6 de mayo de 2012

Historias de otros mundos 5. El herrero atrevido


Tomás Alfaro Drake

Hace muchos años, un extraño personaje me habló de una espléndida y opulenta ciudad anónima, en un país desconocido por el que cada año, en Febrero y Septiembre, pasan un inmenso número de cigüeñas migratorias. Hay, casi en el centro de la ciudad, –decía— un parque natural con dos colinas separadas por una media legua, entre las que cuelga una inmensa cadena. Las cigüeñas pasan allí seis días descansando plácidamente, posadas en la cadena. La noche anterior al séptimo día, una innumerable cantidad de abejas que hacen una miel extraordinaria en la cima de ambos montes, celebran, junto con todos los habitantes de la ciudad, un extraño ritual alrededor de un enorme montículo que crece sobre la cima de una de las montañas encadenadas. Al primer rayo de sol del séptimo día, las cigüeñas dejan una pluma cada una sobre el montículo y reemprenden su viaje migratorio. Inmediatamente las abejas recubren el manto de blancas plumas con una capa de miel y jalea real, mientras los hombres tiran de una cuerda que, mediante un complejo juego de poleas y palancas, eleva un gran peso con el que compactan el montón de plumas y miel sobre el montículo. Por el tamaño de éste, este ritual debe llevar realizándose desde hace muchos años. La persona que me habló de esa portentosa ciudad, un hombre muy viejo, cargado de una profunda sabiduría, me contó una extraordinaria historia sobre el origen de esa cadena, del montículo sobre la colina y de la extraña costumbre que une a hombres, aves e insectos. No sé que pensar sobre ella, pero como me la relató la cuento yo ahora.

Me dijo que hace muchos años, cuando los hombres eran más tenaces y resistentes de lo que son ahora, la ciudad no era más que una pequeña aldea. Un día, el joven herrero del pueblo, hizo un extraño voto. Se comprometió a tender una cadena entre las cimas de dos montes cercanos al pueblo. No eran dos inmensas montañas. Tan sólo dos colinas que se elevaban no más de cien metros sobre la llanura, situadas a media legua la una de la otra. Una mañana, con el primer rayo de sol, los habitantes de la aldea vieron al herrero dirigirse con paso firme y solemne al centro de la misma. A grandes voces, como si fuera a revelar al pueblo un profundo arcano de la naturaleza, convocó a todo el mundo en la plaza. Allí les dijo con voz potente:

-Me comprometo solemnemente, aquí, ante el rostro de Dios, en su presencia y ante todos los habitantes de la aldea, a tender una cadena entre las cimas de los picos de la Miel.

Así se llamaban las colinas porque en sus cimas había enormes enjambres de abejas que hacían una miel exquisita. Esta miel era la principal fuente de riqueza del pueblo, ya que desde los más lejanos países venían caravanas cargadas con las más exóticas mercancías, para comprarla. Inmediatamente, el pueblo emitió su veredicto: nuestro herrero se ha vuelto loco.

Al día siguiente, después de acabar su trabajo en la herrería, haciendo llantas para carros, aros para toneles o rejas de arado, el herrero, forjó el primer eslabón. Sabía que tenían que ser muy gruesos para soportar el inmenso peso de la cadena cuando estuviese suspendida de monte a monte. Cada vez que fabricaba diez calabrotes, los acarreaba a la cima de la colina desde la que iba a empezar el tendido. Empleó mucho tiempo, sin dejarse llevar por la prisa, armado de paciencia, en ganarse a las abejas. Les construyó panales que podían soportar las inclemencias del tiempo y mantener a raya a los osos que a menudo iban a saquearlos. Investigando, descubrió que si las abejas hiciesen sus celdas hexagonales, en vez de cuadradas, podrían ahorrar muchísimo en cera. Como fruto de estas ayudas, obtuvo su amistad. Y con su amistad, miel y hasta jalea real para alimentar a toda su familia. Tuvo que excavar un profundísimo hoyo y hacer una pica de más de cincuenta metros para que sirviese de enganche a la cadena. Después, empezó a ensamblarla.

