Tomás Alfaro Drake
El 11 de Marzo, inicié la publicación de una serie de 11
relatos que titulo genéricamente “Historias de otro mundos”. Este es el sexto.
Son relatos con un cierto componente fantástico. Me han servido de modelo, en
su barroquismo los relatos y cuentos de Oscar Wilde.
La vida del río
Ciertos extraños peces de unos
lejanos mares contaron una extraña historia a unos pescadores de perlas. Parece
que un día, el joven e inexperto genio de un río decidió hacer su primer
descenso a lo largo de él para conocerlo. Empezó a bajar, pequeño, cristalino y
saltador, entre piedras y cañadas. Y lo encontró enormemente divertido. Sobre
todo cuando se despeñaba en un pequeño hilo de agua en caídas de decenas de
metros. Pero, poco a poco, empezó a fijarse en las piedras que dejaba atrás en
su fluir. Eran bellas. Al pasar junto a ellas, las acariciaba suavemente. Les
hablaba y, aunque ellas no le contestaban, sentía su presencia estimulante.
Pero tan pronto pasaba las yemas de sus dedos sobre su suave superficie, ya se
habían quedado atrás y no volvía a verlas nunca. Y empezó a lamentar ser río. ¡Qué
cosa triste es ser río –se decía– quién pudiera ser laguna!
Un día, sus deseos se hicieron realidad. Se convirtió en
laguna. Sus aguas se remansaron y tuvo tiempo para conversar largamente, sin
palabras, con todas las piedras que habitaban en ella. Las había de muchas y
muy variadas formas y de diferentes colores, texturas y brillos. Le gustaban más las redondeadas que las
afiladas y, con paciencia, sin prisas, a fuerza de caricias y palabras sin
respuesta, las iba dando forma. El nivel del agua iba subiendo
imperceptiblemente, y cada día aparecían nuevas piedras sin que por ello
tuviera que abandonar a las antiguas que se iban sumergiendo cada vez más en
sus profundidades. Se sentía más y más grande. Las piedras eran suyas y eso le
daba una sensación de plenitud y de poder que le gustaba. Pero también fue
notando un calor cada vez más sofocante, y un sabor a salmuera en la boca le
iba haciendo la vida cada día más incómoda. Además, el cieno se iba
sedimentando en su fondo y las aguas se volvían cada día más turbias y densas.
Cada vez era más difícil moverse en ellas, oscuras y espesas como eran. Llegó
el día en que ni siquiera podía disfrutar de la visión ni el tacto de sus
piedras.
Deseó entonces seguir el curso
del río. Recorrió palmo a palmo toda la orilla de la laguna en busca de una
salida, pero no la encontró. Miró, o intentó mirar, a través del lodo. Recorrió
innumerables veces hasta el más pequeño recodo de la ribera. Todo fue inútil.
Tuvo que rendirse a la evidencia. No había salida. Estaba encerrado. Lloró
desconsoladamente durante muchos años y, una noche sin luna de Mayo, flotando
lánguidamente en la superficie de su laguna, miró al cielo y lo vio cuajado de
estrellas. Siempre habían estado ahí, pero él, ensimismado en sus piedras o
encerrado en su desgracia, nunca se había fijado en ellas. Le guiñaban los ojos
como llamándole y deseó ardientemente ir con ellas. Cada noche sin luna ni
nubes, subía a la superficie y allí les rogaba: “Llevadme con vosotras”. Pero
sólo el silencio respondía a sus lastimeras peticiones.
Empezaron a pasar cosas extrañas.
El fondo de la laguna se ponía a temblar de cuando en cuando. El agua se volvía
más turbia en esos momentos, su superficie se agitaba y era golpeada
violentamente contra los acantilados que cerraban el lado norte de la laguna o
trepaba por las suaves laderas de su lado sur, para luego volver hacia atrás y
dejar al descubierto piedras que hacía mucho eran exclusivamente suyas. Sintió
pánico. “¿Qué era aquello?” –pensaba. Una terrible noche oscura –nunca la
olvidaría– la furia de las sacudidas alcanzó límites pavorosos. De los
acantilados del norte empezaron a caer enormes peñascos que le maceraban el
espíritu y producían gigantescas olas.
Y, de repente, ocurrió. Con un
chasquido como si el mundo se partiese en dos, una inmensa grieta se abrió en
el acantilado y el agua se precipitó tumultuosamente hacia ella. Fue una
galopada terrible entre peñascos temblorosos, arrasando árboles, arrastrando
todo lo que encontraba en su camino, acompañado de enormes cantidades de lodo
que se habían acumulado en las profundidades de la laguna. No sabría decir
cuánto duró la cabalgada ni qué distancia recorrió pero, paulatinamente, el
galope se convirtió en trote y luego en un paso vivo pero tranquilo. Poco a
poco el cieno y los árboles y rocas arrancados se fueron quedando atrás y sus
aguas volvieron a ser transparentes y pudo volver a contemplar las estrellas,
pero esta vez podía mirarlas, si quería, a través de algunos metros de agua
clara. Era curioso verlas bailar acompasadamente con el movimiento de la
superficie en un vals lleno de gracia rítmica. Un nuevo espectáculo. También
aparecieron unos extraños seres, con aletas, cola y una piel brillante e
irisada, que se movían entre sus aguas con flexibilidad, parsimonia y
elegancia. Parecían mirar todo fijamente a través de unos ojos redondos,
brillantes y perpetuamente atentos. Venían de aguas abajo y contaban
portentosas historias de ríos infinitos que habían visto con sus vidriosos
ojos.
