Tomás Alfaro Drake.
El martes pasado apareció en el diario "El Mundo, en la sección Tribuna un artículo de Felipe Fernández- Armesto que me movió a la respuesta inmediata. Envié mi respuesta, en el formato requerido por la sección Tribuna diciendo que confiaba en el fair play del diario para que se pudiesen oír, a través de mi respuesta, voces que ven de otra manera el lugar del hombre en el mundo. Todavía no se ha publicado y, a decir verdad, no creo (tampoco lo creía cuando lo mandé) que se publique nunca. Sencillamente, hay una presión selectiva sobre las ideas que se salen de lo aceptado como políticamente correcto. Bueno, por lo menos, tengo el blog para enfrentarme, como David, a Goliat. Ahí va el artículo:
***
Leo con un
asombro rayano en el estupor el artículo de Felipe Fernández-Armesto en la
página de Tribuna de “El Mundo” del martes 16 de Julio de 2013. Tras un título
extraño y un largo circunloquio inicial llega al meollo de lo que nos quiere
transmitir, a saber: Que la convicción cristiana de que el ser humano es algo
especial en el mundo no tiene base científica. Todo arranca de que, al parecer,
un equipo de científicos españoles, en busca de lo que nos hace humanos, no ha
sido capaz de encontrar ninguna diferencia sustancial entre el genoma de los
grandes simios. Chimpancés, orangutanes, gorilas por un lado, y humanos por
otro. Su conclusión es que “la
continuidad que abraza a todas las criaturas, incluso a los seres humanos, es
un desafío a conceptos tradicionales”. Estos conceptos tradicionales son “la existencia de una relación especial
entre el hombre y Dios –la entrega divina en manos humanas del dominio o, por
lo menos, la gestión de la naturaleza”. Hace poco, un amigo mío, gran
erudito biblista, me dijo que la traducción por ‘sometedla’ del término hebreo ןכבשה en el pasaje
del Génesis 1, 28 en el que Dios da al hombre el dominio de la naturaleza, deja
mucho que desear. Afirma mi amigo que el término más adecuado, en vez de ‘sometedla’,
sería ‘pastoreadla’, término más acorde al lenguaje de una sociedad nómada.
Debo reconocer que me gusta el término. Podría decirse mucho sobre el pastoreo
que la humanidad ha hecho de la naturaleza, pero eso nos llevaría mucho más allá
de las fronteras de este artículo.
Soy un firme
convencido de la evolución de las especies, la humana incluida. Pero es
convencimiento llega exclusivamente a lo anatómico. Negar que mi cuerpo, con
ADN incluido, es muy parecido al de un chimpancé, sería no tener ojos en la
cara. Negar que es prácticamente seguro que mi cuerpo y el del chimpancé
procedan de un ancestro común, sería ir contra la evidencia de la observación. Aunque
ese ancestro común no ha sido aún identificado, no me cabe duda de que algún
día lo será, como se descubrió el ambulocetus, eslabón que une a los mamíferos
terrestres con los que volvieron a refugiarse en el mar. Pero de igual manera
que digo esto, afirmo que es cerrar los ojos a los hechos objetivos decir que
“por supuesto los chimpancés son distintos que nosotros, pero lo son también de
los orangutanes o los gorilas y resulta difícil y tal vez imposible decir que
la unicidad del ser humano sea de un orden mayor que la de cualquier otro
animal”. No señor. Decir esto es no tener ojos en la cara, por más que haya
hombres suficientemente estúpidos como para comprar por varios miles de dólares
las pinturas del chimpancé Congo, “el
mejor artista chimpancé del mundo”. Ciertamente, somos muy parecidos a
todos los grandes primates, tanto anatómica como genéticamente, pero de ninguna
manera lo somos en nuestro comportamiento. Sólo con mirar la realidad sin las
gafas de los prejuicios nos damos cuenta de que hay una diferencia cualitativa,
un salto cuántico, como se dice ahora sin saber lo que se dice, ante el
comportamiento de los chimpancés y los humanos. Y esto por mucho que
Fernández-Armesto asegure que los chimpancés “usan herramientas, son conscientes de sí mismos, tienen dones
lingüísticos, practican guerras, mienten, aman y explotan estrategias políticas
maquiavélicas para efectuar cambios de mando en la tribu”. O que pinten
cuadros. O que, lo que me parece una afirmación gratuita, “tengan un sentido de trascendencia muy desarrollado”. Podría
aportar miles de evidencias de que hay una diferencia cualitativa entre todas
estas proezas de los chimpancés y el comportamiento humano, pero diré sólo tres
palabras que tomaré prestadas de Aristóteles: Verdad, Bondad y Belleza. Sólo el
ser humano busca –con más o menos éxito– la razón de ser de las cosas, su
esencia y la veracidad de las relaciones causa efecto entre los fenómenos. Una
veracidad en la relación causa efecto que le permite transformar el mundo, para
bien o para mal. Sólo el ser humano se preocupa –con más o menos éxito– por
hacer un mundo mejor y sólo el ser humano se extasia ante la un cielo
estrellado, ante un andante de Mozart o ante una escultura de Miguel Ángel.
