realidad cerrada sobre sí misma”1.
Implicaciones para la ciencia de la cosmovisión cristiana.
Si ya en la cosmovisión judía, el mundo bueno creado por Dios merecía ser conocido, la cosmovisión cristiana, desde sus principios, como se ha visto en san Ireneo, añade un nuevo ingrediente. El mundo es dinámico. Está en vías de realización. No ha salido terminado de las manos del Creador sino que tiene un dinamismo interno. Entender ese dinamismo es entender al Dios Trinitario, su Amor, su plan de salvación. La cosmovisión cristiana es un permiso, una puerta abierta al deseo de conocer grabado en la naturaleza humana, porque toda verdad conocida es buena, nos habla de Dios y está, además, preñada de su belleza. Es también una invitación a participar en esa creación en vías de completarse.
Sin embargo, el enorme prestigio adquirido en el Renacimiento por Aristóteles dificultó al cristianismo desembarazarse de ese panteísmo griego que hacía del conocimiento científico conocimiento de imperfecciones o aceptación de “deseos” de determinados movimientos en la naturaleza. Durante algunos siglos, la teología cristiana se identifico y se apegó demasiado a Aristóteles y a su cosmovisión de los mundos sublunar y celeste. Copérnico, Kepler, Galileo y Newton, entre otros, tuvieron que vencer, no sin dificultades y resistencias, este apego renovado a una visión del cosmos aristotélica radicalmente equivocada.
Pero no fue así en la Edad Media. En el mundo islámico, el conocimiento de Aristóteles llevó a filósofos como Averroes a aceptar el panteísmo cosmológico griego. Averroes no se atrevió, ni a enmendar la plana a Aristóteles, ni a enfrentarse a la creencia musulmana en la creación. Intentó contemporizar ambas cosas con la epistemología esquizoide de las dos verdades. De nada le sirvió, porque al final, fue anatemizado por la ortodoxia musulmana, desterrado de Córdoba y quemadas sus obras. El sabio judío Maimónides, contagiado por la filosofía aristotélica islamizada, no salió inmune de este panteísmo aristotélico que se trasmitió al mundo judío. Cuando las obras de Aristóteles llegaron al Occidente medieval cristiano, en parte a través de sus traducciones al árabe y de ahí al latín, los filósofos medievales cristianos lo miraron al principio con malos ojos. Pero santo Tomás, sí supo y pudo adaptar la cosmología griega a la revelación cristiana de la creación del mundo por Dios. Y lo hizo con tan gran éxito que creo la llamada teología natural y Aristóteles, adaptado a las creencias cristianas, con las que encajaba admirablemente con sólo cambiar la identidad del monogenes adquirió carta de naturaleza en la filosofía medieval cristiana.
Y, afortunadamente, esa depuración de Aristóteles, que despojó de “deseos” de movimientos a la naturaleza, permitió, en una fecha tan temprana como principios del siglo XIV, a un erudito católico, rector de la Universidad de París, Jean de Buridan y a su discípulo, que más tarde sería Obispo de Lisieaux, Nicolás de Oresme, descubrir la ley de la inercia que trescientos cincuenta años después sería la piedra angular de los Principia de Newton. La genialidad de Newton fue, descubrir la tercera de sus leyes –la única verdaderamente suya– poner las tres en relación y aplicarlas al problema de las órbitas de los planetas alrededor del sol. Pero no busquemos inútilmente en esos Principia ningún reconocimiento a Buridan y Oresme. Newton tomó la primera ley de Descartes, que a su vez la había aprendido en el colegio de los jesuitas de La Flêche. Los jesuitas, con toda seguridad, habían tomado este conocimiento de las bibliotecas de universidades que recogían las obras de Buridan y Oresme. Pero, en todo caso, la nota característica del genio de Newton no era, ciertamente, el reconocimiento de los méritos ajenos, al menos con personas concretas. Más allá de su famosa frase, que tampoco es originalmente suya, de que si había visto más lejos de lo que otros habían visto era porque estaba subido a hombros de gigantes, no se le conoce ningún elogio a los méritos de ningún antecesor suyo. En esto era, hay que decirlo, hijo de su tiempo.
La historia apócrifa que, además de falsa es muy ingrata, atribuye sin lugar a dudas a Galileo el descubrimiento de la ley de la inercia. Pero la realidad es terca y en muchas bibliotecas de universidades que ya existían en el oscuro Medioevo, se pueden encontrar todavía hoy copias de un comentario de Buridan a Aristóteles que lleva por título “Sobre los cielos”. Esta obra de Buridan, de alcance cósmico, explica inicialmente con un ejemplo pedestre el principio de inercia. Dice: “Uno que quiere saltar una distancia grande se retira más atrás en orden a que corriendo más pueda adquirir un ímpetu que lo lleve a una mayor distancia en el salto. De esta forma, la persona que corre y salta así, no siente el aire que le mueve, sino que siente más bien el aire de enfrente que le resiste con fuerza”. Tan sencillo y tan de sentido común. Hay en esta frase dos cosas importantes. La primera, que rebate la absurda pretensión de los griegos del rebufo que empuja al saltador. Es increíble ver como los prejuicios pueden cegar de forma tan evidente a mentes por otro lado brillantes. La segunda es que el responsable de que el ímpetu no se perpetúe indefinidamente, como dice la primera ley de Newton, es el rozamiento, en este caso del aire. Una fuerza natural que se opone al movimiento y hace que éste acabe por detenerse. Pero ese ejemplo pedestre acaba en una brillante intuición cosmológica-teológica: “Cuando Dios creó el mundo, movió cada una de las esferas celestes como quiso y, al moverlas, imprimió en ellas unos ímpetus que las movían sin tener que moverlas más, excepto mediante la general influencia por la cual el concurre como co-agente en todo lo que sucede... Y estos ímpetus que imprimió en los cuerpos celestes no disminuyeron, ni se corrompieron después, porque no había inclinación en los cuerpos celestes a otros movimientos. Ni había resistencia que corrompiera o frenara esos ímpetus”. Naturalmente, Buridan no pone en cuestión el mundo de las esferas griego. No tiene ningún elemento observable que se lo permita. Pero aplica el principio de inercia de la misma forma que hoy se hace para explicar que los planetas, las galaxias y el universo entero mantengan su movimiento y, lo que es más notable, aclara que no hay inclinación de los cuerpos celestes a otros movimientos y que Dios, deja autonomía al cosmos para que se rija según sus leyes, sin que estas respondan en cada momento a ningún capricho. Esto hace a las leyes de la física fiables y cognoscibles y, por lo tanto susceptibles de ser estudiadas, es decir lógicas, con Logos. Salva, desde luego, la libertad de Dios para mover a las esferas como quiso, es decir, para definir en la creación las leyes de la física como quiso, para dejar después al cosmos que se desenvolviese por sí solo. También aclara, en conformidad con el dogma católico, que Dios no se desentiende de su creación, porque ejerce una general influencia por la cual concurre como co-agente en todo lo que sucede.
