Tomás Alfaro Drake
Hace
muchos años, un extraño personaje me habló de una espléndida y opulenta ciudad
anónima, en un país desconocido por el que cada año, en Febrero y Septiembre,
pasan un inmenso número de cigüeñas migratorias. Hay, casi en el centro de la
ciudad, –decía— un parque natural con dos colinas separadas por una media
legua, entre las que cuelga una inmensa cadena. Las cigüeñas pasan allí seis
días descansando plácidamente, posadas en la cadena. La noche anterior al
séptimo día, una innumerable cantidad de abejas que hacen una miel
extraordinaria en la cima de ambos montes, celebran, junto con todos los
habitantes de la ciudad, un extraño ritual alrededor de un enorme montículo que
crece sobre la cima de una de las montañas encadenadas. Al primer rayo de sol
del séptimo día, las cigüeñas dejan una pluma cada una sobre el montículo y
reemprenden su viaje migratorio. Inmediatamente las abejas recubren el manto de
blancas plumas con una capa de miel y jalea real, mientras los hombres tiran de
una cuerda que, mediante un complejo juego de poleas y palancas, eleva un gran
peso con el que compactan el montón de plumas y miel sobre el montículo. Por el
tamaño de éste, este ritual debe llevar realizándose desde hace muchos años. La
persona que me habló de esa portentosa ciudad, un hombre muy viejo, cargado de
una profunda sabiduría, me contó una extraordinaria historia sobre el origen de
esa cadena, del montículo sobre la colina y de la extraña costumbre que une a
hombres, aves e insectos. No sé que pensar sobre ella, pero como me la relató
la cuento yo ahora.
Me dijo que hace muchos años,
cuando los hombres eran más tenaces y resistentes de lo que son ahora, la
ciudad no era más que una pequeña aldea. Un día, el joven herrero del pueblo,
hizo un extraño voto. Se comprometió a tender una cadena entre las cimas de dos
montes cercanos al pueblo. No eran dos inmensas montañas. Tan sólo dos colinas
que se elevaban no más de cien metros sobre la llanura, situadas a media legua
la una de la otra. Una mañana, con el primer rayo de sol, los habitantes de la
aldea vieron al herrero dirigirse con paso firme y solemne al centro de la
misma. A grandes voces, como si fuera a revelar al pueblo un profundo arcano de
la naturaleza, convocó a todo el mundo en la plaza. Allí les dijo con voz
potente:
-Me
comprometo solemnemente, aquí, ante el rostro de Dios, en su presencia y ante
todos los habitantes de la aldea, a tender una cadena entre las cimas de los
picos de la Miel.
Así se
llamaban las colinas porque en sus cimas había enormes enjambres de abejas que
hacían una miel exquisita. Esta miel era la principal fuente de riqueza del
pueblo, ya que desde los más lejanos países venían caravanas cargadas con las
más exóticas mercancías, para comprarla. Inmediatamente, el pueblo emitió su
veredicto: nuestro herrero se ha vuelto loco.
Al
día siguiente, después de acabar su trabajo en la herrería, haciendo llantas
para carros, aros para toneles o rejas de arado, el herrero, forjó el primer
eslabón. Sabía que tenían que ser muy gruesos para soportar el inmenso peso de
la cadena cuando estuviese suspendida de monte a monte. Cada vez que fabricaba
diez calabrotes, los acarreaba a la cima de la colina desde la que iba a
empezar el tendido. Empleó mucho tiempo, sin dejarse llevar por la prisa,
armado de paciencia, en ganarse a las abejas. Les construyó panales que podían
soportar las inclemencias del tiempo y mantener a raya a los osos que a menudo
iban a saquearlos. Investigando, descubrió que si las abejas hiciesen sus
celdas hexagonales, en vez de cuadradas, podrían ahorrar muchísimo en cera.
Como fruto de estas ayudas, obtuvo su amistad. Y con su amistad, miel y hasta
jalea real para alimentar a toda su familia. Tuvo que excavar un profundísimo
hoyo y hacer una pica de más de cincuenta metros para que sirviese de enganche
a la cadena. Después, empezó a ensamblarla.
De
día trabajaba en su oficio y de noche acarreaba los eslabones de diez en diez y
los iba ensamblando. Al principio la gente del pueblo le miraba con sorna.
