Tomás Alfaro Drake
Desde hace años, todas las Navidades escribía alguna cosa muy breve para leer en casa antes de la cena de Nochebuena. Luego dejé de hacerlo. Tal ves este año lo retome. Pero hoy y mañana cuelgo en el blog las que escribí hace años. Tal vez el 24 cuelgue algo escrito para esta Navidad.
24-XII-1999
Otra vez es Navidad. Y ya van... prefiero no contarlas. ¡He vivido tantas! Desde antes de tener uso de razón me he acostumbrado a ellas. ¡La costumbre! Esa anestesia progresiva que nos hace ver las cosas más brillantes, desde la ramplonería y la mediocridad. Incluso desde el hastío. Pero yo quiero recuperar hoy, aunque sea sólo por un instante, la capacidad de asombro.
Te imagino, Señor, más allá de las nubes. Mucho más allá. Contemplando desde fuera este universo, fruto de tus dedos. Viendo a tus pies la más grande de las inmensidades. Un cosmos de más de quince mil millones de años luz con un número innombrable de estrellas. Diez mil millones de billones de ellas. ¡Innombrable! Y todo creado para mí, por mí, para que yo me asombre. Pero también a eso me he acostumbrado. Ya lo veo desde la mediocridad y el hastío. Y en medio de ese inmenso mar de estrellas, el hombre. Yo. Pequeño y perdido. ¿Qué es el hombre, que soy yo, para que te acuerdes de él, de mí? ¿Una hormiga? Menos. Y sin embargo para nosotros, para mí, has creado todo. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? ¿El ser humano para que de él te cuides? En tu cuidado de Padre nos has visto perdidos, como ovejas sin pastor. Y tu Amor, inmenso como el universo, ha venido en nuestra ayuda. Hubieras podido, tal vez - yo lo hubiera hecho - dejar caer unas migajas de tu mesa, como quien da altivamente una limosna. Hubieras podido, tal vez, con un espejo cósmico, mandarnos una pálida imagen de tu Rostro. Pero no. Nada de eso hubiese estado a la altura de tu Amor apasionado por tus pequeños seres humanos.
Decidiste lo impensable, lo insólito... lo asombroso. Decidiste venir a vivir con nosotros, hacerte uno de los nuestros. ¡Tú! El Infinito, el Eterno, el Todopoderoso... el Bueno. Y no viniste rodeado de gloria y majestad. Las dejaste en tu empíreo, junto a tu trono de estrellas. Tú, el Señor de todo, viniste pequeño, mísero, de prestado. El buey y la mula que creaste te sirvieron de calor y almohada. Tan sólo te reservaste un privilegio... María. Viniste, además, a morir joven, incomprendido y torturado.
¿Seré capaz de asombrarme esta Navidad? ¿Seguiré en la mediocridad, la ramplonería, el hastío?
¡Hoy quiero anunciarte con trompetas! Quiero ser pastor, rey mago. Hoy quiero poner mi niñez junto a la tuya. Quiero hoy, un rato al menos, adorarte.
24-XII-2000
Otra vez es Navidad.
El ciclo perpetuo de las estaciones la trae una vez más a nuestra vida. Pero yo no quiero que sea simple repetición, ni un cumpleaños más. Mi corazón está demasiado cansado para que sea sólo eso. Quiero que sea una renovación, un renacimiento. No es el cumpleaños de Jesús. Cristo vuelve, realmente, a nacer. Vuelve, hecho otra vez niño, para renovar nuestro corazón. Parafraseando al poeta:
Mi corazón espera
también, hacia la Luz y hacia la Vida
otro milagro de la primavera,
de la Navidad.
