Tomás Alfaro Drake
A raíz de una frase de la lección del Papa sobre santa Teresa de Ávila que dice. El descubrimiento fortuito de “un Cristo muy llagado” marca profundamente su vida, he querido empezar a enviar por partes cuatro historias recopiladas en un librito llamado “Mi Cristo roto”.
En Buenos Aires, en la parroquia del Pilar, encontré un brevísimo libro editado por Caritas bajo el nombre de “Mi Cristo roto”. En la portada aparecía la foto de un Cristo crucificado al que le faltaba la cruz, la pierna y el brazo derechos y tenía la cara cortada, como si se le hubiese dado un tajo desde encima de las cejas hasta debajo de la barbilla. El autor es un sacerdote jesuita, Ramón Cué. Por el texto, desprende que tuvo, en algún momento que no recuerdo, un programa religioso en TVE. Lo compré inmediatamente y dediqué la siguiente media hora a leerlo en un banco de la plaza de la recoleta. Me emocionó muchísimo y decidí copiarlo. Aquí está la segunda de las cuatro historias que lo forman.
MI CRISTO ROTO 2
2º Dios tiene mano izquierda.
La misma tarde que compré mi Cristo, le pregunté al anticuario de “el jueves”:
-¿Dónde está el brazo derecho? ¿No habrá forma de localizarlo...?
-Imposible –me contestó–. Y no crea usted que no revolvimos ya todo el pajar de Aracena en donde estaba tirada la imagen mutilada. Encontramos, eso sí, la pierna izquierda y se la pegamos. Pero de la mano derecha, ni rastro. Sabe Dios a dónde habrá ido a parar la mano derecha de Cristo.
El anticuario de Sevilla no sabía, Señor, por dónde andaba tu mano derecha. Pero tú, tú sí que lo sabes... ¡Vaya si sabes por dónde anda tu mano derecha..! ¿Verdad? Tu mano derecha... ¿Quién puede localizarla? La estás desclavando continuamente y se te escapa siempre. No me extraña que no la tengas. Se te arranca y anda por ahí, invisible pero eficaz, haciendo de las suyas...
¿Quién no siente de vez en cuando, amigos, el roce suave de la mano llagada de Cristo...? Esa mano irresistible que sin llamar a la puerta se mete en todas partes. En el hospital, en el lecho de muerte, en la oficina, en el despacho, en la fábrica, en el cine, en el teatro, en el espectáculo... Se cuela de puntillas, como una ráfaga luminosa y musical... En el cabaret... En el muladar... En el fango... Es una alarma inquietante: ¿Quién anda ahí? No, no, no, no es nada... Sí. Es la mano derecha de Cristo. No podemos dar un paso por la vida sin tropezar con la mano derecha de Dios.
Pero tú Cristo, Cristo mío roto, solamente tienes mano izquierda. Se me está ocurriendo una tontería: Que si tú fueras solamente hombre, podríamos también decir de ti que también tienes una buena mano izquierda. Pero no en ese sentido en el que se lo aplicamos a los hombres: ¡Fulano tiene una mano izquierda! Y tú, Cristo mío, tu tampoco tienes una mano izquierda en ese sentido humano de manejos subterráneos y tortuosos, no. En la vida hace falta manejar mucho la izquierda, si no, se fracasa, como tú. Con una sola mano no se flota bien. A la larga, hay que nadar con las dos. Y a ti te faltó mano izquierda. Así te ha ido a ti. Te crucificaron te ahora te mutilan. El que tiene buena mano izquierda no le crucifican nunca. Ahí está, precisamente, todo.
Yo sentí que mi Cristo sonreía silencioso.
-Qué poco y mal me conocéis. Claro que yo también tengo mano izquierda.
-¿Tú, Señor?
-¿Qué sería de vosotros, los hombres, si yo no tuviera mano izquierda...? La tengo, pero no para evitar que me crucifiquen a mí, sino para conseguir que mi Padre no os condene a vosotros. Yo no uso mi mano izquierda para salvarme a mí de la cruz, sino para salvaros a vosotros del infierno. ¿Lo comprendes ahora?
-A medias, Señor.
Toda la aventura trágica y divina de nuestra vida está en dejarse coger por las manos de Dios. Pero hay en nosotros un elemento difícil, esquivo, peligrosos: La libertad. Y Dios la respeta misteriosamente, infinitamente. Para conquistarnos dispone Dios de dos manos. La derecha y la izquierda, que representan dos técnicas y dos tácticas.
La mano derecha es clara, abierta, transparente, luminosa. Da la cara. La mano izquierda busca atajos, da rodeos, es cálculo, diplomacia. No tiene prisa, se pliega al guante y al disfraz, si es necesario. Actúa a la distancia y finge la voz. Pero aunque izquierda, no es maquiavélica ni traidora, porque la mueve el amor. Para cada alma, Dios tiene dos manos, pero las emplea de modo distinto, porque todas las almas son diferentes.
Hay almas que se dejan coger por la mano derecha. En otras alternan la izquierda y la derecha, las dos manos de Dios. Y hay almas en las que, fracasada la derecha, Dios tiene que emplear a fondo la mano izquierda.