De día trabajaba en su oficio y de noche acarreaba los eslabones de diez en diez y los iba ensamblando. Al principio la gente del pueblo le miraba con sorna. Algunos se dignaban, en vez de tan sólo reírse de él, a darle un consejo. No iba a poder, se iba a agotar, lo que hacía era inútil, iba  perder su clientela y arruinarse. Todos eran consejos sensatos, y nuestro herrero los agradecía con una sonrisa, paro seguía a lo suyo, haciendo caso omiso de tan prudentes recomendaciones. Lo cierto es que la cadena suponía un desafío de tal calibre –nunca el herrero se había visto en la necesidad de hacer piezas tan grandes— que tuvo que desarrollar nuevas técnicas de fundición que le permitieron hacer cosas que antes no podía ni sospechar. Hasta el punto de que los comerciantes que venían a por miel, pronto empezaron a llevarse también los magníficos objetos que hacía el herrero. Aunque éste nunca dejó de atender primero a las necesidades del pueblo, la venta de sus extraordinarias piezas, empezó a suponer una considerable fuente de riqueza. Como era, además, un hombre austero –la miel de las abejas permitía el mantenimiento de su familia y sus gastos se limitaban a ir un rato, los días que podía, a beber un poco de cerveza con los amigos fieles que tenía— pronto se convirtió en uno de los hombres más ricos del lugar. Esto empezó a despertar las envidias y habladurías del pueblo. No provenían éstas de la gente sencilla. El herrero procuraba siempre atender las necesidades de sus paisanos más desfavorecidos y eso era bien visto por el pueblo llano. Venían las envidias más bien de la gente acaudalada que vivía en continua lucha por incrementar sus riquezas y en perpetuo afán por mostrarlas. En más de una ocasión tuvo que padecer anónimos actos de sabotaje en su taller, pero la gente del pueblo, que necesitaba de sus servicios, siempre le ayudó a reparar los daños. Así fueron pasando los años y la cadena, colgando de la pica del primer monte, serpenteaba por tierra hacia el segundo.

Cuando, muchos años más tarde, el herrero juzgó que ya era suficientemente larga –sobrepasaba la cima del segundo monte en más de doscientos pasos— decidió que había llegado el momento de tenderla. Lo intentó, pero pesaba demasiado. Pidió ayuda, pero sólo sus amigos, que ya eran viejos, se ofrecieron inútilmente a ayudarle. El herrero, a pesar de los años transcurridos seguía manteniendo toda la fuerza y el vigor de su juventud –algunos decían que tenía un pacto con el diablo, mientras otros atribuían tan maravilloso efecto a la jalea real de las abejas y ninguno de los dos tenía razón— pero, a pesar de todo, era imposible que él sólo pudiese hacer la proeza de tensar la cadena. Llevado por la necesidad, diseñó un complejo mecanismo de poleas y palancas  para ayudarse. Estos mecanismos resultaron ser de gran utilidad para un sinnúmero de usos, por lo que tanto el pueblo, como los comerciantes que a él venían, comenzaron a demandarlos y nuestro herrero, y la aldea, se hicieron aún más prósperos. Pero ni aún ayudado de sus ingenios fue capaz de tender la cadena. Entonces vinieron en su ayuda sus amigas, las abejas. Aunque pequeñas, eran muchas en número y, puestas bajo los eslabones, volaban con toda la fuerza de sus pequeñas alas para levantar la cadena. Tampoco lo lograron. Entonces al herrero se le ocurrió una idea. La aldea era ruta de paso de las cigüeñas en sus viajes migratorios. Cada Febrero y Septiembre las cigüeñas pasaban volando de sur a norte y de norte a sur, respectivamente. Agotadas en su vuelo, tenían que posarse en el suelo de la inmensa llanura que rodeaba a la aldea y allí eran presa fácil de todo tipo de depredadores. Con la fuerza de sus alas, unida a la de las abejas y a sus sistemas mecánicos, era más que probable que pudiesen con la cadena. El herrero les propuso que le ayudasen en su intento. Si lograban tensar la cadena con su ayuda –les dijo— podrían posarse en ella en sus viajes, quedando así a salvo de las bestias que las amenazaban. Aceptaron gustosas las cigüeñas el trato, pero ni el efecto conjunto de cigüeñas, abejas y poleas pudo tender la cadena.

