31 de mayo de 2015

Más acerca de la Trinidad de Dios

El 12 de Junio del 2011, fue, como hoy, la fiesta de la Trinidad de Dios. El 17 de ese mismo mes y año publiqué aquí algo sobre la Trinidad. Hoy, cuatro años más tarde, he profundizado un poco más en mi meditación sobre esa Trinidad. Expongo a continuación, como me permiten mis pobres palabras, lo que soy capaz de transmitir con ellas.

Desde hace ya bastantes años, pienso y medito sobre el misterio de la Trinidad de Dios. Antes de estos muchos años lo de la Trinidad me parecía un galimatías inútil. ¿Qué más dará que haya 3, 5 o 18 personas? ¿Para qué nos complicamos la vida diciendo que son tres personas pero un solo Dios? ¿Por qué el dogma cristiano hace tanto énfasis en una cosa que es irrelevante para la fe? ¿Es que no basta con creer que hay un solo Dios y que ese Dios se encarnó en Jesucristo? Todas esas cosas me decía a mí mismo. Pero poco a poco me fui dando cuenta de la inmensa importancia de esto. Fruto de esto fueron una pequeña reflexión que aparece en mi libro “El Señor del azar” y una cosa que escribí en el día de la fiesta de la Trinidad de Dios en el año 2011. No volveré sobre lo que entonces escribí, sino sobre reflexiones posteriores.

En algún lugar que no recuerdo leí que “la Trinidad era el flujo de las Personas y el reflujo de la Unidad”. Es decir, era como la subida y bajada de las mareas. El flujo de las Personas llegaba hasta lo más alto de la playa para que “luego”, el reflujo de la Unidad volviese a dejar la playa al descubierto. Por supuesto, las comillas del “después” son importantes porque este flujo y reflujo no tiene lugar en el tiempo sino en la eternidad, entendida, como debe ser entendida, como ausencia de tiempo y no como infinita acumulación del mismo. Al leer esto, se me vino a la cabeza la imagen de que la Creación era como una especie de poso que ese flujo y reflujo dejaba en la orilla. Si uno ve lo que las mareas marinas dejan en la orilla no verá sino una mezcla caótica de algas, piedras y otros desechos, naturales o artificiales. Pero no cabe duda de que es ese flujo y reflujo el que ha creado la playa. No obstante, la comparación obvia una cosa esencial. Lo que las mareas marinas dejan en la playa no es más que algo aleatorio y caótico. La Creación, al contrario, presenta un orden exquisito e investigable por la inteligencia humana. Porque, a diferencia de las mareas marinas, que arrastran al azar lo que pillan, las Mareas Divinas son mareas de amor y ese amor se manifiesta, entre otras formas, en un orden que requiere una inteligencia creadora y pide investigación a otra creada por ese amor. ¿Se imagina alguien que tras un número de mareas, con sus flujos y reflujos, apareciese en la arena un mensaje inteligible?

Así pues, laTrinidad es una explicación del porqué de la Creación. Aristóteles creía que el cosmos debía tener una causa primera. De alguna forma identificó esa causa primera con un principio divino impersonal. Los griegos, y Aristóteles con ellos, no creían en un Cosmos creado en el tiempo, puesto que creían que cosmos y tiempo eran infinitos. Pero Aristóteles sí llegó a creer en un principio causal de la esencia del cosmos, aunque esta causa estuviera fuera del tiempo. La ciencia moderna ha llegado a decirnos que el cosmos sí tuvo un principio y que el tiempo empezó también en ese principio. Pero lo que Aristóteles, ni ningún filósofo posterior, llegó a poder contestarse es el porqué ese principio causal causó. Santo Tomás decía de ellos: “Qué angustias no sufrieron de una y otra parte aquellos preclaros ingenios”. Se refería a la angustia por no ser capaces de encontrar la causa de que la causa primera causase. Creo que Aristóteles se hubiese alegrado de caer en la cuenta de esa razón: El amor. Dios tiene amor. Pero si es la causa primera de todo y tiene amor, tiene que ser amor. Aristóteles, que no supo encontrar en el amor la razón de la causa primera para causar, la premisa mayor de todo silogismo, el Logos que diese sentido al universo, sí supo descubrir la Verdad, la Bondad y la Belleza como atributos trascendentes del ser. Pero Dios no podría ser amor si fuese un ser solitario, aunque sea un ser personal. El amor es relación, implica la existencia de varias personas. El amor requiere la Trinidad, el mínimo común múltiplo de dos personas y una relación personificada, sin pérdida de la Unidad, atributo trascendente del ser.

Doy ahora una larga cambiada a mis reflexiones. También hace años, en un libro con el título de “El padre Elías”, leí una frase que me impresionó y que gravé en mi memoria. Cito desde ella, pero si la cita no es literal, se le parece inmensamente: “Si dejase de meditar todos los días ante mi Dios, dejaría de sentir el latido de ese corazón que palpita en todo tiempo y en todo lugar. Dejaría de acercarme a Dios y empezaría a amar más a las criaturas que al creador. Al final no amaría a nada ni a nadie”. Uniendo la idea precedente con ésta, di en pensar que ese flujo y reflujo de las Personas y de la Unidad eran ese corazón palpitante. Como una bomba que impulsase la “sangre” de la Creación a lo largo y ancho de ella, en todo tiempo y en todo lugar. Y di en pensar que esa “sangre” era la Gracia y que la Creación era un feto en gestación y que cada ser humano somos una placenta que transmite esa “sangre”, esa Gracia a toda la Creación. Cuando medito ante mi Dios, atraigo hacia mí, pobre placenta, esa “sangre” bombeada por la Trinidad y la reenvío a toda la Creación. Pero no es sólo eso. A través del sistema vascular que canalizan la Gracia trinitaria hacia el mundo, que podríamos identificar con Jesucristo, nosotros, los seres humanos, podemos trepar hacia la Trinidad de Dios llevando a la Creación con nosotros. Y, llegando al corazón que bombea la Gracia, participar, junto con toda la creación en el espectáculo inefable del Amor Divino. Entiendo entonces mejor la frase de san pablo en la epístola a los romanos cuando dice: “Porque la Creación misma espera anhelante que se manifieste lo que serán los hijos de Dios. […] y vive en la esperanza de ser también ella liberada de la servidumbre de la corrupción y participar así en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. […] Sabemos, en efecto que la creación entera está gimiendo con dolores de parto hasta el presente. Pero no sólo ella; también nosotros, los que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior suspirando por que Dios nos haga sus hijos y libere nuestro cuerpo”[1].

Es evidente que ya, no sólo no creo que la Trinidad de Dios sea un simple galimatías irrelevante sino que, muy al contrario, Ella es la fuente de donde nacen y donde se fortalecen mi fe, mi esperanza y mi caridad.



[1] Cfr. Romanos 8, 19-23.

28 de mayo de 2015

Frases 28-V-2015

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

Con demasiada frecuencia también, el Cristo que presentamos los cristianos en nuestra prudente estimación de salvación personal, parece extraño a esta génesis que se realiza fuera de nosotros y muchas veces contra nosotros. Cristo, ¡ay!, es demasiado a menudo confundido con una minúscula momia decaída; Dios, demasiadas veces, es aquél en cuyo nombre se está resentido con la bolsa o con la libertad de los hombres –así decía Proudhon–, o el que nos separa de los hombres y de la vida de los hombres. ¿Quién no ha sufrido por el lenguaje “momificado” por la charlatanería libresca, que hace estragos en tantos santuarios religiosos? Mientras que poetas y pensadores, hombres de ciencia y exploradores de la psicología de las profundidades, “llegan a Dios como a tientas”.

Charles Moeller. Literatura del siglo XX y cristianismo. Tomo V, “Amores humanos”. Conclusión del capítulo dedicado a Saint-John Perse.

24 de mayo de 2015

Los dos Adanes

Acabo de leer un libro de un prestigioso rabino judío, Joseph B. Soloveitchik (fallecido en 1993), bajo el título “La soledad del hombre de fe” y editado por Nagrela Editores por iniciativa del Instituto John Henry Newman de la Universidad Francisco de Vitoria. En él, Soloveitchik sostiene una tesis interesante y rompedora tanto con la tradición interpretativa judía de la Torah, creo, como de la cristiana del Antiguo Testamento. No voy a entrar en discutir la ortodoxia o heterodoxia de esta interpretación desde la óptica cristiana ni, mucho menos, judía. Ni sé ni quiero hacerlo. Pero los puntos de vista del libro son realmente inspiradores y a mí me han llevado a unas reflexiones que me parecen esclarecedoras. Paso a exponer muy brevemente la tesis del libro y mis reflexiones. Lamentablemente, como siempre que escribo sobre cosas de otros, me resulta muy difícil separar las tesis del autor de mis opiniones. Espero ser capaz de no hacerlo demasiado mal en este caso y de señalar, cuando me sea posible, la línea de separación entre mis puntos de vista y la tesis del libro.

