Ayer, último
sábado de Junio, dedique buena parte del día a ir con Blanca, mi mujer a
comprar muebles de exterior para la casa que tenemos en Liandres, un pequeño
pueblo de Cantabria. Por la mañana estuvimos en Európolis, viendo tiendas de
decoración con muebles de exterior carísimos. No compramos nada. Por la tarde,
a eso de las siete, fuimos al Ikea de Móstoles. Fuimos desde Pozuelo, por una
red de magníficas carreteras en las que yo me pierdo pero por las que Blanca se
mueve como pez en el agua y llegamos en dos patadas. Estaba lleno de bote en
bote de una abigarrada multitud de lo más variopinto. Matrimonios jóvenes con o
sin niños, matrimonios más mayores, jóvenes y no tan jóvenes de ambos sexos
solos. Gente que podríamos calificar de “guapa” y otros menos “guapos”. De
todo. Iban, como nosotros, a buscar alguna cosa que necesitaban para su casa.
Podían encontrar allí de todo. Desde un armario hasta unos cojines para el
sofá. Desde una cama hasta las cortinas para la ducha. Desde un lavabo para el
baño hasta una lámpara para la mesilla de noche. Desde un juego de toallas
hasta una mesa de comedor. Todo, en general, de bastante buen gusto, con
inmensa variedad y a precios bajísimos. Nosotros hemos equipado la casa de
verano en un par de horas. Cierto que Blanca iba a tiro hecho, porque había
preparado lo que quería comprar a través del catálogo. Lo hemos comprado a un
precio que posiblemente fuese una cuarta parte de lo que nos hubiese costado en
cualquier sitio de los de por la mañana. Nos ahorramos una pasta. Tal vez cosas
no tan exquisitas como las que vimos por la mañana, pero buenas, francamente bonitas,
de diseños muy adecuados y prácticos y, sobre
todo, muy baratas. El epítome de las tres B’s, Bueno, Bonito y Barato.
En algún momento me he acordé de alguna persona que se hubiese llevado las
manos a la cabeza diciendo: ¡Qué horror, la sociedad de consumo! Pero no es
verdad, toda esa gente, como nosotros iba a comprar barato cosas que
necesitaba. Dos almohadas para sustituir a las que ya estaban viejas, unos
cojines para estar más cómodo en el sofá. O a poner su casa entera en una
tarde. ¡Qué sé yo! Cosas que necesitaban para su vida corriente. Si eso es la
sociedad de consumo –pensé–, ¡bendita sea la sociedad de consumo!
En un momento
dado, necesitamos ayuda de algún empleado. En la tienda, un empleado encantador
nos explicó que, dado que algunas cosas eran para llevar a Liandres dentro de
unos días, podíamos encargar, a la hora de pagar, que nos lo llevasen a Liandres
el día deseado por un módico precio. También podían hacernos el pick up de la
mercancía por un precio todavía más módico. Nos ayudó a ver qué podía convenirnos
llevarnos ahora y qué no, en función de su tamaño y precio, para conseguir que
el porte y el pick up nos saliese lo más barato posible. Fue un rompecabezas, y
ya eran las ocho y media de la tarde. Podía asesorarnos porque tenía un
magnífico ordenador en el que podíamos visualizar, él y nosotros, el tamaño de
cada cosa, montada o embalada. No parecía sentirse explotado y si se sentía, lo
disimulaba muy bien. Yo, que me había quedado sin ver el partido Brasil-Chile,
pedí a mis hijos que me “radiasen” a través del Whatsapp los penaltis y los
comentaba con él, que, como yo, quería que ganase Chile. Todo mientras nos lo
explicaba. Cargamos en el carrito lo que podíamos llevarnos directamente de la
tienda.
Al salir de la
tienda, fuimos al almacén a recoger lo que habíamos pedido y no habíamos podido
coger en tienda. Una maravilla, en el albarán que nos había hecho el empleado
de la tienda, venía en que pasillo y en qué estantería del almacén
encontraríamos lo que buscábamos. Todo estaba magníficamente señalado por lo
que no fue difícil encontrarlo. Pero en un momento dado, una de las cosas que queríamos
tenía la caja de la estantería vacía y se veía detrás otra caja sin abrir y a
la que yo no alcanzaba. Busque a un dependiente que estaba colocando cosas en las
estanterías. Le dije lo que me pasaba y, sin dudarlo un instante, con enorme
amabilidad, dejó lo que estaba haciendo y me acompañó al sitio de mis
dificultades. Con una eficacia y habilidad increíbles, pasó por un pasillo
entre estanterías, empujó la caja a la que yo no llegaba hasta dejarla a mi
alcance, la abrió y con una sonrisa me preguntó si me podía ayudar en algo más.
