23 de junio de 2013

¡Gloria a las matemáticas!

Tomás Alfaro Drake

Creo que nunca dejaré de asombrarme de la misteriosa coincidencia entre las matemáticas, abstracción de nuestro cerebro, y el mundo real. Y utilizo el término coincidencia no sólo en el sentido de coincidir, sino en el que se aplica a una inmensa casualidad. Quizá si pongo algunos ejemplos concretos de esa coincidencia, pueda explicar adecuadamente mi asombro.

1er ejemplo: Apolonio de Pérgamo fue un geómetra griego que vivió a caballo de los siglos III y II a. de C. Entre sus múltiples aportaciones a la geometría, destaca el descubrimiento de las llamadas curvas cónicas. Se le ocurrió la “inútil” idea de dedicar buena parte de su vida a estudiar qué curvas resultarían de la intersección de un plano con una superficie cónica. Y lo hizo sin otro motivo que la simple curiosidad intelectual, sin perseguir ningún fin práctico. Si el cono se corta por un plano perpendicular a su eje, obtenemos una circunferencia. Pero si vamos inclinando el ángulo del plano respecto al eje del cono, la curva de intersección se convierte en una elipse, tanto más alargada (o excéntrica) cuanto más se inclina el plano. Hasta que el plano llega a ser paralelo a la superficie del cono. Entonces, la elipse se abre y se convierte en una parábola. Pero este paralelismo es sólo una situación excepcional. Si seguimos inclinando el plano, éste cortará al cono en sus dos partes (un cono se prolonga hacia arriba y debajo de su vértice en dos partes simétricas) y la curva resultante será una hipérbola.

Supongo que Apolonio sentiría una gran satisfacción intelectual por la belleza de su descubrimiento, pero desde luego, éste no sirvió para mucho a nivel práctico. No obstante, diecinueve siglos más tarde, en el XVII d. de C., Kepler llegó a descubrir que las órbitas de los planetas no eran circulares, como se había creído siempre, sino que eran elípticas. Poco después, Newton, tras descubrir la gravitación universal, dedujo que si un cuerpo celeste procedente del espacio profundo pasase cerca de la tierra, describiría una hipérbola antes de volverse a perder en el espacio. Desde el siglo XX, las curvas cónicas han sido usadas para conseguir trazar el camino que debería seguir un satélite artificial para poder pasar cerca de Saturno y sus lunas gastando la menor cantidad de energía posible. Gracias a Apolonio, podemos ver fotos de este planeta, del que se especula que pueda haber tenido o tener vida. Gracias a la parábola se pueden construir telescopios que escudriñen las lejanas estrellas o los faros de mi coche que me permiten conducir de noche ¡Gracias Apolonio por tu inútil curiosidad!

2º Ejemplo:
Fue Pitágoras, allá por el siglo VI a. de C., quien descubrió el teorema que lleva su nombre y que conocen hasta los niños que estudian sólo letras (que garrafal error, rayano en la tragedia, eso de que siendo aún un niño haya que elegir entre ciencias y letras). A saber: “la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa”. Una vez más, Pitágoras no pretendía nada práctico al llegar a esta conclusión. Pura e “inútil” especulación intelectual. Creo que no es necesario explicar los efectos prácticos que ha tenido el teorema de Pitágoras. Pero pretendo derivar hacia otra “inútil” especulación intelectual emparentada con el teorema de Pitágoras. La trigonometría.