En el libro del Génesis hay dos descripciones diferentes de la creación del hombre por Elohim-Yahveh. La primera en Génesis 1, 26-31 y la segunda en Génesis 2, 4-25. Tanto la tradición rabínica, creo, como la cristiana, atribuyen estas dos narraciones diferentes a dos tradiciones, la Yahvhista y la Elohista, diferentes en la forma de narrar, pero no en la esencia de lo narrado. Sin embargo, Soloveitchik afirma que “la respuesta [a esta doble narración] no reside en una supuesta tradición dual, sino en un hombre dual, no en una contradicción imaginaria entre dos versiones, sino en una contradicción real en la naturaleza del hombre”[1]. Esto le lleva a Soloveitchik a postular dos Adanes. No dos Adanes corporalmente distintos sino dos Adanes diferentes en las misiones que les ha encomendado el Creador. Diferencias que, según el autor, se relacionan de una forma dialéctica[2]. Creo que es necesario, antes de continuar transcribir los dos relatos de la creación del hombre en el Génesis[3].

Primer relato: Génesis 1, 26-31

Entonces dijo Dios:

-Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza, para que dominen sobre los peces del mar, las aves del cielo, los ganados, las bestias salvajes y los reptiles de la tierra.

Y creo Dios a los hombres a su imagen; a imagen de Dios los creó; varón y hembra los crió. Y los bendijo Dios diciendo:

-Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven por la tierra.

Y añadió:

-Os entrego todas las plantas que existen sobre la tierra y tienen semilla para sembrar; todos los árboles que producen fruto con semilla dentro os servirán de alimento; y a todos los animales del campo, a las aves del cielo y a todos los seres vivos que se mueven por la tierra, les doy como alimento toda clase de hierba verde.

Y así fue. Vio entonces Dios todo lo que había hecho, y todo era muy bueno.

Génesis 2, 4-25

Esta es la historia de la creación del cielo y la tierra.

Cuando el Señor Dios hizo la tierra y el cielo no había todavía en la tierra arbusto alguno, ni brotaba hierba en el campo, porque el Señor Dios no había enviado aún la lluvia sobre la tierra ni existía nadie que cultivase el suelo; sin embargo, un manantial brotaba de la tierra y regaba la superficie del suelo. Entonces, el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida y el hombre se convirtió en un ser viviente.

El Señor Dios plantó un huerto en Edén, al oriente, y en él puso al hombre que había formado. El Señor Dios hizo brotar del cielo toda clase de árboles hermosos de ver y buenos para comer, así como el árbol de la vida en medio del huerto y el árbol del conocimiento del bien y del mal. [Continua una prolija descripción de los ríos que corrían por el huerto de Edén que omito]. Así que el Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el huerto de Edén para que lo cultivara y lo guardara. Y dio al hombre este mandato:

-Puedes comer de todos los árboles del huerto, pero no comas del árbol del conocimiento del bien y del mal, porque si comes de él, morirás sin remedio.

Después, el Señor Dios pensó: No es bueno que el hombre esté solo; voy a proporcionarle una ayuda adecuada. Entonces el Señor Dios formó de la tierra toda clase de animales del campo y aves del cielo y se los presentó al hombre para ver cómo los iba a llamar porque todos los seres vivos llevarían el nombre que él les diera. Y el hombre fue poniendo nombre a todos los ganados, a todas las aves del cielo y a todas las bestias salvajes, pero no encontró una ayuda adecuada para sí. Entonces el Señor Dios hizo caer al hombre en letargo y, mientras dormía, le sacó una costilla y llenó el hueco con carne. Después, de la costilla que había sacado al hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre. Entonces éste exclamó:

“Ahora sí, esta es hueso de mis huesos y carne de mi carne: por eso se llamará varona, porque del varón ha sido sacada”.

Por esta razón deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos se hacen uno solo.

Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no sentían vergüenza el uno del otro.

[Viene entonces todo el relato de la tentación, la caída y el llamado “protoevangelio”, el anuncio de que la estirpe de la mujer aplastaría la cabeza de la serpiente. Justo antes de la expulsión de Edén, en Génesis 3, 20 se dice:] El hombre puso a su mujer el nombre de Eva –es decir, Vitalidad– porque ella sería madre de todos los vivientes.

Soloveitchik destaca algunas diferencias fundamentales:

1.     Mientras que en el primer relato se dice que el hombre fue creado a imagen de Dios, sin explicar cómo fue formado su cuerpo, en el segundo se dice que fue modelado a partir del polvo de la tierra y que Dios sopló en su nariz el aliento de vida.
2.     “El primer Adán recibió del Todopoderoso el mandato de poblar la tierra y dominarla. Al segundo Adán se le carga con el deber de cultivar el huerto y cuidarlo”. Aunque Soloveitchik no lo dice, creo que puede ser interesante, si vamos a comparar las dos versiones, resaltar que en el primer relato, cuando Dios crea al hombre, ya ha creado previamente todo lo demás en días anteriores, mientras que en el segundo el Señor Dios había creado la tierra y el cielo, pero “no había todavía en la tierra arbusto alguno, ni brotaba hierba en el campo, porque el Señor Dios no había enviado aún la lluvia sobre la tierra, ni existía nadie que cultivase el suelo”. Sólo después de la creación de Adán es cuando “El Señor Dios plantó un huerto en Edén, al oriente, y en él puso al hombre que había formado” y explica cómo “El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver y buenos para comer, así como el árbol de la vida, en medio del huerto, y el árbol del conocimiento del bien y del mal”.
3.     En el primer relato, el hombre y la mujer fueron creados a la vez, mientras que en el segundo Adán está solo y es más tarde cuando, para aliviar esa soledad, crea a la mujer. Tampoco dice Soloveitchik, y creo que es importante, que el Señor Dios, para aliviar la soledad de Adán, forma de la tierra primero a “toda clase de animales del campo y aves del cielo” y le dice a Adán que les dé nombre. Sólo tras ver que con esto Adán “no encontró una ayuda adecuada para sí”, crea el YHVH Dios a la mujer. Pero Adán no la llama Eva, sino “varona, porque del varón ha sido sacada”. El nombre de Eva no aparece en el texto bíblico hasta después de la expulsión de Edén, cuando Adán pone “a su mujer el nombre de Eva –Vitalidad– porque ella sería madre de todos los vivientes”.
4.     Finalmente, Soloveitchik señala cómo mientras que en el primer relato el nombre de Dios, Señor, Elohim, aparece solo, en el segundo siempre aparece Elohim acompañado del nombre impronunciable de Dios, “Yo Soy el que Soy”, que los judíos, para no poder pronunciarlo escribían YHVH (al que el propio Soloveitchik se refiere con la palabra griega Tetragramatón), y que no sería revelado hasta el episodio de Moisés y la zarza ardiente. Esto da verosimilitud, a mi modesto entender, a la hipótesis de las dos tradiciones, ya que el segundo relato no pudo ser escrito hasta después de Moisés. En este segundo relato, otra vez según mi modesto entender, la traducción debería decir “YHVH Dios”, porque “Señor Dios” sería como repetir Adonai Elohim y no aparecería el Tetragramatón.

Tras resaltar estas diferencias la tesis de Soloveitchik afirma que hay diferencias sustanciales entre los dos Adanes, si bien deja totalmente claro que ambos tienen una misión encomendada por el Creador y una manera de llevarla a cabo. No hay por tanto el Adán “bueno” y el Adán “malo”.

El primer Adán

El primer Adán, por mandato del Señor, tiene que desentrañar cómo funciona ese cosmos que Dios ha creado, como si fuera un mecanismo. Y, entendiendo cómo funciona, usarlo para poner la naturaleza al servicio del desarrollo material del hombre, del que se hace responsable. Al hacerlo así, adquiere una dignidad y una majestuosidad especial por ese dominio que ejerce sobre el mundo creado. Por eso a veces le llama el Adán mayestático. “La dignidad del hombre, que se expresa en la consciencia de ser responsable y de ser capaz de descargar su responsabilidad, no se puede realizar mientras que el hombre no haya logrado el dominio sobre su entorno, pues la vida con ataduras a unas fuerzas elementales ciegas, es algo no responsable y, por tanto, no dignificado” […] “De ahí que el primer Adán, sea agresivo, atrevido y esté mentalizado para la victoria. Su lema es el éxito, el triunfo sobre las fuerzas del cosmos. Se esfuerza en su trabajo creativo en un intento de imitar a su Creador (imitatio Dei)[4].