Le dije que no, le di las gracias me dijo de nada con una sonrisa y se volvió
al quehacer que había interrumpido para atenderme. No me pareció explotado o,
si lo estaba, también disimulaba muy bien. Otro empleado nos atendió
magníficamente para explicarnos, con una paciencia de santo, cómo teníamos que
pasar por caja los distintos tipos de mercancía, lo traído de la tienda, lo
cogido en el almacén y lo que nos iban a llevar a Liandres. Todo como si
fuéramos el único cliente, en un sitio donde había una vorágine de gente. Tampoco
me pareció que se sintiese explotado, a no ser que fuese un gran actor. Pero
nadie tenía que esperar mucho para que le atendiesen en sus cuestiones. Había
los empleados que tenía que haber. En un momento dado, por un pequeño incidente
de turnos, mientras yo estaba buscando cosas, un dependiente se puso borde con
Blanca sin razón. Blanca le pidió su nombre para presentar una queja. El
dependiente se lo dio y después, desapareció. Por supuesto, presentamos la
queja. No tengo ni idea de qué política sigue Ikea con las quejas sobre el
personal, pero si toman las medidas adecuadas, me parece bien. ¿O es que hay
que tolerar la bordería?
Luego, ya a las
diez menos diez, pasamos por caja. Hay cajas en las que no hay cajero y uno
paga con tarjeta directamente. No sé cómo hacen para que la gente no se lleve
algo que no paga, pero así es. Seguro que alguien piensa que eso está quitando
puestos de trabajo, pero no es verdad. Sería cierto si lo que los seres humanos
necesitamos hoy fuese el máximo de lo que fuésemos a necesitar en toda la
historia. Pero no es así. Los seres humanos siempre necesitaremos más. Y eso,
no por ninguna perversa maquinación del sistema capitalista, sino porque
siempre somos así. Seres limitados que deseamos ampliar nuestros límites.
Grandilocuencia aparte, a mí, me gustaría tener un miniaparato de vuelo
personal que fuese como una mochila. O un microondas que en vez de calentar en
segundos enfríe en un abrir o cerrar de ojos. O hacer un viajecito a la luna o
tener un ordenador al que pueda pedir que me haga las cosas con un lenguaje
coloquial. O… no acabaría nunca. ¿Soy un caprichoso? No. Un consumista,
tampoco. A nuestros abuelos les hubiera parecido impensable que en cada casa
hubiese una cosa que se llama televisión. ¿Es un consumista el que tiene hoy
una televisión? No. Pero sin ir tan lejos, yo me he pegado muchos viajes de
inicio de verano, el primero de Agosto con el coche lleno de niños y, ¡sin aire
acondicionado! Hoy me parece mentira y cualquier coche utilitario lo trae de
serie. Hace diez años, que un coche tuviera GPS era un lujo impensable. Hoy no
lo tienen porque en cualquier Smartphone tienes un GPS. No hace mucho, yo lo
recuerdo bien, hacer un viaje transatlántico era un lujo al alcance de muy
pocos. Hoy, un hijo mío, casado con una chica argentina y con tres hijos, un
“simple” currante, puede ir todos los años a Argentina con su familia para que
su mujer pueda ver a sus padres, hermanos y sobrinos. Yo estoy muy agradecido a
un sistema que hace posible que tenga un televisor y un coche, que mis abuelos
no podían tener, que mi nuera vaya a reunirse con su familia una vez al año y
que un día hará posible que un hombre de clase media de Colombia haga un viaje
a la luna en un low cost. El sistema capitalista ha dado a millones de personas
esa posibilidad, haciéndola técnicamente posible, haciendo que sean
relativamente baratos y haciendo que un enorme número de personas sean lo
suficientemente “ricas” como para poder acceder a ello y, además, llenar Ikea. Así
que eso de quitar cajeros no tiene por qué crear paro, por que hay muchas cosas
que hacer, pero sí logra que Ikea sea más barato y que mucha gente como yo se
ahorre una pasta. Y quien crea que esto es utopía, no tiene más que echar la
vista atrás cincuenta años, si tiene más de sesenta. Mientras me debatía en
estos pensamientos económicos, me puse en una de las colas de las de cajera,
