Blanca, mi mujer, a sus sesenta y… años
empezó la carrera de Teología. No es la típica señora desocupada que no tiene
otra cosa que hacer. Está enormemente ocupada en varios frentes: llevar la
casa, apoyar a sus/nuestros numerosas hijas/nueras (diré también hijos/nueros
para no parecer feminista), como una abuelaza, con sus/nuestros 10 nietos, ser
amiga, buena amiga, de sus amigas, un largo etc., y, después, como última
pesada carga, soportarme a mí. Después de todo esto, en sus ratos “libres”
estudia teología. Tras unos años, ya está en 4º y este martes pasado, el día
20, se examinaba de patrología. Me he enterado el otro día que patrología es el
estudio de los Padres de la Iglesia. Porque el Domingo pasado, tarde por la
noche, me dijo que le ayudaba que estuviese oyéndola cómo estudiaba en voz alta
ese galimatías de la patrología. Durante todo el Domingo estuvo al loro de los
varios nietos que vinieron a casa. Sólo por la noche encontró un rato “libre”
que pudo dedicar al estudio. Estaba estudiando todas las discusiones y
razonamientos que los primeros padres de la Iglesia tenían sobre lo que sabían
por la revelación, pero querían definir con la mayor claridad posible. A saber:
cómo Dios era uno y, al mismo tiempo tres personas. Cómo se relacionaban estas
tres personas entre sí. Cómo una de ellas estaba unida en una unidad absoluta
con un ser humano al 100%. Etc., etc., etc. Total, nada. Debo reconocer que mi
impresión era que esos Padres se dejaban llevar por unas elucubraciones
mentales sin demasiado sentido. Palabras griegas que ni remotamente entendía
como ousia, prosopon, hipóstasis y otras muchas de las que ni me acuerdo. “¡Qué
horror! –pensaba–, ¿es realmente necesario tanto rollo? A fin de cuentas, o se
cree o no se cree. ¡Con tanta discusión es posible hasta que hasta se pierda la
fe! ¡Seamos más sencillos, por favor!”
Debo reconocer que en un momento dado mi
paciencia se agotó y me fui a la cama. Caí como un leño antes de que Blanca
acabase de estudiar, a saber a qué hora de la madrugada. Pero, al día siguiente
y en días sucesivos, hasta ayer, empecé a reflexionar sobre todo esto y mi
perspectiva ha cambiado drásticamente. Los primeros cristianos no tenían
ninguna necesidad de explicarse a sí mismos todas estas cosas. Se las habían
oído a Jesucristo y eso les bastaba. Ellos sólo querían transmitir la Buena
Noticia. Dios amaba al mundo y por eso lo había creado bueno. Y amaba
especialmente a los seres humanos, a pesar del mal uso que habían hecho de su
libertad. Y lo amaba hasta el punto de hacerse uno de ellos, de venir a vivir
con ellos –nosotros– nuestras miserias y a hacerlas suyas. ¿No era Dios? ¿Por
qué había que explicar cómo lo había hecho? Lo había hecho y punto. La Buena
Noticia era que lo había hecho. Ellos lo habían visto y lo predicaban con fuego
en el alma. Las generaciones siguientes no lo habían visto, pero la anterior le
había transmitido ese fuego y tampoco necesitaban explicar cómo era eso. Era, y
eso les bastaba. Esto era, y siento usar una palabra griega, la predicación del
kerigma. Pero a medida que crecían en número y ampliaban el círculo al que
llegaban, se encontraban con el escepticismo, con la animadversión y con la
persecución. Y, en mitad de estas calamidades, tenían que saber explicar esta
buena noticia a ese mundo escéptico. Y no era un mundo escéptico cualquiera,
no. Era nada menos que el mundo griego, el mundo de la filosofía. Y si querían
llegar a ese mundo, tenían que explicárselo en su lenguaje. Como dijo san Pablo
tenían que hacerse todo en todos, para ganar a algunos. Tenían que usar esa
filosofía. Por tanto, tenían que hacerse entender por los neoplatónicos, los
aristotélicos, los sofistas, los epicúreos, los atomistas, los estoicos, los
pitagóricos, los de la escuela de Éfeso o de Elea. Tenían que entrar en sus
dialécticas de lo uno y lo múltiple, lo inmutable y lo cambiante, tenían que
deambular por toda la inmensa gama de creencias y desarrollos en que se había
desplegado la filosofía griega. Y los creyentes se hicieron filósofos y
consiguieron hacer creyentes a algunos filósofos. Pero se encontraban con una
dificultad insalvable. Tenían que explicar en términos de razón algo que estaba
mucho más allá de los estrechos límites de la razón humana. No deja de ser una
tragedia intelectual. Y, por si fuera poco, lo tenían que hacer en medio de la
hostilidad y las persecuciones en las que se jugaban la vida. La tragedia
intelectual se veía así envuelta en la tragedia de la muerte. Terrible.