En una primera lectura, esta visión de Soloveitchik de la dignidad del hombre me produjo un cierto rechazo. Creo que judíos y cristianos estamos de acuerdo en que la dignidad del hombre no proviene de su éxito en el dominio de la naturaleza, sino que es algo que pertenece a su esencia como criatura hecha a imagen y semejanza de Dios. Aunque en ningún sitio del libro el autor deja esto manifiestamente claro, creo que esa idea está en sus páginas. En una segunda lectura creí entender que Soloveitchik se refiere a una dignidad, digamos que con minúscula. No cabe duda de que ese triunfo confiere esa dignidad que, no por ser con minúscula es menos necesaria. ¿O es que alguien no quiere acabar con la indigna lacra de la miseria? Los más pobres de la tierra gozan de la Dignidad con mayúsculas de los hijos de Dios, pero no estaría nada mal que disfrutasen también de la dignidad con minúscula de salir de su miseria. Sin embargo, creo que del concepto de Soloveitchik se desprende que la dignidad con minúscula que adquiere el primer Adán, no es extensible a todos sus miembros a nivel personal. No todos llegan a descubrir los secretos de los mecanismos del cosmos ni a beneficiarse de la misma manera con esa majestuosidad. Es pues una majestuosidad aristocrática, que sólo alcanza directamente a los mejores y, sólo por extensión, al resto de la humanidad.

Así pues, este primer Adán, agente de Dios en someter las fuerzas de la naturaleza para obtener la dignidad con minúsculas, es un ser magnífico. Pero en su ingente tarea se ve ante algo que le supera de tal forma que sus límites caen más allá de cuanto pueda pensar.

El segundo Adán

El segundo Adán, el que se desprende del segundo relato del Génesis según Soloveitchik, no está interesado en el qué es el cosmos y en el cómo funciona, sino en el para qué. El autor describe las preguntas que se hace sobre el mundo este segundo Adán de una forma tan bella que no puedo dejar de citarlas literalmente:

“No formula una única pregunta funcional, sino que, en cambio, su investigación es de una naturaleza metafísica y con tres aspectos. Desea saber: ‘¿por qué existe?’, ‘¿qué es?’, ‘¿quién es’?’ (Aspecto 1). Se pregunta: ‘¿Por qué el mundo en su totalidad vino a existir? ¿Por qué el hombre se haya frente a ese orden –estupendo e indiferente– de las cosas y de los acontecimientos?’ (Aspecto 2). Pregunta: ‘¿Cuál es el propósito de todo esto? ¿Qué mensaje encierra la materia orgánica e inorgánica y qué significado tiene esa gran empresa que llega hasta mí tanto desde más allá de los confines del universo como desde las profundidades de mi alma atormentada?’ (Aspecto 3). El segundo Adán continua haciéndose preguntas: ‘¿Quién es Aquél que me sigue de manera constante, sin haber sido invitado ni deseado, como una sombra eterna, y que se desvanece en los recovecos de la trascendencia en el preciso instante en que me giro para enfrentarme a ese numinoso, increíble y misterioso Él? ¿Quién es Aquél que llena a Adán de sobrecogimiento y gozo y, de forma concurrente, de humildad y de una sensación de grandeza? ¿Quién es Aquél a quien Adán se aferra en un amor apasionado, que le devora, y de quien huye en un temor mortal, aterrorizado? ¿Quién es Aquél que tiene fascinado a Adán de un modo irresistible y quien, al mismo tiempo, hace que éste le rechace de manera irrevocable? ¿Quién es Aquél a quien Adán siente a la vez como el mysterium tremendum y como la verdad más elemental, más obvia y más comprensible? ¿Quién es Aquél que es Deus revelatus y Deus absconditus de manera simultánea? ¿Quién es Aquél cuyo aliento vital y reconfortante siente Adán de forma continua y quien al tiempo se mantiene distante y remotamente apartado de todo?’”

Y, sin embargo, el segundo Adán no puede responder a ninguna de esas preguntas. El primero, usando la inteligencia que le ha sido dada por su Creador, a fuerza de avanzar en su conocimiento del mecanismo, llega a darse cuenta de que nunca podrá llegar a la última respuesta del qué y el cómo, pero su avance continúa, imparable. Su meta está más allá de donde puede llegar, pero el camino hacia ella es transitable y nunca deja de avanzar por él, mayestáticamente. El segundo no puede dar más que pasos inciertos en lo que el mandato divino le exige. Se siente enormemente desvalido, necesitado, dependiente de su Creador y, en definitiva, solo. Se encuentra ante el misterio, que no es una meta lejana a la que se acerca uno por un camino más o menos largo y tortuoso, sino que es algo que requiere un conocimiento distinto, al que podríamos llamar transracional. Necesita la ayuda de Dios para avanzar siquiera un milímetro en esa senda. Pero, en medio de esa desvalidez y soledad –y esto no se lee en Soloveitchik–, tiene una Dignidad, con mayúscula, exactamente igual para todos los seres humanos, que emana, precisamente, de su relación de dependencia filial con el Dios que le ha creado a su imagen y semejanza. No será una dignidad mayestática de dominio, pero es una dignidad esencial y universal, no aristocrática. Y ese Dios que le ha creado y que le ha conferido esa dignidad con mayúsculas, le ayuda y remedia esa soledad.

En primer lugar, se da cuenta de ella. Al segundo Adán no le basta con que la naturaleza sea su campo de expansión. No le basta con ir “poniendo nombre a todos los ganados, a todas las aves del cielo y a todas las bestias salvajes” esto no supone “una ayuda adecuada para sí”. Necesita una compañía semejante a él, complementaria a él. Y así, el Señor YHVH crea a la mujer. Por supuesto que no hay que tomar al pie de la letra lo de la costilla ni lo de que primero crease al hombre y después a la mujer. Pero creó la capacidad de complementariedad –anatómica y emocional. Aunque la anatómica ya existía desde mucho antes en el proceso evolutivo, cobra un nuevo sentido mucho más profundo tras la creación de la mujer–  de los seres humanos para compartir esta soledad y desamparo. Pero, lo más importante, el mismo YHVE Dios se les muestra tal cual es.

Pero con la negativa del hombre a aceptar su posición de dependencia frente a Dios, la razón oscurecida del segundo Adán se pierde en el laberinto y el desorden creado por esa negativa y deja de ver directamente a su Creador. Sin embargo, Éste no le abandona a su suerte, no le despoja de su Dignidad esencial, sino que desarrolla un plan de reencuentro en un proceso histórico que empieza en el mismo momento de la obnubilación. Dios se revela al hombre para que pueda llegar al conocimiento de su naturaleza y de su plan, cosa que jamás podría hacer con la sola razón del primer Adán. Más aún, crea una alianza con él y, a través de personajes especiales y de un pueblo elegido, desarrolla una historia lineal –gran descubrimiento del judaísmo– de aproximación a Él, de vuelta a Él, el Alfa y el Omega.

Dignidad frente a redención

Soloveitchik, en vez de distinguir entre dignidad con minúscula y Dignidad con mayúscula, como hago yo, distingue entre la dignidad obtenida por el primer Adán y la “redención catártica” lograda por el segundo. Para Soloveitchik la redención catártica la gana el segundo Adán a “través del ejercicio del control sobre sí mismo”[5], pero una vez lograda forma parte de la esencia ontológica del ser humano (aunque no soy filósofo, creo detectar aquí una contradicción. Si algo forma parte de la esencia ontológica, no puede ser algo logrado de forma voluntarista). Sin embargo, en otra frase afirma que “el hombre encuentra la redención siempre que se vea superado por el Creador de la naturaleza. La dignidad se descubre en la cúspide del éxito, la redención, en la profundidad de la crisis y el fracaso”[6]. Leyendo estas páginas, me parece que algo pide a gritos la palabra Cristo, el Gran Fracasado, el Gran Vencido por Dios en la obediencia del “no se haga mi voluntad sino la tuya” inmediatamente anterior al Gran Fracaso de la Cruz. Dios vencido por Dios y Cristo, verdadero hombre, adquiriendo de Dios para nosotros la redención con su obediencia hasta la muerte, que fue la consecuencia del desorden de la desobediencia. Y, con la redención, la Gran Victoria en la Resurrección. Por supuesto, no es posible que algo así salga de la boca de un rabino judío, pero me parece que el contexto lo grita desde el silencio. El judaísmo me parece maravilloso, pero creo que sin la piedra de clave de Cristo, su bóveda no se sustenta.

Las comunidades de los dos Adanes

Desde el principio, los dos Adanes son seres sociales. Esa sociabilidad les lleva a ambos a constituir comunidades. Pero comunidades bien distintas. El primer Adán forma, como no podía ser de otra manera, comunidades orientadas al logro, equipos de trabajo que conquistan nuevas metas en el control y el manejo del universo-mecanismo, en palabras de Soloveitchik, comunidades mayestáticas. Estas son empresas, en el sentido etimológico de la palabra, es decir, actividades hechas en comunidad y orientadas al logro de un fin. Pueden ser empresas comerciales, o grupos de investigación para buscar la forma de curar el cáncer o para llegar al conocimiento del origen del cosmos, u ONG’s para luchar contra el hambre en el mundo, o para transmitir a otros creencias y modos de ver la vida, o para dirigir la vida política de un país, etc., etc., etc. En estas comunidades sólo hay dos personas gramaticales, el yo y el tú, entre las que se establece una relación utilitarista técnica. En estas comunidades, Adán y Eva trabajan juntos por lograr la dignidad con minúscula para la mayor cantidad de gente posible.

