El 11 de Marzo, inicié la publicación de una serie de 11
relatos que titulo genéricamente “Historias de otro mundos”. Este es el
séptimo. Son relatos con un cierto componente fantástico. Me han servido de
modelo, en su barroquismo los relatos y cuentos de Oscar Wilde.
El vagabundo y su isla
Un viajero que había navegado los
siete mares y recorrido los doce continentes me contó que había en cierto
remoto lugar una pequeña isla. No era una isla como tantas otras –decía.
Siempre, hasta donde se extendía la memoria colectiva, había estado cubierta de
una capa de blancas nubes. Las leyendas contaban que por encima de las nubes
había tres astros brillantes y cegadores que iluminaban el día, cinco discos de
luz plateada con formas variables, como manzanas mordidas, y millares de
luciérnagas de luz que danzaban, dibujando señales en la noche. La superficie
de la isla se iba haciendo más y más abrupta a medida que se ascendía, hasta
que se llagaba a un acantilado negro y brillante, liso como el cristal, de una
enorme dureza, que se elevaba a pico sobre un terreno pedregoso y ya muy
empinado. Era un misterioso monolito perfectamente cilíndrico del que nadie
pudo dar una explicación. Llegar a su pie era ya una proeza. Las piedras
sueltas estaban en el límite de su equilibrio con la pendiente. Cualquiera que
intentase pasar sobre ellas provocaría, con toda seguridad, un alud de piedras
que arrasaría cualquier ciudad que se encontrase ladera abajo. Pero si llegar
hasta el monolito era una hazaña, trepar por su lisa superficie era totalmente
imposible. Cuando todavía había quien se aventuraba hasta su falda, algunos
montañeros habían intentado clavar picas que permitiesen la escalada. Todo fue
siempre en vano. Era absolutamente imposible perforar el material del que estaba
hecho. A bastante altura sobre la base, la capa de nubes ocultaba el inmenso
cilindro, por lo que nadie podía decir hasta dónde llegaba. Debido al peligro
de provocar un alud de piedras, las autoridades prohibieron, mucho tiempo ha,
el ascenso a su falda. Nadie, desde hacía siglos, había llegado a la base del
monolito.
Pero –contaba la gente de la
isla– vivió hace mucho tiempo un hombre que la recorría continuamente. Conocía
cada palmo de la misma. Sus frondosos bosques, sus inmensas llanuras, sus
profundos valles umbríos, sus largas playas, sus acantilados costeros que
parecían precipitarse al mar desde las alturas. Amaba la naturaleza. La isla
era su vida y siempre la recorría descalzo y desnudo. Hacía tiempo que había
renunciado al calzado y a la ropa, porque le daban la impresión de que le
separaban del resto de la naturaleza de la que se sentía parte integrante. Le
gustaba sentir la isla palpitando bajo sus pies. A través de sus plantas,
callosas para las piedras pero sensibles a las señales telúricas, percibía sus
vibraciones. Las brisas, al acariciar su piel desnuda le contaban lo que
ocurría en cualquier otro lugar. Era un hombre inquieto que se hacía preguntas
sobre todo. No sólo sobre el monolito. Es cierto que el monolito era un objeto
misterioso, pero a él no se lo parecía mucho más que los bosques, que cambiaban
de color varias veces al año, las llanuras, donde las hierbas crecían a mayor
altura que un hombre, hasta que eran arrasadas por pavorosos incendios causados
por fulminantes serpientes de fuego que bajaban del cielo, los valles, por los
que a veces corrían mansos y cristalinos hilos de agua que, de repente, se
convertían en tumultuosos torrentes llenos de barro, piedras y árboles, las
playas, que aparecían y desaparecían cinco veces al día a intervalos sincopados
cambiando su forma y el color y la textura de la arena cada vez, o los
acantilados, en cuyo borde había agujeros por los qué, siguiendo ritmos
misteriosos, salían vientos huracanados que le permitían mantenerse flotando en
el aire, cabalgando el viento. Toda la isla era para él una fuente de misterios
y preguntas sin respuesta.