El pueblo miraba con indiferencia, con un “ya lo decía yo”, o con bromas hirientes –ya se sabe que a la mediocridad siempre le ha molestado la grandeza— el fracaso del herrero,  pero éste no se dejó vencer por el desánimo.

-Haré la cadena más ligera –se dijo. Y puso manos a la obra.

Muchos años más tarde, la nueva cadena estaba terminada y, esta vez, el esfuerzo conjunto de aves, insectos e ingenios mecánicos, colaborando con la fuerza del herrero, que seguía manteniendo su vigor de forma misteriosa, fueron capaces de tender la cadena. Pero ¡ay!, tan pronto como la soltaron, se rompió, como una cuerda de guitarra, con un espantoso estruendo. La cadena, más ligera, era también menos resistente y no pudo aguantar su propio peso.

-Ahora si está vencido este presuntuoso herrero. –Pensaron los envidiosos del pueblo, que ya eran los nietos de sus contemporáneos.

Pero, tras unos días de desánimo, nuestro hombre volvió a la carga. Pensó que tal vez pudieran existir aleaciones de otros metales que fuesen más ligeras y más resistentes que el hierro. Cerca del pueblo había una roca de un extraño material. Era blando y ligero, pero un día que cayó un rayo, dejó como residuo un material duro como el diamante, resistente como el hierro y ligero como la madera. Nuestro herrero se llevó a su taller bloques de esa roca y no paró de trabajar hasta que encontró las técnicas necesarias para convertir el mineral de aspecto terroso en el mágico y bruñido metal. Una vez más se dedicó durante largos años a forjar una nueva cadena. El material era tan maravilloso que de todos los rincones del mundo venían a comprarlo a la pequeña aldea de nuestro herrero. También el pueblo se benefició de mil maneras insospechadas del nuevo material y, de nuevo, la fortuna del herrero y la prosperidad del pueblo se multiplicaron. Pero a él no parecía importarle su inmensa fortuna. Dispensaba sus bienes a quien los necesitase y se dedicaba, en cuerpo y alma, y con una energía renovada, al ver cerca el logro de su empresa, a la construcción de su cadena.

Un día de Mayo, por fin, la vio terminada y esperó pacientemente hasta Septiembre, cuando las cigüeñas volvían de su periodo estival, volando hacia el sur. Cuando pasaron, intentaron entre todos tender la cadena. Para evitar que se rompiese, el herrero la había hecho con unos eslabones de proporciones gigantescas, por lo que la resistencia no sería problemática. Pero, a pesar de la ligereza del material, su peso era enorme. Cinco días, de ocaso a amanecer, estuvieron abejas, cigüeñas y nuestro hombre, ayudado por sus trócolas, intentando tender la cadena. Cada día les faltaban unos escasos milímetros para enganchar el último calabrote en el poderoso garfio de la pica. Pasados cinco días, las cigüeñas debían abandonar el lugar para no llegar tarde a su lugar de invernada. Los envidiosos del pueblo adelantaban con regocijo un nuevo fracaso del herrero. Pero él  habló a las cigüeñas de esta manera:

-Queridas amigas. Entiendo perfectamente que vuestra supervivencia está en juego y que no podéis correr riesgos innecesarios de morir por no llegar a tiempo a vuestro destino. No me atrevo por tanto a pediros que os quedéis. Pero, os quedéis o no un día más, os voy a hacer un regalo que os puede ser muy útil. –Y diciendo esto sacó de su bolsillo un pequeño artefacto con un hilo del que pendía una aguja—. Cuando buscaba minerales para hacer una cadena más ligera, –prosiguió— encontré uno muy extraño, que por alguna mágica razón que no alcanzo a comprender, cuando se le da forma de aguja, señala siempre hacia la estrella polar. Con este instrumento, podréis volar directas a vuestro destino, sin zigzagueos, por lo que fácilmente llegaréis a tiempo antes de los rigores del invierno.