porque tenía un lío de facturas que, hoy por hoy, sólo un ser humano puede
resolver. Era larguísima, pero una empleada encantadora me viso a decir que
había otra cola en la que había menos gente y como tenía dos carritos y Blanca
se había ido a hacer una cosa de última hora y yo no podía con los dos, me
llevó uno hasta una caja con sólo un cliente por delante. La cajera tenía cara
de cansada, pero eso no le impedía sonreír amablemente. Cuando me llegó el
turno le dije algo así como: “Bueno, menos mal, ya somos los últimos, se la
nota cansada”. Me contestó, sin dejar de sonreír, que sí y que le dolía mucho
una pierna. Con gran profesionalidad y calma fue haciendo todo el paso por caja
de lo que llevábamos, de lo que teníamos todavía que recoger en el sitio de
entrega porque no se podía poner en el carrito, y de las cosas que ellos se
iban a encargar de hacer el pick up el lunes y mandárnoslas a casa. Todo
transmitiendo calma, a pesar de la pierna que le dolía. En mitad del proceso,
llegaron otros a la cola detrás de nosotros. “Vaya por Dios –le dije– le han
alargado el turno de trabajo”. “No –me dijo, sin pretender darme una lección–
mi turno de trabajo acaba cuando pasa el último cliente”. Me dejó tieso. Cuando
llegó la hora de pagar, horror, la cantidad era tan grande que sobrepasaba el
límite de las dos tarjetas de débito de Blanca y mía y tuve que sacar una de
crédito, que no me gusta usar y empezamos a hacer combinaciones para ver qué
cantidad pagar con cada una. “Vaya clientes pesados le han tocado –le dije”.
“No –me contestó–, esto es como el médico, cada paciente tiene su problema”.
Con quién he ido a dar –me dije para mis adentros– con la mujer del santo Job.
Al acabar, le dije: “Bueno, mañana librará, ¿no?” “No, respondió, mañana tengo
turno de mañana. Prefiero tomarme los dos días y medio seguidos después”. Me
despedí de ella como si la conociese de toda la vida y, no, no me pareció que
se sintiese explotada, a pesar del dolor de su pierna.
Pasada la caja,
y tras llevar lo que llevábamos en los carritos al coche, a las diez y veinte,
tenía que bajar a la planta menos 1 a hacer el pick up de las cosas que no
podía llevar en los carritos pequeños. Bajé, y una señorita encantadora, en el
mostrador, vio el ticket de compra y descubrió, en un abrir y cerrar de ojos,
qué mercancía tenía que pedir que sacasen del almacén. Entró, salió al minuto
para atender al siguiente cliente y, menos de cinco minutos más tarde, salió un
empleado con un supercarrazo y, en él, la mercancía que faltaba. Al empleado
que sacó la mercancía sólo alcancé a verle de reojo, pero en los cinco minutos
que tardó en salir la mía, me quedé mirando la profesionalidad con la que
atendía a los últimos clientes “pesados”. ¡Impresionante! Desde luego, no me
dio la impresión de que se sintiese explotada, pero a lo mejor es que soy un
poco tonto. Llevamos estos últimos bultos al coche y cuando dejé el
supercarrazo en el sitio de los supercarrazos, once menos veinticinco, todavía
había un empleado que estaba esperando porque ya se habían llevado la larga
lista de carrazos que había en su estacionamiento y estaba esperando a que el
último no se quedase ahí. Mientras descargábamos las cosas, ese empleado, tras
hablar con su novia o su mujer a través del Smartphone para decirle que llegaba
y que encargaba algo de comer para que se lo llevasen a casa. “¿Prefieres
Shushi o arroz?” –le preguntó antes de colgar, para luego enfrascarse en hacer
el encargo por internet mediante una App. “Buenas noches –le dije–y muchas gracias”.
“Buenas noches y de nada –me respondió levantando momentáneamente la vista de
su ‘teléfono’”. Nos montamos en el coche y, otra vez por unas carreteras
estupendas en las que me hubiese perdido, Blanca me guió hasta casa en cinco
minutos. Mientras volvía conduciendo me decía a mí mismo. “¡Viva el
capitalismo! Esto lo tengo que escribir”.
