Los sábados por
la mañana son días en los que me puedo permitir el lujo de leer la prensa en
papel y con parsimonia. El pasado sábado, 15 de Marzo de 2014, en el
cuadernillo central de “El Mundo” (que jamás puedo leer a diario), venía una
entrevista con Serge Haroche, Premio Nobel de Física en 2012 por “lograr la
observación de partículas cuánticas ha comprobado que a escala microscópica, la
materia no obedece a las leyes deterministas de la física clásica”.
El titular de la
entrevista afirma: “Si miras el mundo desde una perspectiva científica, no
necesitas la religión”. Vamos a ver en qué se basa este hombre para decir esto
–me dije– y me zambullí en la lectura de la entrevista. Debo decir que me
pareció extremadamente interesante. Centrándome en lo que da pie al titular
citado, transcribo la parte que pretende soportar esa afirmación:
P.:
… ¿ha comprobado que el mundo cuántico es tan imprevisible como predecía la
teoría (cuántica)?
R.
: Efectivamente, lo que hemos demostrado es que las leyes deterministas de la
física, que eran la piedra angular de esta disciplina en el siglo XIX, ya no
son válidas. Los físicos clásicos creían que si conoces todas las condiciones
iniciales de cualquier experimento en el Universo, podrás calcular y predecir
los resultados. Pero la física cuántica invalida esta idea. Un fenómeno
cuántico se produce de manera aleatoria y no se puede predecir cuándo ocurrirá,
sino que como mucho se puede estimar la probabilidad de que ocurra. […] Pero
esta arbitrariedad que existe en el sistema cuántico desaparece cuando
observamos objetos a gran escala […].
P.:
Esta idea, […] ¿tiene algún tipo de implicación filosófica o metafísica? Se lo
digo porque algunos autores se han apoyado en la incertidumbre de la mecánica
cuántica para defender la existencia de una dimensión sobrenatural de la
realidad e incluso apoyar sus creencias religiosas.
R.:
Todo esto me parece lamentable. Creo que la ciencia y la religión no deberían
mezclarse nunca, porque esto sólo nos lleva a la confusión. Por eso rechazo
rotundamente cualquier intento de aproximarse a la ciencia desde una
perspectiva religiosa, o de usar la ciencia para legitimar o reivindicar ideas
religiosas.
P.:
Así que cualquier intento de defender creencias como la existencia de un alma o
mente separada del cuerpo, apoyándose en el indeterminismo de la física
cuántica, ¿le parece charlatanería pseudocientífica?
R.:
Pues sí, francamente. No cabe duda de que la comprensión de la mente y la
conciencia humana es uno de los grandes desafíos científicos de este siglo,
pero no creo que los conceptos de la física cuántica sean relevantes en este
campo.
P.:
¿Cree entonces que la física cuántica no puede ayudarnos a desentrañar el
funcionamiento del cerebro humano o a resolver el problema de si existe el
libre albedrío?
R.:
Quizás pueda tener algún papel en el futuro porque al fin y al cabo el cerebro
está compuesto de átomos, y para entender la estructura de los átomos necesitas
la física cuántica. Pero aunque el sustrato del cerebro sea cuántico, no creo
que los mecanismos del sistema neurológico lo sean.
P.:
¿Cree que la ciencia y la religión pueden ser compatibles o considera, como el
darwinista Richard Dawkins que la visión científica no se puede reconciliar con
la fe?
R.:Simpatizo
bastante con las ideas de Dawkins, aunque quizás él va demasiado lejos, porque
no se puede demostrar la inexistencia de Dios. Pero desde luego estoy
convencido de que la religión y la ciencia son dos maneras de pensar que
provienen de dos regiones cerebrales diferentes, y considero que es preferible
mantenerlas separadas. […] … creo que si miras el mundo desde una perspectiva
científica, no necesitas la religión.
Hasta aquí la
cita textual. Empiezo mis comentarios diciendo que hay bastantes cosas de las
que dice en estas líneas con las que estoy completamente de acuerdo. Creo que
un buen científico, sea ateo o creyente, no debe hacer ciencia para intentar
demostrar con ella sus creencias religiosas o la ausencia de ellas. La
existencia de Dios no puede demostrarse ni como cierta ni como falsa por la
ciencia empírica, sencillamente porque Dios, si existiese, no sería material y,
por tanto, no sería aprehensible mediante los métodos de la ciencia empírica. Pero
creo que merece la pena decir algunas palabras sobre la relación
ciencia-religión.