Poco después de estas brillantes formulaciones, el Renacimiento volvió a reivindicar a Aristóteles y, tal vez, sólo tal vez, eso retrasó en varios siglos la aparición de un Newton. Pero quede como conclusión de estas líneas que gracias a la revelación judeo-cristiana, pero sobre todo cristiana, la ciencia ha sido posible. Afirmo, aunque este paseo por la historia de la ciencia y de la teología no sea suficiente para probarlo, que no es casualidad que la ciencia haya nacido en el occidente cristiano. Ha sido así, porque únicamente la cosmovisión cristiana es capaz de liberar al pensamiento humano del animismo de la naturaleza subyacente en las cosmovisiones de todas las culturas, la griega incluida, o contagiadas por se animismo las que podían no estarlo. Y creo firmemente que la diferencia la marca Jesucristo, el monogenes, el Logos.
[1] Dos veces presenta san Juan a Cristo como el unigénito del Padre en el capítulo 1 de su Evangelio: en el versículo 14 dice: “Y la Palabra (el Logos) se hizo carne y habitó entre nosotros; y hemos visto su gloria, la gloria propia del Unigénito (monogenes) del Padre, lleno de gracia y de verdad”. Y en el versículo 18, donde afirma: “A Dios nadie le vio jamás; el Unigénito (monogenes), que es Dios, y que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer”. Conviene recordar que el Evangelio de san Juan fue escrito en griego.
22 de septiembre de 2010
Frases 22-IX-2010
Tomás Alfaro Drake
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
A esta juventud es necesario amarla: es de una transparencia cristalina. Deseosa de descubrir el mundo de los vivos, de estar presente en los pueblos, anhela iniciarse en el arte; pide que se le explique por qué los hombres pueden ser tan estúpidamente malos, pues quiere ver con claridad, como si supiera anticipadamente que los conflictos van a formar parte de su existencia.
Charles Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo, en el tomo IV, la esperanza en Dios, nuestro Padre, capítulo dedicado a Gabriel Marcel.
Me pregunto: ¿Sabemos explicarle a la siguiente generación el por qué los hombres pueden ser tan estúpidamente malos? Si no sabemos, ¿nos puede extrañar de que pierdan su transparencia y su deseo de descubrir el mundo de los vivos, de estar presente en los pueblos y su anhelo de iniciarse en el arte?
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
A esta juventud es necesario amarla: es de una transparencia cristalina. Deseosa de descubrir el mundo de los vivos, de estar presente en los pueblos, anhela iniciarse en el arte; pide que se le explique por qué los hombres pueden ser tan estúpidamente malos, pues quiere ver con claridad, como si supiera anticipadamente que los conflictos van a formar parte de su existencia.
Charles Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo, en el tomo IV, la esperanza en Dios, nuestro Padre, capítulo dedicado a Gabriel Marcel.
Me pregunto: ¿Sabemos explicarle a la siguiente generación el por qué los hombres pueden ser tan estúpidamente malos? Si no sabemos, ¿nos puede extrañar de que pierdan su transparencia y su deseo de descubrir el mundo de los vivos, de estar presente en los pueblos y su anhelo de iniciarse en el arte?
19 de septiembre de 2010
Más sobre Stephen Hawking y Dios
Tomás Alfaro Drake
A raíz de mi entrada anterior sobre Stephen Hawking, un amigo mío me hace un comentario por mail en vez de a través del blog. Como me parece interesante, hoy le contesto en el blog.
Me dice:
“Ya echaba yo de menos tu opinión sobre el tema de Stephen Hawkins
A mi me parece que vivir una vida entera en su situación física sin la creencia en Dios tiene que ser tan terrible que se le debería poder perdonar cualquier desliz. Me parece tan meritorio encontrar fuerzas para superar una situación así sin la ayuda de la fe que no tengo más remedio que descubrirme ante su valor personal.
Otro tema es si su prestigio científico le permite el salto de materia, pretendiento extender aquel prestigio sobre otros asuntos que no le son propios.
No obstante gracias por arrojar luz una vez más sobree este tema.
Que dura es a veces la vida incluso creyendo en Dios.
¡¡¡ Qué difícil debe ser vivir sin creer en él para nada !!!
Abrazos”
Le contesto:
Querido XXX:
Perdona el retraso en contestarte.
Desde luego, vivir una vida como la de Hawking sin fe, debe ser terrible y, también desde luego, a Hawking, como a cualquier ser humano, se le debería poder perdonar cualquier desliz. Lo que no me parece tan claro es lo de meritorio. Es tan meritorio como lo del que se muere de hambre para dar en la cabeza a alguien que le quiere y que le pone una suculenta comida al alcance de la mano. ¡Qué merito! ¡Se ha muerto de hambre!
