29 de junio de 2014

Ikea

Ayer, último sábado de Junio, dedique buena parte del día a ir con Blanca, mi mujer a comprar muebles de exterior para la casa que tenemos en Liandres, un pequeño pueblo de Cantabria. Por la mañana estuvimos en Európolis, viendo tiendas de decoración con muebles de exterior carísimos. No compramos nada. Por la tarde, a eso de las siete, fuimos al Ikea de Móstoles. Fuimos desde Pozuelo, por una red de magníficas carreteras en las que yo me pierdo pero por las que Blanca se mueve como pez en el agua y llegamos en dos patadas. Estaba lleno de bote en bote de una abigarrada multitud de lo más variopinto. Matrimonios jóvenes con o sin niños, matrimonios más mayores, jóvenes y no tan jóvenes de ambos sexos solos. Gente que podríamos calificar de “guapa” y otros menos “guapos”. De todo. Iban, como nosotros, a buscar alguna cosa que necesitaban para su casa. Podían encontrar allí de todo. Desde un armario hasta unos cojines para el sofá. Desde una cama hasta las cortinas para la ducha. Desde un lavabo para el baño hasta una lámpara para la mesilla de noche. Desde un juego de toallas hasta una mesa de comedor. Todo, en general, de bastante buen gusto, con inmensa variedad y a precios bajísimos. Nosotros hemos equipado la casa de verano en un par de horas. Cierto que Blanca iba a tiro hecho, porque había preparado lo que quería comprar a través del catálogo. Lo hemos comprado a un precio que posiblemente fuese una cuarta parte de lo que nos hubiese costado en cualquier sitio de los de por la mañana. Nos ahorramos una pasta. Tal vez cosas no tan exquisitas como las que vimos por la mañana, pero buenas, francamente bonitas, de diseños muy adecuados y prácticos y, sobre  todo, muy baratas. El epítome de las tres B’s, Bueno, Bonito y Barato. En algún momento me he acordé de alguna persona que se hubiese llevado las manos a la cabeza diciendo: ¡Qué horror, la sociedad de consumo! Pero no es verdad, toda esa gente, como nosotros iba a comprar barato cosas que necesitaba. Dos almohadas para sustituir a las que ya estaban viejas, unos cojines para estar más cómodo en el sofá. O a poner su casa entera en una tarde. ¡Qué sé yo! Cosas que necesitaban para su vida corriente. Si eso es la sociedad de consumo –pensé–, ¡bendita sea la sociedad de consumo!

En un momento dado, necesitamos ayuda de algún empleado. En la tienda, un empleado encantador nos explicó que, dado que algunas cosas eran para llevar a Liandres dentro de unos días, podíamos encargar, a la hora de pagar, que nos lo llevasen a Liandres el día deseado por un módico precio. También podían hacernos el pick up de la mercancía por un precio todavía más módico. Nos ayudó a ver qué podía convenirnos llevarnos ahora y qué no, en función de su tamaño y precio, para conseguir que el porte y el pick up nos saliese lo más barato posible. Fue un rompecabezas, y ya eran las ocho y media de la tarde. Podía asesorarnos porque tenía un magnífico ordenador en el que podíamos visualizar, él y nosotros, el tamaño de cada cosa, montada o embalada. No parecía sentirse explotado y si se sentía, lo disimulaba muy bien. Yo, que me había quedado sin ver el partido Brasil-Chile, pedí a mis hijos que me “radiasen” a través del Whatsapp los penaltis y los comentaba con él, que, como yo, quería que ganase Chile. Todo mientras nos lo explicaba. Cargamos en el carrito lo que podíamos llevarnos directamente de la tienda.