Hay cuatro
maneras de concebir esta relación.
La primera es la
relación de antagonismo, que es la que sostiene Richard Dawkins. Esta postura
es rechazada hoy en día por la casi totalidad de los científicos, el Prof.
Haroche incluido. Supone un reduccionismo absolutamente contrario a la
experiencia vital y no tiene la más mínima base empírica. Ninguna teoría
científica permite descartar la existencia de Dios. Ni el heliocentrismo, ni la
evolución darwinista ni ninguna otra que pueda pensarse. Ninguna. Dawkins es
darwinista, pero es un mal darwinista. Stephen Jay Gould, tan darwinista como
Dawkins y, sin duda, mejor científico y no creyente (cuando vivía) desbarata de
forma inapelable la famosa teoría del gen egoísta de Dawkins. Pero, aunque la
teoría del gen egoísta fuese cierta, tampoco descartaría la existencia de Dios.
Dejémosla, pues, esta relación de lado.
La segunda es
una postura dualista que las considera como totalmente separadas, cada una con
su campo de acción, pero sin que sea posible establecer ningún puente ni
conexión entre ellas. Es la postura que parece mantener Haroche y también Jay
Gould. Éste bautizó esta postura con el nombre de “non overlapping magisteria”
(NOMA). Es una postura pacifista y aislacionista.
La tercera es
una relación simbiótica. Parte del hecho de que la realidad es una y que tiene
una profundidad que es mucho más amplia de lo que pueda detectarse
empíricamente. Parece difícil negar estas dos premisas. Para negarlas, alguien
tendría que explicar por qué la realidad se tiene que limitar a las cuatro
dimensiones espaciotemporales[1]. Pero
si se admite que pueden –y deben– existir otras dimensiones indetectables
empíricamente, ¿debemos renunciar a saber algo de ellas? Los seres humanos
somos máquinas de conocer. No podemos admitir fronteras del conocimiento,
tenemos que romperlas. Puedo admitir que alguien diga que, desgraciadamente, no
podemos conocer nada de esas otras dimensiones. Pero lo que no puedo admitir,
desde un punto de vista lógico, es que porque no las podamos conocer, no
existan. Y, si la realidad es una y hubiera distintas formas de conocer cada
una de sus partes, ¿no deberían ponerse en común esos conocimientos? Por
supuesto que cada una debe respetar los métodos de la otra. Pero, ¿significa eso
no poder poner los conocimientos en común y ver si hay alguna relación entre
ellos? Así pues, las dos formas de conocimiento, respetándose, se complementan
y enriquecen. Más aún, como veremos dentro de unas líneas, cuando hablemos del
libre albedrío, se iluminan mutuamente. Sería como oír una sinfonía de
Beethoven en estéreo. Si uno de los altavoces se estropea, la calidad de la
música empeora claramente. O como dos organismos que viven en simbiosis y
evolucionan paralelamente. El conocimiento científico ayuda a la comprensión de
la trascendencia y viceversa.
La cuarta es una
relación de imposición. En esta relación, una de las dos formas de conocer
pretende imponerse a la otra, decir qué puede y qué no puede saber. Ni que
decir tiene que esta relación es aberrante. Históricamente, aunque no de la
forma simplista y desinformada que se pretende, la religión ha cometido el
grave error de intentar imponerse a la ciencia. En estos momentos, el intento
de imponerse va en sentido contrario. Parece como si el conocimiento científico
fuese el único conocimiento válido y se bastase a sí mismo. Ambas situaciones
son lamentables.
Me voy a
permitir ilustrar estas cuatro formas de relación con un ejemplo. Imaginemos
dos países independientes y soberanos. La primera forma de relación sería como
si uno de los países negara la existencia del otro. Absurdo. En la segunda,
sabiendo cada uno que el otro existe y respetándose, ambos países se ignoran y
no comercian, ni tienen intercambios culturales, ni sus ciudadanos viajan de
uno a otro. Empobrecedor. En la tercera, los países comercian. Uno sabe hacer
muy bien una cosa y muy mal otra, y al segundo le pasa lo contrario. Cada uno
hace lo que sabe hacer bien y luego intercambian. Además, hay intercambio
cultural y los ciudadanos de uno viajan al otro. Se produce un notable
enriquecimiento mutuo. En la cuarta, un país pretende conquistar al otro y
obligarle a hacer lo que él quiere. Injusto.