Las comunidades creadas por el segundo Adán no tienen nada que ver con esto. Son comunidades que Soloveitchik llama “de la alianza”. En éstas están presentes las tres personas gramaticales, el yo, el tú y el Él. “Dentro de la comunidad de la alianza Adán y Eva participan de la experiencia de ‘ser’, no simplemente de ‘trabajar’ juntos”[7]. Y esta comunidad tiene dos vertientes: una en la que “Dios, a quien el hombre ha buscado por las infinitas sendas del universo, es descubierto de repente en intimidad y cercanía con él, justo frente a él, a su lado”[8]. Más que ser descubierto, es Él quien se muestra gratuitamente, aunque siempre de forma velada e intermitente. A esta vertiente de la comunidad de la alianza la llama Soloveitchik, profética. Pero, “cuando el hombre se dirige y llama a Dios, haciendo uso del sonido informal y amistoso del ‘Tú’, vuelve a producirse el mismo milagro: Dios se une al hombre y, en ese encuentro promovido por el hombre nace una nueva comunidad de la alianza, la comunidad de la oración”[9]. Por supuesto, estas dos vertientes de la comunidad de la alianza son necesarias y complementarias la una para la otra. Estas comunidades buscan en Dios la redención para llevarla a todos (según el cristianismo, reciben gratuitamente la redención obtenida por Cristo y sólo deben aceptarla).

La tragedia de la ruptura

Vuelvo a insistir en algo que he dicho al principio: la distinción entre los dos Adanes no significa, ni mucho menos, que haya un Adán mejor que otro. Ambos responden a una misión encomendada directamente por Dios y ambas misiones deben ser cumplidas. Ciertamente, la relación entre ambos debe ser dialógica antes que dialéctica, de encuentro antes que de confrontación, como ya he dicho antes que señala el Prof. Antuñano en la presentación de la obra. No se debe de ninguna manera confundir a ambos Adanes con el hombre de la carne y el hombre del espírirtu, el hombre viejo y el hombre nuevo de san Pablo.

Sin embargo –y este es un punto clave de Soloveitchik–, en los últimos siglos de la historia se ha producido una ruptura. Los dos Adanes se han empezado a despreciar mutuamente. No pienso, ni por asomo, entrar en la cuestión de cuál de los dos inició las hostilidades, pero el desgarro es bastante hiriente y va en detrimento de ambos porque crea una dualidad destructiva. Soloveitchik parece cargar las culpas de esta ruptura al primer Adán, pero yo no lo tengo ni remotamente claro. Pero creo que eso es irrelevante. Lo importante es que esa herida se ha abierto y sangra, y duele. Pero esa ruptura, afortunadamente, no es ni drástica ni nítida ni, mucho menos, definitiva. En toda persona coexisten con mayor o menor peso, ambos Adanes, porque ambos son parte sustancial de la naturaleza humana. Por tanto, no existe ni un solo ser humano que sea sólo primer Adán y no tenga ningún sentido de la trascendencia, ni de la dependencia de poderes superiores, los llame como los llame, ni que no sienta de vez en cuando la soledad en el alma y la nostalgia de llenar esa soledad con algo más que su comunidad mayestática. Y tampoco lo recíproco existe. No hay nadie que sea sólo un Adán y que se dedique únicamente a las actividades puras de su Adán.

A partir de este momento, aviso que Soloveitchik nada tiene que ver con lo que digo a continuación. Y lo hago porque no quiero cargar en las espaldas y el prestigio de nadie ideas mías que pueden resultar estúpidas o disparatadas.

Ciertamente, aunque se produzca la ruptura, y aunque sea perjudicial para el hombre, el segundo Adán sigue beneficiándose de forma directa de los logros del primer Adán. Los avances científicos, tecnológicos y económicos siguen mejorando la dignidad (con minúscula) del segundo Adán tanto como la del primero. Ciertamente, el primer Adán tampoco pierde, con la ruptura, ni un ápice de su Dignidad (con mayúsculas), pero tampoco gana en ella, porque le es inherente y, además, no es el segundo Adán el que se la confiere. Pero ambos Adanes, y la humanidad, pierden por la ruptura del diálogo creativo entre ellos. ¿Se puede vivir sin esta armonía? Posiblemente sí. Como se puede vivir con un problema de coordinación entre el hemisferio izquierdo y el derecho del cerebro: mal, muy mal[10]. Sin embargo creo que es, sin duda, el primer Adán el que más pierde con esta ruptura.

Hay una cosa cierta. El primer Adán, como persona, no necesariamente como comunidad, acaba de forma indefectible e ineludible en el fracaso. La enfermedad, la decrepitud y la muerte, son algo de lo que ningún ser humano se libra. Y contra estos males, de poco o nada sirven los logros, la majestuosidad y la dignidad del primer Adán. Todo queda en nada. No ocurre lo mismo, en cambio, con la redención ni con los dones gratuitos que recibe el segundo Adán, tanto en su vertiente profética como orante. Nada de eso se pierde. Por eso, en lo más íntimo de nosotros, nuestro primer Adán necesitará siempre, en algún momento, en los momentos más decisivos de la vida, en EL ÚNICO MOMENTO DECISIVO de la vida, la ayuda y la cercanía del segundo Adán redimido. En cambio, en ese momento, el primer Adán no tiene nada, absolutamente nada, que aportar al segundo. Necesita al segundo Adán, que vive de la gracia y no envejece. Sin él tendría razón Sartre cuando dice, por boca de Barioná:

“… el mundo no es más que una caída interminable, el mundo no es más que una mota de polvo que no termina nunca de caer. Las personas y las cosas aparecen de repente en un punto de la caída y, apenas aparecidos, son arrastrados por esta caída universal y empiezan también a caer, se atomizan y se deshacen. ¡Oh, compañeros!, mi sabiduría me ha dicho: la vida es una derrota, nadie sale victorioso, todo el mundo resulta vencido; todo ha ocurrido siempre para mal y la mayor locura del mundo es la esperanza”[11].

Pero, ¿y si este Adán ha sido íntimamente masacrado, qué o quién lo sustituirá? Naturalmente, está en manos del Dios de misericordia que ha creado a ambos Adanes el fortalecer al segundo Adán en el interior de cada hombre en el momento decisivo y creo que así lo hace siempre. Pero, este fortalecimiento necesitará ser aceptado por la libertad del primer Adán y si la vida de éste ha sido una lucha constante contra aquél, ¿será capaz de aceptar la reconciliación que se le da en el momento decisivo?

Por tanto, no sería mala cosa para nuestra vida esta cuádruple misión:

-        Trabajar con ahínco para que nuestro primer Adán consiga la máxima dignidad para la mayor cantidad de gente. Es decir, para hacer un mundo mejor. Para conseguir los mayores logros posibles es necesaria la creación de comunidades mayestáticas eficientes.
-        Pedir la gracia de la íntima unión de los dos Adanes en cada uno de nosotros, en un continuo diálogo vivificador en vez de en una estéril confrontación dialéctica.
-        Proclamar a través de las comunidades de la alianza profética el anuncio de la bondad de la redención de Dios a ambos Adanes a través de la aceptación de la misma por el segundo.
-        Poner en la patena de las comunidades de la alianza orante de los segundos Adanes la sutura de esa herida abierta, pero sanable por quien tiene el poder para sanarla.



[1] Pag 41.
[2] Creo que el Prof. Antuñano, de la Universidad Francisco de Vitoria, en su presentación de la edición española, ilumina muy procedentemente la cuestión cuando dice que “dialéctico (confrontación) no es lo mismo de dialógico (encuentro) aunque ambos modos de relación partan, necesariamente, con realidades que entre sí son diferentes”
[3] La traducción de la Biblia que uso es la de la Casa de la Biblia, traducida desde su lengua original, en el caso del Génesis desde el hebreo, terminada en 1991.
[4] Pags. 46 y 47.
[5] Pag. 64
[6] Pag. 64
[7] Pag. 77
[8] Pag. 78
[9] Pag. 78

[10] http://librodenotas.com/guiaparaperplejos/15677/como-vivir-con-un-cerebro-y-dos-conciencias Cómo vivir con un cerebro y dos conciencias: El paciente B se abotona la camisa. Mientras su mano derecha coloca los botones en los ojales, descubre horrorizado que su mano izquierda lleva un rato luchando por hacer lo contrario. Desde hace unos minutos, una mano abotona mientras la otra se dedica a deshacer el trabajo. No es una pesadilla, es una alteración conocida como síndrome de la mano ajena, http://es.wikipedia.org/wiki/S%C3%ADndrome_de_la_mano_extra%C3%B1a bien documentada por los neurólogos desde hace años.

[11] Jean Paul Sartre, Barioná, el hijo del trueno, Cuadro II, Escena II.