Al salir de la tienda, fuimos al almacén a recoger lo que habíamos pedido y no habíamos podido coger en tienda. Una maravilla, en el albarán que nos había hecho el empleado de la tienda, venía en que pasillo y en qué estantería del almacén encontraríamos lo que buscábamos. Todo estaba magníficamente señalado por lo que no fue difícil encontrarlo. Pero en un momento dado, una de las cosas que queríamos tenía la caja de la estantería vacía y se veía detrás otra caja sin abrir y a la que yo no alcanzaba. Busque a un dependiente que estaba colocando cosas en las estanterías. Le dije lo que me pasaba y, sin dudarlo un instante, con enorme amabilidad, dejó lo que estaba haciendo y me acompañó al sitio de mis dificultades. Con una eficacia y habilidad increíbles, pasó por un pasillo entre estanterías, empujó la caja a la que yo no llegaba hasta dejarla a mi alcance, la abrió y con una sonrisa me preguntó si me podía ayudar en algo más. Le dije que no, le di las gracias me dijo de nada con una sonrisa y se volvió al quehacer que había interrumpido para atenderme. No me pareció explotado o, si lo estaba, también disimulaba muy bien. Otro empleado nos atendió magníficamente para explicarnos, con una paciencia de santo, cómo teníamos que pasar por caja los distintos tipos de mercancía, lo traído de la tienda, lo cogido en el almacén y lo que nos iban a llevar a Liandres. Todo como si fuéramos el único cliente, en un sitio donde había una vorágine de gente. Tampoco me pareció que se sintiese explotado, a no ser que fuese un gran actor. Pero nadie tenía que esperar mucho para que le atendiesen en sus cuestiones. Había los empleados que tenía que haber. En un momento dado, por un pequeño incidente de turnos, mientras yo estaba buscando cosas, un dependiente se puso borde con Blanca sin razón. Blanca le pidió su nombre para presentar una queja. El dependiente se lo dio y después, desapareció. Por supuesto, presentamos la queja. No tengo ni idea de qué política sigue Ikea con las quejas sobre el personal, pero si toman las medidas adecuadas, me parece bien. ¿O es que hay que tolerar la bordería?

Luego, ya a las diez menos diez, pasamos por caja. Hay cajas en las que no hay cajero y uno paga con tarjeta directamente. No sé cómo hacen para que la gente no se lleve algo que no paga, pero así es. Seguro que alguien piensa que eso está quitando puestos de trabajo, pero no es verdad. Sería cierto si lo que los seres humanos necesitamos hoy fuese el máximo de lo que fuésemos a necesitar en toda la historia. Pero no es así. Los seres humanos siempre necesitaremos más. Y eso, no por ninguna perversa maquinación del sistema capitalista, sino porque siempre somos así. Seres limitados que deseamos ampliar nuestros límites. Grandilocuencia aparte, a mí, me gustaría tener un miniaparato de vuelo personal que fuese como una mochila. O un microondas que en vez de calentar en segundos enfríe en un abrir o cerrar de ojos. O hacer un viajecito a la luna o tener un ordenador al que pueda pedir que me haga las cosas con un lenguaje coloquial. O… no acabaría nunca. ¿Soy un caprichoso? No. Un consumista, tampoco. A nuestros abuelos les hubiera parecido impensable que en cada casa hubiese una cosa que se llama televisión. ¿Es un consumista el que tiene hoy una televisión? No. Pero sin ir tan lejos, yo me he pegado muchos viajes de inicio de verano, el primero de Agosto con el coche lleno de niños y, ¡sin aire acondicionado! Hoy me parece mentira y cualquier coche utilitario lo trae de serie. Hace diez años, que un coche tuviera GPS era un lujo impensable. Hoy no lo tienen porque en cualquier Smartphone tienes un GPS. No hace mucho, yo lo recuerdo bien, hacer un viaje transatlántico era un lujo al alcance de muy pocos. Hoy, un hijo mío, casado con una chica argentina y con tres hijos, un “simple” currante, puede ir todos los años a Argentina con su familia para que su mujer pueda ver a sus padres, hermanos y sobrinos. Yo estoy muy agradecido a un sistema que hace posible que tenga un televisor y un coche, que mis abuelos no podían tener, que mi nuera vaya a reunirse con su familia una vez al año y que un día hará posible que un hombre de clase media de Colombia haga un viaje a la luna en un low cost. El sistema capitalista ha dado a millones de personas esa posibilidad, haciéndola técnicamente posible, haciendo que sean relativamente baratos y haciendo que un enorme número de personas sean lo suficientemente “ricas” como para poder acceder a ello y, además, llenar Ikea. Así que eso de quitar cajeros no tiene por qué crear paro, por que hay muchas cosas que hacer, pero sí logra que Ikea sea más barato y que mucha gente como yo se ahorre una pasta. Y quien crea que esto es utopía, no tiene más que echar la vista atrás cincuenta años, si tiene más de sesenta. Mientras me debatía en estos pensamientos económicos, me puse en una de las colas de las de cajera, porque tenía un lío de facturas que, hoy por hoy, sólo un ser humano puede resolver. Era larguísima, pero una empleada encantadora me viso a decir que había otra cola en la que había menos gente y como tenía dos carritos y Blanca se había ido a hacer una cosa de última hora y yo no podía con los dos, me llevó uno hasta una caja con sólo un cliente por delante. La cajera tenía cara de cansada, pero eso no le impedía sonreír amablemente. Cuando me llegó el turno le dije algo así como: “Bueno, menos mal, ya somos los últimos, se la nota cansada”. Me contestó, sin dejar de sonreír, que sí y que le dolía mucho una pierna. Con gran profesionalidad y calma fue haciendo todo el paso por caja de lo que llevábamos, de lo que teníamos todavía que recoger en el sitio de entrega porque no se podía poner en el carrito, y de las cosas que ellos se iban a encargar de hacer el pick up el lunes y mandárnoslas a casa. Todo transmitiendo calma, a pesar de la pierna que le dolía. En mitad del proceso, llegaron otros a la cola detrás de nosotros. “Vaya por Dios –le dije– le han alargado el turno de trabajo”. “No –me dijo, sin pretender darme una lección– mi turno de trabajo acaba cuando pasa el último cliente”. Me dejó tieso. Cuando llegó la hora de pagar, horror, la cantidad era tan grande que sobrepasaba el límite de las dos tarjetas de débito de Blanca y mía y tuve que sacar una de crédito, que no me gusta usar y empezamos a hacer combinaciones para ver qué cantidad pagar con cada una. “Vaya clientes pesados le han tocado –le dije”. “No –me contestó–, esto es como el médico, cada paciente tiene su problema”. Con quién he ido a dar –me dije para mis adentros– con la mujer del santo Job. Al acabar, le dije: “Bueno, mañana librará, ¿no?” “No, respondió, mañana tengo turno de mañana. Prefiero tomarme los dos días y medio seguidos después”. Me despedí de ella como si la conociese de toda la vida y, no, no me pareció que se sintiese explotada, a pesar del dolor de su pierna.