Algunos se dignaban, en vez de tan sólo reírse de él, a darle un consejo. No
iba a poder, se iba a agotar, lo que hacía era inútil, iba perder su clientela y arruinarse. Todos eran
consejos sensatos, y nuestro herrero los agradecía con una sonrisa, paro seguía
a lo suyo, haciendo caso omiso de tan prudentes recomendaciones. Lo cierto es
que la cadena suponía un desafío de tal calibre –nunca el herrero se había
visto en la necesidad de hacer piezas tan grandes— que tuvo que desarrollar
nuevas técnicas de fundición que le permitieron hacer cosas que antes no podía
ni sospechar. Hasta el punto de que los comerciantes que venían a por miel,
pronto empezaron a llevarse también los magníficos objetos que hacía el
herrero. Aunque éste nunca dejó de atender primero a las necesidades del
pueblo, la venta de sus extraordinarias piezas, empezó a suponer una
considerable fuente de riqueza. Como era, además, un hombre austero –la miel de
las abejas permitía el mantenimiento de su familia y sus gastos se limitaban a
ir un rato, los días que podía, a beber un poco de cerveza con los amigos
fieles que tenía— pronto se convirtió en uno de los hombres más ricos del
lugar. Esto empezó a despertar las envidias y habladurías del pueblo. No
provenían éstas de la gente sencilla. El herrero procuraba siempre atender las
necesidades de sus paisanos más desfavorecidos y eso era bien visto por el
pueblo llano. Venían las envidias más bien de la gente acaudalada que vivía en
continua lucha por incrementar sus riquezas y en perpetuo afán por mostrarlas.
En más de una ocasión tuvo que padecer anónimos actos de sabotaje en su taller,
pero la gente del pueblo, que necesitaba de sus servicios, siempre le ayudó a
reparar los daños. Así fueron pasando los años y la cadena, colgando de la pica
del primer monte, serpenteaba por tierra hacia el segundo.
Cuando,
muchos años más tarde, el herrero juzgó que ya era suficientemente larga
–sobrepasaba la cima del segundo monte en más de doscientos pasos— decidió que
había llegado el momento de tenderla. Lo intentó, pero pesaba demasiado. Pidió
ayuda, pero sólo sus amigos, que ya eran viejos, se ofrecieron inútilmente a
ayudarle. El herrero, a pesar de los años transcurridos seguía manteniendo toda
la fuerza y el vigor de su juventud –algunos decían que tenía un pacto con el
diablo, mientras otros atribuían tan maravilloso efecto a la jalea real de las
abejas y ninguno de los dos tenía razón— pero, a pesar de todo, era imposible
que él sólo pudiese hacer la proeza de tensar la cadena. Llevado por la
necesidad, diseñó un complejo mecanismo de poleas y palancas para ayudarse. Estos mecanismos resultaron
ser de gran utilidad para un sinnúmero de usos, por lo que tanto el pueblo,
como los comerciantes que a él venían, comenzaron a demandarlos y nuestro
herrero, y la aldea, se hicieron aún más prósperos. Pero ni aún ayudado de sus
ingenios fue capaz de tender la cadena. Entonces vinieron en su ayuda sus
amigas, las abejas. Aunque pequeñas, eran muchas en número y, puestas bajo los
eslabones, volaban con toda la fuerza de sus pequeñas alas para levantar la
cadena. Tampoco lo lograron. Entonces al herrero se le ocurrió una idea. La
aldea era ruta de paso de las cigüeñas en sus viajes migratorios. Cada Febrero
y Septiembre las cigüeñas pasaban volando de sur a norte y de norte a sur,
respectivamente. Agotadas en su vuelo, tenían que posarse en el suelo de la
inmensa llanura que rodeaba a la aldea y allí eran presa fácil de todo tipo de
depredadores. Con la fuerza de sus alas, unida a la de las abejas y a sus
sistemas mecánicos, era más que probable que pudiesen con la cadena. El herrero
les propuso que le ayudasen en su intento. Si lograban tensar la cadena con su
ayuda –les dijo— podrían posarse en ella en sus viajes, quedando así a salvo de
las bestias que las amenazaban. Aceptaron gustosas las cigüeñas el trato, pero
ni el efecto conjunto de cigüeñas, abejas y poleas pudo tender la cadena.
