13 de marzo de 2011

Esperanza cristiana,juicio final y juicio personal

Tomás Alfaro Drake

Leo, ya cerca del final de la encíclica “Spe salvi” de Benedicto XVI unas reflexiones sobre el juicio final, como lugar de aprendizaje de la esperanza. Nunca se me había ocurrido unir la esperanza y el juicio final. Me sorprende, que para reflexionar sobre el juicio, el Papa no utiliza el texto evangélico de san Mateo, el de “venid a mí, benditos de mi Padre porque tuve hambre y me distéis de comer tuve sed y me disteis de beber, etc... alejaos de mí malditos de mi Padre, porque tive hambre y no me disteis de comer tuve sed y no me distéis de beber, etc.”, sino otro de la carta de san Pablo a los corintios:

«Encima de este cimiento (Cristo) edificamos con oro, plata y piedras preciosas, o con madera, heno o paja. Lo que hemos hecho cada uno saldrá a la luz; el día del juicio lo manifestará, porque ese día despuntará con fuego y el fuego pondrá a prueba la calidad de cada construcción. Aquél cuya obra, construida sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa, mientras que aquél cuya obra quede abrasada sufrirá el daño. No obstante, él quedará a salvo, pero como quien a duras penas escapa de un incendio» (1 Corintios 3,12-15) (La negrita es mía).

Me llama la atención que, si el cimiento de nuestra vida es Cristo, aunque hayamos construido con madera, heno o paja y el día del juicio, nuestra obra quede arrasada por el fuego, quedaremos salvos. El Papa reflexiona que el fuego purificador será la mirada de Cristo, llena de verdad y de misericordia.

Si nuestro cimiento es Cristo, nos dejaremos mirar por esa mirada. Pero si no, huiremos de ella. Si nos dejamos mirar por la mirada misericordiosa de Cristo, su verdad nos hará ver qué era lo que Él quería que llegásemos a ser, qué había pensado para nosotros desde toda la eternidad. Una construcción resplandeciente en oro, plata y piedras preciosas. Y compararemos esa imagen con lo que realmente hemos llegado a ser, madera, heno y paja. Porque, por muy buena que haya sido nuestra vida, nuestras obras de criaturas imperfectas no son otra cosa que madera, heno y paja. Sólo si el hombre no hubiera frustrado con el pecado original el plan de Dios, podríamos haber llegado a ser lo que Él quería para nosotros. Y esa comparación nos causará un dolor de contrición casi infinito, pero lleno de consuelo y de esperanza. Y, ya libres de las ataduras y limitaciones de este mundo, podremos transformarnos, por ese dolor redentor en lo que Él había querido para nosotros. Rescribiremos así, en nuestra carne resucitada, nuestra historia personal, una historia nueva, nuestra verdadera historia de oro y piedras preciosas. Eso será nuestro purgatorio.

Pero si no tenemos nuestro cimiento en Cristo, no nos dejaremos mirar por Él y nunca seremos lo que debemos ser, seremos sólo, eternamente, polvo y ceniza calcinados.

Pero el Papa, habla en su encíclica de otro juicio y de otra redención más allá de la personal, la redención de la historia. Dice:

“[...] la pretensión de que la humanidad pueda y deba hacer lo que ningún Dios hace ni es capaz de hacer (el Papa se refiere a realizar la justicia humana total en el mundo, construyendo un paraíso terrenal sin Dios), es presuntuosa e intrínsecamente falsa. Si de esta premisa se han derivado las más grandes crueldades y violaciones de la justicia, no es fruto de la casualidad, sino que se funda en la falsedad intrínseca de esta pretensión. Un mundo que tiene que crear su justicia por sí mismo es un mundo sin esperanza. Nadie ni nada responde del sufrimiento de los siglos. Nadie ni nada garantiza que el cinismo del poder –bajo cualquier seductor revestimiento ideológico que se presente– no siga mangoneando en el mundo. [...] una verdadera justicia, requeriría un mundo «en el cual no sólo fuera suprimido el sufrimiento presente, sino también revocado lo que es irrevocablemente pasado». Pero esto significaría [...] que no puede haber justicia sin resurrección de los muertos. Pero una tal perspectiva comportaría «la resurrección de la carne [...]». Dios existe, y Dios sabe crear la justicia de un modo que nosotros no somos capaces de concebir y que, sin embargo, podemos intuir en la fe. Sí, existe la resurrección de la carne, existe una justicia. Existe la «revocación» del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos”.

Si la historia tiene sentido, toda esa masa de dolor, de sufrimiento, de vejaciones, de atropellos, causados por la maldad humana desde el pecado original, tiene y debe ser subsanada por la justicia y la misericordia de Dios, ¿Cómo? Si en nuestro juicio personal rescribimos nuestro pasado, nuestra historia personal, el juicio final será el juicio de la historia en el que también la paja, la madera y el heno de esa historia serán cambiados por piedras preciosas, oro y plata. Y así tendrá sentido la historia, una historia que tal y como la vemos ahora se nos antoja llena de crueldad y de ignominia, aunque también haya en ella, destellos de santidad y de belleza. Ese es el juicio como lugar de aprendizaje de la esperanza.