No está claro si fueron los babilonios, egipcios o griegos los que dieron más impulso a esta rama de la matemática. Pero sea quien sea, se le ocurrió pensar cuál sería la relación entre la longitud de determinados segmentos formados por la proyección del radio de una circunferencia al girar alrededor de ella, en función del ángulo que hubiese girado. No se puede encontrar curiosidad intelectual más “inútil” que esa. Fueron apareciendo así, a lo largo de los siglos, consumiendo “inútilmente” la capacidad intelectual de grandes genios, las funciones del seno, coseno, tangente, cotangente, secante y cosecante de un ángulo. Cierto que estas cosas tuvieron, casi al mismo tiempo que se especulaba sobre ellas, aplicaciones prácticas en la medición de alturas de edificios o montañas, distancias difíciles de medir directamente entre puntos muy alejados, etc. En el siglo III a. de C. Eratóstenes calculó la circunferencia de la Tierra. Lo hizo gracias a la trigonometría, al descubrimiento en la biblioteca de Alejandría de que había un pueblo llamado Siene, al sur de su ciudad, en el que el día del solsticio de verano el sol se reflejaba en el fondo de un pozo y a la sombra de un palo en el jardín de su casa alejandrina ese día. Si se equivocó no fue por el método de cálculo, sino porque la distancia entre Siene y Alejandría la midió por los pasos que tuvo que dar un esclavo para recorrerla. El esclavo debía tener las piernas largas, necesitó pocos pasos y eso hizo creer a Eratóstenes que la distancia entre las dos ciudades era menor. En el siglo III a. de C., y también gracias a la trigonometría Aristarco de Samos, calculó la distancia de la tierra al sol. Cosas que en aquel entonces servían para muy poco, más allá de satisfacer la curiosidad. Hoy he leído en el periódico que se ha descubierto que hay en el mundo tres montañas más con más de ocho mil metros de altura. Imagino que este descubrimiento habrá puesto cachondos o les habrá hecho exclamar ¡mierda! a todos los alpinistas que hayan conseguido coronar los hasta ahora 14 ochomiles. ¡Otros tres picos más para escalar!

Pero he aquí, que cuando, en el siglo XIX, Maxwell descubrió las ondas electromagnéticas, se dio cuenta de que eran funciones sinusoidales, es decir, basadas en senos y cosenos. Es decir, si hoy podemos comunicarnos por internet, es gracias a que conocemos cómo son estas funciones. Pero no acaba ahí la cosa. Fourrier descubrió que cualquier fenómeno que se repita, de la forma que sea, en el tiempo, puede descomponerse en una serie de funciones sinusoidales. Gracias a ello, las compañías eléctricas diseñan los tendidos de alta tensión de forma que, aunque se rompa un cable en un tendido a mil kilómetros de mi casa, yo pueda encender la luz sin que esto me cause ningún problema.

A los financieros que quieren medir el riesgo comparativo de varias inversiones y buscar una cartera de valores que minimice ese riesgo, no se les caen de la boca las llamadas betas de una determinada acción de la bolsa. Pues bien, estas betas no son otra cosa que la tangente trigonométrica del ángulo formado por la recta de regresión lineal de la nube de puntos formada por la correlación a lo largo del tiempo de la rentabilidad de esa acción con la rentabilidad del mercado. Eso por no hablar de las ondas Elliot. Sé que un lector de a pie no entenderá nada de lo que acabo de decir, pero cualquier dentista con ahorros que invierte en bolsa se dará cuenta de que, detrás de los sabios –o insensatos– consejos de inversión que recibe para sus ahorros de sus analistas financieros, están Pitágoras, Fourrier y un largo etcétera de matemáticos que han desarrollado la trigonometría por pura curiosidad intelectual. Y si en esta crisis, algún analista financiero estúpido o sinvergüenza, le ha llevado a perder sus ahorros, que no le eche la culpa a los matemáticos, sino a la estupidez o falta de escrúpulos de sus analistas y asesores financieros. Otros analistas y asesores usan esos conceptos con inteligencia y honestidad, haciendo que nuestro dentista pueda obtener por sus ahorros de toda una vida una rentabilidad acorde con el riesgo que se esté dispuesto a correr.