El
pueblo miraba con indiferencia, con un “ya lo decía yo”, o con bromas hirientes
–ya se sabe que a la mediocridad siempre le ha molestado la grandeza— el
fracaso del herrero, pero éste no se
dejó vencer por el desánimo.
-Haré
la cadena más ligera –se dijo. Y puso manos a la obra.
Muchos
años más tarde, la nueva cadena estaba terminada y, esta vez, el esfuerzo conjunto
de aves, insectos e ingenios mecánicos, colaborando con la fuerza del herrero,
que seguía manteniendo su vigor de forma misteriosa, fueron capaces de tender
la cadena. Pero ¡ay!, tan pronto como la soltaron, se rompió, como una cuerda
de guitarra, con un espantoso estruendo. La cadena, más ligera, era también
menos resistente y no pudo aguantar su propio peso.
-Ahora
si está vencido este presuntuoso herrero. –Pensaron los envidiosos del pueblo,
que ya eran los nietos de sus contemporáneos.
Pero,
tras unos días de desánimo, nuestro hombre volvió a la carga. Pensó que tal vez
pudieran existir aleaciones de otros metales que fuesen más ligeras y más
resistentes que el hierro. Cerca del pueblo había una roca de un extraño
material. Era blando y ligero, pero un día que cayó un rayo, dejó como residuo
un material duro como el diamante, resistente como el hierro y ligero como la
madera. Nuestro herrero se llevó a su taller bloques de esa roca y no paró de
trabajar hasta que encontró las técnicas necesarias para convertir el mineral
de aspecto terroso en el mágico y bruñido metal. Una vez más se dedicó durante
largos años a forjar una nueva cadena. El material era tan maravilloso que de
todos los rincones del mundo venían a comprarlo a la pequeña aldea de nuestro
herrero. También el pueblo se benefició de mil maneras insospechadas del nuevo
material y, de nuevo, la fortuna del herrero y la prosperidad del pueblo se
multiplicaron. Pero a él no parecía importarle su inmensa fortuna. Dispensaba
sus bienes a quien los necesitase y se dedicaba, en cuerpo y alma, y con una
energía renovada, al ver cerca el logro de su empresa, a la construcción de su
cadena.
Un
día de Mayo, por fin, la vio terminada y esperó pacientemente hasta Septiembre,
cuando las cigüeñas volvían de su periodo estival, volando hacia el sur. Cuando
pasaron, intentaron entre todos tender la cadena. Para evitar que se rompiese,
el herrero la había hecho con unos eslabones de proporciones gigantescas, por
lo que la resistencia no sería problemática. Pero, a pesar de la ligereza del
material, su peso era enorme. Cinco días, de ocaso a amanecer, estuvieron
abejas, cigüeñas y nuestro hombre, ayudado por sus trócolas, intentando tender
la cadena. Cada día les faltaban unos escasos milímetros para enganchar el
último calabrote en el poderoso garfio de la pica. Pasados cinco días, las
cigüeñas debían abandonar el lugar para no llegar tarde a su lugar de invernada.
Los envidiosos del pueblo adelantaban con regocijo un nuevo fracaso del
herrero. Pero él habló a las cigüeñas de
esta manera:
-Queridas
amigas. Entiendo perfectamente que vuestra supervivencia está en juego y que no
podéis correr riesgos innecesarios de morir por no llegar a tiempo a vuestro
destino. No me atrevo por tanto a pediros que os quedéis. Pero, os quedéis o no
un día más, os voy a hacer un regalo que os puede ser muy útil. –Y diciendo
esto sacó de su bolsillo un pequeño artefacto con un hilo del que pendía una
aguja—. Cuando buscaba minerales para hacer una cadena más ligera, –prosiguió—
encontré uno muy extraño, que por alguna mágica razón que no alcanzo a
comprender, cuando se le da forma de aguja, señala siempre hacia la estrella
polar. Con este instrumento, podréis volar directas a vuestro destino, sin
zigzagueos, por lo que fácilmente llegaréis a tiempo antes de los rigores del
invierno.