Con la derecha, como a palomas blancas u ovejas dóciles, Dios cogió a Juan Evangelista, a Francisco de Asís, a Juan de la Cruz, a Francisco Javier, a las dos Teresas.
Para conquistar a Pedro y a Pablo, a Magdalena, a Agustín o a Ignacio de Loyola, Dios tuvo que emplear la mano izquierda. Ante la mano derecha se encabritan, se rebelan, se plantan... Entonces entra en juego la izquierda. Busca un disfraz y se trueca en rayo, en bala de cañón, en dos ojos con lágrimas o en un gallo que canta en la noche... ¡La mano izquierda de Dios! Aquí está, Cristo, es la que te dejaron... Parece que no hace nada. A manotazos bruscos, desalmados, alejamos continuamente de nuestro alrededor esa suave mano derecha de Dios. Trata de ser freno que nos detenga. ¡Apártate! Quiere alzarnos del barro en que caímos: Hoy no quiero volar... Mañana, déjame... Se nos mete en el pecho por ver si logra ablandar nuestro corazón: ¡Eso para los niños y las viejas...! Yo soy un hombre. ¡Déjame...! Y Dios retira entonces, muchas veces, su mano derecha. La hemos hecho prácticamente inútil para nosotros.
Otras veces, muchas, ¡qué suerte entonces!, Dios no se da por vencido. Retira la derecha pero desclava la izquierda. Deja la derecha en reserva. Ya volverá a usarla después. Y juega con la izquierda. Y qué irresistible, Cristo, cuando se decide a emplearla. Nadie maneja la mano izquierda mejor que Dios. Sus recursos son infinitos. Ayer la disfrazó de gallo, de relámpago, de cañón primitivo. Hoy la disimula con más modernos y actuales disfraces. Es el ser más actual. Se rompe una presa que arrasa mis fincas, Tengo un descuido imperdonable en el trabajo: La máquina me siega un brazo. Íbamos en el coche a cien por hora, nos salió impensadamente un camión. Murieron en el acto mi mujer y un hijo. Quedé solo en la vida. Jamás he tenido una enfermedad pero me dice el médico que tengo no sé qué de corazón. Ni alcohol, ni tabaco, ni trasnochar, ni exceso alguno. Y esto a mi edad. ¿Quiere usted creer que la única hija que tengo, terminada ya la carrera, una delicia de criatura, me sale ahora con que se va a carmelita descalza? Yo tengo veintidós años. Me rifaban las chicas del barrio. Estoy en cama desde hace dos meses y me acaba de decir un buen amigo, que esto mío de la pierna es cáncer de hueso. ¿Y me voy a morir a los veintidós años? Yo no espero a que venga la muerte. ¡Qué te lo has creído!
Ante la mano izquierda de Dios, la primera reacción es un grito de rebeldía y desesperación. Olvidamos la presa, el coche, el camión, el cáncer, la muerte, el accidente, porque adivinamos que ellos no tienen, en definitiva, la culpa. Presentimos a Dios como responsable último de ese dolor que por ser tan terriblemente profundo no puede venir de las criaturas. Y, lógicamente, nos encaramos con Dios, con el culpable, y le gritamos, le preguntamos: ¿Por qué? Le exigimos. Le emplazamos. Le desafiamos. Le condenamos... ¿Padre...? si fueras Padre no me tratarías así. Gritamos... protestamos... nos rebelamos... y luego nos quedamos solos. Vienen las primeras lágrimas nerviosas y quemantes y, sin darnos cuenta, la primera oración. Sucede el cansancio. Otra vez solos. Las lágrimas ya son más serenas. Ya rezamos sin protestar. Tenemos ganas de besar algo. ¿Qué? Sí, eso. Ya lo encontramos... un crucifijo... y con un beso le decimos a Dios: Está bien. Lo que Él disponga.
Terrible, violenta, dura, implacable, pero bendita mano izquierda de Dios.
Y se formulan absurdas expresiones: Bendita presa que se rompió, arrasó mi fábrica pero me acercó a Dios... Tengo veintidós años y un cáncer de hueso, ¡nunca he sido tan feliz como ahora!... ¿Mi hija monja? Ofreció su vida en clausura por mi salvación. Yo andaba muy lejos de Dios...
¡Cristo mío roto! Te lo digo en nombre mío y de todos los amigos televidentes que te están viendo en la pantalla, manco de la derecha, ofreciéndonos tu izquierda. Te lo digo en nombre de todos porque somos valientes para pedírtelo desde ahora: Señor, si no basta para salvarnos la ternura de tu mano derecha, desclava tu izquierda... Disfrázala de lo que quieras: fracaso... calumnia... ruina... accidente... cáncer... muerte... Cristo, que seamos hijos de tu mano... de tu derecha o de tu izquierda.
A la cabecera de tu cama, amigo, o en tu mesita de noche, tienes un Cristo clavado en la cruz. ¿Por qué esta noche, antes de acostarte, no le besas la mano izquierda? Y que sea lo que sea. Atrévete.
12 de diciembre de 2011
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