3er ejemplo:
Diofanto fue un matemático, también griego, del siglo III d. de C., que estaba intentando conocer la longitud de los lados de un triángulo rectángulo a partir de su perímetro y su área. Tampoco perseguía ninguna finalidad más allá de su curiosidad intelectual. Pero he aquí que en su discurrir, se encontró con la raíz cuadrada de un número negativo. Perplejo, tuvo que concluir que un número negativo no podía tener raíz cuadrada. El número -1, no tiene raíz cuadrada ya que el cuadrado de 1 es 1  y el cuadrado de -1, es también 1, por aquello de que la multiplicación de dos números negativos da un número positivo. Es decir el número 1 tiene dos raíces cuadradas, 1 y -1, pero el número -1 no tiene ninguna. Tuvieron que pasar catorce siglos hasta que Descartes, en el siglo XVII, se atreviera a decir que la raíz de -1 era un número imaginario que más tarde se llamó i. Inmediatamente se empezaron a estudiar números híbridos formados de una parte real y una imaginaria, números a los que se dio el nombre de complejos. Se desarrolló una aritmética con estos números y pronto se vio que, según esta aritmética la suma de dos números complejos podía dar un número real. Esto llevó a Huygens a escribir una carta a Leibniz, en la que le decía:

Lo que me escribes sobre cantidades imaginarias (complejas) que, no obstante, cuando se suman dan una cantidad real, me es sorprendente y totalmente nuevo. Uno nunca
creería que esto fuese cierto y debe haber algo escondido en ello que es incomprensible
para mí.

Hasta aquí, pura e inútil especulación intelectual. Pero el siglo XX vio la aparición de la que, probablemente, haya sido la mayor revolución científica de la historia: la física cuántica. Según esta física, las partículas elementales, el electrón, por ejemplo, no son como pequeñas bolas de villar, que están en un sitio concreto. Se parecen más bien a una nube de puntos dispersos que se van expandiendo de una determinada forma mientras no nos empeñemos en saber dónde están. Esa nube determinaría, si nos empeñásemos en saber dónde está el electrón, la probabilidad de que se encontrase en un sitio u otro. Y no es que el electrón esté en un sitio u otro sin que nosotros sepamos exactamente en cual. Hasta que no nos empeñamos en saber dónde está, no está en ningún sitio particular, ES esa nube (hay experimentos que demuestran sin lugar a dudas que esa nube está realmente en diferentes sitios a la vez). Y si nos empeñamos en saber dónde está, no hay manera de saber a priori en dónde va a “colapsar” (así se llama al fenómeno que determina el lugar donde estará en electrón si le nos empeñamos en localizarle). Sólo podemos saber la probabilidad de que aparezca en un sitio u otro. Y si una vez colapsado, le dejamos a su aire, el electrón volverá a ser una nube indeterminada. A esa nube indeterminada se le llama “función de onda”. Pues bien, Schrödinger, en el siglo XX, descubrió las ecuaciones que rigen la evolución de esa función de onda de una partícula. Y esas ecuaciones necesitan la matemática de los números complejos. Ahí estaban, agazapados en la naturaleza de las cosas, esos engendros intelectuales de Diofanto, Descartes, Huygens y Leibniz. Y no se puede decir que la física cuántica sea una elucubración. Sin ella, yo no podría escribir en mi ordenador y, un día, gracias a ella, habrá ordenadores cuánticos que cabrán en la punta de un alfiler, con una capacidad de cálculo y memoria que dejarán en ridículo al más sofisticado de los ordenadores actuales.

4º Ejemplo:
Se pierde en la noche de los tiempos el descubrimiento de los números primos. Como todo el mundo sabe, un número primo es aquél que sólo es divisible por sí mismo o por la unidad. Por ejemplo, el número 13 es primo porque ningún número que no sea el 1 o el propio 13, puede dividirlo de forma entera. Efectivamente, 13/1=13 y 13/13=1, y punto. No hay otra forma de dividir 13 y que dé un número entero. Sin embargo, el 15, no es un número primo, porque, además de la perogrullada de ser divisible por sí mismo y por la unidad, es divisible por 3 y por 5. ¿Se puede encontrar algo más “inútil” en lo que gastar el tiempo que en esto? Pues desde que se descubrieron los números primos, muchas de las mejores mentes de la humanidad no han dejado de perder el tiempo con esta “inutilidad”. Euclides, en el siglo IV-III a. de C. demostró que hay infinitos números primos. Desde entonces se ha intentado buscar una regla que permita definir brevemente si un número es primo o no. No sólo no se ha encontrado esta regla, sino que se ha demostrado que no existe. Por tanto, para saber si un número es primo no hay más narices que tantear para ver si es divisible por algún otro. Esto está chupado de hacer a mano para números de 2 o 3 cifras, pero ni el más potente ordenador puede hacerlo para un número de, pongamos 34823 cifras. El número primo más alto del que se ha podido demostrar que lo es, es el 23021377, que es un número de 909525 cifras. Se han generado listas de números primos hasta valores tan altos como han permitido las más potentes computadoras, pero por encima de este límite, entramos en territorio ignoto, con la excepción de algunas excepciones de números más altos, como el del record citado, que se han podido demostrar como primos. De la inspección de la lista de estos números se ve que los números primos no siguen ningún patrón definible o, al menos, nadie lo ha encontrado.