20 de mayo de 2015

Frases 20-V-2015

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

La oración del ateo

Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,
y en tu nada recoge estas mis quejas,
Tú que a los pobres hombres nunca dejas
sin consuelo de engaño. No resistes
a nuestro ruego y nuestro anhelo vistes.
Cuando Tú de mi mente más te alejas,
más recuerdo las plácidas consejas
con que mi alma endulzóme noches tristes.
¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande
que no eres sino Idea; es muy angosta
la realidad por mucho que se expande
para abarcarte. Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si Tú existieras
existiría yo también de veras.

Miguel de Unamuno.

¡Viva la honestidad del ateísmo de Unamuno!

“si Tú existieras / existiría yo también de veras”. Creo que la frase debería ser al revés. Como existimos de veras, con ese anhelo que expresa la poesía y toda la obra de Unamuno, eso es una “prueba inequívoca” de que Dios existe. Porque si no, ¿de dónde nos podría haber venido este anhelo? Creo que fue un místico español, no sé si san Juan de la Cruz o santa Teresa quien dijo: “Para buscar la fuente, sólo la sed me basta”.


18 de mayo de 2015

Una breve visita a la teoría económica de la Escuela de Salamanca del siglo XVII

Para profundizar en lo que viene a continuación, recomiendo un libro, a mi entender excelente, de Alejandro Chafuen con el título de “las raíces cristianas de la economía de mercado”. Lo leí hace años pero, al revisitarlo hace unos días he sentido una bocanada de aire fresco que no puedo por menos que compartir en unas líneas que, me temo, han llenado demasiadas páginas. Creo que merece la pena señalar que los autores de la Escuela de Salamanca no pretendían, ni mucho menos, establecer una teoría económica. Eran todos ellos teólogos, frailes o religiosos, a los que tanto reyes como comerciantes que pretendían ser buenos católicos preguntaban sobre la justicia y licitud de lo que hacían en sus reinos o negocios. Y ellos, analizaban la realidad sin prejuicios (salvo en el caso del préstamo con interés, del que hablaremos) y llegaban a conclusiones que publicaban y discutían abiertamente. A veces, sus opiniones les acarreaban serios contratiempos con los poderosos. Pero, mucho aantes de que Adam Smith escribiese “La riqueza de las naciones”, ellos ya habían descubierto que el precio fijado por oferta y demanda era un precio justo y habían puesto el germen de lo que mucho más tarde sería la teoría cuantitativa del dinero. Es decir, sin ninguna duda, se les puede considerar los padres de la economía de libre mercado.

Por supuesto, las expresiones de “oferta” y “demanda” y las curvas que las representan, se acuñaron mucho más tarde. Pero, indudablemente, están directamente basadas en esta Escuela de la escolástica tardía. Sus componentes llamaban “estimación común” a lo que nosotros llamamos oferta y demanda. Para ellos, el valor de uso de un bien es significativo únicamente en cuanto que afecta a la apetencia del mismo, es decir, a su demanda. Cito directamente de las fuentes de autores de esa Escuela[1] (perdón por ser pesado con las citas):

“Donde quiera se halla alguna cosa venal de modo que existen muchos compradores y vendedores de ella, no se debe tener en cuenta la naturaleza de la cosa ni el precio al que fue comprada, es decir, lo caro que costó y con cuantos trabajos y peligo,…”[2]

“Debemos observar, en segundo lugar[3], que el precio justo de las cosas tampoco se fija atendiendo sólo a las cosas mismas en cuanto son de utilidad del hombre, como si, caeteris paribus, fuera la naturaleza y necesidad del empleo que se les da lo que de forma absoluta determinase la cuantía del precio; sino que esa cuantía depende, principalmente, de la mayor o menor estima en que los hombres desean tenerlas para su uso. Así se explica que el precio justo de la perla, que sólo sirve para adornar, sea mayor que el precio justo de una gran cantidad de grano, vino, pan o caballos, a pesar de que el uso de estas cosas, por su misma naturaleza, sea más conveniente y superior al de la perla”[4].

“Y debemos tener en cuenta no sólo la valoración de los hombres prudentes, sino también la de los imprudentes, si en un lugar éstos son suficientemente numerosos. […] La valoración común, aún en los casos en que es disparatada, aumenta el precio natural de los bienes, ya que éste depende de la estimación. La abundancia de compradores y dinero[5], incrementa el precio natural, disminuyéndolo los factores opuestos”[6].

“Y no se diga que su actuación es correcta [se refiere a la de los poderes públicos] porque es conveniente al bien común que el trigo se venda en tiempos  de escasez al mismo precio que en tiempos de abundancia; que actuando así, los pobres no se verían gravados y podrían comprar el trigo cómodamente, porque, insisto, esta no es razón. […] No debe preocupar si, accidentalmente, los pobres sufren alguna dificultad por ello en la compra de trigo; a éstos debe ayudárseles con la limosna [si le llamásemos ayuda directa estaría más acorde con el lenguaje actual, pero el sentido es el mismo] más que con la venta. Especialmente, cuando sabemos que en tiempos de escasez y hambre, los pobres raramente compran el trigo al precio tasado y que, por el contrario, sólo compran a ese precio los poderosos y ministros públicos, a quienes los dueños del trigo no pueden resistir en su pretensión”[7].

“A mí me parece que fuera mejor que no hubiera tassa de trigo, como no la ay en otras muchas partes, y se hallan bien con ello. […] La razón de lo que digo es porque vemos que los años baratos no es menester tassa, ni en los medianos, porque no llega el valor del trigo a ella […] y en los años caros, no obstante la tassa, se sube el precio por fas o por nefas, que no se hallará un grano de trigo a la tassa de ninguna manera y si lo ay es con mil trampas y engaños. Y también porque parece cosa lastimosa, que saliendo a los labradores, comúnmente, en años rigurosos el trigo mucho más caro y siendo la estimación común a mayor precio, lo ayan de vender a la tassa. […] Así lo tienen Juan de Mariana, Navarro, Rebello, Molina, y dice Ledesma[8] que siguen esta opinión los padres de la Compañía de Jesús. El fundamento desta opinión es, porque para que el precio sea justo, ha de ser razonable, lo qual no sería si fuese notablemente menor que la cosa vale según la común estimación, […] y los señores del trigo padecerían gran agravio”[9].

De la misma manera que se oponían a la fijación de un precio máximo del trigo en épocas de escasez, negaban que el salario tuviese que cubrir las necesidades vitales mínimas de los trabajadores:

“Si no consta más claro que la luz que el salario pactado, atendidas todas las circunstancias concurrentes, franquea los límites del precio justo ínfimo y, por consiguiente, es abiertamente injusto, no ha de ser juzgado por injusto y no sólo en el fuero externo, pero ni tampoco en el de la conciencia. […] ; porque el dueño sólo está obligado a pagarle el justo salario de sus servicios, atendidas las circunstancias concurrentes, pero no cuanto le sea suficiente para su sustento y mucho menos para el mantenimiento de sus hijos o familia”[10].

Naturalmente que los escolásticos creían que el dueño sí estaba obligado a pagar ese mínimo de subsistencia, pero no por justicia, sino por caridad, que siempre es más exigente que la mera justicia. Pero por otro lado, tampoco establecían, como más tarde hicieron Adam Smith y su discípulo David Ricardo (Ricardo expuso esto en su obra “la ley de hierro de los salarios), que el salario natural del trabajador fuese ese mínimo de subsistencia. Entendían los escolásticos que el precio justo, el de oferta y demanda, no tenía por qué tender al de subsistencia. La historia, evidentemente, les ha dado la razón.

O sea, que los precios, según esta Escuela, están fijados por la oferta y la demanda, aunque ellos le llaman la estimación común, y no por el valor de uso. Como es lógico, y nadie discute, ni antes ni ahora, que este valor de uso influya en la demanda y, por tanto, indirectamente, en el precio. Pero este valor de uso no es intrínseco al bien y depende del que le atribuyan las personas según sus gustos y preferencias particulares, sean estas razonables o insensatas. Más aún, estos autores afirman sin tapujos que esos precios son justos porque son los que mejor sirven al bien común.

Para que esos precios puedan ser considerados justos, es necesario que se dé la voluntariedad en el acuerdo. Los autores escolásticos señalan certeramente qué condiciones deben darse para que esa voluntariedad exista. Para ello, no debe haber ni violencia, ni fraude ni ignorancia. Entre los casos de violencia se encuentra el oligopolio dado como privilegio por el poder. Francisco García (1525-1583, Dominico) en su Tratado utilísimo y muy general de todos los contratos, dice que “es pecado mortal pedir al Rey privilegio para que uno o dos solos puedan vender lienzo o paño o cosas otras semejantes”[11]. Es decir, no condena el oligopolio ganado competitivamente, sino el monopolio de privilegio. En el mundo de hoy diríamos que los escolásticos no condenan ni a Google, ni a Appel, ni a Microsoft, sino a lo que yo llamo oligopolio (o capitalismo) de compinches. Establecían cuatro tipos de oligopolios lesivos para el bien común: Los que son fruto de conspiraciones, los establecidos por el Príncipe, los que resultan del intento de arrinconar al mercado por acaparamiento y los causados por restricciones a la importación. Decían claramente que los oligopolios son perjudiciales para los súbditos, puesto que, en palabras de Luis de Molina “obligan a los ciudadanos a comprar las mercancías de manos de dichas personas a un precio más caro”. Por eso, concluye Molina, tanto la autoridad como los monopolistas, “están obligados a restituir a los súbditos por daños que de ello se siguieren contra la voluntad de los mismos súbditos”[12]. Afirmaban que los oligopolios perversos no contribuyen al bien común, coartan la libertad, dañan al ciudadano y no benefician a la república. Afirmaban –y esto trasciende el propio pensamiento económico y apunta a una sólida teoría del poder– que “el Príncipe no tiene legítima autoridad para quitarle a sus súbditos parte de su propiedad”[13].