Y así fueron progresando, sin la más
mínima posibilidad de una respuesta definitiva. Me parece triste cuando, sin
tener ni idea de esta gesta, hay gente, a menudo inmensamente ignorante, que
afirma que la fe es irracional. De ninguna manera. La fe es transracional, pero
nunca irracional. Por supuesto, no progresaban ni en una línea continua ni en
una única línea. Había líneas quebradas, avances y retrocesos, divergencias.
Cuando esas divergencias se hacían múltiples y se separaban demasiado, se
convocaban concilios en los que se intentaba fijar el camino. Nunca sin
discusión. A menudo con discusiones terribles. Siempre aplicando la máxima que
más tarde haría famosa san Agustín de “En
lo esencial, unidad, en lo dudoso, libertad y en todo, caridad”. Los
obispos iban a los concilios desde el otro lado del mundo entonces conocido. De
Córdoba a Nicea, de Bretaña a Constantinopla, de Cartago a Calcedonia. A riesgo
de su vida en viajes que podían ser terribles. Y se discutía desde la razón. Y
gracias a ello, la fe católica ha podido no sólo coexistir, sino formar una
simbiosis con la filosofía griega. Algo que no puede decir el Islam que tan
pronto como se encontró con esta filosofía tuvo que rechazarla por incompatible
con unas creencias irracionales. Y al final de esas discusiones se establecía
la línea que debería convertirse en tronco. Y frente a estos había dos tipos de
actitudes. La primera, de la mayoría de los disidentes de la corriente troncal
que, con humildad, se plegaban a esa corriente, aunque en principio sus ideas fueran
por otros derroteros. Otros, los menos, se empecinaban en sus errores y rompían
con el tronco. Y todo esto se hacía con luz y taquígrafos. No es que se
levantase acta de todas estas discusiones conciliares y, en su mayoría,
extraconciliares, es que hay miles de cartas cruzadas entre todos ellos.
Claro, ahora es muy fácil para nosotros
preguntarnos, unos cuantos siglos más tarde, si no sería mejor creer lo que
creemos sin tantas elucubraciones mentales. Pero es que ahora tenemos el
enunciado de lo que creemos gracias a aquellos gigantes. Caminamos a hombros de
gigantes y tenemos la formulación del credo niceno-constantinopolitano:
Creo en un solo DIOS, PADRE todopoderoso, creador
del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible.
Creo en un solo Señor, JESUCRISTO, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo; y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre. Y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.
Creo en el ESPÍRITU SANTO, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo, recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas.
Creo la iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Confieso que hay un solo bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos
y la vida del mundo futuro. Amén.
Esta formulación, no es más que la punta
del iceberg de todo lo que hay debajo y el prólogo de todo lo que vendría
después. Por debajo del iceberg estaban preguntas como: ¿Cuál es la relación
entre las tres personas? ¿Qué significa lo de engendrado, no creado? ¿Y eso de
la procedencia del Espíritu Santo del Padre y del Hijo, qué significa? ¿Cómo es
la unión entre la naturaleza divina y humana de Cristo en una sola persona?
¿Hay un reparto de roles entre Padre, Hijo y Espíritu Santo? Para todas estas
preguntas que, como he dicho antes, entran en el campo de lo transracional,
hubo que hacer, no sin grandes resistencias, alguna puntualización a una
cuestión tácitamente aceptada en la filosofía griega. A saber: la identidad
entre el concepto persona y el de naturaleza. Los griegos daban por sentado,
sin cuestionárselo, que en cada ser humano había una sola persona y una sola naturaleza.
Y esta identidad se generalizó sin ningún cuestionamiento. Sin embargo en el
Dios trinitario esta identidad no se da. Hubo que romperla. En Dios Uno hay UNA
sola naturaleza divina. Por eso el cristianismo es una religión monoteísta.