Sobre los números primos se han demostrado cosas como que son infinitos y que no hay una regla que los defina. Pero hay sobre ellos conjeturas que, si bien se han comprobado como ciertas para todos los números primos conocidos y tienen, por tanto visos de ser ciertas, no se han podido demostrar. Cito dos de estas conjeturas. La primera no tiene, que yo sepa, nombre de inventor. Se llama la conjetura de los números primos gemelos. Es evidente que, salvo el 2, todos los números primos tienen que ser impares, puesto que los pares son divisibles por 2. Se llaman primos gemelos a aquellos que son impares consecutivos. Por ejemplo, el 3 y el 5 son primos gemelos. El 11 y el 13, también. Y lo mismo pasa con el 17 y 19; 29 y 31; 41 y 43; … 599 y 601. El record actual de dos primos gemelos está en los números 2003663613*2195000-1 y 2003663613*2195000+1. Cada uno de estos números tiene 58.711 cifras. Si se mira la lista de números primos, se ve que, en general, la distancia entre dos números primos consecutivos aumenta con el tamaño, aunque sin ninguna regla. De hecho, para números inmensos, aparecen de repente primos gemelos. Esto ha llevado a la conjetura de que dado cualquier número, por grande que sea, siempre se podrá encontrar un par de primos gemelos mayores que ese número. Muchísimas mentes brillantísimas se han dedicado inútilmente a intentar demostrar esta conjetura.

La segunda conjetura que voy a exponer lleva el nombre del matemático que la formuló. Se llama la conjetura de Goldbach. Efectivamente, en 1742 Goldbach, un matemático casi desconocido le escribió una carta a Euler en la que le decía: “Creo que todo número mayor que 5 puede ser  escrito como la suma de tres primos”. Hoy en día, la conjetura se presenta de una forma equivalente más sencilla: “Todo número par puede ser escrito como la suma de dos primos”. Pero, se presenten como se presenten nadie ha sido capaz de demostrar estas conjeturas, a pesar de que muchos matemáticos han dedicado a ello su vida. Muchos se han vuelto locos obsesionados con esas demostraciones. Tengo un amigo que ha estado a punto de tirar por tierra una brillantísima carrera como economista teórico por dedicarle dos compulsivos años a la demostración de la conjetura de Goldbach. Parece que se ha curado. Pero si un día gana, como es posible, el Nobel de Economía, estoy seguro de que estos dos años no habrán sido inútiles.

Pero, en la vida corriente, ¿para qué ha servido tanto esfuerzo baldío? Cada vez que entramos por internet en nuestro banco para hacer una transferencia lo podemos hacer con bastante seguridad gracias a sistemas de encriptación basados en la matemática de números primos. Y, hoy día, se considera que hay métodos de encriptación basados en ellos que son totalmente imbatibles.