Las instituciones gremiales “artesanos que pactaban que el trabajo comenzado por uno no podía ser acabado por otro” y lo que hoy llamaríamos sindicatos “acuerdos para no trabajar a menos que se les pagase una remuneración determinada”[14] también estaban condenados por intentar forzar precios excesivamente altos mediante restricciones al mercado.

En el fraude se diferencian tres tipos de engaño: de sustancia (vender gato por liebre), de cantidad (pesas falsas o balanzas trucadas) y de calidad (vender un caballo enfermo como sano).

La opinión de los teólogos escolásticos acerca de la ignorancia o, más específicamente sobre la diferencia de conocimiento de las partes, es esclarecedora. Esta vez cito a Chafuen en su interpretación de los autores de la Escuela de Salamanca, ya que no dispongo de citas originales:

“Para justificar que es legítimo obtener ganancias por tener un mejor conocimiento del mercado, los escolásticos repetían el ejemplo utilizado por Santo Tomás acerca de un mercader que, sabiendo que en el futuro existiría un incremento en la oferta de un bien que él tiene para la venta, se apresura a vender todo su stock antes de que esta mayor oferta llegue al mercado. […] Estos autores reconocían que el conocimiento y la sabiduría no pueden ser castigados. […] Un individuo puede adquirir conocimientos especiales de futuros embarques, ofertas, nueva legislación o variaciones en el valor de la moneda. El vendedor poseedor de estos conocimientos tiene el derecho de lucrarse con ellos incluso cuando la mayoría del público no se percata de la importancia de estos fenómenos”[15].

Aunque los escolásticos no hablan de esto, hoy en día se considera, y con razón, que si ese conocimiento se ha adquirido mediante una situación de privilegio y no de búsqueda e ingenio personal, su uso es ilícito. Es lo que se conoce como uso de información privilegiada o “insider trading” y que actualmente es considerado como delito en prácticamente todas las legislaciones de países democráticos. Un ejemplo representativo puede ser el del consejero de una sociedad cotizada. Si sabiendo por su cargo en ese Consejo de Administración, por el que es remunerado, que se va a producir un hecho que aumente el precio de las acciones de esa empresa o de cualquier otro bien, usa esa información para su lucro personal, comete un acto inmoral e incurre en un delito. Ya que por el uso de esa información, por la que ya ha sido remunerado, priva a otros del beneficio que obtendrían con esa revalorización.

Así pues, salvo que se den alguno de los vicios citados que afectan a la voluntariedad de la transacción, el precio de mercado, formado por la oferta y la demanda, es el precio justo y beneficioso para el bien común.

Es un soplo de aire fresco que en el siglo XXI, en el que un buenismo demagógico y populista impera en la mente de muchas personas como restos del naufragio del marxismo, uno pueda leer que unos sabios teólogos católicos del siglo XVI y XVII, un siglo antes de Adam Smith, creían en la justicia de los precios formados por la oferta y la demanda en el libre mercado y se oponían al intervencionismo del poder en la fijación de los mismos (y otras cosas que veremos más adelante).

“Intoxicado” por este aire fresco, no me resisto a transcribir las opiniones de los escolásticos sobre otras cuestiones, no sólo económicas, que son candentes en nuestros días.

Sobre la sociedad, el hombre, el poder y la administración del mismo.

Los escolásticos veían el poder como un mal necesario que, sin embargo, no podía ser arbitrario, sino que debía estar sometido a la justicia y al bien común. Si no ocurría así, el poder se hacía ilegítimo, degeneraba en tiranía y era lícito su derrocamiento y, en determinadas circunstancias, hasta el tiranicidio. No se definían sobre el sistema de organizar el poder, sobre el cómo se evitaba que éste degenerase en tiranía, pero sí eran muy claros sobre que no todo poder era legítimo, no ya por su origen, sino por la forma de ejercerlo. Estos asuntos también les causaron a veces graves problemas con los poderosos. Veamos algunas citas:

“Sólo después de constituida la sociedad podía surgir entre los hombres el pensamiento de crear un poder, hecho que por sí solo bastaría á probar que los gobernantes son para los pueblos y no los pueblos para los gobernantes”[16].

“Si para nuestro propio bienestar necesitamos de que alguien nos gobierne, nosotros somos los que debemos darle el imperio, no él quien debe imponérnoslo con la punta de la espada”[17].

“Los tiranos, ‘en un principio blandos y risueños’ [o populistas], se afianzan en el poder. ‘No pretenden éstos, sino injuriar y derribar á todos, principalmente á los ricos y á los buenos. […] Trabajan ellos por desterrar de la república á los que más pueden contribuir a su lustre y ventura. […] Agotan los tesoros de los particulares, imponen todos los días nuevos tributos, siembran la discordia entre los ciudadanos […], ponen en juego todos los medios posibles para impedir que puedan sublevarse los demás contra su acerba tiranía. Construyen grandes y espantosos monumentos, pero a costa de las riquezas y gemidos de sus súbditos’”[18].

“[…] sin consentimiento del pueblo no pueden hacer cosa alguna en su perjuicio, quiere decir, quitarle toda su hacienda ó parte de ella. El tirano es el que todo lo atropella y todo lo tiene por suyo”[19].

“¡Cuán triste es para la república y cuan odioso para los buenos, ver entrar á muchos en la administración de las rentas públicas pobres, sin renta alguna y verlos á los pocos años felices y opulentos!”[20]

“Debe ante todo procurar el príncipe que, eliminados todos los gastos superfluos, sean moderados los tributos [y que los gastos públicos] no sean mayores que las rentas reales, á fin de que no se vea obligado á hacer empréstitos ni a consumir las fuerzas del imperio en pagar intereses que han de crecer día a día […] Si los gastos de la Corona llegan a ser mucho mayores que los tributos, el mal será inevitable; habrá todos los días necesidad de imponer nuevos tributos y se harán sordos los ciudadanos y se exasperarán los ánimos”[21].

“Porque ¿qué otra cosa obligó a Nerón y a Domiciano a desollar los vasallos del imperio, a defraudar a los soldados de sus pagas y sueldos, a dexar desproveídas las armadas y sin subsidio los presidios y a despojar a los templos, sino la superfluidad de los gastos en fábricas impertinentes, en comidas exquisitas, en trages extraordinarios… en fiestas y espectáculos continuos…”[22].

“Lo moderado, gastado con orden, luce más y representa mayor majestad que lo superfluo sin él. […] Eso no lo entiendo yo [responde a la pregunta de en qué se podría reducir el gasto]; los que en ello andan lo sabrán. Lo que se dice es que se gasta sin orden y que no hay libro ni razón de cómo se gasta lo que entra en la dispensa y en la casa”[23].

Teoría cuantitativa del dinero

¡Qué bien nos vendría que estas cosas se hubiesen puesto en práctica en los primeros años de este siglo. Probablemente se hubiese evitado la crisis en la que nos encontramos.

“[…] En tierras do ay gran falta de dinero, todas las otras cosas vendibles […] se dan por menos dinero que do ay abundancia del; como por la experiencia se ve que en Francia, do hay menos dinero que en España, valen mucho menos el pan, vino, paños, manos y trabajos”[24].

Me impresiona la intuición, que ahora puede parecernos evidente, pero que en el siglo XVII desde luego no lo era, de equiparar el dinero y su precio con el de cualquier otra mercancía, como se ve en la siguiente cita:

“Caeteris paribus, allí donde la moneda sea más abundante, allí será menos valiosa para comprar bienes […] Así como la abundancia de bienes produce una disminución en su precio (permaneciendo constantes la cantidad de dinero y de mercaderes), la abundancia de moneda hace que los precios aumenten (permaneciendo constantes la abundancia de bienes y la cantidad de mercaderes). La razón es que la moneda en sí tiende a valer menos para comprar y comparar bienes”[25].

Y se dieron cuenta también que esa variación del valor por la abundancia de dinero era de naturaleza diferente a lo que los reyes a menudo hacían de variar la ley (el porcentaje de metal precioso sobre la ganga) de las monedas, cosa que, por supuesto, también devaluaba la moneda, pero por otra causa.

“[…] En la moneda hay dos cosas, que es la una su valor y ley, lo cual es su sustancia y naturaleza de ser moneda; y lo otro la estima”[26].