Pasada la caja, y tras llevar lo que llevábamos en los carritos al coche, a las diez y veinte, tenía que bajar a la planta menos 1 a hacer el pick up de las cosas que no podía llevar en los carritos pequeños. Bajé, y una señorita encantadora, en el mostrador, vio el ticket de compra y descubrió, en un abrir y cerrar de ojos, qué mercancía tenía que pedir que sacasen del almacén. Entró, salió al minuto para atender al siguiente cliente y, menos de cinco minutos más tarde, salió un empleado con un supercarrazo y, en él, la mercancía que faltaba. Al empleado que sacó la mercancía sólo alcancé a verle de reojo, pero en los cinco minutos que tardó en salir la mía, me quedé mirando la profesionalidad con la que atendía a los últimos clientes “pesados”. ¡Impresionante! Desde luego, no me dio la impresión de que se sintiese explotada, pero a lo mejor es que soy un poco tonto. Llevamos estos últimos bultos al coche y cuando dejé el supercarrazo en el sitio de los supercarrazos, once menos veinticinco, todavía había un empleado que estaba esperando porque ya se habían llevado la larga lista de carrazos que había en su estacionamiento y estaba esperando a que el último no se quedase ahí. Mientras descargábamos las cosas, ese empleado, tras hablar con su novia o su mujer a través del Smartphone para decirle que llegaba y que encargaba algo de comer para que se lo llevasen a casa. “¿Prefieres Shushi o arroz?” –le preguntó antes de colgar, para luego enfrascarse en hacer el encargo por internet mediante una App.  “Buenas noches –le dije–y muchas gracias”. “Buenas noches y de nada –me respondió levantando momentáneamente la vista de su ‘teléfono’”. Nos montamos en el coche y, otra vez por unas carreteras estupendas en las que me hubiese perdido, Blanca me guió hasta casa en cinco minutos. Mientras volvía conduciendo me decía a mí mismo. “¡Viva el capitalismo! Esto lo tengo que escribir”.