***


Podría poner más ejemplos, como los números transfinitos de Cantor, el teorema de la incompletitud de Gödel o el de la incomputabilidad de Turing, pero esto haría insoportables estas ya demasiado largas líneas. No puedo, sin embargo, pasar de largo sin introducir en ellas mi “locura” particular. La mayoría de los científicos dan por hecho que la inteligencia del hombre ha surgido por la evolución. Es bastante evidente que el cuerpo del hombre sí que ha venido por evolución. Mi evidente parecido anatómico con el chimpancé o el gorila me hacen pensar que nuestros cuerpos deben venir de un ancestro común. A fin de cuentas la evolución procede siempre de forma que va introduciendo cambios paulatinos que son inmediatamente beneficiosos para el organismo que los “sufre” y esto, poco a poco, va haciendo que aparezcan rasgos diferenciales que crean ramificaciones en el árbol de la vida. Se puede seguir el rastro de las modificaciones anatómicas que han llegado a diferenciar al hombre del chimpancé o el gorila. Pero, ¿la inteligencia humana? La inteligencia humana capaz de elucubraciones como las matemáticas es un salto cualitativo e inmenso, no un proceso paulatino. ¿Y la aparición de esa sed de belleza intelectual ligada al descubrimiento de la verdad abstracta que caracteriza a las matemáticas, de dónde viene? ¿Qué animal la posee aunque sea en un grado muchísimo menor que el humano? Ninguno. No soy capaz de imaginarme a ningún ser distinto del hombre dedicando su vida a descubrir la raíz cuadrada de -1 y o asombrándose por la belleza de la relación entre los catetos y la hipotenusa, sin sacar de ello el más mínimo beneficio. La búsqueda de la verdad y el asombro por la belleza de la misma, son dos características exclusivas de la inteligencia humana (decir inteligencia humana es una redundancia), que suponen un salto cualitativo sobre cualquier otra cosa que haya existido antes. Además, no parece que sean una ventaja competitiva para la supervivencia. Por tanto, no tiene sentido pensar que la inteligencia humana viene, como el cuerpo del hombre, por evolución. Pero, si no viene por evolución, ¿cómo ha aparecido? Einstein se sorprendía de que las leyes del universo tuviesen una lógica interna que lo hiciese inteligible. No hay ninguna razón para que el universo tuviese lógica. No hay ninguna razón para que la ley de la gravedad no sea ahora de una manera y dentro de un segundo de otra diferente a la de ahora. Heráclito de Éfeso, en el siglo VI a. de C. también se asombro de esto. A este principio que rige todas las cosas le llamó Logos. Aristóteles se asombraba de que existiese algo. ¿Por qué habría de existir algo en vez de la nada? A ese algo le llamó el Ser. Definió los atributos del Ser como verdad, bondad, belleza y unidad. Sólo un ser con inteligencia ha podido hacer un universo con Logos y le ha podido dar al hombre inteligencia para descubrir ese Logos. Sólo un ser con belleza puede dar al hombre el sentido de la belleza de descubrir La verdad de ese Logos. Tal vez haya que ser más rebuscado para buscar en las matemáticas la raíz de la bondad, el tercero de los atributos del Ser, pero la verdad y la belleza resplandecen en ellas. Y si resulta que, de una manera misteriosa, de la búsqueda de esa verdad y esa belleza se desprende la casualidad de que aparezcan utilizaciones prácticas que pueden hacer la vida mejor para toda la humanidad, a lo mejor, también hay bondad en las matemáticas. El escritor alemán del siglo XVIII Gotthold E. Lessing dejó escrito que “la palabra coincidencia es una blasfemia; nada bajo el Sol sucede por casualidad”. Y si en las matemáticas llegan a coincidir verdad, belleza y bondad, ¿no se desprende de ellas también la unidad? ¿No será Dios matemático? Así pues, como dice el título de estas líneas: ¡Gloria a las matemáticas!

5 comentarios:

  1. Cipriano Rodríguez24 de junio de 2013, 19:25

    ¡Excelente!

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  2. Hola Cipriano, soy Tomás. Me alegro de que te haya gustado y de que visites mi blog. Gracias.
    Tomás

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  3. ¡Genial artículo!
    Una de las partes de las matemáticas que más me llaman la atención es la de los fractales, que también parecen inútiles pero que aparte de sus aplicaciones en generación de paisajes tridimensionales para videojuegos encuentran aplicación en nuevas medidas de distribución en modelos económicos.

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  4. Muy cuiroso, siemrpe tenemos la oportunidad de conocer algo que desconociamos.
    Gracias

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  5. Gracias Pedro Francisco y bienevenido al blog.

    Tomás

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