Pero Ikea no es
más que un pequeño eslabón de la cadena. Cuando tengo que presentar al UFV a
posibles futuros alumnos y padres, en un momento, les digo que piensen un poco
en su día. ¡Qué enorme cantidad de cosas les hacen la vida fácil y mejor! El
despertador, que no es otra cosa que su smartphne, la cama en la que han
dormido, con mantas y sábanas, la ducha de agua caliente que se han dado con
sólo abrir un grifo, la ropa que se han puesto, la casa en la que viven, el
préstamo que les han dado los bancos para que la puedan tener, el coche que
tienen en su casa, también financiado por un banco, y un interminable etc. de
cosas. No son gente consumista que viva por encima de sus posibilidades. Y si
lo son, lo son porque hacen un mal uso de su libertad. Pero, en general, son
gente como yo, que saben que tienen que llegar a fin de mes y qué calculan
cuánto pueden gastar y cuánto no, pero que quieren sacar lo mejor de lo que
pueden gastar. No me importaría que los gobiernos actuasen como ellos. Después
les hago ver la inmensa cantidad de empresas que han tenido que cooperar en una
tupida red para que ellos puedan tener todas esas cosas. Por último les digo
que una sociedad es tanto más próspera cuanto más tupido es el tejido de
empresas que participan en ella. Y creo que cuando les digo eso no les miento.
¿Pasará esto
algún día en Chile o en China? Muy pronto, siempre que la segunda sepa sacar de
la pobreza a la gente a la que no pudo sacar el marxismo. ¿Y en México o en
Colombia? También, si saben atajar la corrupción y el narcotráfico. ¿Y en
Argentina o Venezuela? No, hasta que no pongan coto, además de a la corrupción,
a la inseguridad jurídica y al populismo demagógico. ¿Y en Somalia?
Difícilmente, hasta que tengan un Estado que garantice la convivencia y no
estén al albur de señores de la guerra y de la piratería. Pero, si estos y
otros países saben atajar los tres cánceres de la corrupción, la inseguridad
jurídica y el populismo demagógico, seguro que el capitalismo acabará por hacer
que se teja en ellos la red de empresas que les saquen de la pobreza primero y
creen bienestar después. Amén.
A menos que un
cierto sentimiento de culpa, tan falso como perjudicial, creado y alimentado
por una estrategia gramsciana, nos haga caer en la parálisis o en una
enfermedad autoinmune contra el sistema. No es la primera vez que el comunismo
explota esa conciencia de culpa en los cristianos. Lo hizo hace algunas décadas
con la teología de la liberación y muchos cristianos picamos (uso la primera
persona porque yo, en aquella época, que era comunista sentimental, fui uno de
los que piqué). Ahora ha cambiado de estrategia de una manera muy sutil.
Considero un deber moral denunciar esa estrategia y alertar de que, si esta
nueva estrategia tiene éxito, caeremos en la peor miseria que jamás haya
experimentado la humanidad. PODEMOS, el movimiento antisistema del 15M y otras
cosas por el estilo son goles de esta estrategia. Si un día llegamos al horror
que nos pintan sobre el futuro algunas películas de futuro ficción, no será por
una crisis del capitalismo, de las predichas sin éxito por Malthus, Marx y,
hoy, el tan de moda Thomas Piketty que, dicho sea de paso, se está forrando con
la papanatería de quienes compran su libro y hablan de él como si fuese el
oráculo de Delfos. Todos estos “profetas” se han columpiado y Piketty también
se columpiará. Eso sí, se habrá forrado. Si se cumple la “profecía” será porque
la estrategia gramsciana tenga éxito. Dios no lo quiera.
Ahora, con la
exhortación apostólica Evangelii Gaudium y otras declaraciones del Papa
Francisco, se ha puesto de moda la frase: “el hombre en el centro”. ¿Es esto
poner al hombre en el centro? ¿Es explotarle? De lo segundo, estoy seguro de
que no. No tengo ni idea de cuáles serán las políticas de personal de Ikea,
pero estoy completamente seguro que el comportamiento que he percibido no se
produce porque sí. Alguien podrá pensar que son amables porque si no les dan
cincuenta latigazos al acabar la jornada laboral, pero no creo que sea así. Hay
miles de empresas que dedican un ingenio inusitado para obtener alguno de los
muchos premios que hay a lo que se llama “best place to work”. Lo primero, lo
de poner al hombre en el centro, así, en abstracto, no sé muy bien lo que es.
¿Es no instalar ordenadores para que haya más cajeras? ¿Es tolerar el
comportamiento borde de los empleados? ¿Es evitar que las empresas compitan en
ver cuál de ellas crea mejores productos o da mejores servicios?
¿Hay cosas malas
en el sistema capitalista? Por supuesto. Pero radican, en muy gran medida, en
la naturaleza caída del hombre, que
estropea todo lo que toca, sea este todo, la Iglesia, la democracia, el sistema
de justicia o, claro, también, el capitalismo.
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