El paso vivo de su marcha
discurría a veces entre profundos cañones, con paredes que se elevaban
paralelas hasta el cielo y en las que su voz rebotaba infinidad de veces,
creando una increíble polifonía. En esos momentos sólo podía ver las estrellas
a través de la estrecha rendija que dejaban en lo alto los inmensos farallones.
Otras veces volvía a saltar entre piedras, como en su primera infancia, antes
de la laguna. Pero había aprendido a mirar a las estrellas y no se fijaba tanto
en las piedras. Le gustaban, seguía acariciándolas y puliéndolas, pero su vida
no se prendaba de ellas. Había además aprendido que no eran suyas, que no podía
apegarse a ellas, sino tan sólo disfrutar alegremente de su presencia mientras
durase. Tenía también la compañía de esos seres a los que llamó peces. Pero, a
pesar de todo, se sentía solo. Peces, piedras, estrellas le hacían el viaje
dulce, pero no eran agua, como él
Entonces ocurrió algo
maravilloso. Otra poderosa corriente de agua vino a verterse a la suya, se
mezclaron y se confundieron. A partir de ese momento las dos corrientes,
inextricablemente mezcladas, se acompañaban en su fluir, se contaban sus
experiencias, acariciaban las mismas piedras, compartían peces y miraban juntos
las mismas estrellas. Otras corrientes vinieron a juntarse a ellos, grandes y
pequeñas. Unas provenían del mismo valle, nacidas en escorrentías vecinas.
Otras llegaban desde otros grandes valles adyacentes. Algunas venían de cuencas
lejanas y habían tenido que atravesar las entrañas de la tierra por larguísimos
túneles, hasta llevar sus aguas junto a las suyas. Cada corriente tenía su
sabor peculiar. Todas engrandecían el caudal, aportaban peces nuevos y contaban
historias en las que las constelaciones estelares eran distintas. Se sintió
rico al poder compartir tanta diversidad.
Las tierras que atravesaban se
iban haciendo cada vez más llanas y, consecuentemente, la corriente más lenta.
A la vera de la corriente crecían grandes árboles con los que se podía conversar
largamente al pasar con lentitud junto a ellos. Los árboles agradecían al río
su paso, porque vivían de la riqueza de sus aguas. En ocasiones no era fácil
determinar donde empezaba realmente la tierra firme porque los árboles crecían
dentro de la corriente y la frondosa vegetación de la ribera difuminaba la
línea de la orilla. Cada vez con más frecuencia, era difícil encontrar el
camino y era necesario dar grandes rodeos y hacer enormes eses para seguir
curso abajo. La superficie se iba cubriendo de un légamo verde y las orillas se
hacían fangosas. Las tierras cultivadas se perdían en el horizonte y unos
artefactos mecánicos absorbían de su seno grandes cantidades de agua para
vivificar esas tierras. A él no le importaba, aunque le causaba una profunda
sed y a veces un gran cansancio. Sabía que otros seres, a los que alguna vez
había visto fugazmente en sus orillas, se alimentaban con los frutos que se
producían en esas tierras gracias a su agua y esto le producía una honda
satisfacción que compensaba la sed y el cansancio. A veces, uno de esos jugosos
frutos cultivados en sus orillas, caía a la corriente y los peces se daban un
festín y el agua se llenaba de olores y sabores extraños, exóticos y llenos de
sugerencias indescifrables.
Un día tuvo una experiencia
enormemente desagradable. Su corriente pasó por una aglomeración de extrañas
montañas, altas y estrechas, en las que vivían, como en una colmena, esos seres
que le extraían el agua para el riego. Como pago a su agua, le regalaron todo
tipo de inmundicias. Algunas fue capaz de digerirlas transformándolas en
sustancias que hacían aún más fértiles las tierras por las que pasaba. Pero
otras se le clavaron en el alma y era totalmente incapaz de eliminarlas. Le
acompañaban siempre con su dureza y su fealdad, recordándole lo peor de esos
extraños seres que cultivaban tan sabrosos frutos en las tierras por las que
pasaba.
Llegó a acostumbrarse
agradablemente a su parsimoniosa marcha y hasta empezó a parecerle majestuosa.