“La una ser, como será, mucha, sin número y sin cuenta, que hace abaratar cualquier cosa que sea y, por el contrario, encarecer cualquier cosa que por ella se trueca; la segunda, ser moneda tan baja y tan mala, que todos la querrían echar de su casa y las que tienen las mercadurías no las querrán dar sino por mayores cuantías”[27].

Es también claro que los escolásticos de la Escuela de Salamanca entendían lícito lucrarse comprando dinero allí donde era más barato y vendiéndolo donde era más caro:

“Así pues, en el mercado hacia el que se envía el dinero puede existir una carencia general de éste, o tal vez más individuos lo demanden, o quizá haya oportunidades mejores para hacer negocio con el dinero y obtener un beneficio.  Y, dado que el dinero será en dicho lugar más útil para satisfacer las necesidades humanas, […], por lo tanto, en tal mercado se considerará correctamente que el dinero tiene más valor”[28].

Les parecía, en cambio, contra la ley natural que el príncipe generase inflación mediante la degradación de la ley de la moneda para disminuir la deuda del erario público. Primero, porque veían que la inflación era confiscatoria y empobrecía a los súbditos en general y, segundo, porque lo hacía de una manera diferente según la composición del patrimonio de cada uno.

“El rey no es señor de los bienes particulares ni se los puede tomar en todo ni en parte. Veamos pues, ¿sería lícito que el rey se metiese por los graneros de particulares y tomara para sí la mitad de todo el trigo y les quisiese satisfacer en que la otra mitad la vendiesen al doble de antes? [con un dinero que vale la mitad] No creo que haya persona de juicio tan estragado que esto aprobase; pues lo mismo se hace á la letra de la moneda de vellón antigua”[29].

“[…] bajar y subir la moneda es aumentar o disminuir la hacienda de todos, que todo últimamente es dinero, y en resolución es mudarlo todo, que los pobres sean rico y los ricos pobres”[30].

Juan de Mariana no dudaba de calificar esta práctica de “infame latrocinio”[31]. La obra de Mariana en la que se afirmaba esto, Tratado sobre la moneda de vellón, fue editada en latín en1609 en Colonia. El duque de Lerma, valido de Felipe III, y el propio rey, ya habían acogido muy mal las opiniones de Mariana sobre los límites del poder real. Por tanto, el valido se sintió doblemente ofendido por esta afirmación –lo que confirma que manipulaba la moneda a su antojo– y dio orden a todos los embajadores de Europa de que comprasen y retirasen todos los ejemplares que encontrasen de la obra. La orden se cumplió con tal celo que desaparecieron la casi todos los ejemplares y prácticamente ninguno entró en España. Mariana llevó a cabo una traducción al español de su libro, pero no pudo ser editada en España hasta siglos más tarde. El propio Mariana, que entonces contaba 73 años  fue arrestado, se abrió una causa contra él y fue enclaustrado contra su voluntad en un convento del que salió sin cargos un año más tarde. Pero ya santo Tomás de Aquino había advertido de los efectos negativos de esta práctica. Decía:

“El arbitrio de bajar la moneda muy fácil era de entender que de presente para el rey sería de grande interés y que y que muchas veces se ha usado de él; pero fuera razón juntamente advertir de los malos efectos que se han seguido y cómo siempre ha redundado en notable daño del pueblo y del mismo príncipe, […]”[32].

 Ciertamente, hoy día, este “infame latrocinio” no se produce cambiando la ley de la moneda, sino haciendo funcionar “la máquina de imprimir dinero”, es decir, aumentando desmesuradamente la masa monetaria. Esa es casi siempre la causa de la aparición de la correspondiente burbuja que antecede a casi toda crisis.

Un talón de Aquiles de la Escuela de salamanca: El préstamo con interés o usura

Hoy día llamamos usura al préstamo a un interés injustamente alto. Pero etimológicamente usura es equivalente a préstamo a interés. En este sentido etimológico es en el que utilizaré la palabra usura en lo que viene a continuación y no en el sentido que tiene en nuestros días. Así como había una casi total unidad de criterio en los autores de la Escuela de Salamanca sobre la fijación del precio justo, el proceso por el que se pasó desde la prohibición total de la usura hasta que llegó a ser considerado lícito fue arduo, largo y complejo, con una gran diversidad de opiniones y avances y retrocesos, sin llegar nunca a una permisividad definitiva por parte de esta Escuela. En el Antiguo Testamento se prohíbe la usura de una forma dispar. Mientras que en el Éxodo y en el Levítico se prohibía su práctica sólo con el pobre, en el Deuteronomio se prohibía ya de una forma general entre el pueblo judío. Un judío podía practicar la usura con un extranjero, pero no con otro judío. “No exijas interés a tu hermano ni por dinero, ni por víveres ni por nada de lo que se suele prestar a interés. Podrás exigírselo al extranjero, pero no a tu hermano…”[33] Por otro lado, Aristóteles consideraba el dinero como algo estéril. Por tanto, si no fructificaba, era ilícito exigir un interés por él. Junto a la supuesta esterilidad del dinero, se planteaba la cuestión del tiempo. Se consideraba el interés como el precio del tiempo y, al ser el tiempo un bien poseído por todos, no era lícito venderlo. Santo Tomás condenaba explícitamente la usura:

“Por consiguiente, el que recibió un préstamo en dinero o en cualquier otra cosa semejante de las que se consumen por el uso, sólo está obligado a restituir lo que recibió en préstamo, y sería contrario a justicia obligarles a devolver más[34].

Pero el hecho es que reyes, nobles y comerciantes, necesitaban ese estéril dinero para sus asuntos y, naturalmente, ningún cristiano quería prestárselo sin interés. De esta forma, los judíos, que por otra parte tenían enormemente restringidas sus posibilidades de posesiones y medios de vida, centraron su actividad en la usura. Y, desde luego, no les faltaban cristianos que sí estaban dispuestos a pagar un interés por el estéril dinero de los judíos. Shakespeare lo dejó patente en su obra “El mercader de Venecia”. Con el proceso de expulsión de los judíos en todos los reinos de la cristiandad, que empezó en Francia en 1182 y culminó en los Estados Pontificios en 1593, el acceso a la usura como prestatarios por parte de los reyes, nobles y mercaderes cristianos se fue haciendo cada vez más problemática, lo que generó una notable presión para reconsiderar la postura de la doctrina cristiana sobre la usura. Y esta presión inició en la escolástica salmantina un lento, desigual y polémico proceso de avance, nunca terminado, en el que no faltan algunas razones un poco “chuscas”. Pero vayamos por partes.

Algunas reflexiones, muy bien encaminadas, ponían en duda el argumento de la esterilidad del dinero.

“Aunque es tan común decir: que el dinero no fructifica, ni causa dinero, pienso que los que así lo han dicho, se han ido tras el corriente y modo de hablar, sin penetrar, ni reparar en tal máxima. Porque aunque el dinero de suyo no fructifica, lo hace ayudado de la industria; y el decir lo contrario es cuando lo tienen en las arcas o auchado, y sumamente guardado: pero no mientras que con ello se trata y contrata; y si atienden a esto, no sé cómo lo pueden decir, si no es que del todo quieren huir a los oídos de la razón; puesto lo que se dice lo enseña la experiencia en todos los contratos. Y se conoce que en ellos se multiplica el dinero, ayudado de la industria humana, la cual aunque es la mayor causa, como se dice, no por eso se confiesa que es la total, […] Lo mismo del fruto del dinero,  […] que alguna cosa se le debe a él también, como se acaba de decir, que ni la tierra ni plantas fructificarían no siendo cultivadas, aradas, cabadas y podadas, […] o por lo menos no fructificarían tanto. Y esta es la parte que se le debe atribuir al dinero, […] por lo cual es digno de valor y aprecio”[35].

Es decir, el dinero no es tan estéril. Pero la verdad es que la discusión sobre la licitud de vender el tiempo sí que sonaba a dialéctica estéril que podía recordar a las discusiones bizantinas sobre el sexo de los ángeles. Se argumentaba que había dos conceptos del tiempo. Según uno, no es lícito venderlo, pero según el otro, sí.

El tiempo, como duración per se no puede ser vendido, pero, en cambio, el tiempo como esencia de un bien duradero sí. La clave está, según ese argumento, en si el bien es duradero o no. Una vaca se puede prestar y se puede exigir al que la use que  devuelva la vaca más una parte de lo que haya conseguido por ella, porque ese tiempo es algo consustancial a la vaca y, por tanto, vendible . En cambio, por ejemplo, se prestan semillas, que no son duraderas y se consumen al sembrarlas, no se puede exigir que se devuelvan más semillas de las prestadas ni ninguna otra cosa adicional, puesto que el bien no es duradero y por tanto el tiempo no forma parte de él. En ese caso, el tiempo es sólo duración y, por tanto, no se puede vender. Es decir el problema de la usura no era que la mercancía prestada fuese dinero, sino que el dinero no se consideraba duradero, puesto que está en su naturaleza consumirlo y, por lo tanto, no es duradero y no tiene tiempo propio. Parece obvio que sólo prejuicios profundamente inculcados impedían aceptar como válido el razonamiento de Felipe de la Cruz citado anteriormente y entrar en la estéril disquisición de si las semillas, las vacas o el dinero son duraderos y tienen tiempo propio o no.

