23 de marzo de 2014

Relación entre el conocimiento científico y otras formas de conocimiento

Los sábados por la mañana son días en los que me puedo permitir el lujo de leer la prensa en papel y con parsimonia. El pasado sábado, 15 de Marzo de 2014, en el cuadernillo central de “El Mundo” (que jamás puedo leer a diario), venía una entrevista con Serge Haroche, Premio Nobel de Física en 2012 por “lograr la observación de partículas cuánticas ha comprobado que a escala microscópica, la materia no obedece a las leyes deterministas de la física clásica”.

El titular de la entrevista afirma: “Si miras el mundo desde una perspectiva científica, no necesitas la religión”. Vamos a ver en qué se basa este hombre para decir esto –me dije– y me zambullí en la lectura de la entrevista. Debo decir que me pareció extremadamente interesante. Centrándome en lo que da pie al titular citado, transcribo la parte que pretende soportar esa afirmación:

P.: … ¿ha comprobado que el mundo cuántico es tan imprevisible como predecía la teoría (cuántica)?

R. : Efectivamente, lo que hemos demostrado es que las leyes deterministas de la física, que eran la piedra angular de esta disciplina en el siglo XIX, ya no son válidas. Los físicos clásicos creían que si conoces todas las condiciones iniciales de cualquier experimento en el Universo, podrás calcular y predecir los resultados. Pero la física cuántica invalida esta idea. Un fenómeno cuántico se produce de manera aleatoria y no se puede predecir cuándo ocurrirá, sino que como mucho se puede estimar la probabilidad de que ocurra. […] Pero esta arbitrariedad que existe en el sistema cuántico desaparece cuando observamos objetos a gran escala […].

P.: Esta idea, […] ¿tiene algún tipo de implicación filosófica o metafísica? Se lo digo porque algunos autores se han apoyado en la incertidumbre de la mecánica cuántica para defender la existencia de una dimensión sobrenatural de la realidad e incluso apoyar sus creencias religiosas.

R.: Todo esto me parece lamentable. Creo que la ciencia y la religión no deberían mezclarse nunca, porque esto sólo nos lleva a la confusión. Por eso rechazo rotundamente cualquier intento de aproximarse a la ciencia desde una perspectiva religiosa, o de usar la ciencia para legitimar o reivindicar ideas religiosas.

P.: Así que cualquier intento de defender creencias como la existencia de un alma o mente separada del cuerpo, apoyándose en el indeterminismo de la física cuántica, ¿le parece charlatanería pseudocientífica?

R.: Pues sí, francamente. No cabe duda de que la comprensión de la mente y la conciencia humana es uno de los grandes desafíos científicos de este siglo, pero no creo que los conceptos de la física cuántica sean relevantes en este campo.

P.: ¿Cree entonces que la física cuántica no puede ayudarnos a desentrañar el funcionamiento del cerebro humano o a resolver el problema de si existe el libre albedrío?

R.: Quizás pueda tener algún papel en el futuro porque al fin y al cabo el cerebro está compuesto de átomos, y para entender la estructura de los átomos necesitas la física cuántica. Pero aunque el sustrato del cerebro sea cuántico, no creo que los mecanismos del sistema neurológico lo sean.

P.: ¿Cree que la ciencia y la religión pueden ser compatibles o considera, como el darwinista Richard Dawkins que la visión científica no se puede reconciliar con la fe?

R.:Simpatizo bastante con las ideas de Dawkins, aunque quizás él va demasiado lejos, porque no se puede demostrar la inexistencia de Dios. Pero desde luego estoy convencido de que la religión y la ciencia son dos maneras de pensar que provienen de dos regiones cerebrales diferentes, y considero que es preferible mantenerlas separadas. […] … creo que si miras el mundo desde una perspectiva científica, no necesitas la religión.

Hasta aquí la cita textual. Empiezo mis comentarios diciendo que hay bastantes cosas de las que dice en estas líneas con las que estoy completamente de acuerdo. Creo que un buen científico, sea ateo o creyente, no debe hacer ciencia para intentar demostrar con ella sus creencias religiosas o la ausencia de ellas. La existencia de Dios no puede demostrarse ni como cierta ni como falsa por la ciencia empírica, sencillamente porque Dios, si existiese, no sería material y, por tanto, no sería aprehensible mediante los métodos de la ciencia empírica. Pero creo que merece la pena decir algunas palabras sobre la relación ciencia-religión.

