6 de noviembre de 2011

Una tumba bajo la colina vaticana 2

Tomás Alfaro Drake


En una visita a Roma que hice hace años, teníamos una invitación especial para visitar las excavaciones que se están llevando a cabo bajo la basílica de san Pedro en las que había aparecido la que, con grandes posibilidades, podía ser la tumba de san Pedro. Lo que cuento a continuación son mis recuerdos de lo que ahí oí y viví, enriquecido con algunas investigaciones posteriores. Lo publico en dos partes de la que esta es la segunda.

Volvamos a la historia de las excavaciones. No sólo se encontró la necrópolis en las excavaciones. Un poco más hacia el sur del actual ábside de la basílica, debajo, más o menos, donde ahora está la piaza Santa Marta, detrás de la sacristía actual, se encontraron los restos de un circo romano, el circo de Calígula y Nerón, donde se llevaban a cabo ejecuciones de cristianos. En medio del circo estaba el obelisco que hoy está en el centro de la columnata de Bernini. Este obelisco, que había decorado el foro Julio de Alejandría, fue traído a Roma por Calígula en el año 37. En las excavaciones se encontró la base en la que éste estaba encajado. ¡Cuántos cristianos habrán salpicado con su sangre ese obelisco, san Ignacio de Antioquia entre otros, despedazados por las fieras a sus pies! Parece pues que Pedro, después de su crucifixión cabeza abajo en el circo de Narón1, fue enterrado muy cerca del lugar de su muerte, directamente en un hueco excavado en la tierra, junto al muro rojo, cubierto simplemente por la tierra y seis tejas planas. ¡Humilde enterramiento para el primer vicario de Cristo en la tierra!

¿Por qué, entonces, no se encontraron los restos de san Pedro bajo el trofeo? También hay una respuesta para ello. El Papa san Dámaso (366-384) cuenta que en el siglo III, por miedo a una profanación durante las persecuciones, los restos del apóstol fueron trasladadas a las catacumbas de San Sebastián, en la vía Appia. Pero su narración parece dar a entender que eso fue cosa superada y que los restos volvieron a reposar en su emplazamiento original. En efecto, entre los años 258 y 262, bajo el emperador Valeriano, se desencadenó una sangrienta persecución de los cristianos. Entra dentro de lo plausible que los restos de san Pedro, piadosa y secretamente venerados por los perseguidos cristianos, fuesen trasladados a un lugar más seguro.

Cuando las recientes excavaciones se acercaron al lugar donde se esperaba encontrar la tumba de san Pedro, las prisas hicieron que el muro lateral del trofeo, se demoliese precipitadamente a golpe de martinete. Tras la decepción de que no apareciesen los huesos del apóstol los escombros de la parte del muro destruida se guardaron en una caja y quedaron relegados al olvido durante diez años. Pero en ese muro, destruido en parte, se encontraron grafismos de los siglos II y III –por eso se le conoce hoy como el muro G–. Estos grafismos fueron estudiados a fondo por la arqueóloga Margherita Guarducci. Los primeros cristianos eran muy aficionados a estos grafismos hechos en las paredes con punzones o pintura. Gracias a ellos se conoce el emplazamiento exacto del Santo Sepulcro o de la casa de Pedro en Cafarnaúm. No era pues sorprendente su existencia.

Guarducci había leído en uno de los informes de los que habían llevado a cabo la excavación, que había un escombro que tenía un grafismo que decía “Petros en---i”, que bien podría ser “Petros enesti”; “Pedro está dentro”. Pero desgraciadamente, ese escombro no apareció porque, al parecer, uno de los excavadores se lo había llevado. Guarducci trabajó en los grafismos desde 1952 hasta 1965 y descifró otras inscripciones. Ella misma dice:

“Comencé a estudiar el muro de las inscripciones, que estaba dentro del monumento constantiniano. Ahora, este muro era una selva salvaje, y yo desesperaba de la empresa pero con paciencia, empecé a tratar de descifrarlo.