Dado que el
Prof. Haroche habla de la mente y del libre albedrío y cita el paradigma de la
física determinista del siglo XIX, voy a usar ese tema para ilustrar la tercera
forma de relación, la del enriquecimiento mutuo en la comprensión del mundo.
La mejor
expresión de ese paradigma decimonónico la formuló Laplace en su famosa sentencia:
“... hemos de considerar el estado actual del universo
como el efecto de su estado anterior y como la causa del que ha de seguirle.
Una inteligencia que en un momento dado conociera todas las fuerzas que animan
la naturaleza, así como la situación respectiva de los seres que la componen,
si además fuera lo suficientemente vasta como para someter a análisis tales datos,
podría abarcar en una sola fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes
del universo y los del átomo más ligero; nada le resultaría incierto y tanto el
pasado como el presente estarían presentes ante sus ojos”.
En este
paradigma no cabe el libre albedrío, porque la parte de átomos que somos se
rige por las leyes de la física, tenidas por deterministas en el siglo XIX, y
no era explicable cómo la mente, para quien creyese que existía algo así,
diferente de los átomos, podía interaccionar con los átomos y cambiar su
devenir. Sin embargo, la libertad humana es un hecho de experiencia
incontrovertible. Ante la imposibilidad de explicar el libre albedrío,
determinada línea de pensamiento ha optado por negarlo, lo que me parece de una
extrema irracionalidad. Pero lo cierto es que esta inexplicabilidad ha roto los
esquemas de muchos filósofos, Descartes entre ellos, llevándoles a dualismos esquizofrénicos.
Así las cosas, la física cuántica hace su aparición en el mundo científico. Y
como dice el Prof. Haroche, descubre que el mundo no es determinista. Es decir,
el futuro no está escrito en el pasado. Sin embargo, la física cuántica
sustituye el determinismo por el azar. Y, según afirma, por un azar puro, no
condicionado por nada. Por tanto, con la física cuántica, sigue sin explicación
el fenómeno, racionalmente innegable, de la libertad. Porque yo no me levanto
cada mañana a una hora determinada ni porque esté escrito así, ni por
casualidad. Me levanto porque quiero. Y a esto habrá que darle una explicación,
porque dejarlo sin ella sería irracional. Y creo que, sin pretender hacer
ciencia empírica, se puede encontrar una pista para esa explicación por medio
de la otra fuente de conocimiento, la que explora la “terra incognita” de las
otras dimensiones. Tal vez, y no pasa de ser una hipótesis, sin pretensión
científica, haya un algo en esas más que plausibles dimensiones no físicas, que
pueda condicionar el puro azar de la física cuántica (azar que parece puro
desde las cuatro dimensiones pero que tal vez no lo sea visto desde la
dimensión N). Si en determinadas condiciones mi parte no atómica (¿podríamos
llamarle mente?) pudiese condicionar
el azar cuántico en un electrón de mi cerebro, esto podría dar inicio a un
proceso en el que yo me levanto de la cama porque quiero. Ni por que esté
escrito ni por azar. Porque soy libre. Con una libertad que trasciende las
cuatro dimensiones materiales. Naturalmente, para que mi mente condicione ese azar, no tiene que saber física cuántica, lo
mismo que mi cuerpo no tiene que saber química para producir ácido clorhídrico. Ahora bien, al Prof. Harroche esto le parece charlatanería
pseudocientífica. Tal vez lo fuese si pretendiese estar haciendo ciencia. Pero
no es el caso. Estoy haciendo una hipótesis no científica que puede arrojar
alguna luz sobre una clara ignorancia científica de algo que está en
dimensiones más allá de su alcance. ¿Sería mejor no hacerla? Lo dudo. La propia
física cuántica dice que ese “azar” es puro azar. Y, por tanto, se autocondena
a una ignorancia invencible. La disyuntiva es, por tanto: ¿Mantenemos la
absoluta separación de las dos formas de conocer y aceptamos la ignorancia
invencible para entender el fenómeno innegable del libre albedrío, o aceptamos
provisionalmente esta hipótesis no científica que, seguramente, no podrá
demostrarse empíricamente ni como verdadera ni como falsa pero que nos permite
entender un fenómeno? A mí me parece más racional lo segundo, que supone la
relación simbiótica de las dos formas de conocer. Pero, naturalmente, admito
que el Prof. Harroche prefiera mantenerse en la postura de despreciar todo tipo
de conocimiento que no sea científico. La admito pero, con todo respeto, la
encuentro poco racional.