Hay cuatro maneras de concebir esta relación.

La primera es la relación de antagonismo, que es la que sostiene Richard Dawkins. Esta postura es rechazada hoy en día por la casi totalidad de los científicos, el Prof. Haroche incluido. Supone un reduccionismo absolutamente contrario a la experiencia vital y no tiene la más mínima base empírica. Ninguna teoría científica permite descartar la existencia de Dios. Ni el heliocentrismo, ni la evolución darwinista ni ninguna otra que pueda pensarse. Ninguna. Dawkins es darwinista, pero es un mal darwinista. Stephen Jay Gould, tan darwinista como Dawkins y, sin duda, mejor científico y no creyente (cuando vivía) desbarata de forma inapelable la famosa teoría del gen egoísta de Dawkins. Pero, aunque la teoría del gen egoísta fuese cierta, tampoco descartaría la existencia de Dios. Dejémosla, pues, esta relación de lado.

La segunda es una postura dualista que las considera como totalmente separadas, cada una con su campo de acción, pero sin que sea posible establecer ningún puente ni conexión entre ellas. Es la postura que parece mantener Haroche y también Jay Gould. Éste bautizó esta postura con el nombre de “non overlapping magisteria” (NOMA). Es una postura pacifista y aislacionista.

La tercera es una relación simbiótica. Parte del hecho de que la realidad es una y que tiene una profundidad que es mucho más amplia de lo que pueda detectarse empíricamente. Parece difícil negar estas dos premisas. Para negarlas, alguien tendría que explicar por qué la realidad se tiene que limitar a las cuatro dimensiones espaciotemporales[1]. Pero si se admite que pueden –y deben– existir otras dimensiones indetectables empíricamente, ¿debemos renunciar a saber algo de ellas? Los seres humanos somos máquinas de conocer. No podemos admitir fronteras del conocimiento, tenemos que romperlas. Puedo admitir que alguien diga que, desgraciadamente, no podemos conocer nada de esas otras dimensiones. Pero lo que no puedo admitir, desde un punto de vista lógico, es que porque no las podamos conocer, no existan. Y, si la realidad es una y hubiera distintas formas de conocer cada una de sus partes, ¿no deberían ponerse en común esos conocimientos? Por supuesto que cada una debe respetar los métodos de la otra. Pero, ¿significa eso no poder poner los conocimientos en común y ver si hay alguna relación entre ellos? Así pues, las dos formas de conocimiento, respetándose, se complementan y enriquecen. Más aún, como veremos dentro de unas líneas, cuando hablemos del libre albedrío, se iluminan mutuamente. Sería como oír una sinfonía de Beethoven en estéreo. Si uno de los altavoces se estropea, la calidad de la música empeora claramente. O como dos organismos que viven en simbiosis y evolucionan paralelamente. El conocimiento científico ayuda a la comprensión de la trascendencia y viceversa.

La cuarta es una relación de imposición. En esta relación, una de las dos formas de conocer pretende imponerse a la otra, decir qué puede y qué no puede saber. Ni que decir tiene que esta relación es aberrante. Históricamente, aunque no de la forma simplista y desinformada que se pretende, la religión ha cometido el grave error de intentar imponerse a la ciencia. En estos momentos, el intento de imponerse va en sentido contrario. Parece como si el conocimiento científico fuese el único conocimiento válido y se bastase a sí mismo. Ambas situaciones son lamentables.

Me voy a permitir ilustrar estas cuatro formas de relación con un ejemplo. Imaginemos dos países independientes y soberanos. La primera forma de relación sería como si uno de los países negara la existencia del otro. Absurdo. En la segunda, sabiendo cada uno que el otro existe y respetándose, ambos países se ignoran y no comercian, ni tienen intercambios culturales, ni sus ciudadanos viajan de uno a otro. Empobrecedor. En la tercera, los países comercian. Uno sabe hacer muy bien una cosa y muy mal otra, y al segundo le pasa lo contrario. Cada uno hace lo que sabe hacer bien y luego intercambian. Además, hay intercambio cultural y los ciudadanos de uno viajan al otro. Se produce un notable enriquecimiento mutuo. En la cuarta, un país pretende conquistar al otro y obligarle a hacer lo que él quiere. Injusto.

