El
5 de Mayo, en la entrada que hice con el título de “Kant y la moral católica”,
prome ti hacer una entrada sobre la indisolubilidad del matrimonio desde la
perspectiva de la entrada citada. He tardado casi mes y medio, no porque no
supiese cómo escribirlo, sino porque ha habido otros temas y circunstancias que
me han hecho retrasarlo, pero, al fin, ahí va.
A
menudo me ocurre, viviendo en el mundo real en el que vivo, que amigos míos,
católicos practicantes y con matrimonios estables, me preguntan –no sé qué
referente ven en mí– cómo es posible que la Iglesia sea tan dura que niegue a
una persona que se equivoca en su matrimonio –o, más grave aún que, sin
equivocarse, se encuentra abandonada– la posibilidad de rehacer su vida con una
nueva unión, en vez de empeñarse en que debe soportar la soledad durante toda
su vida. Y, ciertamente, es una pregunta que no es fácil de contestar.
Cualquier persona con la más mínima empatía hacia sus semejantes se siente
interpelada por estas situaciones. La soledad sentimental es muy dura y, en un
primer golpe de vista, prohibir la solución a esta situación por un error o por
una injusticia sufrida, parece algo inhumano. Pero a menudo, para entender una
norma, es necesario superar ese primer golpe de vista, a veces superficial. Voy
a intentarlo.
Abordaré
en primer lugar el aspecto teológico para, como consecuencia de éste, no como
un cambio de tercio inconexo, pasar al humano. La Iglesia, cuando dicta normas
morales, no lo hace por propia iniciativa. La Iglesia pretende ser la voz de lo
que hoy diría Jesucristo si estuviese entre nosotros. Y para esto, se basa en
las Escrituras, especialmente en el Evangelio. Hay normas morales que, para
anclarlas en el Evangelio es necesario un esfuerzo de interpretación a veces
difícil. No es el caso de la indisolubilidad del matrimonio. Jesús no puede ser
más explícito al respecto. Mateo en su Evangelio dice:
“En
aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo
a prueba: «¿Es lícito a uno despedir a su mujer por cualquier motivo?»
Él
les respondió: «¿No habéis leído que el Creador, en el principio, los creó
hombre y mujer, y dijo: "Por eso abandonará el hombre a su padre y a su
madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne"? De modo que
ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe
el hombre.»
Ellos insistieron: «¿Y por qué mandó Moisés darle acta de repudio y divorciarse?»
Él les contestó: «Por lo tercos que sois os permitió Moisés divorciaros de vuestras mujeres; pero, al principio, no era así. Ahora os digo yo que, si uno se divorcia de su mujer –excepto en caso de unión ilegítima– y se casa con otra, comete adulterio.»
Los discípulos le replicaron: «Si ésa es la situación del hombre con la mujer, no trae cuenta casarse.»” (Mateo 19, 3-10).
Marcos es todavía más rotundo (Cfr.
Marcos 10, 3-12). A la vista de la respuesta de los discípulos –que no de gente
alejada de Jesús– parece que la sentencia de éste no causaba entonces menos
escándalo que ahora. Aquí podría terminar la cuestión, pero es vital ver que
los mandatos evangélicos, cuando son restrictivos, no son una mera prohibición,
sino que tienen un sentido para la felicidad del ser humano. Veamos. El amor
humano entre hombre y mujer, cuando se perpetúa en el amor conyugal, es una
fuente de felicidad. Y no sólo para el hombre y la mujer que lo viven, sino
para los hijos que viven en el seno de una familia estable en la que se palpa
ese amor. Creo que nadie que haya experimentado la posesión o pérdida de esta
situación puede negar esto. Ahora bien, ese amor conyugal no es siempre un
camino de rosas. Es, con frecuencia difícil y está atravesado en muchos puntos
por caminos que llevan al desastre. Por eso, para recorrerlo hasta el final,
para vivir y hacer vivir su felicidad a otros, hay que ir armado de una fuerte
determinación mantenida por la voluntad. La trivialización de ese amor
dejándolo reducido a un mero sentimiento que dura lo que dure espontáneamente,
es una fuente casi infalible de fracaso. Permítaseme una cita del libro “Los
siete hábitos de la gente altamente eficiente” de Stephen R. Coven. Cuenta
Coven, cómo, en una sesión de coaching con un directivo,
tuvo la siguiente conversación:
“Mira
a mi matrimonio. Estoy realmente preocupado. Mi mujer y yo ya no tenemos los
mismos sentimientos que teníamos antes hacia el otro. Sospecho que,
simplemente, ya no la quiero y que ella no me quiere ¿Qué puedo hacer?
