8 de mayo de 2011

La muerte de mi padre y la misericordia de Dios

Tomás Alfaro Drake

El domingo pasado fue el día de la divina misericordia. Creo profundamente en un Dios misericordioso. No podría creer en un Dios que no lo fuera. El domingo pasado dediqué mi entrada a Juan Pablo II en el día de su beatificación. Esta entrada y, tal vez, la de la semana que viene quiero dedicarla a la misericordia de Dios.

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Mi padre fue un hombre de bien. Toda su vida amó y practicó la justicia y el bien. Su trayectoria política le llevó, en los últimos años de la Segunda República, a ser Teniente Alcalde, en funciones de Alcalde, de Vitoria. Años antes se había adscrito al partido de Manuel Azaña, para gran escándalo de su familia de la burguesía vitoriana. Tenía creencias deístas que, lejos del agnosticismo, le hacían creer en un Dios relojero, un poco panteísta y un poco alejado de los hombres. Sin ser anticlerical, no era muy de curas y frecuentaba la iglesia más bien poco y sólo en efemérides más o menos felices como bodas, bautizos o funerales. Pero yo, siendo un niño, recuerdo las lágrimas que corrían por sus mejillas el día del entierro del Papa Juan XXIII. Era un hombre en perpetua búsqueda pero, para una familia tradicional de provincias, era el “enfant terrible” de la misma. Y él se sentía a gusto en ese papel que explotaba un poco.

Al estallar la guerra civil, estando él al frente del Ayuntamiento de Vitoria, fue detenido y encarcelado hasta el final de la misma. Alguna vez estuvo a punto de ser fusilado en las sacas que se hicieron de la cárcel de Vitoria para “preparar” la ofensiva del norte.

La tarde del 30 de Agosto de 1965, con setenta y dos años, estuvo tomando unas copas en su casa de Vitoria, donde pasaba los veranos, en animada conversación con un grupo de amigos. Tras la cena, después de escribir un poco, se fue a la cama como cualquier otro día. El día siguiente no sería para él cualquier otro día, sería el último de su vida. De madrugada sufrió un derrame cerebral que, sin hacerle perder el conocimiento, le hizo darse cuenta de que se moría. Despertó a mi madre diciéndole, “María, me muero, llama a la Iglesia”. Mi madre, persona de recia fe, sin aspavientos, se quedó un tanto sorprendida. Le preguntó, “¿llamo a Tite, que vive aquí al lado o busco a otro sacerdote?”. Tite, Enrique, es un hijo de una hermana de mi padre. Era, es, cura. Vivía al lado de casa y podía llegar en cuestión de minutos. No obstante, mi madre, que conocía muy bien a mi padre después de más de cuarenta años de matrimonio, se preguntaba si no se sentiría herido en su amor propio de “enfant terrible” si el cura de la familia iba a confesarle “in extremis”. De ahí su pregunta. Poco le importaba a mi padre, sintiendo la muerte a su puerta, su amor propio. Sin dudarlo le contestó. “Me da igual, llama a la Iglesia”. Vino Tite y le confesó en plena consciencia. No sé si después le dio tiempo a darle la comunión y el viático. Ese extremo no me lo contó mi madre. Durante varias horas el derrame fue haciendo su sorda labor y mi padre fue perdiendo la consciencia hasta que finalmente murió.

Debo ahora volver hacia atrás en el tiempo. Durante toda su vida, desde muy joven, mi padre adquirió la costumbre de anotar cada día en un libro sus impresiones. No era propiamente un diario íntimo. En ese libro había cartas pegadas, partes de boda, fotos, apuntes de dibujos para cuadros, ya que era un excelente pintor aficionado, y un misceláneo de cosas más. Naturalmente, también había pensamientos íntimos, pero no en el sentido de que fuesen secretos. El libro en el que estaba escribiendo en cada momento se encontraba siempre al alcance de la mano de cualquiera. Llenó unos cuarenta libros que guarda mi hermano Paco.

Inmediatamente después de la muerte de mi padre, mi madre se acercó al libro para ver qué era lo último que había escrito. Con la última frase escrita de su puño y letra en su diario se hicieron unos recordatorios con la imagen del Cristo de Velázquez en el anverso. La última frase rezaba, en sentido literal, así:

... Amo el nirvana pensante. El sueño sabiendo que se vive. La profundidad sapiente que une a Dios, que no hace nada, porque todo lo tiene hecho. ¡Bendito sea Dios!

A continuación, mi madre añadió:

Quiso a los suyos, amó a Cristo, buscó a Dios y Él le dio la fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna.

Cuando alguna vez me asalta alguna duda sobre la infinita misericordia de Dios, sólo tengo que abrir mi cartera y sacar de ella un arrugado recordatorio con el Cristo de Velázquez en el anverso y estas palabras de mi padre y de mi madre en el reverso.

P.D. 1. Mi madre murió en su cama el 11 de Enero de 1977 y sus últimas palabras, que recogió Blanca, mi mujer, que estaba de turno en ese momento en su lecho de muerte, fueron ¡Dios mío!, pronunciadas al exhalar su último aliento.

P.D. 2. Mi hermana mayor, Merche, murió el 7 de Diciembre de 1999 en estado de inconsciencia, rodeada de sus hijos y hermanos. Un poco antes de perder la consciencia en su agonía, pidió que le pusieran entre los dedos de sus manos, entrelazadas sobre el pecho, un crucifijo.

2 comentarios:

  1. Hoy estuve en La Aguilera, solo por el placer de encontrar a Dios, como ya nos pasó hace 2 semanas que fuimos por primera vez y sin conocer a nadie, solo por lo que habíamos oido hablar y leído en los periódicos de las clarisas de Lerma. Tenemos una casa relativamente cerca y fuimos a ver.

    Volvimos encantados, es poco, hoy hemos repetido como he dicho antes e igualmente una experiencia maravillosa. He estado ojeando tu blog y he leido que tienes una hija clarisa. Por eso te escribo, para darte la enhorabuena. Tener una hija allí, escogida para la santidad es mejor que si te hubiera tocado la lotería. Disfruta de ello, que me imagino lo estás haciendo, según se desprende de tus escritos.

    Enhorabuena!!
    Un abrazo.

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  2. Hola Chus, soy Tomás. ¡Yo también estve ayer en La Aguilaera! Ciertamente, cuando vas por allí vuelves con un chute de Dios en vena. Sí, tengo una hija allí y sí, es de lo mejor que me ha pasado en mi vida. Si vas otro día, pregunta por Marta Alfaro.

    Un abrazo.

    Tomás

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