Dado que el Prof. Haroche habla de la mente y del libre albedrío y cita el paradigma de la física determinista del siglo XIX, voy a usar ese tema para ilustrar la tercera forma de relación, la del enriquecimiento mutuo en la comprensión del mundo.

La mejor expresión de ese paradigma decimonónico la formuló Laplace en  su famosa sentencia:

“... hemos de considerar el estado actual del universo como el efecto de su estado anterior y como la causa del que ha de seguirle. Una inteligencia que en un momento dado conociera todas las fuerzas que animan la naturaleza, así como la situación respectiva de los seres que la componen, si además fuera lo suficientemente vasta como para someter a análisis tales datos, podría abarcar en una sola fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los del átomo más ligero; nada le resultaría incierto y tanto el pasado como el presente estarían presentes ante sus ojos”.

En este paradigma no cabe el libre albedrío, porque la parte de átomos que somos se rige por las leyes de la física, tenidas por deterministas en el siglo XIX, y no era explicable cómo la mente, para quien creyese que existía algo así, diferente de los átomos, podía interaccionar con los átomos y cambiar su devenir. Sin embargo, la libertad humana es un hecho de experiencia incontrovertible. Ante la imposibilidad de explicar el libre albedrío, determinada línea de pensamiento ha optado por negarlo, lo que me parece de una extrema irracionalidad. Pero lo cierto es que esta inexplicabilidad ha roto los esquemas de muchos filósofos, Descartes entre ellos, llevándoles a dualismos esquizofrénicos. Así las cosas, la física cuántica hace su aparición en el mundo científico. Y como dice el Prof. Haroche, descubre que el mundo no es determinista. Es decir, el futuro no está escrito en el pasado. Sin embargo, la física cuántica sustituye el determinismo por el azar. Y, según afirma, por un azar puro, no condicionado por nada. Por tanto, con la física cuántica, sigue sin explicación el fenómeno, racionalmente innegable, de la libertad. Porque yo no me levanto cada mañana a una hora determinada ni porque esté escrito así, ni por casualidad. Me levanto porque quiero. Y a esto habrá que darle una explicación, porque dejarlo sin ella sería irracional. Y creo que, sin pretender hacer ciencia empírica, se puede encontrar una pista para esa explicación por medio de la otra fuente de conocimiento, la que explora la “terra incognita” de las otras dimensiones. Tal vez, y no pasa de ser una hipótesis, sin pretensión científica, haya un algo en esas más que plausibles dimensiones no físicas, que pueda condicionar el puro azar de la física cuántica (azar que parece puro desde las cuatro dimensiones pero que tal vez no lo sea visto desde la dimensión N). Si en determinadas condiciones mi parte no atómica (¿podríamos llamarle mente?) pudiese condicionar el azar cuántico en un electrón de mi cerebro, esto podría dar inicio a un proceso en el que yo me levanto de la cama porque quiero. Ni por que esté escrito ni por azar. Porque soy libre. Con una libertad que trasciende las cuatro dimensiones materiales. Naturalmente, para que mi mente condicione ese azar, no tiene que saber física cuántica, lo mismo que mi cuerpo no tiene que saber química para producir ácido clorhídrico.  Ahora bien, al Prof. Harroche esto le parece charlatanería pseudocientífica. Tal vez lo fuese si pretendiese estar haciendo ciencia. Pero no es el caso. Estoy haciendo una hipótesis no científica que puede arrojar alguna luz sobre una clara ignorancia científica de algo que está en dimensiones más allá de su alcance. ¿Sería mejor no hacerla? Lo dudo. La propia física cuántica dice que ese “azar” es puro azar. Y, por tanto, se autocondena a una ignorancia invencible. La disyuntiva es, por tanto: ¿Mantenemos la absoluta separación de las dos formas de conocer y aceptamos la ignorancia invencible para entender el fenómeno innegable del libre albedrío, o aceptamos provisionalmente esta hipótesis no científica que, seguramente, no podrá demostrarse empíricamente ni como verdadera ni como falsa pero que nos permite entender un fenómeno? A mí me parece más racional lo segundo, que supone la relación simbiótica de las dos formas de conocer. Pero, naturalmente, admito que el Prof. Harroche prefiera mantenerse en la postura de despreciar todo tipo de conocimiento que no sea científico. La admito pero, con todo respeto, la encuentro poco racional.