Había, sin embargo, otras líneas razonables de pensamiento a favor de la usura que hablaban del daño emergente (damnum emergens) y del lucro cesante (lucrum cessans). Evidentemente, hay un riesgo en prestar. Quien presta puede verse perjudicado en su patrimonio por el riesgo que corre si el deudor no le devuelve el dinero y esto, a juicio de algunos, merecía que fuese compensado. Además, el que presta puede hacer otras cosas productivas con su dinero en vez de prestarlo, obteniendo así un beneficio. Beneficio que pierde si presta el dinero. Sin llamarlos así, los escolásticos descubrieron el riesgo y el coste de oportunidad como posibles justificantes de la usura. Pero no se atrevieron a llevarlo a término.

Pero el argumento más peregrino sobre la usura era el del agradecimiento. La cita de la Summa Theologica de santo Tomás expuesta en la página anterior continua: “[…] puede estar uno obligado a recompensar el beneficio [de haber recibido un dinero como deudor] por deber de amistad, y entonces se atiende más al afecto con que se hizo el beneficio que a la magnitud de lo dado. Esta especie de deuda no puede ser objeto de una obligación civil, que impone cierta necesidad, lo cual hace que la recompensa no resulte espontánea”[36].

Como es lógico, en estas condiciones, sujeto a la buena voluntad de aquél a quien se le prestase para conseguir una remuneración al dinero, tampoco había nadie que quisiese prestar dinero. Tuvo que ser Felipe de la Cruz el que hiciese ver que:

“De manera que puede el que a de dar el dinero aceptar cualquier promesa, que el que lo recibe lo iziere de su voluntad, mostrándose agradecido al beneficio, y mecer que lo azen el emprestallo el tal dinero, puesto que es una correspondencia debida por ambos derechos natural y divino; y así puede el que da prestado imponer alguna obligación civil (aunque otros tengan lo contrario) a la persona que se le da […] porque no parece ser notable carga obligarse uno con obligación civil a cumplir aquello, lo cual está obligado a cumplir por ley natural y divina, que tanto encomiendan el agradecimiento y abominan la ingratitud […] que si tal promesa se iziere por escrito y libremente, y aviendola aceptado quien dio el dinero, lo podrá después cobrar con justicia, y detenello con sana conciencia. […] cuando concurre la libre voluntad de ambas partes, conocida cosa es que se podrá pedir, y azer escritura de que se acudirá a su tiempo a pagar lo que se uviere prometido. […] doctrina es de Santo Tomás, muy alabada por Gerson, que los contratos que se toleran en la república y le son provechosos, no deben ser fácilmente condenados”[37].

Por último, en esta porfía de argumentos para hacer éticamente lícita la usura, absolutamente necesaria para el avance económico y la creación de riqueza, se recurría a una práctica un tanto “farisaica”. Aunque no se consintiese la usura, sí podía una persona (prestamista) comprarle a otra (deudor) un “papelito”, que era una mercancía duradera, por el que le pagaba una cantidad, comprometiéndose el otro (deudor) a recomprársela tras un determinado tiempo a un precio más alto al que el primero (prestamista) se la compró. He puesto entre paréntesis prestamista y deudor porque semejante contrato no se suponía fuese un préstamo, sino la compraventa de una mercancía duradera (no sé si estéril o productiva) a un precio de presente y de futuro previa y libremente acordados.

Como puede verse, fue un largo y tortuoso camino el que hubo de recorrerse para que se aceptase el préstamo con interés como algo moralmente lícito. Afortunadamente, la realidad lo recorrió. Ciertamente, en este recorrido, sólo unos pocos autores de la Escuela de Salamanca, y no los más importantes, fueron partidarios de avanzar por ese camino. No obstante, debemos reconocerles que hubiese sido totalmente consistente con el pensamiento escolástico utilizar la tasa de interés de mercado como el precio justo de un intercambio de dinero presente por dinero futuro. Pero a menudo, los árboles de los prejuicios nos impiden ver el bosque del sentido común. Y es una lástima, porque es posible que esta ceguera haya sido una de las causas por las que esta Escuela se ha visto relegada al olvido durante varios siglos.



[1] Reconozco que no he leído directamente las fuentes. Cito de citas de otros. Concretamente de Raíces cristianas de la economía de mercado de Alejandro A. Chafuen. El buey mudo, 2009.
[2] Francisco de Vitoria (1483-1546). (Dominico, comúnmente considerado fundador de la Escuela de Salamanca), De Iustitia. En el libro de Chafuen citado pag. 152.
[3] Para no alargar no cito lo que dice en primer lugar, aunque es interesante señalar que habla de la escasez, es decir de la oferta.
[4] Luis de Molina (1535-1600, Jesuita), La teoría del precio justo. Chafuen pag. 155.
[5] La escuela de Salamanca también tiene ideas muy claras sobre la política monetaria y sobre la inflación. Más adelante hablaré sobre ello.
[6] Juan de Lugo(1583-1660, Jesuita, Cardenal de la Iglesia), De Iustitia. Chafuen pag. 156
[7] Luis de Molina, De Iustitia y Iure. Chafuen pag. 164.
[8] Juan de Mariana (1536-1624, Jesuita); Martín de Azpilicueta, llamado el Doctor Navarro (1492-1586, Agustino), Fernando Rebello ( 1547-1608, Jesuita), Pedro de Ledesma (1544-1616, Dominico).
[9] Henrique de Villalobos (¿?-1625, Franciscano), Summa. Chafuen pags. 166, 167.
[10] Luis de Molina, De Iustitia et Iure. En Chafuen pag. 193.
[11] Chafuen pag. 170. Sin citar la obra de Francisco García en la que aparece esta cita.
[12] Luis de Molina De Iustitia e Iure. En Chafuen pag. 176.
[13] Juan de Mariana Del Rey y de la Institución Real. En Chafuen pag 177.
[14] Ambos entrecomillados; Luis de Molina, De Iustitia et Iure. En Chafuen pag. 175.
[15] Chafuen pag. 174.
[16] Juan de Mariana, citado en Discurso preliminar, Biblioteca de Autores Españoles, vol. 30 pag. XXVII.  En Chafuen pag. 105.
[17] Juan de Mariana Ibíd, peg. XVI. En Chafuen pag. 105
[18] Entrecomillado interno: Ibíd, pag. 479. En Chafuen pag. 106. La frase entre corchetes es mía.
[19] Juan de Mariana, Tratado sobre la moneda de vellón. En Chafuen pag. 106.
[20]Juan de Mariana, Del Rey y de la Institución Real. En Chafuen pag. 107.
[21] Ibíd. En Chafuen pag. 107.
[22] Pedro Fernández de Navarrete (1564-1632, canónigo de Santiago de Compostela y capellán real). Conservación de las monarquías. Criticaba también el elevado número de personas que vivían del Estado, “chupando como harpías el patrimonio real”. En Chafuen pag. 108
[23] Juan de Mariana. Tratado sobre la moneda de vellón. En Chafuen pag. 112
[24] Martín de Azpilicueta, Manual de confesores y penitentes. Chafuen pag. 122.
[25] Luis de Molina De Iustitia et Iure. Chafuen pag. 124.
[26] Tomás de Mercado (1523 ¿1530?-1575, Dominico), Summa de tratos y contratos. En Chafuen Pag. 126.
[27] Juan de Mariana, Tratado sobre la moneda de vellón. En Chafuen pag. 126.
[28] Juan de Lugo, De Iustitia et Iure. En Chafuen pag. 128
[29] Juan de Mariana. Tratado sobre la moneda de vellón. En Chafuen pag. 131.
[30] Tomás de Mercado. Summa de Tratos. En Chafuen pag. 131.
[31] Juan de Mariana. Tratado sobre la moneda de vellón. En Chafuen pag. 132.
[32] Santo Tomás de Aquino. Sobre el gobierno de los príncipes. En Chafuen pag. 133.
[33] Deuteronomio 23, 20-21.
[34]  Santo Tomás de Aquino (1224-1274 Dominico), Summa Theologica, II-II questio. 78, art. 2, respuesta a la objeción 2.  En Chafuen pag. 214)
[35] Felipe de la Cruz (¿?-1643, Orden de San Basilio Magno), Tratado único de intereses. En Chafuen pag. 218-219. Felipe de la Cruz, aunque fue, de lejos, el más perspicaz de los escolásticos en este asunto, era un autor de los menos seguidos y citados.
[36] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, II-II questio. 78, art. 2, respuesta a la objeción 3. Chafuen pag. 214
[37] Felipe de la Cruz, Tratado Único de Intereses. En Chafuen pags. 216 y 217.