Accedieron las cigüeñas, maravilladas por el nuevo invento y decidieron que al día siguiente pondrían también a las crías, que hacían su primer viaje hacia el sur, a levantar la cadena. El sexto día, se lo pasaron dándose ánimos unas a otras y entre sí las abejas y las cigüeñas. Pero el herrero pasó el día en su taller, haciendo los trabajos que tenía que hacer ese día. Sólo a última hora de la tarde se puso a engrasar los mecanismos de los polipastos y a pedir ayuda al cielo. Las abejas tomaron ración doble de miel y dieron al herrero una dosis extraordinaria de jalea real. Hasta la reina, que no salía jamás de sus aposentos, salió a arengar a sus obreras. Les decía:

-Queridas hermanas pequeñas. Hoy me he privado de mi ración de jalea real para dársela al herrero. No creo que por un día esto pueda afectar a mi fertilidad pero es, no obstante, un riesgo y un sacrificio para mí. Lo hago porque este hombre lo merece. Nos ha ayudado a hacer mejores panales. Más resistentes contra los osos y, ¡oh maravilla!, hexagonales. Esto nos ha hecho un gran pueblo de abejas. Creo, por tanto, que se lo debemos. Si yo he hecho este esfuerzo, os pido a vosotras que os esforcéis hasta la extenuación. Naturalmente, también los zánganos trabajarán esta noche. Os lo digo como su reina que soy.

Quedaron las abejas asombradas del sacrificio de su reina, y mucho más de que los zánganos fuesen a trabajar, y se juramentaron para dar lo mejor de sí mismas esa noche. Llegó el crepúsculo. El herrero dio la orden de comenzar. Una y otra vez lo intentaron con denuedo pero, aunque por sólo una fracción de milímetro, no conseguían su objetivo. Empezaba a rayar el día en una línea malva del horizonte, cuando decidieron que lo iban a intentar por última vez. Si no lo conseguían, las cigüeñas emprenderían viaje. Poco a poco a lo largo de la noche, el pueblo se había ido acercando a ver qué pasaba. Ya no había burlas. La admiración se había adueñado de los corazones de los más escépticos y el respeto había vencido a la mezquindad en el alma de los envidiosos. El herrero cayó de rodillas en dirección hacia el horizonte de rosados dedos, y tomando forma de ovillo, recogido sobre sí mismo, como si hablase con alguien más íntimo que el más íntimo de sus pensamientos, invocó a Dios.

-Dios Bueno y Poderoso –le rezó— sólo Tú sabes lo que me movió hace muchos años a hacer ante ti este voto. Siempre he pensado que Tú mantenías mi vigor para que pudiese cumplirlo. Ahora me pregunto si fui sacrílego al pronunciarlo ante tu faz. Si mis razones fueron buenas, no permitas que se quede sin cumplir. Pero sólo Tú eres el dueño de los destinos. Sólo Tú sabes la razón de los éxitos y los fracasos de los planes humanos. En tus manos abandono el éxito o el fracaso de éste. A ti me encomiendo. Si mi proyecto ha de tener éxito, que lo vea el primer rayo de tu sol. Hágase tu Voluntad.

-Así sea –respondió la gente toda.

Y diciendo esto, sopló las palmas de sus manos, dio con la cuerda varias vueltas alrededor de ellas y respiró hondo antes del esfuerzo. La gente se dio cuenta de que no se habían preguntado nunca, ni ellos, ni sus padres, ni sus abuelos y bisabuelos, qué fue lo que llevó al herrero a pronunciar tan atrevido voto. Fuese cual fuese el resultado del intento, se lo preguntarían esa misma mañana. En ese momento, el herrero grito con voz fuerte –“ahora”— y comenzó el intento. Lo intentaron durante diez intensos minutos. Los resoplidos del herrero se sumaban al zumbido de las alas de las abejas y el batir de las alas de las cigüeñas producía un formidable viento que silbaba al pasar entre los calabrotes de la cadena. El herrero sudaba copiosamente y sus músculos se tensaban horriblemente bajo su piel. La cuerda lanzaba crujidos espantosos y amenazaba con romperse, a pesar de estar hecha con largas crines de caballos del Cáucaso, traídos por mercaderes que aseguraban que eran más resistentes que la fibra del tiempo, que nadie puede cortar. En cambio, la gente contenía la respiración, como si temiese que su aliento pudiese oponer alguna resistencia al esfuerzo. Así transcurrieron diez larguísimos minutos en los que en algunos momentos parecía que el último eslabón había sido enganchado, sólo para retroceder un instante más tarde sin haberlo logrado. Como las olas mueren una y otra vez en la playa después de recorrer todo el océano, así era el flujo y reflujo de la cadena hacia el gancho después de los largos años de trabajo. Entonces el herrero lanzó un fuerte grito que apagó todos los demás sonidos en muchas leguas a la redonda y, de repente, cuando en el estertor del esfuerzo parecía que iba a conseguir su objetivo, cayó como fulminado por el rayo. Estaba muerto. No hacía falta acercarse para comprobarlo.