Pero, en espera de que ese día llegue, Cristo ya nos ha dado dos prendas reales de ese momento. Una Getsemaní. El momento histórico, dentro de esta historia que ahora vivimos, de Getsemaní. Ahí, el espanto de Cristo, el inmenso dolor de Cristo no fue sólo por lo que veía que Él mismo tendría que pasar. Ahí experimentó, en un momento en que el espacio y el tiempo se plegaron sobre Él, todo el dolor, todo el sufrimiento, todas las injusticias y atropellos, todos los dolores y angustias sufridos por todos los hombres de todos los tiempos, de forma que nunca podamos decir que estamos solos en nuestro sufrimiento. Dos en la Eucaristía. Cuando contemplamos la Eucaristía no sólo contemplamos, con los ojos de la fe, ciertamente, a Cristo resucitado, sino a Cristo triunfador recapitulando en sí mismo toda la creación redimida. El anterior Papa, Juan Pablo II decía que al celebrar la Eucaristía, “el Cielo se une a la tierra y la creación entera, redimida por la sangre y la resurrección de nuestro Salvador, es presentada, nueva, al Creador”. No es eso distinto de lo que decía el salmista cuando afirmaba: “Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios”. Así pues, la segunda venida de Cristo como Rey es la única esperanza de redención y de sentido de la historia. En ella estaremos todos los que, tras el juicio personal, cimentados en Cristo, aunque hayamos construido con madera, heno o paja, hayamos dejado que su mirada ardiente de amor y misericordia redima nuestra historia personal. En ella, todo será ya pura gracia. Ojalá que seamos toda la humanidad.

2 comentarios:

  1. Joaquín Fernández16 de marzo de 2011, 5:34

    Gracias,
    Este tipo de testimonio es sin duda el que necesitamos ¡siempre!
    Puedo decir, a psear de mis debilidades, mis penas y mis alegrías que ¡Soy de Cristo!, lo llevo grabado a fuego en mi; pero... ay cuanto duele mi recurrente pecado!! (yo seré unos de los cansados y agobiados por la tribulación) Deseo ardientemente que mis cimientos sean sólidos, y si no, que el Señor complete lo que falta!
    ESPERANZA para todo el mundo !

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  2. Querido Joaquín, soy Tomás.

    Muchas gracias a ti por tu comentario. Bienvenido al blog.

    Afortunadamente, nuestro Dios es un Dios de misericordia que no mira nuestras faltas y pecados siempre que no se las ocultemos ni a Él ni a nosotros mismos, sino que las admitamos con humildad y se las expongamos a esa mirada de misericordia que siempre tiene. Él nos ha creado, sabe de qué pasta estamos hechos y su corazón siempre está abierto, aunque sea por nuestros pecados -o precisamente por ellos- para acogernos en él. Esa es el cimiento de Cristo de que habla san Pablo. Te añado dos sonetos, uno que leí en los laudes de este miércoles de ceniza y otra un soneto de Miguen Ángel Buomarroti, traducido del italiano y, por lo tanto con menos fuerza.

    Soneto sobre el perdón y el amor de Dios.

    Cuando vuelto hacia ti de mi pecado,
    iba pensando en confesar sincero
    el dolor desgarrado y verdadero
    del delito de haberte abandonado.

    Cuando, pobre, volvime a ti humillado,
    me ofrecí como pobre pordiosero.
    Cuando temiendo tu mirar severo
    bajé los ojos, me sentí abrazado.

    Sentí mis labios por tu amor sellados
    y ahogarse entre tus lágrimas divinas
    la triste confesión de mis pecados.

    Llenose el alma de luces matutinas
    y viendo ya mis males perdonados
    quise para mi frente, tus espinas.

    Liturgia de las horas. Laudes del miércoles de ceniza.


    Con enojosa y pesada carga en los hombros,
    ¡oh! amado Señor, y del mundo liberado,
    yo, como con frágil labor a ti me vuelvo,
    cansado, de tempestad furiosa a gentil calma.

    Los espinos y los clavos, las palmas de tus manos,
    tu cara apacible, humilde y de piedad colmada,
    prometen, al arrepentimiento, tu merced, y al alma
    triste, de tu redención ofrecen la esperanza.

    No dejes que tus sacros ojos justicieros hurguen
    en mi pasado y no dejes que tu oído inmaculado
    haga que tu brazo generoso no se alargue en mi ayuda;

    que sólo tu sangre vigile o palpe mis pecados,
    y sea más abundante mientras más anciano sea,
    dispuesta siempre al auxilio y al perdón completo.

    Miguel Ángel Buonarroti
    SonetoLXXII 1554

    Así es nuestro Dios.

    Un fuerte abrazo.

    Tomás

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