Sólo él. Nada más que él. Punto. Miremos con ojos en la cara y no nos dejemos
engañar por afirmaciones de una cultura que pretende igualarnos a los animales.
Si el hombre no
ha cumplido bien su pastoreo de la naturaleza, la cosmovisión cristiana tiene
una propuesta (y sé que doy algunos pasos fuera de la frontera de la que he
hablado hace unas líneas). El pecado original. Pecado original que es una
fuente de optimismo. Sí, de optimismo. Porque las otras alternativas son que el
mal y el bien son consustanciales a la naturaleza y, por lo tanto no podemos
hacer otra cosa que resignarnos ante ello. Si, por el contrario, la naturaleza
en buena, pero es la conciencia obnubilada del hombre la que trae el mal, queda
la esperanza del bien. Detesto hablar del mal y el bien en términos abstractos,
así que bajaré a la arena del pan, pan y el vino, vino. Con una cosmovisión
dualista debemos resignarnos a que periódicamente aparezca un Hitler.
Deberíamos incluso aceptar que un Hitler es una pare inherente de ese dualismo
yingyanista y que es, por tanto, bueno. En la cosmovisión cristiana, no debemos
hacerlo. Debemos, en cambio, vencer al mal en el bien. Cierro aquí mi
transgresión de la frontera, aunque el territorio que se divisa desde aquí es
inmenso.
Ciertamente, hay
un inmenso interrogante. ¿Cómo, si no hay diferencias significativas en la
anatomía y en la genética, el hombre es un ser único en su comportamiento? Obviamente,
si se mira la realidad con objetividad, la respuesta errónea a esa pregunta
sería negar la segunda parte. La acertada no la sé, tal vez algún día se
encuentre la respuesta, pero lo que me parece difícilmente negable que esa
diferencia de comportamiento no viene, como viene mi mano prensil, por
evolución. La evolución nunca produce esos saltos bruscos ni esas distancias
cualitativas. Por eso se puede seguir su traza.
Coincido
plenamente con Fernández-Armesto en su párrafo final. Pensar en los derechos
del simio antes de que los humanos hayamos aprendido a respetar los derechos de
los seres humanos –le cito textualmente– “pobres,
ancianos, condenados, víctimas de guerras y de abortos” sería algo
patético. Pero me parece que esta conclusión es más acorde con mi planteamiento
que con el suyo. Porque me temo que, si se intentase igualar los derechos
humanos a los de los simios, esa igualación se haría, como tantas otras, hacia
abajo. Sobre todo para “pobres, ancianos,
condenados, víctimas de guerras y de abortos”. ¿Tal vez ese sea el
propósito profundo y subconsciente de esa cultura, como un paso hacia el
nihilismo, hacernos similares a los animales? De esa cultura dijo Machado:
“El hombre es por
natura la bestia paradójica,
un animal
absurdo que necesita lógica;
creó de la nada
un mundo y, su obra terminada,
ya estoy en el
secreto –se dijo–, todo es nada”.
Dios nos libre
de esa cultura.
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