Dice la leyenda que hubo una
época en la que este hombre fue como cualquier otro. Vivía en la ciudad una
vida ajetreada en la que cada día era igual que el anterior y un ritmo
repetitivo y trepidante le marcaba lo que tenía que hacer cada segundo, sin
darle tiempo para preguntarse el por qué o el para qué. Se vivía la vida sin
hacerse preguntas, se buscaban distracciones para no hacérselas y se procuraba
ahogar las que emergían a la consciencia. Pero hubo un día en que las preguntas
fueron demasiado acuciantes para él y fue incapaz de ahogarlas. Ese día se dio
cuenta que nada tenía sentido y se preguntó si era posible encontrarlo, si la
propia vida lo tenía. Una noche oscura, se asomó al límite de la ciudad y vio a
lo lejos, en la llanura, un rojo resplandor. Aún no sabía que era uno de los
inmensos incendios que asolaban periódicamente la llanura, y le pareció de una
belleza inenarrable. La ciudad mantenía a un ejército de jornaleros que
cortaban a ras de tierra la hierba en muchos kilómetros la redonda. Volvió a
entrar en la selva de edificios y en la rutina y preguntó a mucha gente la
causa del fenómeno que había presenciado. Nadie lo había visto nunca. Tenían
cosas más importantes en las que ocuparse que mirar rojos resplandores inútiles
y preguntarse por su causa. No conocían el significado de la palabra belleza.
Desde entonces, todos los días, al caer la noche, salía de la ciudad a
contemplar el horizonte en espera de ver otra vez lo que una vez vio. Sólo muy
de cuando en cuando se repetía el espectáculo de color, pero merecían la pena
las noches en vela. No le importaba en absoluto el cansancio que sentía por la
falta de sueño. Al día siguiente, aunque agotado, cumplía bien con sus
obligaciones. Pero cada vez se le hacía más acuciante buscar el sentido de la
vida. Los intentos de conversación sobre ello con sus conciudadanos chocaban
siempre con un muro de indiferencia e incomprensión que, poco a poco, se fue
convirtiendo en desprecio. El veredicto se fue haciendo unánime. Ese hombre,
que se pasaba las noches en estúpida observación y los días haciendo ridículas
preguntas a todo el que encontraba, estaba loco. Más aún, era un peligro para
la paz de la ciudad. Y un día se encontró sometido a juicio, condenado y
expulsado. De nada le sirvió aducir que siempre había realizado sus tareas con
solvencia y seriedad. No era esa la cuestión. Era una persona peligrosa y debía
ser apartado del contacto con el resto de los ciudadanos.
A partir de ese día empezó a
vagar por toda la isla. Al principio se sentía un paria, abandonado, solitario,
condenado al ostracismo. Sentía que la ropa le aplastaba, le oprimía, por eso
fue abandonando cada prenda, una a una, hasta que quedó completamente desnudo.
Tan sólo llevaba un sombrero que él mismo se había hecho con las altas hierbas
de las praderas y que le protegía del resplandor hiriente de las nubes sin
impedir el diálogo de la brisa con su pelo. A punto estuvo de deslizarse hacia
la locura y la licantropía, pero algo le protegió de ellas. Y así empezó a
desarrollarse su amistad con la isla. Al cabo de largos años, su nueva
existencia llegó a parecerle mucho más atractiva que la antigua. Era libre, la
brisa le susurraba dónde ir, pero él iba sólo si quería. La isla le hablaba a
través de las plantas de sus pies y él le contestaba con ligeras variaciones en
el ritmo de su corazón que se transmitían también al suelo amplificadas por el
arco de sus plantas y se mezclaban con la brisa llevando casi inaudible tam-tam
a los más recónditos lugares. Pero seguía sin encontrar la respuesta al sentido
de la vida. ¿Para qué era libre? ¿De qué servía poder comunicarse con la tierra
y el aire?
Un día le llegó, clara, nítida,
perentoria, la llamada unísona de la brisa y la tierra. Todo su ser se
estremeció desde la planta de sus pies y la piel hasta lo más profundo del
tuétano de sus huesos. Lo supo. Tenía que ascender por la terrible pendiente de
rocas sueltas hastaa la base del monolito y, una vez allí, esperar algo, no
sabía qué. Tuvo un escalofrío de pavor. Conocía todos los recovecos de la isla,
pero jamás había puesto un pie en el empinado canchal de piedras sueltas que
rodeaba el monolito. Muchas veces había llegado al borde y, desde allí, forzando
la vista, había divisado el negro brillo de su pulida superficie. Le intrigaba
saber qué había más allá de las nubes, donde tan sólo el monolito llegaba. Pero
nunca había osado poner un pie el la primera piedra.
