Tomás Alfaro Drake
Acabo de terminar de leer uno de los últimos libros de Amin Maalouf, con el título de “El desajuste del mundo; cuando nuestras civilizaciones se agotan”. Es uno de esos libros que pretenden escudriñar el futuro de la humanidad ante los retos que se le presentan. Amin Maalouf es un gran novelista y, como cristiano maronita libanés y hombre cosmopolita, un puente entre la cultura occidental y la musulmana. Es además un hombre de aguda inteligencia. Por lo tanto, la lectura de su libro es de gran interés. Pero como en el caso de muchos de los escritores que abordan este tema –en el que casi siempre, desde una u otra óptica, se aborda el problema religioso–, hay pasajes que denotan una grave confusión entre lo que podríamos llamar la religión de Cristo y el cristianismo y entre éste y otras religiones.
La religión de Cristo está en los Evangelios. Éstos nos dicen que Dios, en cumplimiento de promesas antiguas hechas al pueblo que eligió para llevar la salvación a todos los hombres, se encarnó en Jesucristo para atraer a sí a todos. Afirman que Jesucristo es realmente Dios y realmente hombre. Nos dan cuenta del código moral que proclamó, en el que no puede leerse ni una sola exhortación a la violencia y sí muchas llamadas a la hermandad de todos los hombres, a la respuesta de amor ante el odio, al perdón incondicional, a la aceptación de la debilidad humana de buena voluntad. Un código moral inalcanzable por ningún otro, ni religioso ni profano. Código que no está basado en el cumplimiento formal de unos principios más o menos benéficos, sino en el amor y agradecimiento a Jesucristo por regalarnos la salvación. Nos hablan de cómo ese hombre, que es Dios, compartió nuestra naturaleza en el sufrimiento, el abandono, la injusticia y la muerte, y muerte injusta de cruz. Nos revelan cómo venció a esa muerte como primicia de que todos los hombres la venceremos con Él. Nos dicen que ese Cristo, que subió a los cielos, está, sin embargo, presente en la historia a través de la Iglesia que fundó para perpetuarle en el mundo y en cada hombre a través de los sacramentos, especialmente la Eucaristía. Para hacernos capaces de acercarnos al cumplimiento de ese código moral con su fuerza, no con nuestra debilidad. Nos hablan de la salvación de los hombres y de la historia del amor inaudito de Dios. Nos dicen que Jesucristo reescribirá la historia, borrando de ella las injusticias humanamente imborrables, restituyendo la dignidad irremisiblemente pisoteada de millones de personas, enjugando el inmenso torrente de lágrimas y el recuerdo de esas lágrimas de todas las mejillas y de todas las mentes.
Sólo una pequeña fracción de los seres humanos, pero no insignificante en número, han vivido esta religión con bastante aproximación. Son los santos. Conocidos y anónimos. Pocos, pero suficientes para mostrar que el seguimiento de Cristo no es imposible, con Él. Suficientes para iluminar el camino en la oscuridad. Son aquellos a los que se pueden aplicar las palabras de la epístola a los hebreos: “aquellos hombres, de los que el mundo no era digno”. No creo que nadie con buena voluntad dude que si la mayoría de los seres humanos siguiesen las enseñanzas de la religión de Cristo, como las han seguido los pocos santos que en el mundo han sido, esta tierra sería un lugar maravilloso y todos los inmensos problemas y desafíos –incitaciones, las llamaría Toynbee– a los que la humanidad se ve sometida, encontrarían las respuestas adecuadas. Indudablemente, esta religión de Cristo rejuvenecería al mundo. Es una receta que nunca se ha probado en la historia de la humanidad, salvo en pequeñas comunidades. No es por tanto un dejá vu, algo obsoleto como lo presentan los escritores a los que me refería al empezar este escrito, porque Cristo y su mensaje son eternos, intemporales, eternamente jóvenes. No es una de esas ideologías que han llevado a la humanidad al desastre en el siglo XX, prometiendo atajos hacia el paraíso en la tierra sin cambiar el corazón del hombre y desterrando a Dios del mismo. Es, al contrario, algo que requiere la conversión del corazón de cada uno de los seres humanos. O de un número suficiente para hacer fermentar la masa.