Se veía a sí mismo, sereno, digno, grandioso. Cuando ya pensaba que el resto de
su curso iba a ser una prolongación de esa mayestática marcha, ocurrió algo que
le obligó a recordar, aunque de otra manera, la precariedad de su infancia. De
repente, sin previo aviso, el suelo cedió debajo de él y se encontró
precipitándose desde decenas de metros a un nivel más bajo. Pero ya no era un
hilo de agua. Ahora era un caudaloso río. El salto resultó verdaderamente
imponente. El estruendo se hizo ensordecedor, la espuma se elevaba hasta casi
la mitad del salto, creando una niebla blanca y húmeda que lo empapaba todo a
su alrededor. Varios arcos iris formaban una especie de pasillo para que él
pasase ensortijado en impresionantes remolinos de fuerza. El aire se mezclaba
con el agua refrescándola, limpiándola, vivificándola. Todo parecía ser nuevo,
creado en ese momento para él. Se sintió fuerte, vigoroso y caudaloso. Sabía de
la grandeza del espectáculo, pero también que no era él, en ningún caso, el
dueño de su curso. Quien quiera que fuese el que abrió el acantilado de la
laguna y le libró de la muerte por estancamiento, era el mismo que creaba el
desnivel por el que se deslizaba día a día y el salto que acababa de
experimentar. Y se sintió agradecido a que su providencia le encaminase a un
destino que presentía cercano.
A partir de ese momento, todo
cambió. Las tierras eran cada vez más fangosas, pero no le importaba. La
pendiente era casi inexistente y la búsqueda del camino ardua, pero le merecía
la pena. Tenía que abrirse paso trabajosamente entre manglares de juncos y
cañas, pero sabía que tenía un destino. Los plásticos y envases que antes le
laceraban el alma dejaron de ser relevantes. Le producían un dolor que,
simplemente, estaba ahí, pero al que no dedicaba ni un momento de contemplación
ni le provocaba el menor sentimiento de autocompasión. Intuía que algo nuevo se
acercaba. Un cierto olor en el que se mezclaban la sal, el yodo y las algas
empezó a llegar hasta él, mientras unos extraños pájaros que nunca había visto
se sumergían en sus mansas aguas en busca de peces. Empezó a notar un agradable
sabor salado que le llegaba de aguas abajo dos veces al día. No era la sal
podrida de la laguna, sino otra vivificante que daba nueva luz al mundo.
También dos veces al día cambiaba el sentido de la corriente, algo sumamente
extraño que jamás había experimentado. Pero estas extrañas sensaciones no le
preocupaban. Al contrario, el sabor a sal yodada y el vaivén de la corriente
eran como un mecerse en brazos de alguien que le alimentaba. Parecía como si
toda su vida hubiese estado anhelando algo así sin saber lo que buscaba. Sentía
una paz inmensa e intuía que algo grande iba a ocurrir pronto en su vida.
Y un día, al doblar un recodo,
ocurrió. Se encontró sumergido, sin saber cómo en un inmenso río, salado, sin
orillas, inmenso, pacífico, consolador. Y las lágrimas, también saladas,
corrieron por su rostro, pero eran lágrimas de una profunda, profunda alegría.
Lágrimas de plenitud. El sol, al que siempre había visto a través de las ramas
de la ribera o entre las rocas, brillaba ahora esplendoroso en el cielo,
recorriéndolo de este a oeste cada día. Poco a poco, muy poco a poco, bajo los
efectos embriagantes de ese sol, se fue mezclando con el aire y elevándose de
la superficie de ese inmenso río sin orillas. Era y no era agua. Sin dejar de
ser agua se había hecho etéreo. Ya no había que bregar para buscar la
pendiente. Abajo quedaban los plásticos y envases, abajo quedaban las rocas y
los peces, abajo quedaban, incluso, la sal, el yodo y el potasio. Con él
ascendían todas las moléculas de agua de todas las corrientes con las que se
había mezclado y otras muchas que nunca había visto y que le transmitían sus
ricas experiencias. Pudo ver, en un fugaz momento, todo el curso de su río, y
el de todos los que habían compartido su curso, y otros valles, y otras cuencas
y hasta las orillas del inmenso río sin orillas al que llegaban sin cesar las
aguas de millones de ríos. Dejó atrás el aire y empezó a acercarse a las
estrellas. Pero también ellas se fueron quedando atrás. Trascendió el universo.
El infinito y la eternidad se abrieron ante él y escuchó una música que jamás
había podido soñar pero que siempre había añorado al oír el canto de los
pájaros. Supo que había sido creado por Alguien para unir su voz a esa música y
empezó a cantar melodías que jamás hubiese soñado que pudieran nacer en su
mente y salir de su boca. Como cuando bajaba entre acantilados, innumerables
ecos repetían la melodía y cada uno se armonizaba con miles de millones de
otras melodías repetidas en otras tantas reverberaciones. Se sintió arropado
por el eterno presente del Creador y se dejó llevar.
Parece que la melodía volvió a
bajar al mundo, llegó hasta los extraños oídos de unos extraños peces que
habían visto la ascensión del río con sus extraños ojos. Los peces se lo
contaron a los pescadores de perlas y éstos me lo contaron a mí. Y yo lo cuento
como lo oí.
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