Pero Ikea no es más que un pequeño eslabón de la cadena. Cuando tengo que presentar al UFV a posibles futuros alumnos y padres, en un momento, les digo que piensen un poco en su día. ¡Qué enorme cantidad de cosas les hacen la vida fácil y mejor! El despertador, que no es otra cosa que su smartphne, la cama en la que han dormido, con mantas y sábanas, la ducha de agua caliente que se han dado con sólo abrir un grifo, la ropa que se han puesto, la casa en la que viven, el préstamo que les han dado los bancos para que la puedan tener, el coche que tienen en su casa, también financiado por un banco, y un interminable etc. de cosas. No son gente consumista que viva por encima de sus posibilidades. Y si lo son, lo son porque hacen un mal uso de su libertad. Pero, en general, son gente como yo, que saben que tienen que llegar a fin de mes y qué calculan cuánto pueden gastar y cuánto no, pero que quieren sacar lo mejor de lo que pueden gastar. No me importaría que los gobiernos actuasen como ellos. Después les hago ver la inmensa cantidad de empresas que han tenido que cooperar en una tupida red para que ellos puedan tener todas esas cosas. Por último les digo que una sociedad es tanto más próspera cuanto más tupido es el tejido de empresas que participan en ella. Y creo que cuando les digo eso no les miento.

¿Pasará esto algún día en Chile o en China? Muy pronto, siempre que la segunda sepa sacar de la pobreza a la gente a la que no pudo sacar el marxismo. ¿Y en México o en Colombia? También, si saben atajar la corrupción y el narcotráfico. ¿Y en Argentina o Venezuela? No, hasta que no pongan coto, además de a la corrupción, a la inseguridad jurídica y al populismo demagógico. ¿Y en Somalia? Difícilmente, hasta que tengan un Estado que garantice la convivencia y no estén al albur de señores de la guerra y de la piratería. Pero, si estos y otros países saben atajar los tres cánceres de la corrupción, la inseguridad jurídica y el populismo demagógico, seguro que el capitalismo acabará por hacer que se teja en ellos la red de empresas que les saquen de la pobreza primero y creen bienestar después. Amén.

A menos que un cierto sentimiento de culpa, tan falso como perjudicial, creado y alimentado por una estrategia gramsciana, nos haga caer en la parálisis o en una enfermedad autoinmune contra el sistema. No es la primera vez que el comunismo explota esa conciencia de culpa en los cristianos. Lo hizo hace algunas décadas con la teología de la liberación y muchos cristianos picamos (uso la primera persona porque yo, en aquella época, que era comunista sentimental, fui uno de los que piqué). Ahora ha cambiado de estrategia de una manera muy sutil. Considero un deber moral denunciar esa estrategia y alertar de que, si esta nueva estrategia tiene éxito, caeremos en la peor miseria que jamás haya experimentado la humanidad. PODEMOS, el movimiento antisistema del 15M y otras cosas por el estilo son goles de esta estrategia. Si un día llegamos al horror que nos pintan sobre el futuro algunas películas de futuro ficción, no será por una crisis del capitalismo, de las predichas sin éxito por Malthus, Marx y, hoy, el tan de moda Thomas Piketty que, dicho sea de paso, se está forrando con la papanatería de quienes compran su libro y hablan de él como si fuese el oráculo de Delfos. Todos estos “profetas” se han columpiado y Piketty también se columpiará. Eso sí, se habrá forrado. Si se cumple la “profecía” será porque la estrategia gramsciana tenga éxito. Dios no lo quiera.

Ahora, con la exhortación apostólica Evangelii Gaudium y otras declaraciones del Papa Francisco, se ha puesto de moda la frase: “el hombre en el centro”. ¿Es esto poner al hombre en el centro? ¿Es explotarle? De lo segundo, estoy seguro de que no. No tengo ni idea de cuáles serán las políticas de personal de Ikea, pero estoy completamente seguro que el comportamiento que he percibido no se produce porque sí. Alguien podrá pensar que son amables porque si no les dan cincuenta latigazos al acabar la jornada laboral, pero no creo que sea así. Hay miles de empresas que dedican un ingenio inusitado para obtener alguno de los muchos premios que hay a lo que se llama “best place to work”. Lo primero, lo de poner al hombre en el centro, así, en abstracto, no sé muy bien lo que es. ¿Es no instalar ordenadores para que haya más cajeras? ¿Es tolerar el comportamiento borde de los empleados? ¿Es evitar que las empresas compitan en ver cuál de ellas crea mejores productos o da mejores servicios?


¿Hay cosas malas en el sistema capitalista? Por supuesto. Pero radican, en muy gran medida, en la naturaleza caída  del hombre, que estropea todo lo que toca, sea este todo, la Iglesia, la democracia, el sistema de justicia o, claro, también, el capitalismo.

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