El acto de fe (incluso a nivel humano) es una adhesión libre y racional de la voluntad a algo. Racional no significa que sea consecuencia de una demostración “matemática”. Si mañana tengo un cáncer, me informo de qué éxitos han tenido distintos médicos, analizo la situación (racionalidad) y, sin tener una demostración ineludible de quien es el mejor, elijo libremente uno y me pongo en sus manos (adhesión de la voluntad). Una mente de la inteligencia de Hawking (como la de tantos otros) debería darse cuenta de que es enormemente más razonable que exista Dios que lo contrario. Por lo menos no debería caer en errores de lógica tan flagrantes.
¿Por qué hay gente que no cree? Porque, con su libertad, se niega a hacer la adhesión de la voluntad y, esa negación le impide ver las razones o, incluso, le impulsa a falsearlas. Es como si, por motivos personales, no quiero ver los méritos de un médico, por bueno que sea, para elegirme como aquél en cuyas manos me ponga.
¿Por qué hay tanta gente que se niega ese acto de adhesión de la voluntad a Dios? Lo ignoro. Supongo que habrá millones de causas, tantas como personas que no tienen fe. Sin embargo, me atrevo a agruparlas en varias categorías.
a) Porque les molesta que haya un ser superior que les “fiscalice” o, simplemente que sea superior (soberbia).
b) Porque les parece que aceptarlo tendría para ellos unas exigencias que no les apetecen (perdona el término apetecer que es frívolo, pero es para entendernos. Pereza).
c) Porque les da miedo. (Falta de entendimiento de qué y cómo es Dios, al menos le Dios en el que creemos los cristianos).
d) Porque les parece que el mal del mundo no puede conciliarse con un Dios bueno (Problema complicadísimo desde todos los puntos de vista, pero que no se arregla, ni mucho menos, negando a Dios. Por negarlo no va a desaparecer el mal del mundo y, sin embargo, muchos que creen en Dios contribuyen a que el mundo sea un poco mejor). En el fondo aquí hay también un desconocimiento de las creencias cristianas.
e) Porque les escandaliza el comportamiento de la Iglesia en la historia. Sin embargo, aunque siempre hay motivos reales para el escándalo, detrás de esto hay una aceptación acrítica de una propaganda antiigleia de la Iglesia que exagera y deforma enormemente lo que ésta ha hecho mal y silencia absolutamente todo el inmenso bien que ha hecho a la humanidad.
f) Porque les escandaliza la mediocridad, tibieza e, incluso hipocresía de tantos cristianos. También en este caso hay una visión propagandísticamente sesgada, porque siendo cierto lo anterior, no quieren ver el brillo de tantos santos maravillosos que la Iglesia ha dado el mundo ni el resplandor difuso pero maravilloso de aquéllos a los que Joseph Malêgue llamaba “la clase media de la santidad”, que siempre ha iluminado al mundo.
g) Porque los cristianos no hemos sabido explicarle al mundo, o se lo hemos explicado mal –incluso muy mal –, las maravillas de nuestra fe y del Dios en el que creemos, del que esperamos y al que amamos.
h) Por papanatería intelectual que hace que parezca más inteligente el ser agnóstico.
i) Etc. etc. etc.
j) Una mezcla de todas las anteriores.
Así que, a Hawking, Dios le ha puesto delante un suculento plato de Vida. Si, por cualquiera de las causas anteriores no se lo quiere comer… qué pena me da, pero admirarle por eso, pues va a ser que no. Le admiro, pero por otras cosas. Por esta me da una profunda pena y rezo por él.
Una palabra sobre el agnóstico acomodado en ese agnosticismo. Respeto muchísimo al ateo, hace un acto libre y racional de adhesión de su voluntad a algo (un acto de fe). No entiendo, es cierto, que intenten arrastrar militantemente a otros a su increencia. Entiendo el apostolado tolerante de un creyente, porque piensa que está ofreciendo a los demás un tesoro que él ha encontrado y que puede llevar la felicidad a quien quiera recibirlo. No entiendo, sin embago, el ateísmo militante que pretende, en nombre de una fe (la no fe es una fe) que es personal, llevar a cabo una cruzada personal para quitarles a otros la suya. Respeto enormemente al que busca sin encontrar y sigue buscando, como un Unamuno o un Pawels. Porque me parece que debemos mucho a estos agnósticos buscadores hasta la muerte. Creo que esa búsqueda está siempre coronada por el encuentro, aunque sea en la hora undécima, y que esa vida de búsqueda beneficia misteriosamente a muchos a través del Cuerpo Místico de Cristo. San Anselmo decía a Dios: “Te buscaré deseándote, de desearé buscándote. Amándote te encontraré, encontrándote te amaré”. Pero lo de “no sé si Dios existe o no, pero me da igual”, me parece totalmente irracional e insensato. Del hecho de que Dios exista o no, se derivan tantas cosas para el sentido de nuestra vida, para aquello de ¿quiénes somos, de dónde venimos, qué va a ser de nosotros?, que el “ni lo se ni me importa”, aplicado a la existencia de Dios me parece de necios.
En cuanto a la debilidad, me sorprende que una alumna, a la que supongo jovencita, y que tal vez no haya experimentado la dureza de la vida, dé carta de fortaleza y debilidad a unos y otros. La verdad es que todos somos débiles ante la contundencia de la vida. El que diga que no, que se tiente la ropa. Y esa debilidad sólo se puede fortalecer con metas que van más allá del horizonte inmediato. La ilusión de acabar una carrera, de casarse, de tener hijos, de educarlos, etc. Para otros puede ser tener éxito profesional o forrarse. Para muchos, una mezcla razonable de todas estas cosas. El existencialismo sartriano afirma que “el hombre es una pasión inútil”, pero ni el mismo Sartre se lo creía, según revela al final de su vida en su entrevista en el periódico socialista “Le nouvel observateur”, bajo el título, “La esperanza, ahora”. Y entre los que se han creído lo que Sartre les ha contado sin creérselo él mismo, la náusea ha hecho estragos, llegando en muchos hasta el suicidio.