Cristo nos dejó dicho que el reino de los cielos estaba ya en este mundo. “El Reino de Dios está entre vosotros” (Lucas 10,9), nos dijo. No quería decirnos con esto que estuviese cerca en el tiempo. Tampoco que esté cerca en el sentido de que este mundo actual se parezca a lo que será el Reino. Nos decía que debemos construir el Reino de Dios en nuestros corazones. Y cuando esté en el corazón de los hombres, habrá llegado al mundo. Y cuando llegue, se hará realidad un paraíso terrenal auténtico, no esos sucedáneos sin Dios de las ideologías mortíferas del siglo XX y los que puedan prometer traernos las ideologías sin Dios del siglo XXI en el que entramos. Esta es la gran promesa y la gran esperanza del mundo. Esta es la Buena Noticia de la religión de Cristo. Y esta religión de Cristo, o es mentira, y entonces es la mentira más despiadada que nunca se haya contado a la humanidad o, si Dios realmente se ha encarnado, lo ha hecho para todos los hombres, para todos los hijos de Dios, sin distinción de razas o culturas. Lo ha hecho para los hombres de toda religión. Si es verdad, no puede ser más que la religión universal, la que debe acabar ganando la salvación por el amor para el corazón de todo ser humano. No es que las demás religiones sean falsas, sino que son búsquedas parciales, más o menos acertadas, pero siempre incompletas, de esa necesidad del hombre de religarse con Dios. Búsquedas que no pueden encontrar su fin y su descanso sino es en la religión de Cristo, del Dios encarnado. Porque el hombre puede llegar hasta una cumbre en su búsqueda de Dios, pero desde ella, tan alta como sea, no puede más que alzar los brazos al cielo y pedir a Dios que venga a su encuentro. Y esto es lo que ha hecho Dios en Cristo.
La Iglesia es parte de esa religión de Cristo, porque a través de ella quiso Él quedarse en el mundo con nosotros hasta el fin de los tiempos. Misteriosamente, y a través de hombres pecadores, esta Iglesia puede hacerle presente en la Eucaristía, traer su perdón al mundo, darnos su gracia para podamos hacer esa transformación de nuestros corazones.
Pero hasta ahora, en la historia de la humanidad, de esta religión de Cristo sólo hemos sido capaces de instaurar el cristianismo. Es la religión de una muchedumbre de hombres que sólo en pequeña medida hemos llevado a nuestra vida a Cristo. Esos seres humanos caminamos en la historia con nuestra mediocridad y nuestros pecados, dando un triste testimonio de Cristo, creando incluso un grave escándalo que impide creer a multitud de hombres de buena voluntad. Esa Iglesia, que forma parte de la religión de Cristo, está formada por seres humanos que, aunque deberían dar el más alto testimonio de Él, han pecado demasiado a menudo con comportamientos que han manchado horriblemente el rostro de Cristo. Nunca he gastado ni una línea en defender lo indefendible del comportamiento de los cristianos y de la Iglesia en la historia y no lo voy a hacer ahora. Pero sí, en honor a la verdad, he denunciado siempre, y lo seguiré haciendo, la leyenda negra que pesa sobre esa Iglesia que, sin ser modélica, hace de ella una caricatura tan siniestra como falsa.
Esa imperfecta Iglesia está llena de santos, conocidos y anónimos que han sido, son y serán lo más glorioso y emulable de la humanidad. Y si a esos santos –yo lo he hecho con algunos de los anónimos– se les pregunta de dónde sacan la fuerza para esa santidad nos dicen primero, con una auténtica sorpresa, que ellos no son santos y si, en cambio, unas criaturas débiles y pecadoras. Y nos lo dicen con absoluto convencimiento, sin el menor atisbo de falsa modestia, porque su cercanía a su ejemplo, Cristo, les hace conscientes del abismo entre la santidad y la fuerza de Dios y su debilidad, miseria y pequeñez. Sólo después, nos dicen que mantener esa cercanía sólo les resulta posible a través de los sacramentos de la Iglesia. De esa Iglesia que, a pesar de los pesares, es parte de la religión de Cristo. De esa Iglesia con santos orantes que la sostienen continuamente con su oración. Esos hombres y mujeres, sostenidos por la oración de la Iglesia, son los que nos encontramos en cualquier rincón del mundo, compartiendo la suerte de los que sufren la mayor carga de la injusticia y la maldad de este mundo. Son los que se empecinan en quedarse, a riesgo de sus vidas, allí donde todos los demás han abandonado y se han ido. Se podría decir de todos ellos, los orantes y los actuantes, lo que Churchill dijo de los pilotos de la RAF cuando en la batalla de Inglaterra evitaron que la aviación alemana allanase el camino para el desembarco alemán en las islas Británicas: “Nunca tantos han debido tanto a tan pocos”. Pero también en esa Iglesia, formando parte de la religión de Cristo, están los que Joseph Malègue, llamaba las clases medias de la salvación. Somos todos esos cristianos que, sin ser santos ni de lejos, luchamos cada día con nuestras mediocridades para intentar acercar un poco el mundo a Cristo.