- Moriré en el intento –pensó para sí– y haré
morir a muchos bajo el peso de una avalancha de rocas. ¿Cómo podré hacerlo?
–preguntó al aire y a la tierra.
- Tan sólo ve –sonó la respuesta en lo más
profundo de sí mismo y, luego, el silencio.
Tomó consigo
muchas provisiones, porque no sabía cómo de larga sería la ascensión ni cuánto
duraría la espera en la base del monolito. Apesadumbrado, dubitativo, lleno de
preguntas sin respuesta, empezó a subir lentamente hacia la misteriosa y negra
superficie. Cuando llegó al borde del canchal se detuvo, a punto de dar media
vuelta y desandar lo andado. Pero una fuerza interior le impulsó a mover su pie
y apoyarlo, sin el peso del cuerpo, en una de las primeras piedras.
Inmediatamente supo, por un sutil temblor, que no aguantaría. Probó con otra, y
otra, y otra, hasta que encontró una en la que todo se conjugaba para decirle
sí. Y cargó el peso del cuerpo. La piedra aguantó. Repitió la operación con el
otro pie. Le costó mucho encontrar otra piedra afirmativa, paro la encontró.
Así, paso a paso, metro a metro, muy lentamente, fue avanzando. Su trayectoria
se parecía más a la de un borracho que a la de alguien que sabía a dónde iba.
Más de una vez se encontró en callejones sin salida en los que ninguna piedra
le decía sí, y tuvo que deshacer penosamente lo andado para encontrar la
bifurcación en la que se había equivocado. Sintió hambre, y tuvo que comer de
pie. Cayó la noche muchas veces, y siguió su camino sin poder abandonarse al
sueño.
Trazó
incontables espirales dubitativas y de sentido cambiante alrededor del
monolito, cada vez más cerca de él, hasta que un día, al amanecer, llegó a su
base. Con los dos pies clavados en la antepenúltima fila de piedras antes de la
lisa superficie, pudo apoyar su cuerpo en él y extender los brazos a su
alrededor, con las palmas de las manos en contacto con su brillante superficie
negra. No podía decir mucho de su tamaño, pero le pareció muy grande porque
pegado a él parecía casi plano. A través de las yemas de sus dedos y de las
líneas de sus manos le llegaron mil sensaciones confusas e indescriptibles.
Sentía, no ya la isla, sino el mundo a través de ellas. El frío polar y el
calor del ecuador oponiéndose sin mezcla. El estruendo de inmensas cataratas
sobre el silencio frío de desconocidos espacios estelares ejecutando una música
callada llena de misterio. El sabor salmuera de un mar muerto dominado por la
dulzura de la miel de un millón de flores distintas, derrotando a la amargura
de la traición de mil amigos y a la acidez corrosiva de la crítica despiadada.
Incontables matices de cinco concéntricos arcos de colores separando la luz de las tinieblas. Olores
olvidados desde la infancia, cargados de nostalgias, que recordaban el primer
bizcocho haciéndose en el horno de leña de la cocina, la tierra recién regada
en un jardín de madreselvas o la leche materna recién salida del pecho sentida
a través del paladar. Y paz, una inmensa, redonda, suave paz. Al cabo de un
tiempo, notó un casi imperceptible cambio en el tacto de la columna, un
sutilísimo estremecimiento de las piedras que tenía bajo los pies, y una
imprecisa corriente de aire que acariciaba sus mejillas. Al principio no supo
cuál era su origen, pero pronto se dio cuenta de que la columna se estaba
hundiendo en la tierra a una velocidad vertiginosa. La perfección de su forma
cilíndrica y la absoluta lisura de su superficie evitaban prácticamente todo
rozamiento, por lo que ni la tierra, ni el aire ni sus manos podían apenas
detectar el movimiento. Tan sólo un ligero aumento de la temperatura de sus
manos, causado por el imperceptible rozamiento denunciaben el rápido movimiento
de la columna.