Pero lo cierto es que a medida que pasa la vida y uno tiene más o menos éxito en esas metas, la pregunta inevitable es: ¿Y ahora qué? Si no tiene éxito en ellas, y nadie lo tiene en todo, la amargura y el desengaño están al acecho. Llegar es insuficiente y quedarse corto, frustrante. Ahí estamos todos. Y al final, si vivimos lo suficiente, la decrepitud nos espera pacientemente. Entonces, ¿qué meta queda? Solamente una meta que trascienda todas las miserias humanas. Una meta que además es persona, Dios. Una persona que además es hombre, y un hombre que ha vencido a la muerte, Cristo. Una meta activa, no una meta pasiva. Una meta que nos ama, nos busca y nos encuentra ella, si nos dejamos encontrar.
¿Es ser débil, tener una meta así? Me importa tres pitos la respuesta sobre la debilidad de quien la tiene o la fortaleza de quien la niega. Lo único importante es si esa meta es verdad o mentira. Si es mentira y la adoptamos, somos, como decía san Pablo, los más miserables de los hombres. Si es verdad y no la adoptamos, somos los más estúpidos. Al final, la disyuntiva está entre dos visiones. Por un lado, la expresada por Macbeth en la tragedia Shakespeariana, cuando, al ver cómo se derrumba su perversa meta dice: “La vida es un cuento sin sentido contado con gran aparato por un idiota”. Por otro está la que nos hace decir, como a Jacques Rivière: “La vida es, quizá, una tragedia, una comedia, una ilusión, una historia de locos; pero quizá no sea sólo eso, quizá sea el envés de otra cosa. El doloroso envés de una llamada a ese otro reino que no osamos esperar y, al mismo tiempo, esperamos con toda nuestra alma”. Por tanto, basta de psicologismos estériles y busquemos esa verdad, ese segundo quizá, esa esperanza, con toda nuestra fuerza, inteligencia, deseo y amor, como san Anselmo. Ojalá todos los días nos preguntásemos, llenos de asombro, como lo expresaba el entonces cardenal Ratzinger en su “Introducción al cristianismo”: “¿Y si fuese verdad?” y todos los días encontrásemos razones, de la razón y del corazón, para creer.
Perdona el rollo.
Un fuerte abrazo.
Tomás
A raíz de mi entrada anterior sobre Stephen Hawking, un amigo mío me hace un comentario por mail en vez de a través del blog. Como me parece interesante, hoy le contesto en el blog.
Me dice:
“Ya echaba yo de menos tu opinión sobre el tema de Stephen Hawkins
A mi me parece que vivir una vida entera en su situación física sin la creencia en Dios tiene que ser tan terrible que se le debería poder perdonar cualquier desliz. Me parece tan meritorio encontrar fuerzas para superar una situación así sin la ayuda de la fe que no tengo más remedio que descubrirme ante su valor personal.
Otro tema es si su prestigio científico le permite el salto de materia, pretendiento extender aquel prestigio sobre otros asuntos que no le son propios.
No obstante gracias por arrojar luz una vez más sobree este tema.
Que dura es a veces la vida incluso creyendo en Dios.
¡¡¡ Qué difícil debe ser vivir sin creer en él para nada !!!
Abrazos”
Le contesto:
Querido XXX:
Perdona el retraso en contestarte.
Desde luego, vivir una vida como la de Hawking sin fe, debe ser terrible y, también desde luego, a Hawking, como a cualquier ser humano, se le debería poder perdonar cualquier desliz. Lo que no me parece tan claro es lo de meritorio. Es tan meritorio como lo del que se muere de hambre para dar en la cabeza a alguien que le quiere y que le pone una suculenta comida al alcance de la mano. ¡Qué merito! ¡Se ha muerto de hambre!
El acto de fe (incluso a nivel humano) es una adhesión libre y racional de la voluntad a algo. Racional no significa que sea consecuencia de una demostración “matemática”. Si mañana tengo un cáncer, me informo de qué éxitos han tenido distintos médicos, analizo la situación (racionalidad) y, sin tener una demostración ineludible de quien es el mejor, elijo libremente uno y me pongo en sus manos (adhesión de la voluntad). Una mente de la inteligencia de Hawking (como la de tantos otros) debería darse cuenta de que es enormemente más razonable que exista Dios que lo contrario. Por lo menos no debería caer en errores de lógica tan flagrantes.
¿Por qué hay gente que no cree? Porque, con su libertad, se niega a hacer la adhesión de la voluntad y, esa negación le impide ver las razones o, incluso, le impulsa a falsearlas. Es como si, por motivos personales, no quiero ver los méritos de un médico, por bueno que sea, para elegirme como aquél en cuyas manos me ponga.
¿Por qué hay tanta gente que se niega ese acto de adhesión de la voluntad a Dios? Lo ignoro. Supongo que habrá millones de causas, tantas como personas que no tienen fe. Sin embargo, me atrevo a agruparlas en varias categorías.
a) Porque les molesta que haya un ser superior que les “fiscalice” o, simplemente que sea superior (soberbia).
b) Porque les parece que aceptarlo tendría para ellos unas exigencias que no les apetecen (perdona el término apetecer que es frívolo, pero es para entendernos. Pereza).
c) Porque les da miedo. (Falta de entendimiento de qué y cómo es Dios, al menos le Dios en el que creemos los cristianos).
d) Porque les parece que el mal del mundo no puede conciliarse con un Dios bueno (Problema complicadísimo desde todos los puntos de vista, pero que no se arregla, ni mucho menos, negando a Dios. Por negarlo no va a desaparecer el mal del mundo y, sin embargo, muchos que creen en Dios contribuyen a que el mundo sea un poco mejor). En el fondo aquí hay también un desconocimiento de las creencias cristianas.
e) Porque les escandaliza el comportamiento de la Iglesia en la historia. Sin embargo, aunque siempre hay motivos reales para el escándalo, detrás de esto hay una aceptación acrítica de una propaganda antiigleia de la Iglesia que exagera y deforma enormemente lo que ésta ha hecho mal y silencia absolutamente todo el inmenso bien que ha hecho a la humanidad.