“¿Ya
no existe el sentimiento?” Pregunté
“Exacto”,
se reafirmó. “Y tenemos tres hijos y estamos realmente preocupado por ellos,
¿qué me sugieres?”
“Quiérela”,
repliqué.
“Te
lo acabo de decir, el sentimiento ya no existe”
“Quiérela”.
“No
me entiendes. El sentimiento de amor ya no existe”.
“Entonces,
quiérela. Si el sentimiento no existe, es una buena razón para quererla”
“Pero,
¿cómo se puede querer cuando no estás enamorado?”
“Amigo,
amar es un verbo. Amor –el sentimiento– es un fruto del amor, el verbo. Por
eso, quiérela. Sírvela. Sacrifícate. Escúchala. Enfatízala. Apréciala.
Reafírmala. ¿Deseas hacer eso?”
Y aclara:
“En
la gran literatura de todas las sociedades en progreso, amar es un verbo. La
gente reactiva hace del amor un sentimiento. Actúan por los sentimientos.
Hollywood nos ha condicionado, generalmente, para creer que no somos
responsables. Que somos un producto de nuestros sentimientos. Pero el guión de
Hollywood no describe la realidad. Si nuestros sentimientos controlan nuestras
acciones es porque hemos abdicado de nuestra responsabilidad y les hemos dado
poder para hacerlo.
La
gente proactiva hace del amor un verbo. El amor son cosas que haces: los sacrificios
que haces, la entrega de ti mismo, como una madre llevando a un recién nacido
hacia el mundo. Si quieres estudiar el amor, estudia a los que se sacrifican
por los demás, incluso por la gente que los ofende o que no les ama en
contrapartida. Si eres padre, mira el amor que tienes por tus hijos por los que
te sacrificas. El amor es un valor que se hace real a través de acciones de
amor. La gente proactiva subordina los sentimientos a los valores. Así, el
amor, el sentimiento, puede ser recuperado”.
Y en otra parte, sigue aclarando
cómo sobreviene el fin del amor. Del verbo y del sentimiento.
“Cuando
dos personas en un matrimonio están más preocupados por conseguir los huevos de
oro, los beneficios, que en preservar la relación que los hace posibles,
frecuentemente se hacen insensibles y desconsiderados, descuidando las pequeñas
delicadezas y cortesías tan importantes en una relación profunda. Empiezan a
usar palancas de control para manipularse el uno al otro, para focalizarse en
sus propias necesidades, para justificar su propia posición y buscar evidencias
que muestren las equivocaciones del otro. El amor, su riqueza, su suavidad y
espontaneidad empiezan a deteriorarse. La situación se hace día a día más y más
enfermiza”.