Perdida la
noción del tiempo, pasó así, nunca lo supo, una eternidad o unos escasos
segundos. En un momento notó en las palmas de sus manos cómo la velocidad de la
columna se iba haciendo más y más lenta hasta que sus brazos se encontraron
abrazando el aire. El ligero sombrero de hierbas que le cubría voló de su
cabeza con el remolino que se produjo al acabarse el cilindro. La cúspide de la
columna, una inmensa plataforma circular, se encontraba a la altura de su
pecho, de sus caderas, de sus rodillas, de sus tobillos, hasta pararse. El
hueco ocupado por el cilindro entre las nubes quedó abierto y por él se
filtraba el más magnífico rompimiento de gloria que hubiese visto nunca. Cinco
dedos de luz convergentes caían sobre un punto de la plataforma. Acostumbrado a
apoyarse en el monolito, casi perdió el equilibrio. Sin un momento de
vacilación, pero con inmensa cautela, puso el pie derecho en la plataforma y se
encontró sobre ella. También sin dudarlo avanzó, ahora con paso decidido, hacia
el punto en el que convergían los dedos de luz. Cuando llegó a una cierta
distancia del lugar, percibió de lejos algo como una redonda hogaza de pan
blanco y una copa de agua. En ese momento la columna inició el ascenso. La
enorme aceleración hizo que su peso se multiplicase hasta doblarle las rodillas
y después el tronco. Tuvo que tumbarse cuan largo era, rostro a tierra y con
los brazos en cruz. Sólo el contacto de sus palmas con el suelo del cilindro
evitaba que el pánico se apoderase de él mientras la presión de su cuerpo
contra el suelo se hacía insoportable.
Poco a poco la
aceleración fue disminuyendo hasta que la velocidad de ascensión se hizo
constante. Pudo entonces volver a ponerse en pie. El hueco de las nubes se
había cerrado y vio con pánico que éstas se acercaban a él con velocidad de
vértigo. Temió morir aplastado contra ellas, pero la columna las penetró sin la
menor resistencia. La bruma impedía ver más allá del alcance del brazo y la
luz, filtrada y dispersada por las nubes, adquiría un tinte lechoso en
cualquier dirección que se mirase. Después de un tiempo indefinido, de repente,
se inició la deceleración. Sus pies seguían pegados a la plataforma, pero
ingrávidos, sin apenas peso. Le parecía estar flotando en un levísimo líquido
amniótico. La falta de orientación y gravidez le produjo un intenso mareo. Y
entonces se hizo la luz. Cenital, deslumbrante, cegadora. Tres discos de fuego
presidían el día azul. Uno, en el cenit, el más brillante, blanco. En puntos
opuestos del cielo, casi pegados al horizonte, los otros dos, rojos como la
sangre. La hogaza y la copa seguían ahí. Brillaban con tanta luz como los tres
soles juntos con todos los colores imaginables e inimaginables. A pesar de su
esplendor se las podía mirar directamente sin quedar ciego. Los cinco discos de
plata, lleno el del centro y con mordiscos simétricos el resto, las escoltaban.
Un sueño inmenso cayó sobre él. Los párpados le pesaban enormemente y se sumió
en un profundo sueño. Le despertó una voz interior que le decía:
- Levántate,
come y bebe.
Se levantó.
Seguía ingrávido. Sólo un ligero resto de peso le permitía apoyarse en el suelo
para avanzar hacia el pan y el agua. Se dio cuenta entonces de que sus
provisiones se habían quedado al pie de la columna y de que tenía un hambre y
una sed inmensas. Cuando llegó al pan y al agua, bebió y comió con avidez y
volvió a quedarse profundamente dormido. Nuevamente le despertó la voz.
- Levántate,
come y bebe que el camino es superior a tus fuerzas.