f) Porque les escandaliza la mediocridad, tibieza e, incluso hipocresía de tantos cristianos. También en este caso hay una visión propagandísticamente sesgada, porque siendo cierto lo anterior, no quieren ver el brillo de tantos santos maravillosos que la Iglesia ha dado el mundo ni el resplandor difuso pero maravilloso de aquéllos a los que Joseph Malêgue llamaba “la clase media de la santidad”, que siempre ha iluminado al mundo.
g) Porque los cristianos no hemos sabido explicarle al mundo, o se lo hemos explicado mal –incluso muy mal –, las maravillas de nuestra fe y del Dios en el que creemos, del que esperamos y al que amamos.
h) Por papanatería intelectual que hace que parezca más inteligente el ser agnóstico.
i) Etc. etc. etc.
j) Una mezcla de todas las anteriores.
Así que, a Hawking, Dios le ha puesto delante un suculento plato de Vida. Si, por cualquiera de las causas anteriores no se lo quiere comer… qué pena me da, pero admirarle por eso, pues va a ser que no. Le admiro, pero por otras cosas. Por esta me da una profunda pena y rezo por él.
Una palabra sobre el agnóstico acomodado en ese agnosticismo. Respeto muchísimo al ateo, hace un acto libre y racional de adhesión de su voluntad a algo (un acto de fe). No entiendo, es cierto, que intenten arrastrar militantemente a otros a su increencia. Entiendo el apostolado tolerante de un creyente, porque piensa que está ofreciendo a los demás un tesoro que él ha encontrado y que puede llevar la felicidad a quien quiera recibirlo. No entiendo, sin embago, el ateísmo militante que pretende, en nombre de una fe (la no fe es una fe) que es personal, llevar a cabo una cruzada personal para quitarles a otros la suya. Respeto enormemente al que busca sin encontrar y sigue buscando, como un Unamuno o un Pawels. Porque me parece que debemos mucho a estos agnósticos buscadores hasta la muerte. Creo que esa búsqueda está siempre coronada por el encuentro, aunque sea en la hora undécima, y que esa vida de búsqueda beneficia misteriosamente a muchos a través del Cuerpo Místico de Cristo. San Anselmo decía a Dios: “Te buscaré deseándote, de desearé buscándote. Amándote te encontraré, encontrándote te amaré”. Pero lo de “no sé si Dios existe o no, pero me da igual”, me parece totalmente irracional e insensato. Del hecho de que Dios exista o no, se derivan tantas cosas para el sentido de nuestra vida, para aquello de ¿quiénes somos, de dónde venimos, qué va a ser de nosotros?, que el “ni lo se ni me importa”, aplicado a la existencia de Dios me parece de necios.
En cuanto a la debilidad, me sorprende que una alumna, a la que supongo jovencita, y que tal vez no haya experimentado la dureza de la vida, dé carta de fortaleza y debilidad a unos y otros. La verdad es que todos somos débiles ante la contundencia de la vida. El que diga que no, que se tiente la ropa. Y esa debilidad sólo se puede fortalecer con metas que van más allá del horizonte inmediato. La ilusión de acabar una carrera, de casarse, de tener hijos, de educarlos, etc. Para otros puede ser tener éxito profesional o forrarse. Para muchos, una mezcla razonable de todas estas cosas. El existencialismo sartriano afirma que “el hombre es una pasión inútil”, pero ni el mismo Sartre se lo creía, según revela al final de su vida en su entrevista en el periódico socialista “Le nouvel observateur”, bajo el título, “La esperanza, ahora”. Y entre los que se han creído lo que Sartre les ha contado sin creérselo él mismo, la náusea ha hecho estragos, llegando en muchos hasta el suicidio.
Pero lo cierto es que a medida que pasa la vida y uno tiene más o menos éxito en esas metas, la pregunta inevitable es: ¿Y ahora qué? Si no tiene éxito en ellas, y nadie lo tiene en todo, la amargura y el desengaño están al acecho. Llegar es insuficiente y quedarse corto, frustrante. Ahí estamos todos. Y al final, si vivimos lo suficiente, la decrepitud nos espera pacientemente. Entonces, ¿qué meta queda? Solamente una meta que trascienda todas las miserias humanas. Una meta que además es persona, Dios. Una persona que además es hombre, y un hombre que ha vencido a la muerte, Cristo. Una meta activa, no una meta pasiva. Una meta que nos ama, nos busca y nos encuentra ella, si nos dejamos encontrar.
¿Es ser débil, tener una meta así? Me importa tres pitos la respuesta sobre la debilidad de quien la tiene o la fortaleza de quien la niega. Lo único importante es si esa meta es verdad o mentira. Si es mentira y la adoptamos, somos, como decía san Pablo, los más miserables de los hombres. Si es verdad y no la adoptamos, somos los más estúpidos. Al final, la disyuntiva está entre dos visiones. Por un lado, la expresada por Macbeth en la tragedia Shakespeariana, cuando, al ver cómo se derrumba su perversa meta dice: “La vida es un cuento sin sentido contado con gran aparato por un idiota”. Por otro está la que nos hace decir, como a Jacques Rivière: “La vida es, quizá, una tragedia, una comedia, una ilusión, una historia de locos; pero quizá no sea sólo eso, quizá sea el envés de otra cosa. El doloroso envés de una llamada a ese otro reino que no osamos esperar y, al mismo tiempo, esperamos con toda nuestra alma”. Por tanto, basta de psicologismos estériles y busquemos esa verdad, ese segundo quizá, esa esperanza, con toda nuestra fuerza, inteligencia, deseo y amor, como san Anselmo. Ojalá todos los días nos preguntásemos, llenos de asombro, como lo expresaba el entonces cardenal Ratzinger en su “Introducción al cristianismo”: “¿Y si fuese verdad?” y todos los días encontrásemos razones, de la razón y del corazón, para creer.