Pero además, y ahondando más en la historia, gracias a esa Iglesia, con todos sus defectos, es en esta cultura occidental, profundamente impregnada de cristianismo, en la que se han dado lo que yo llamo tres no-casualidades.
No es casualidad que la tensión creativa entre poder civil-poder religioso haya nacido en una cultura cristiana.
No es casualidad que la ciencia se haya desarrollado en una cultura cristiana.
No es casualidad que la civilización que más riqueza ha creado haya surgido en una cultura cristiana.
Estas tres no casualidades las abordaré en las próximas entradas.
Por todo esto, los cristianos tenemos la responsabilidad, me atrevería a decir que histórica, de transfigurar el cristianismo en la religión de Cristo y exponerla al mundo. Porque, “he aquí el momento de la historia en que todos los filtros con los que se embriagaba la esperanza se han revelado, todos a la vez, como venenos. Esta esperanza loca, que en 1789 había marchado a la conquista de la felicidad –“la felicidad es una idea nueva en Europa”, decía Saint Just–; esta esperanza loca, que se había precipitado por tantos caminos, siguiendo a los jacobinos y a los adoradores de la nación deificada, siguiendo a la doble posteridad de Voltaire o de Rousseau, a los saint-simonianos, a los ideólogos de 1848, a los que creían en el interminable progreso de las luces; esta pobre loca descubre hoy que todos esos caminos convergen hacia el mismo campo de concentración, hacia la misma cámara de gas, hacia los mismos escombros de las ciudades bombardeadas, hacia los cadáveres de Hiroshima, atrozmente abrasados. Y llegada a este punto, enloquecida, se ha dejado arrastrar por los apóstoles de la nada, por los predicadores del vacío existencial, hasta llegar a un hastío incurable en medio de la opulencia y el exceso de bienes materiales. Por eso nosotros, que hemos recibido en depósito el secreto del Reino de Dios y las palabras de vida eterna, por débiles que seamos en apariencia, seguimos siendo los dueños de la hora presente.
Por eso, los que intentamos seguir la religión de Cristo tenemos que gritar el secreto que nos ha sido revelado, proclamarlo en las azoteas para que los que son presa de la desesperación no puedan decirnos: "¿Por qué calláis? ¿Por qué? ¿Es que no existe respuesta? ¿Ninguna respuesta? ”
¿Cómo? No hay más que una forma, caminando nosotros mismos hacia la santidad, sin estancarnos tranquilamente en la mediocridad. Santidad que no significa, en la religión de Cristo, el cumplimiento farisaico de unas normas en busca de una especie de nirvana individual, sino que supone un encuentro personal con Cristo para, desde el amor que necesariamente surge de ese encuentro, salir de nosotros mismos hacia el sitio en donde Él nos ha dicho que está, en todos los hombres necesitados. Y la primera necesidad de los hombres de este mundo, aunque ciertamente no la única, es precisamente Cristo. Una paradoja de la religión de Cristo es que a Él lo encontramos donde no está, es decir, en los hombres a los que Él les falta. En un mundo en el que dos tercios de la humanidad sufre miseria, la pobreza espiritual y la pobreza material se encuentran juntas muy a menudo. Es en estos doblemente pobres donde doblemente se encuentra Cristo. Pero está claro que el mundo de la miseria no podrá salir de ella sin que el mundo de la opulencia se convierta a la religión de Cristo. Sin embargo, este camino de santificación es imposible por mero voluntarismo. Nadie puede hacerse santo por sí mismo. Sólo la Gracia, que es don gratuito, regalo alcanzado por la oración y los sacramentos de la Iglesia, puede transfigurarnos. Y una vez transfigurados por ella, los adeptos de la religión de Cristo, brillarán como una lámpara puesta en medio de la habitación, como una ciudad en la cima de un monte, como la Jerusalén celestial sobre el monte Sión. Y sus obras darán gloria a Dios. Y serán la más brillante de las minorías creadoras de las que habla Toynbee como renovadoras de las civilizaciones. Así, desecho el equívoco por el brillo de los santos, se expondrá al mundo la religión de Cristo y sólo así se convertirán los corazones, sólo así la humanidad será capaz de responder a todos sus inmensos problemas, desafíos e incitaciones y sólo así podría crearse la nueva civilización del amor y la justicia, nacida de las cenizas de todas las actuales, antes de que mueran. ¿Nos atreveremos con esta tarea? ¿Transfiguraremos nuestro mediocre cristianismo de cristianos mediocres en la auténtica religión de Cristo? ¿Asumiremos nuestra responsabilidad ante la Historia?
17 de enero de 2011
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