Por eso Cristo y, consiguientemente,
la Iglesia insisten en la indisolubilidad del matrimonio. Aún haciéndolo así,
asistimos a una espeluznante trivialización del amor conyugal. Y la clave de la
inmensa mayoría de los fracasos está en esa trivialización. ¿Qué debería hacer
un código moral sano? ¿Abrir puertas a esa trivialización? Me parece que no. Me
caben pocas dudas de que si la Iglesia aceptase mañana el divorcio, las
rupturas matrimoniales se multiplicarían por bastante. En cambio, Cristo, a
través de su Iglesia, proporciona un sacramento que ayuda y da fuerzas para
todo el camino, si no se desprecian sus frutos, si se vive el matrimonio como
una cosa de tres –el hombre, la mujer y Dios–. Pero una sociedad en la que la
norma son esas rupturas, es una sociedad enferma que, en el límite, está
escribiendo su sentencia de muerte. Por mi trabajo universitario tengo mucha
relación con muchos jóvenes estudiantes. Puedo asegurar que el mal rendimiento
académico y el deterioro de la salud emocional tienen una estrecha correlación
con la ruptura del matrimonio de sus padres. Por tanto, si la Iglesia debe ser
el faro de la sociedad, no puede darle señales falsas. Imagínate que debes
poner un faro que guíe con seguridad a los barcos hacia el canal de entrada del
puerto. Supón que este canal, de dirección norte-sur, se prolonga varias millas
mar adentro y está flanqueado de arrecifes. Un barco viene costando por el este.
¿Dónde pondrías el faro que le indique al barco por donde entrar? ¿Pegado a la
costa para que el barco no tenga que dar un rodeo? ¿O varias millas al norte,
justo a la entrada del canal? Caben pocas dudas, ¿no? ¿Cómo llamarías al
ingeniero que hiciese lo primero? Pues Cristo y la Iglesia, al defender a capa
y espada la indisolubilidad del matrimonio ponen el faro donde hay que ponerlo.
Bueno y, ¿qué pasa con la gente
que, tras intentarlo con todas sus fuerzas no es capaz de mantener el amor
conyugal? ¿O con el pobre cónyuge que se encuentra con que el otro no se
esfuerza lo más mínimo y tira la toalla antes de empezar o se dedica a
engañarle sistemáticamente? ¿Le dicen Cristo y la Iglesia que se aguante? ¿Le
dicen con una palmadita en la espalda, “mala suerte” y luego se desentienden de
él? De ninguna manera. Le ayudan. No diciéndole que todo vale –lo que sería un
engaño–, sino con los medios humanos y espirituales a su alcance. Vivimos en un
mundo en el que muy a menudo son más apreciadas las ayudas de palmaditas en el
hombro y, luego, si te he visto no me acuerdo, que la ayuda sustancial. Bueno,
pues esta ayuda sustancial, espiritual y humana, para sobrellevar la pesada
carga de una vida conyugal fallida, es la que brinda la Iglesia en nombre de
Jesucristo. Ciertamente, la persona que, una vez roto su matrimonio convive con
otra, no puede acceder al sacramento de la Eucaristía. Pero, desde luego, todas
las leyendas urbanas de que están excomulgadas y otras sandeces por el estilo,
son falsas. Están, por supuesto, dentro de la Iglesia. Y, más por supuesto
todavía, están bajo la misericordia de Dios, que tiene un alcance enormemente
más amplio que el paraguas de la Iglesia. Rara es la parroquia en la que no hay
un grupo de atención, ayuda y apoyo y oración formado por personas separadas o
divorciadas, convivan o no con una nueva pareja. Porque la Iglesia, como
Cristo, sabe que somos débiles y que no siempre podemos ser cristianos
ejemplares. Y también sabe que ella no es una asociación de perfectos, sino de
pecadores. Y desde antiguo, hay un dicho de los Padres de la Iglesia que dice:
“En la conciencia, ni la Iglesia”. El fuero de la conciencia es un lugar en el
que sólo caben Dios y el dueño de esa conciencia.