La inocencia que la vida nos va robando, lenta e insensiblemente, puede hoy florecer otra vez, dejándonos mirar por un niño que nace cada año. Ternura, ingenuidad, cariño, son los regalos que Dios nos hace a través de su mirada de niño recién nacido. Tenemos hoy dos amigos invisibles. Uno nos regalará una corbata o un vino. El otro nos regala poder hacernos otra vez niños, no importa cuán cansados o desilusionados estemos. A uno le daremos las gracias y un abrazo, cuando nos enteremos quién es, por el cariño que ha puesto para elegir, precisamente para nosotros ese libro o ese disco. ¿Se nos olvidará darle las gracias al otro cuando nazca y nos traiga la inocencia, la Vida y la esperanza? Esperemos que no. Esperemos que, imitando a María, podamos abrirle el alma para que encuentre en ella la misma ternura, ingenuidad y cariño que Él nos trae.
Tal vez podamos, de esta forma, ser capaces de aprender a amar a nuestro mezquino prójimo con nuestro mezquino corazón. Tal vez este reguero de pólvora húmeda prenda, y prendiendo, podamos hacer este año un mundo un poco mejor, sólo un poco mejor. Tal vez el premio a este insignificante acto de buena voluntad sea que Tú, Dios mío, hagas llover sobre el mundo tu Paz, tu Piedad y tu Perdón.
Que así sea.
24-XII-2001
Navidad otra vez más
Noche de Paz, noche de Amor. Aunque parezca mentira, así es esta noche. Aunque en el mundo pasen todas las cosas que sabemos están pasando, es cierto el final del villancico: “Es esta noche de Paz”.
Es esta noche de Paz porque una vez más, sin fijarte, o mejor dicho, fijándote con amor en las barbaridades que hacemos los hombres, te haces niño pequeño, naces de María entre un buey y una mula con el buen José cuidando de vosotros. ¿Tópico? ¿Sensiblería? Lo será para quien no sepa hacerse niño contigo. Para nosotros no lo es. Nos damos cuenta de tu sacrificio. Si fuésemos tú, no haríamos lo que tú. Haríamos inmediatamente que veinte legiones de ángeles viniesen a imponer paz. Una paz con minúsculas, raquítica, nacida de fuera de nuestros corazones. La paz de los cementerios. Pero Tú no. Esa mísera paz Tú no la quieres porque sabes que nosotros tampoco la querríamos cuando la tuviésemos. La Paz que Tú quieres es mucho más difícil de conseguir y la tenemos que conseguir nosotros. Amándonos unos a otros con corazón de niño los 365 días del año durante toda nuestra vida. Por eso tú, dejando el cielo, te tienes que hacer niño cada año. Por eso hoy es una noche de Paz, porque en tu corazón de niño caben todos los nuestros para aprender un poquito de él. Por eso ahora, antes de cenar, antes de una cena en la que celebramos la Paz que quieres que traigamos, aunque todavía no la hayamos traído, te hacemos una humilde oración.
Te rezamos así:
¡Oh Señor!, haz de mí un instrumento de tu Paz.
Que donde hay odio, lleve yo amor.
Que donde hay ofensa, lleve yo perdón.
Que donde hay discordia, lleve yo comprensión.
Que donde hay duda, lleve yo Fe.
Que donde hay error, lleve yo la Verdad.
Que donde hay desesperación, lleve yo Esperanza.
Que donde hay tristeza, lleve yo alegría.
Que donde hay tinieblas, lleve yo la Luz.
¡Oh Maestro!, haz que no busque tanto
ser consolado, sino consolar,
ser comprendido, sino comprender,
ser amado, sino amar.
Porque
es dando como se recibe,
es perdonando como se es perdonado,
es muriendo a uno mismo como se resucita a la Vida eterna.
María, tu madre y la nuestra, vivió esta oración con sencillez en su vida. Ella te enseñó a vivirla a ti. De ella la copió san Francisco. Hoy te pedimos, a través de ella, que nos enseñes a vivirla en nuestras vidas para hacer el mundo un poco mejor, para traer tu Paz, para traer tu Reino con nuestro esfuerzo y vuestra ayuda.
Que así sea.
20 de diciembre de 2011
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