Perdona el rollo.
Un fuerte abrazo.
Tomás
10 de septiembre de 2010
Stephen Hawking y Dios
Tomás Alfaro Drake
Hola a todos:
Tras unas vacaciones en las que sólo he hecho entradas de FRASES los miércoles, retomo el ritmo de las entradas en fin de semana.
*************************************************************
Stephen Hawking se trae, desde hace años, sus más y sus menos con Dios. Hace unos cuantos, en su “Breve historia del tiempo” decidió que cuando se descubriese la teoría del todo, al fin conoceríamos la mente de Dios. Dios quedaría reducido a unas ecuaciones. Ahora, en su nuevo libro “The grand design”, lo reduce a un Dios innecesario e inútil. Habrá que ver lo que dice de verdad su nuevo libro, porque de momento sólo sabemos algunas cosas de su contenido por la prensa que, en general, no suele ser muy precisa en lo que dice. Pero dado que lo de decir que Dios no existe es una cosa que vende periódicos y libros, las sirenas se han puesto a cantar. Aunque en estos días ya ha habido, tanto en prensa como en la red, muchas respuestas a las afirmaciones que la prensa pone en boca de Stephen Hawking, creo que lo que escribo a continuación no es redundante.
Si mañana me invitasen a una charla de Vicente del Bosque acerca de la estrategia para dirigir un equipo de futbol, iría encantado. Pero si al final de la charla, del Bosque acabase diciendo que con lo dicho quedaba demostrado que el juego del ajedrez era innecesario, me parecería una solemne estupidez. Pues algo así es lo que ha hecho Stephen Hawking. Con un agravante. Es difícil que, ante ese final de conferencia por parte de del Bosque, nadie diese crédito a su última frase. Sin embargo, el mundo actual, que ha endiosado a la ciencia, escucha a los científicos como si fuesen el oráculo de Delfos, hablen de lo que hablen. Hawking sabe perfectamente que el campo de la ciencia se limita a lo que se puede contar, pesar o medir y, al final, reducirlo a relaciones matemáticas. Debiera saber que Dios cae fuera de esa categoría y que, por tanto, la ciencia no puede decir nada sobre ello, porque le es ajeno. Esto es lo que le han venido a decir la mayoría de sus colegas, si exceptuamos algún que otro ateo militante del estilo de Richard Dawkins. Y que, por lo tanto, no es posible demostrar ni la existencia ni la no existencia de Dios desde la ciencia. Naturalmente, Hawking es libre de expresar su opinión, pero hacerlo en un libro que se supone de ciencia, y hacerlo hablando ex cátedra, es jugar a propósito con el equívoco. Es, por tanto, una falta de honestidad.
Básicamente y por no hacer este escrito demasiado largo, me centraré en lo que parece ser el argumento central de el libro de Hawking. Parece que en él asegura que, dado cómo son las leyes de la física, el universo pudo salir espontáneamente de la nada. El problema lógico que invalida su razonamiento es que antes de que existiera el universo, tampoco existían las leyes de la física. Su error –bastante burdo, por cierto– estriba en poner el carro antes que los bueyes, el efecto antes que la causa. Pero, admitamos por un momento que no fuese así. Que las leyes del universo preexistieran a éste. La pregunta es todavía más imposible de contestar. ¿Quién o qué hizo que hubiese unas leyes que hiciesen posible que apareciese un universo como éste de la nada? La lógica más elemental exige que haya un ser, algo o alguien, que idease esas leyes tan magníficas. Que el universo apareció de la nada es algo que el dogma cristiano, no sólo admite, sino que defiende. Como defiende, con toda la lógica del mundo que ese ser, al que llama Dios, fuese el que crease el universo. Pero cuando dice que lo creó de la nada, no especifica cómo lo hizo, o si lo dice, lo dice, el cómo, de manera simbólica. Por tanto, si las leyes de la física preexistieran al universo, bien pudieron ser las herramientas de las que Dios se valió para crearlo. Por otro lado, unas leyes tan precisas como para ser capaces de dar lugar a un universo tan maravilloso como es éste, nos tienen que hacer pensar que están hechas con una finalidad. Pero sólo las personas pueden dar una finalidad a las cosas. Si mañana un tiesto se cae de una ventana y me mata, nadie en su sano juicio diría que el tiesto tenía la intención de partirme la crisma. Pero si unos hombres de una isla que nunca ha conocido la civilización encontrasen en su playa un coche y, a fuerza de experimentar descubriesen su forma de funcionamiento, sería irrisorio que dijeran que fuese su forma de funcionar la que ha hecho el coche. Sabrían que alguien, no algo, lo había hecho y no dudarían de que lo había hecho con un propósito. Pues igual de cómica es la historia que nos cuenta Hawking abusando a sabiendas de su prestigio científico ante un público que ha deificado la ciencia como si su campo de actuación fuese toda la realidad. Creo que dos frases, de Albert Einstein la primera y de Edwin Schrödinger la segunda, ambos mejores científicos que Hawking, pueden ilustrar lo que digo:
“... como un niño que entra en una biblioteca inmensa cuyas paredes están cubiertas de libros escritos en muchas lenguas distintas. Entiende que alguien ha de haberlos escrito, pero no sabe ni quién ni cómo. Tampoco comprende los idiomas. Pero observa un orden claro en su clasificación, un plan misterioso que se le escapa, pero que sospecha vagamente. Esa es, en mi opinión, la actitud de la mente humana frente a Dios, incluso la de las personas más inteligentes”. (Einstein).
“La imagen científica del mundo es muy deficiente. Proporciona una gran cantidad de información sobre hechos, reduce toda la existencia a un orden maravillosamente consistente, pero guarda un silencio sepulcral sobre [...] todo lo que realmente nos importa. [...]... no sabe nada de lo bello o de lo feo, de lo bueno o de lo malo, de Dios y la eternidad. A veces la ciencia pretende dar una respuesta a estas cuestiones, pero sus respuestas son a menudo tan tontas que nos inclinamos a no tomarlas en serio [...]. La ciencia es incapaz de explicar mínimamente por qué la música puede deleitarnos, o por qué y cómo una antigua canción puede hacer que se nos salten las lágrimas”. (Schrödinger).