Tomás Alfaro Drake
No obstante, vivo en el mundo
real y sé que esto no les basta a los que piden que el matrimonio cristiano sea
disoluble. Sólo se conformarán si un día la Iglesia dijese que el vínculo se
puede romper. Y, desde el puro sentimiento, desde la empatía, lo entiendo. Pero
eso no lo dirá nunca la Iglesia, porque eso haría una sociedad más triste y
desgraciada. Más aún, creo que si los seres humanos, sean o no cristianos, no
cobran conciencia de que una promesa de amor conyugal, bendecida o no por el
sacramento cristiano del matrimonio, es, o una promesa indisoluble o una
utilización mutua, más o menos consciente, las sociedades que formen serán más
débiles y desgraciadas. A pesar de lo anterior, entiendo perfectamente que eso
les pudiera gustar a las personas que han visto romperse su matrimonio. O a las
que lo están manteniendo pero sienten empatía por las primeras. Lo que no cesa
de sorprenderme es que a personas que se declaran abiertamente agnósticas o
ateas y que proclaman su desprecio por las normas de la Iglesia, les indigne el
hecho de que la Iglesia declare indisoluble el matrimonio. Me pregunto: y a
ellos, ¿qué más les da? Pero, como siempre, a estas personas que, desde el desprecio
a la Iglesia, claman por la disolubilidad de todo tipo de unión matrimonial
–debe recordarse que la palabra matrimonio es del derecho romano, anterior al
cristianismo– incluido el cristiano, y que lo hacen, según dicen, en nombre de
la libertad abstracta, les importa mucho menos que a la Iglesia la ayuda a las
personas que se encuentran en esas situaciones. Es una simple política de
gestos vacuos políticamente correctos. No suelen mover un dedo por ayudarles.
Así pues, la Iglesia, en nombre
de Cristo, hace lo que tiene que hacer. Administrar el sacramento del
matrimonio que fortalece esa unión y le da fuerza haciendo que intervenga el
Tercero. Aconsejar para ayudar a mantenerlo. Orientar y perdonar a los que
empiezan a desviarse por el sendero de la instrumentalización del otro. Defender
su indisolubilidad y ayudar, en su duro y difícil camino a los que han visto
cómo se les rompía y quieren ser ayudados. Y haciendo esto, aporta su granito
de arena para que construyamos una sociedad más feliz.
Efectivamente, Tomás. Muchas gracias por la entrada. El texto de Covey me ha servido ya varias veces para mostrárselo a amigos y conocidos, de una entrada tuya de hace unos años. Me compré el libro también.
ResponderEliminarPero sería bueno indicar que la Iglesia la formamos una ingente cantidad de gente, religiosos y laicos, que son los que llevan a cabo esa labor de acompañamiento a los que sufren un matrimonio con problemas. La cuestión aquí es ¿realmente hacemos nosotros, cada uno, esa labor de acompañamiento? Porque lo cierto es que cuando uno se encuentra a alguien con problemas y cree que debe acompañarle en esa situación, es un trabajo en ocasiones muy duro, cansado, que obliga a estar pendiente, a aconsejarle, a rezar por él, etc. Y esta vida es un ajetreo para todos. Por si fuera poco, recientemente una amiga que estuvo al cargo de un COF se ha quedado sin trabajo, por falta de dinero, claro. ¿Qué hacemos los cristianos de a pie, los que estamos en el mundo al cien por cien, los que no estamos en un movimiento, grupo, o cualquier asociación eclesial? ¿Cómo afrontamos el dolor ajeno? ¿Realmente acompañamos? Deberíamos hacerlo, y para ello ser conscientes que Dios es el primero que nos acompaña para afrontar ese dolor ajeno, para ser capaces de dar luz y amor, que reconstruye conciencias, y sana las heridas. Debemos dejarle obrar, para que haga milagros en nosotros y en los demás. ¿Creemos en los milagros? Yo sí, aunque ando despistado la mayor parte del tiempo. Un abrazo
¡Qué razón tienes Juan! A veces estamos tan despistados con los afanes del día a día que dajamos pasar de largo ocasiones de cuidar de nuestros prójimos proximos. Somos como el grano de la parábola del sembrador que cae entre zarzas, sale y luego, los cuidados del mundo le asfixian. Deberíamos cuidar eso y pedirle a Dios que nos haga ir por el mundo con las antenas de captar el sifrimiento ajeno siempre desplegadas y el bálsamo siempre listo, pero... En fin, nunca es tarde.
ResponderEliminarUn abrazo.
Tomás