Sólo un brevísimo instante duró el estupor. Antes de que las cigüeñas dejasen de batir sus alas; antes de que las abejas cejasen en su esfuerzo; antes incluso de que pasase el tiempo necesario para que las cuerdas perdiesen su tensión, el pueblo en masa se lanzó como el rayo, en un orden espontáneo, a coger la cuerda. Más de cien hombres tiraban denodadamente de la cuerda sin conseguir nada, cuando el primer rayo de sol les dio en la frente. Fue entonces cuando, sin que nadie supiese cómo, las abejas redoblaron su esfuerzo durante una milésima de segundo, coordinadamente con las cigüeñas y con los hombres. Y el eslabón cayó dentro del garfio con un golpe seco. La cadena había sido tendida.

Sólo entonces la pena se apoderó, como un golpe de mar, de los corazones de hombres y animales. El herrero yacía muerto. Pero ni siquiera en ese momento la pena dio paso a la apatía. Instintivamente, como si de un único organismo se tratase, los hombres cavaron un hoyo en la cima del monte donde depositaron el cuerpo del herrero, las cigüeñas dejaron una pluma cada una sobre el cadáver y las abejas, por orden de su reina, cubrieron el hoyo con miel y jalea real. Así se celebraron las honras fúnebres del herrero, constructor de cadenas.

El pueblo, ansioso por conocer los motivos de tan desproporcionado voto, buscó respetuosamente entre los papeles del herrero sin encontrar nada. Pero su biznieto recordó una misteriosa frase que le dijo un día su bisabuelo, poniendo gran empeño en que la recordase. “En las promesas cumplidas encontraréis el secreto”. A alguien se le ocurrió mirar en los eslabones de la cadena y vio que había dos letras en cada uno, una por cada cara. El texto de una de las caras revelaba los secretos de la metalurgia descubiertos por el herrero. En el otro lado explicaba la razón de su voto.

Vivía el herrero, allá por su primera juventud, para hacer su trabajo con la máxima perfección de que fuese capaz. Su afán de hacer magníficas piezas de hierro para los más diversos usos empezaba a ser proverbial en el pueblo. Pero el desencanto del día a día y el ver que parecía que hacer bien las cosas no le sacaba de su pobreza, iba dejando paso, de una forma muy paulatina, inconscientemente, a una creciente mediocridad. Un día leyó un lacónico poema que decía:

fe
de
mí,

y
qué
fui.

No
hoy

lo
que
soy[1].

El poema le produjo, no sabía por qué, una inmensa tristeza. Esa noche, con la primera luz del día, se despertó sobresaltado. Se dio cuenta, en la clarividencia del duermevela del amanecer, de que estaba dejando de ser fiel a sí mismo, que la mediocridad le iba royendo, poco a poco, imperceptiblemente, el alma, de que un día, si no hacía algo grande, sería como el personaje descrito por el poema. Comprendió que tenía que parar su deslizamiento pendiente abajo, que tenía que mantenerse fiel a sí mismo.

-Haré una cita conmigo mismo en un tiempo futuro, –se dijo.— Formularé un voto ante Dios y los hombres. A mi alrededor se encuentra el mundo de los pequeños pecados, que abunda en callejuelas y retiradas pero, tarde o temprano, desde las colinas que vigilan el pueblo, se alzará una llama resplandeciente, anunciando que se ha acabado el reino de los cobardes y que un hombre está quemando sus naves[2].

Y así empezó esta historia que acabo de narrar como me la contaron.


[1] Soneto monosílabo de José Hierro.
[2] Las frases en cursiva, así como la idea de encadenar dos montes, están tomadas de un artículo de G. K. Chesterton titulado “Una defensa de la promesas temerarias” publicado en la obra recopilatoria titulada “El amor o la fuerza del sino”, editada por Rialp.

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