En fin, que éste es un intento de Hawking, como tantos otros de tantos ateos militantes que en el mundo han sido, de negar la existencia de un Dios que, sea por el motivo que sea, les molesta. No entiendo muy bien los motivos de los activistas del ateísmo que se empeñan en demostrar que algo no existe. Pero lo que no creo que sea honesto es usar para ello argumentos no científicos y carentes de la más elemental lógica, que se aprovechan de un prestigio en el campo científico, disfrazándolos de tales. No puedo dejar de hacerme una pregunta: ¿Tendrían, Hawking o Dawkins tanto prestigio populista si se hubiesen dedicado a su oficio de hacer ciencia como tantos otros científicos, creyentes y no creyentes? ¿Venderían tantos libros? ¿Tendrían ese tirón mediático? Seguro que no. Lejos de mí afirmar que esto sea lo que les mueva, pero… suena plausible.
Hola a todos:
Tras unas vacaciones en las que sólo he hecho entradas de FRASES los miércoles, retomo el ritmo de las entradas en fin de semana.
*************************************************************
Stephen Hawking se trae, desde hace años, sus más y sus menos con Dios. Hace unos cuantos, en su “Breve historia del tiempo” decidió que cuando se descubriese la teoría del todo, al fin conoceríamos la mente de Dios. Dios quedaría reducido a unas ecuaciones. Ahora, en su nuevo libro “The grand design”, lo reduce a un Dios innecesario e inútil. Habrá que ver lo que dice de verdad su nuevo libro, porque de momento sólo sabemos algunas cosas de su contenido por la prensa que, en general, no suele ser muy precisa en lo que dice. Pero dado que lo de decir que Dios no existe es una cosa que vende periódicos y libros, las sirenas se han puesto a cantar. Aunque en estos días ya ha habido, tanto en prensa como en la red, muchas respuestas a las afirmaciones que la prensa pone en boca de Stephen Hawking, creo que lo que escribo a continuación no es redundante.
Si mañana me invitasen a una charla de Vicente del Bosque acerca de la estrategia para dirigir un equipo de futbol, iría encantado. Pero si al final de la charla, del Bosque acabase diciendo que con lo dicho quedaba demostrado que el juego del ajedrez era innecesario, me parecería una solemne estupidez. Pues algo así es lo que ha hecho Stephen Hawking. Con un agravante. Es difícil que, ante ese final de conferencia por parte de del Bosque, nadie diese crédito a su última frase. Sin embargo, el mundo actual, que ha endiosado a la ciencia, escucha a los científicos como si fuesen el oráculo de Delfos, hablen de lo que hablen. Hawking sabe perfectamente que el campo de la ciencia se limita a lo que se puede contar, pesar o medir y, al final, reducirlo a relaciones matemáticas. Debiera saber que Dios cae fuera de esa categoría y que, por tanto, la ciencia no puede decir nada sobre ello, porque le es ajeno. Esto es lo que le han venido a decir la mayoría de sus colegas, si exceptuamos algún que otro ateo militante del estilo de Richard Dawkins. Y que, por lo tanto, no es posible demostrar ni la existencia ni la no existencia de Dios desde la ciencia. Naturalmente, Hawking es libre de expresar su opinión, pero hacerlo en un libro que se supone de ciencia, y hacerlo hablando ex cátedra, es jugar a propósito con el equívoco. Es, por tanto, una falta de honestidad.
Básicamente y por no hacer este escrito demasiado largo, me centraré en lo que parece ser el argumento central de el libro de Hawking. Parece que en él asegura que, dado cómo son las leyes de la física, el universo pudo salir espontáneamente de la nada. El problema lógico que invalida su razonamiento es que antes de que existiera el universo, tampoco existían las leyes de la física. Su error –bastante burdo, por cierto– estriba en poner el carro antes que los bueyes, el efecto antes que la causa. Pero, admitamos por un momento que no fuese así. Que las leyes del universo preexistieran a éste. La pregunta es todavía más imposible de contestar. ¿Quién o qué hizo que hubiese unas leyes que hiciesen posible que apareciese un universo como éste de la nada? La lógica más elemental exige que haya un ser, algo o alguien, que idease esas leyes tan magníficas. Que el universo apareció de la nada es algo que el dogma cristiano, no sólo admite, sino que defiende. Como defiende, con toda la lógica del mundo que ese ser, al que llama Dios, fuese el que crease el universo. Pero cuando dice que lo creó de la nada, no especifica cómo lo hizo, o si lo dice, lo dice, el cómo, de manera simbólica. Por tanto, si las leyes de la física preexistieran al universo, bien pudieron ser las herramientas de las que Dios se valió para crearlo. Por otro lado, unas leyes tan precisas como para ser capaces de dar lugar a un universo tan maravilloso como es éste, nos tienen que hacer pensar que están hechas con una finalidad. Pero sólo las personas pueden dar una finalidad a las cosas. Si mañana un tiesto se cae de una ventana y me mata, nadie en su sano juicio diría que el tiesto tenía la intención de partirme la crisma. Pero si unos hombres de una isla que nunca ha conocido la civilización encontrasen en su playa un coche y, a fuerza de experimentar descubriesen su forma de funcionamiento, sería irrisorio que dijeran que fuese su forma de funcionar la que ha hecho el coche. Sabrían que alguien, no algo, lo había hecho y no dudarían de que lo había hecho con un propósito. Pues igual de cómica es la historia que nos cuenta Hawking abusando a sabiendas de su prestigio científico ante un público que ha deificado la ciencia como si su campo de actuación fuese toda la realidad. Creo que dos frases, de Albert Einstein la primera y de Edwin Schrödinger la segunda, ambos mejores científicos que Hawking, pueden ilustrar lo que digo:
“... como un niño que entra en una biblioteca inmensa cuyas paredes están cubiertas de libros escritos en muchas lenguas distintas. Entiende que alguien ha de haberlos escrito, pero no sabe ni quién ni cómo. Tampoco comprende los idiomas. Pero observa un orden claro en su clasificación, un plan misterioso que se le escapa, pero que sospecha vagamente. Esa es, en mi opinión, la actitud de la mente humana frente a Dios, incluso la de las personas más inteligentes”. (Einstein).