No podría decir
cuánto durmió, pero cuando se despertó era un hombre nuevo. Los músculos de la
cara le transmitían la sensación de relajación de todo el cuerpo y la alegría
le inundaba el alma. Una nueva hogaza y otra copa de agua estaban a su
cabecera. Cuando fue a beber, apenas el agua entró en contacto con sus labios,
se convirtió en un vino fuerte, poderoso. Lo paladeó en su lengua, lo sintió
pasar por su garganta, bajar a su estómago y penetrar en su torrente sanguíneo
proporcionándole una fuerza sobrenatural.
La columna
terminó su ascenso y él sintió cómo el peso volvía otra vez a sus miembros,
pero su fuerza multiplicada le hacía seguir sintiéndose ligero. Tras un rato
para acostumbrarse a la nueva sensación, volvió a notar la ingravidez. Se
iniciaba el descenso. Poco tiempo después, las nubes lo envolvieron todo otra
vez. Al salir de ellas volvió a ver el pan y el agua alumbrados por otro
rompimiento de gloria, pero esta vez sabía que no estaban ahí para él. Al cabo
de un tiempo la desaceleración de la parada le hizo sentir de nuevo un inmenso
peso, pero ahora su fuerza le permitió mantenerse en pie. En seguida se
encontró otra vez al nivel de las rocas. Le pareció como si estuviese en otra
era o en otro eón, pero el sombrero que voló de su cabeza antes de subir a la
columna, todavía no había tocado el suelo. En el tiempo de la isla no debían
haber pasado más de unas escasas décimas de segundo. Añoró tener que bajar del
monolito, pero sabía que tenía que hacerlo. Sabía muchas cosas. Sabía por qué
crecía la hierba. Conocía la naturaleza de la serpiente de fuego que la
incendiaba. Sabía de la causa de las mareas de las playas y de los vientos
huracanados que salían de las rocas. Los cambios de color del bosque no eran un
secreto para él ni la causa de los torrentes de los valles. Pero todo eso era
irrelevante. Lo único verdaderamente importante, lo que daba sentido a su vida,
era que tenía una misión. Conocía el sentido de la vida. Estaba en el monolito.
Todo su ser lo había oído, cada poro de su piel lo había absorbido, las plantas
de sus pies lo habían voceado: “Ponte en camino. Comunica lo que has visto a
todos los pueblos y razas. YO, EL QUE SOY, estaré contigo todos los días hasta
el fin de los tiempos”. Ese YO era el sentido de la vida. El principio y el
fin, el alfa y el omega, el creador de campos y hierbas, valles y torrentes,
playas y relámpagos, bosques y colores, acantilados y huracanes y, por
supuesto, hombres. Era un YO personal que se manifestaba en la columna y se hacía
carne nuestra y sangre nuestra en el pan y el agua convertida en vino de la
columna. Ese YO guardaría a cada hombre, vivo por toda la eternidad, en un
mundo al que se llegaba a través del monolito. Mucho más arriba de donde él
había llegado.
El descenso del
canchal fue infinitamente fácil. Ya no tenía que tantear. Sabía el nombre de
cada piedra y lo que podía esperar de ella. Todas las piedras podían aguantar
su peso si las miraba de la forma adecuada y conocía de antemano como debía ser
esa mirada. Bajo en línea recta, a pico. Recorrió la isla recogiendo sus ropas
abandonadas cuando salió de la ciudad. Se volvió a vestir, pero para su
sorpresa, la ropa ya no le oprimía, porque sabía para qué se la ponía. Ya
vestido, llegó al borde de la ciudad. Nadie le dijo nada cuando entró en ella,
nadie se acordaba de él. Buscó a sus amigos, pero no le recordaban. Volvió a
empezar su vida. En todo parecía un ciudadano normal, pero ni un solo día
olvidó su misión. Enseñó a muchos el camino al monolito. Los cuerpos de los
muertos, si lo habían deseado en vida, eran llevados allí en la noche. Cuando
murió, también su cuerpo fue llevado allí.
Y cuentan los
habitantes de la isla, o al menos eso me contó el viajero, que cuando llevaron
su cuerpo al monolito, millones de luciérnagas voladoras danzaron al son de una
música de esferas y cuerdas a su alrededor y alumbraron la noche hasta que el
cilindro penetró en las nubes. Las luciérnagas se fueron con el monolito, pero
la música no dejó nunca de oírse.
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