Accedieron
las cigüeñas, maravilladas por el nuevo invento y decidieron que al día
siguiente pondrían también a las crías, que hacían su primer viaje hacia el
sur, a levantar la cadena. El sexto día, se lo pasaron dándose ánimos unas a
otras y entre sí las abejas y las cigüeñas. Pero el herrero pasó el día en su
taller, haciendo los trabajos que tenía que hacer ese día. Sólo a última hora
de la tarde se puso a engrasar los mecanismos de los polipastos y a pedir ayuda
al cielo. Las abejas tomaron ración doble de miel y dieron al herrero una dosis
extraordinaria de jalea real. Hasta la reina, que no salía jamás de sus
aposentos, salió a arengar a sus obreras. Les decía:
-Queridas
hermanas pequeñas. Hoy me he privado de mi ración de jalea real para dársela al
herrero. No creo que por un día esto pueda afectar a mi fertilidad pero es, no
obstante, un riesgo y un sacrificio para mí. Lo hago porque este hombre lo
merece. Nos ha ayudado a hacer mejores panales. Más resistentes contra los osos
y, ¡oh maravilla!, hexagonales. Esto nos ha hecho un gran pueblo de abejas.
Creo, por tanto, que se lo debemos. Si yo he hecho este esfuerzo, os pido a
vosotras que os esforcéis hasta la extenuación. Naturalmente, también los
zánganos trabajarán esta noche. Os lo digo como su reina que soy.
Quedaron
las abejas asombradas del sacrificio de su reina, y mucho más de que los
zánganos fuesen a trabajar, y se juramentaron para dar lo mejor de sí mismas
esa noche. Llegó el crepúsculo. El herrero dio la orden de comenzar. Una y otra
vez lo intentaron con denuedo pero, aunque por sólo una fracción de milímetro,
no conseguían su objetivo. Empezaba a rayar el día en una línea malva del
horizonte, cuando decidieron que lo iban a intentar por última vez. Si no lo
conseguían, las cigüeñas emprenderían viaje. Poco a poco a lo largo de la
noche, el pueblo se había ido acercando a ver qué pasaba. Ya no había burlas.
La admiración se había adueñado de los corazones de los más escépticos y el
respeto había vencido a la mezquindad en el alma de los envidiosos. El herrero
cayó de rodillas en dirección hacia el horizonte de rosados dedos, y tomando
forma de ovillo, recogido sobre sí mismo, como si hablase con alguien más
íntimo que el más íntimo de sus pensamientos, invocó a Dios.
-Dios
Bueno y Poderoso –le rezó— sólo Tú sabes lo que me movió hace muchos años a
hacer ante ti este voto. Siempre he pensado que Tú mantenías mi vigor para que
pudiese cumplirlo. Ahora me pregunto si fui sacrílego al pronunciarlo ante tu
faz. Si mis razones fueron buenas, no permitas que se quede sin cumplir. Pero
sólo Tú eres el dueño de los destinos. Sólo Tú sabes la razón de los éxitos y
los fracasos de los planes humanos. En tus manos abandono el éxito o el fracaso
de éste. A ti me encomiendo. Si mi proyecto ha de tener éxito, que lo vea el
primer rayo de tu sol. Hágase tu Voluntad.
-Así
sea –respondió la gente toda.
Y
diciendo esto, sopló las palmas de sus manos, dio con la cuerda varias vueltas
alrededor de ellas y respiró hondo antes del esfuerzo. La gente se dio cuenta
de que no se habían preguntado nunca, ni ellos, ni sus padres, ni sus abuelos y
bisabuelos, qué fue lo que llevó al herrero a pronunciar tan atrevido voto.
Fuese cual fuese el resultado del intento, se lo preguntarían esa misma mañana.
En ese momento, el herrero grito con voz fuerte –“ahora”— y comenzó el intento.
Lo intentaron durante diez intensos minutos. Los resoplidos del herrero se
sumaban al zumbido de las alas de las abejas y el batir de las alas de las
cigüeñas producía un formidable viento que silbaba al pasar entre los
calabrotes de la cadena. El herrero sudaba copiosamente y sus músculos se
tensaban horriblemente bajo su piel. La cuerda lanzaba crujidos espantosos y
amenazaba con romperse, a pesar de estar hecha con largas crines de caballos
del Cáucaso, traídos por mercaderes que aseguraban que eran más resistentes que
la fibra del tiempo, que nadie puede cortar. En cambio, la gente contenía la
respiración, como si temiese que su aliento pudiese oponer alguna resistencia
al esfuerzo. Así transcurrieron diez larguísimos minutos en los que en algunos
momentos parecía que el último eslabón había sido enganchado, sólo para
retroceder un instante más tarde sin haberlo logrado. Como las olas mueren una
y otra vez en la playa después de recorrer todo el océano, así era el flujo y
reflujo de la cadena hacia el gancho después de los largos años de trabajo.