Esta tarea duró meses. Fue una de las más difíciles que había hecho. Después, en un determinado momento, aferré el hilo de la madeja y llegué a comprender. Se había usado una criptografía mística, es decir, se jugaba, en cierto sentido, con las letras del alfabeto. Allí sobreabundaba el nombre de Pedro, expresado con las letras P, PE, PET, vinculado normalmente al nombre de Cristo, con el símbolo de Cristo, con la sigla de Cristo y con el nombre de María, y sobre todo dominaban, en este muro, las aclamaciones a la victoria de Cristo, Pedro y María. También se recordaba a la Trinidad, a Cristo, segunda persona de la Trinidad y así sucesivamente. En fin, toda la teología del momento estaba allí, exhibida en este muro”.

Naturalmente, ante tales hallazgos se rescató del olvido la caja con el resto de los escombros del muro G y, entonces, se vio que, mezclados con los escombros había un esqueleto humano casi completo, aunque los huesos estaban todos rotos a excepción de la rótula izquierda, dos huesos del carpo izquierdo y tres falanges de la misma mano. Tenían adherida tierra, la misma que la de debajo del trofeo Los huesos pertenecían a un solo individuo que el Prof. Venerando Correnti, catedrático de antropología de la universidad de Palermo, encargado por el Vaticano de dirigir el análisis de los restos, identificó como “casi con certeza varón; de edad senil, si bien no muy avanzada (posiblemente entre 60 y 70 años) de complexión claramente robusta, con una estatura hipotética entre 1,64 y 1,68”. Habían estado envueltos en un tejido de púrpura y oro. Quedaban algunos restos del tejido y los hilos de oro. No es difícil imaginar que alguien –probablemente el propio emperador Constantino– había envuelto esos restos en un tejido de gran lujo y, los había puesto en un nicho recubierto de mármol incrustado en el muro G. Que proviniesen directamente del hoyo del enterramiento primitivo o hubiesen pasado por las catacumbas de San Sebastián, me parece que carece de importancia. Entre los escombros había también, en pequeña cantidad, huesos de algunos animales; cerdo, cabra, pollo y medio topo. Salvo los del topo, parece que los de los otros animales provienen de restos de comida. Ninguno de estos huesos tenía pegada tierra de debajo del trofeo. Con toda seguridad, en el transcurso de los primeros siglos, alguien comió cerdo, pollo o cabra por allí y dejó desperdigados los restos de su festín. Sin embargo, parece poco dudoso, aunque no incuestionable, que los huesos humanos sean los de san Pedro. Por esto, Pablo VI, en 1967 anunció que, con gran probabilidad, se habían encontrado los restos del primer Papa.

Naturalmente, el descubrimiento levantó todo tipo de polémicas. Las reacciones de los incrédulos iban desde el insulto zafio y la burla cargada de un odio que los descalifica –algunos comentarios comparaban a san Pedro con un cerdo por los huesos de ese animal que se encontraron–, hasta el escepticismo, basado en una única premisa. La premisa racionalista, que podría resumirse con la famosa frase de Rafael Gallo: “Lo que no pué sé, no pué sé y ademá eh himposible”. Ese dogma de fe dice: “San Pedro no pudo existir, no pudo ir a Roma, no pudo ser martirizado allí, no pudo ser enterrado allí, su tumba no pudo ser venerada y todo es un montaje, sólo porque yo no puedo entenderlo. Por tanto, si se aportan pruebas de que las cosas fueron así, las pruebas tienen que ser falsas y los que científicos que las encuentran, tienen que ser mentirosos o incompetentes”.

Hasta aquí los datos. Pero más allá de ellos, cuando al final del recorrido llegamos a la tumba, la guía nos dijo:

“Ahora, para los que quieran, sugiero que recemos un Padre Nuestro”.

Lo rezamos todos con una emoción difícil de describir.

“Padre nuestro, que estás en los cielos...”

Sabíamos que estábamos casi en el principio de todo. Que estábamos tocando el sitio donde estuvieron los restos del primer vicario de Cristo en la tierra, del primer eslabón de la cadena que llega ininterrumpidamente hasta Benedicto XVI, de la Roca sobre la que Cristo quiso edificar su Iglesia que, a pesar de todos los avatares históricos, a pesar de todas sus imperfecciones y pecados, no ha dejado ni un momento de estar presente entre los hombres para hacerle presente a Él.

“... y líbranos del mal. Amén”.

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