Así pues, creo
que, aunque se mire el mundo desde una perspectiva científica, haríamos bien en
preguntarnos si otras formas de conocimiento –filosóficas, metafísicas y, por
qué no, religiosas– nos pueden ayudar a entender mejor la realidad, empezando
por nosotros mismos.
Fue Erwin Schrödinger, uno de los
padres de la física cuántica, quien dijo que “la imagen científica del mundo es muy deficiente. Proporciona una gran
cantidad de información sobre hechos, reduce toda la existencia a un orden
maravillosamente consistente, pero guarda un silencio sepulcral sobre [...]
todo lo que realmente nos importa. [...]... no sabe nada de lo bello o de lo
feo, de lo bueno o de lo malo, de Dios y la eternidad. A veces la ciencia
pretende dar una respuesta a estas cuestiones, pero sus respuestas son a menudo
tan tontas que nos inclinamos a no tomarlas en serio [...]. La ciencia es
incapaz de explicar mínimamente por qué la música puede deleitarnos, o por qué
y cómo una antigua canción puede hacer que se nos salten las lágrimas”.
Y si la ciencia es incapaz de explicar por qué una canción
puede hacer que se nos salten las lágrimas, mucho menos puede explicar el para
qué de este universo maravilloso. Y si porque no sepa explicarlo decimos que no
hay para qué, somos, además de irrecionales, los más miserables de los hombres.
“Ahora
bien, si alguien, abusando de la autoridad científica –la cual, que yo sepa, no
tiene por misión desesperar al hombre– me dice: ‘nada maravilloso puede
encontrarse en este mundo’, me negaré obstinadamente a prestarle oídos. Con mis
pobres medios, y con toda mi pasión proseguiré mi búsqueda. Y si no encuentro
nada maravilloso en esta vida, diré, al despedirme de ella, que mi alma estaba
embotada y mi inteligencia ciega, no que no hubiese nada que encontrar”[2].
Porque “de la religión
procede el objetivo del hombre; de la ciencia su poder para alcanzarlo. El
objetivo sin poder es ilusión. El poder sin objetivo es absurdo. A veces la
gente se pregunta si la religión y la ciencia no se oponen la una a la otra.
Así es: en el mismo sentido en que el pulgar y los otros dedos de mi mano se
oponen entre sí. Una oposición por medio de la cual se pueden coger firmemente
muchas cosas”. La frase anterior no es mía, sino de Sir William
Bragg. Premio Nobel de física 1915. Y nada ha
pasado desde 1915 que haga despreciable esta visión complementaria descrita por
William Bragg. Más bien al contrario, como nos describe, casi en un lamento,
Robert Jastrow, un brillante científico actual: “No es cuestión de otro año ni de
otra década, ni de descubrir una nueva teoría, hoy parece que la ciencia nunca
será capaz de levantar el velo que cubre el misterio de la creación. Vemos que
la evidencia astronómica lleva a una visión bíblica del mundo. Los detalles
difieren, pero lo esencial de las exposiciones de la Biblia y la astronomía
coinciden... Para el científico que ha basado su vida en la fe en el poder de
la razón, la historia acaba como un mal sueño. Ha escalado las montañas de la
ignorancia, está a punto de conquistar el pico más alto y, cuando se alza sobre
la roca final, es recibido por un grupo de teólogos que estaban sentados allí
desde hace siglos”.
Así pues, en contra del Prof.
Harroche, y apoyado por científicos tan de primera línea como él, me inclino
por la relación simbiótica entre la forma científica de conocer y otras formas
de conocimiento, filosóficas, metafísicas y, por qué no, religiosas. Y lo hago en
nombre de la racionalidad.
[1] Las modernas teorías de cuerdas
postulan diferentes e incompatibles visiones de la estructura del Universo.
Todas coinciden, no obstante, en que hay otras 7 dimensiones adicionales a las cuatro
espaciotemporales, pero que estas dimensiones están “enrolladas” de una forma
tan reducida que son indetectables empíricamente. No son, por tanto, teorías
científicas, en el sentido tradicional, que exige que para que una teoría sea
científica tiene que ser demostrada empíricamente. Pero, aunque lo fueran, la
cuestión subsistiría: ¿por qué la realidad se tiene que limitar a 11
dimensiones? ¿Por qué no podría haber 2.471.902 dimensiones? ¿O infinitas? Y,
¿cómo podría la ciencia, que sólo puede detectar empíricamente cuatro, decir
algo de la realidad que hay tras todas las demás?
[2] Louis Pawels y
Jaques Bergier. La rebelión de los brujos.
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