Entonces el herrero lanzó un fuerte grito que apagó todos los demás sonidos en
muchas leguas a la redonda y, de repente, cuando en el estertor del esfuerzo
parecía que iba a conseguir su objetivo, cayó como fulminado por el rayo.
Estaba muerto. No hacía falta acercarse para comprobarlo.
Sólo
un brevísimo instante duró el estupor. Antes de que las cigüeñas dejasen de
batir sus alas; antes de que las abejas cejasen en su esfuerzo; antes incluso
de que pasase el tiempo necesario para que las cuerdas perdiesen su tensión, el
pueblo en masa se lanzó como el rayo, en un orden espontáneo, a coger la cuerda.
Más de cien hombres tiraban denodadamente de la cuerda sin conseguir nada,
cuando el primer rayo de sol les dio en la frente. Fue entonces cuando, sin que
nadie supiese cómo, las abejas redoblaron su esfuerzo durante una milésima de
segundo, coordinadamente con las cigüeñas y con los hombres. Y el eslabón cayó
dentro del garfio con un golpe seco. La cadena había sido tendida.
Sólo
entonces la pena se apoderó, como un golpe de mar, de los corazones de hombres
y animales. El herrero yacía muerto. Pero ni siquiera en ese momento la pena
dio paso a la apatía. Instintivamente, como si de un único organismo se
tratase, los hombres cavaron un hoyo en la cima del monte donde depositaron el
cuerpo del herrero, las cigüeñas dejaron una pluma cada una sobre el cadáver y
las abejas, por orden de su reina, cubrieron el hoyo con miel y jalea real. Así
se celebraron las honras fúnebres del herrero, constructor de cadenas.
El
pueblo, ansioso por conocer los motivos de tan desproporcionado voto, buscó
respetuosamente entre los papeles del herrero sin encontrar nada. Pero su
biznieto recordó una misteriosa frase que le dijo un día su bisabuelo, poniendo
gran empeño en que la recordase. “En las promesas cumplidas encontraréis el
secreto”. A alguien se le ocurrió mirar en los eslabones de la cadena y vio que
había dos letras en cada uno, una por cada cara. El texto de una de las caras
revelaba los secretos de la metalurgia descubiertos por el herrero. En el otro
lado explicaba la razón de su voto.
Vivía
el herrero, allá por su primera juventud, para hacer su trabajo con la máxima
perfección de que fuese capaz. Su afán de hacer magníficas piezas de hierro
para los más diversos usos empezaba a ser proverbial en el pueblo. Pero el
desencanto del día a día y el ver que parecía que hacer bien las cosas no le
sacaba de su pobreza, iba dejando paso, de una forma muy paulatina,
inconscientemente, a una creciente mediocridad. Un día leyó un lacónico poema
que decía:
Dí
fe
de
mí,
y
sé
qué
fui.
No
sé
hoy
lo
que
El
poema le produjo, no sabía por qué, una inmensa tristeza. Esa noche, con la
primera luz del día, se despertó sobresaltado. Se dio cuenta, en la
clarividencia del duermevela del amanecer, de que estaba dejando de ser fiel a
sí mismo, que la mediocridad le iba royendo, poco a poco, imperceptiblemente,
el alma, de que un día, si no hacía algo grande, sería como el personaje
descrito por el poema. Comprendió que tenía que parar su deslizamiento
pendiente abajo, que tenía que mantenerse fiel a sí mismo.
-Haré
una cita conmigo mismo en un tiempo futuro, –se dijo.— Formularé un voto
ante Dios y los hombres. A mi alrededor se encuentra el mundo de los
pequeños pecados, que abunda en callejuelas y retiradas pero, tarde o temprano,
desde las colinas que vigilan el pueblo, se alzará una llama
resplandeciente, anunciando que se ha acabado el reino de los cobardes y que un
hombre está quemando sus naves[2].
Y así empezó
esta historia que acabo de narrar como me la contaron.
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