“La imagen científica del mundo es muy deficiente. Proporciona una gran cantidad de información sobre hechos, reduce toda la existencia a un orden maravillosamente consistente, pero guarda un silencio sepulcral sobre [...] todo lo que realmente nos importa. [...]... no sabe nada de lo bello o de lo feo, de lo bueno o de lo malo, de Dios y la eternidad. A veces la ciencia pretende dar una respuesta a estas cuestiones, pero sus respuestas son a menudo tan tontas que nos inclinamos a no tomarlas en serio [...]. La ciencia es incapaz de explicar mínimamente por qué la música puede deleitarnos, o por qué y cómo una antigua canción puede hacer que se nos salten las lágrimas”. (Schrödinger).
En fin, que éste es un intento de Hawking, como tantos otros de tantos ateos militantes que en el mundo han sido, de negar la existencia de un Dios que, sea por el motivo que sea, les molesta. No entiendo muy bien los motivos de los activistas del ateísmo que se empeñan en demostrar que algo no existe. Pero lo que no creo que sea honesto es usar para ello argumentos no científicos y carentes de la más elemental lógica, que se aprovechan de un prestigio en el campo científico, disfrazándolos de tales. No puedo dejar de hacerme una pregunta: ¿Tendrían, Hawking o Dawkins tanto prestigio populista si se hubiesen dedicado a su oficio de hacer ciencia como tantos otros científicos, creyentes y no creyentes? ¿Venderían tantos libros? ¿Tendrían ese tirón mediático? Seguro que no. Lejos de mí afirmar que esto sea lo que les mueva, pero… suena plausible.
8 de septiembre de 2010
Tomás Alfaro Drake
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
... están convencidos de que nuestro voto de castidad nos hace menos humanas, de que nos hace sentirnos como si fuéramos piedras, como si nos privase de sentimientos. Cada una de mis Hermanas podría asegurar que eso es falso. Justamente el voto de castidad es el que nos hace más libres para amar a todos, en lugar de limitarnos a una sola o a unas pocas personas: a un marido, a unos hijos… Una mujer casada no puede amar más que a un hombre. Nosotras podemos amar a todo el mundo en Dios. El voto de castidad no nos mutila. Más bien, si se observa fielmente, nos permite vivir en plenitud. El voto de castidad no es una simple lista de prohibiciones y de noes. El voto de castidad es una expresión genuina de amor: nos entregamos a Dios y acogemos a Dios en nosotras.
Beata Teresa de Calcuta
Me permito una pequeña puntualización. Una mujer casada también puede amar a todo el mundo en Dios. Pero es muy difícil que pueda poner ese amor a todo el mundo en Dios en el centro de su vida, puesto que el centro de su vida está dedicado a otros deberes propios de su estado. Ni mejores ni peores, pero otros.
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
... están convencidos de que nuestro voto de castidad nos hace menos humanas, de que nos hace sentirnos como si fuéramos piedras, como si nos privase de sentimientos. Cada una de mis Hermanas podría asegurar que eso es falso. Justamente el voto de castidad es el que nos hace más libres para amar a todos, en lugar de limitarnos a una sola o a unas pocas personas: a un marido, a unos hijos… Una mujer casada no puede amar más que a un hombre. Nosotras podemos amar a todo el mundo en Dios. El voto de castidad no nos mutila. Más bien, si se observa fielmente, nos permite vivir en plenitud. El voto de castidad no es una simple lista de prohibiciones y de noes. El voto de castidad es una expresión genuina de amor: nos entregamos a Dios y acogemos a Dios en nosotras.
Beata Teresa de Calcuta
Me permito una pequeña puntualización. Una mujer casada también puede amar a todo el mundo en Dios. Pero es muy difícil que pueda poner ese amor a todo el mundo en Dios en el centro de su vida, puesto que el centro de su vida está dedicado a otros deberes propios de su estado. Ni mejores ni peores, pero otros.
1 de septiembre de 2010
Frases 2-IX-2010
Tomás Alfaro Drake
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
No crea usted a quien le diga que la juventud está hecha para divertirse: la juventud no está hecha para el placer; está hecha para el heroísmo. Es verdad, un hombre joven necesita heroísmo para resistir a las tentaciones que le rodean, para creer él solo en una doctrina despreciada... para estar solo contra todos, para ser fiel contra todos. Pero, “tened valor, que yo he vencido al mundo...”. La virtud es la que nos hace hombres. La castidad le hará a usted vigoroso, ágil, alerta, penetrante, claro como un toque de clarín y esplendoroso como el sol de la mañana. La vida le parecerá a usted llena de sabor y gravedad, y el mudo, lleno de sentido y de belleza.
Carta de Paul Claudel a Jaques Rivière en 1906.
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
No crea usted a quien le diga que la juventud está hecha para divertirse: la juventud no está hecha para el placer; está hecha para el heroísmo. Es verdad, un hombre joven necesita heroísmo para resistir a las tentaciones que le rodean, para creer él solo en una doctrina despreciada... para estar solo contra todos, para ser fiel contra todos. Pero, “tened valor, que yo he vencido al mundo...”. La virtud es la que nos hace hombres. La castidad le hará a usted vigoroso, ágil, alerta, penetrante, claro como un toque de clarín y esplendoroso como el sol de la mañana. La vida le parecerá a usted llena de sabor y gravedad, y el mudo, lleno de sentido y de belleza.
Carta de Paul Claudel a Jaques Rivière en 1906.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)