Así pues, creo que, aunque se mire el mundo desde una perspectiva científica, haríamos bien en preguntarnos si otras formas de conocimiento –filosóficas, metafísicas y, por qué no, religiosas– nos pueden ayudar a entender mejor la realidad, empezando por nosotros mismos.

Fue Erwin Schrödinger, uno de los padres de la física cuántica, quien dijo que “la imagen científica del mundo es muy deficiente. Proporciona una gran cantidad de información sobre hechos, reduce toda la existencia a un orden maravillosamente consistente, pero guarda un silencio sepulcral sobre [...] todo lo que realmente nos importa. [...]... no sabe nada de lo bello o de lo feo, de lo bueno o de lo malo, de Dios y la eternidad. A veces la ciencia pretende dar una respuesta a estas cuestiones, pero sus respuestas son a menudo tan tontas que nos inclinamos a no tomarlas en serio [...]. La ciencia es incapaz de explicar mínimamente por qué la música puede deleitarnos, o por qué y cómo una antigua canción puede hacer que se nos salten las lágrimas”.

Y si la ciencia es incapaz de explicar por qué una canción puede hacer que se nos salten las lágrimas, mucho menos puede explicar el para qué de este universo maravilloso. Y si porque no sepa explicarlo decimos que no hay para qué, somos, además de irrecionales, los más miserables de los hombres. Ahora bien, si alguien, abusando de la autoridad científica –la cual, que yo sepa, no tiene por misión desesperar al hombre– me dice: ‘nada maravilloso puede encontrarse en este mundo’, me negaré obstinadamente a prestarle oídos. Con mis pobres medios, y con toda mi pasión proseguiré mi búsqueda. Y si no encuentro nada maravilloso en esta vida, diré, al despedirme de ella, que mi alma estaba embotada y mi inteligencia ciega, no que no hubiese nada que encontrar”[2].

Porque “de la religión procede el objetivo del hombre; de la ciencia su poder para alcanzarlo. El objetivo sin poder es ilusión. El poder sin objetivo es absurdo. A veces la gente se pregunta si la religión y la ciencia no se oponen la una a la otra. Así es: en el mismo sentido en que el pulgar y los otros dedos de mi mano se oponen entre sí. Una oposición por medio de la cual se pueden coger firmemente muchas cosas”. La frase anterior no es mía, sino de Sir William Bragg. Premio Nobel de física 1915. Y nada ha pasado desde 1915 que haga despreciable esta visión complementaria descrita por William Bragg. Más bien al contrario, como nos describe, casi en un lamento, Robert Jastrow, un brillante científico actual: No es cuestión de otro año ni de otra década, ni de descubrir una nueva teoría, hoy parece que la ciencia nunca será capaz de levantar el velo que cubre el misterio de la creación. Vemos que la evidencia astronómica lleva a una visión bíblica del mundo. Los detalles difieren, pero lo esencial de las exposiciones de la Biblia y la astronomía coinciden... Para el científico que ha basado su vida en la fe en el poder de la razón, la historia acaba como un mal sueño. Ha escalado las montañas de la ignorancia, está a punto de conquistar el pico más alto y, cuando se alza sobre la roca final, es recibido por un grupo de teólogos que estaban sentados allí desde hace siglos”.

Así pues, en contra del Prof. Harroche, y apoyado por científicos tan de primera línea como él, me inclino por la relación simbiótica entre la forma científica de conocer y otras formas de conocimiento, filosóficas, metafísicas y, por qué no, religiosas. Y lo hago en nombre de la racionalidad.




[1] Las modernas teorías de cuerdas postulan diferentes e incompatibles visiones de la estructura del Universo. Todas coinciden, no obstante, en que hay otras 7 dimensiones adicionales a las cuatro espaciotemporales, pero que estas dimensiones están “enrolladas” de una forma tan reducida que son indetectables empíricamente. No son, por tanto, teorías científicas, en el sentido tradicional, que exige que para que una teoría sea científica tiene que ser demostrada empíricamente. Pero, aunque lo fueran, la cuestión subsistiría: ¿por qué la realidad se tiene que limitar a 11 dimensiones? ¿Por qué no podría haber 2.471.902 dimensiones? ¿O infinitas? Y, ¿cómo podría la ciencia, que sólo puede detectar empíricamente cuatro, decir algo de la realidad que hay tras todas las demás?
[2] Louis Pawels y Jaques Bergier. La rebelión de los brujos.

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