Pero no hay una sola persona. Hay tres Personas divinas. En cambio, en
Jesucristo hay una sola Persona, divina, pero dos naturalezas. Una
completamente divina y otra completamente humana. No era fácil romper ese
binomio de la filosofía griega, pero era necesario para ahondar, aunque fuera muy
superficialmente, en la transracionalidad de lo que se creía. Y no era una
inutilidad. Por supuesto, Aristóteles ya creía que el mundo había sido creado.
Los griegos creían en un universo eterno en el tiempo, pero creado en su ser,
ontológicamente, por una causa primera, eso sí, una causa impersonal. Y
Aristóteles, al que esto le parecía indudable, no alcanzaba a entender qué
había impulsado a esa causa primera a causar. Sólo el Dios trinitario, tres
Personas unidas por el Amor, podía tener una razón para crear. Razón que no es
otra que la exuberancia de ese Amor. Es por esta búsqueda infructuosa de la
razón de la causa primera para causar por lo que santo Tomás decía: “Qué
angustias no sufrieron de una y otra parte aquellos preclaros ingenios”.
Buscaban tan ansiosa como infructuosamente esa razón.
He dicho algunas cosas que había debajo de
la punta del iceberg de la formulación del credo, pero no he hablado de lo que
vendría después. Por ejemplo, la referencia a la comunión de los santos en la
formulación del llamado Credo de los Apóstoles que, en contra de lo que su
nombre puede parecen indicar, es posterior a la formulación
niceno-constantinopolitana. No creo que pueda resistirme a hablar de este dogma
de la comunión de los santos en un próximo envío. Otro ejemplo de lo que
vendría más tarde es el reconocimiento de la Virgen María, no sólo como madre
de la naturaleza humana de Cristo, sino madre de todo Cristo, de sus dos
naturalezas indisolubles, la humana y la divina y, por tanto, como madre de
Dios. Quizá nadie haya expresado la maravilla de esto mejor que Jean Paul
Sartre en su auto de Navidad “Barioná, el hijo del trueno”[1],
en la que dice:
La Virgen está
pálida y mira al niño. Lo que habría que describir de su
cara es una reverencia llena de ansiedad que no ha aparecido más que una vez en
una cara humana. Y es que Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto
de sus entrañas. Durante nueve meses lo llevó en su seno, le dará el
pecho y su leche se convertirá en sangre divina. De vez en
cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que Él es Dios. Le estrecha
entre sus brazos y le dice: ¡mi pequeño! Pero en otros
momentos, se queda sin habla y piensa: Dios está ahí. Y le
atenaza un temor reverencial ante este Dios mudo, ante este niño que infunde
respeto. Y es una dura prueba para una madre tener vergüenza de sí y de
su condición humana delante de su hijo. Aunque yo pienso que hay también otros
momentos, rápidos y resbaladizos, en los que siente, a la vez,
que Cristo, su hijo, suyo, es su pequeño, y es Dios. Le
mira y piensa: Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi
carne. Está hecha de mí. Tiene mis ojos y la forma de su boca
es la de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí. Y
ninguna mujer, jamás, ha tenido así a su Dios para ella sola. Un Dios muy
pequeñito al que se puede coger en brazos y cubrir de besos,
un Dios caliente que sonríe y que respira, un Dios al que de
puede tocar; y que sonríe. Es en uno de esos momentos cuando pintaría
yo a María si fuera pintor. Y trataría de plasmar el aire de atrevimiento
tierno y tímido con que ella adelanta el dedo para tocar la
piel pequeña y suave de este niño-Dios cuyo peso tibio siente
sobre sus rodillas y que le sonríe.
También vinieron después las discusiones
teológicas acerca de la necesidad de la Gracia y las obras para la salvación, y
muchas otras más.
Al leer esto alguien podría pensar que
todo el dogma cristiano no es más que una elaboración posterior llevada a cabo
por una especie de frikis que discutían de estas cosas en el vacío. Nada más
lejos de la realidad. Es importante recordar lo que dije unas líneas más
arriba. Estos “frikis”, lo eran, pero lo eran de lo que habían visto u oído. Lo
eran, porque habían tenido un encuentro, físico o espiritual, pero un encuentro
REAL con Cristo vivo y resucitado. Y ese encuentro físico, junto con todas las
enseñanzas de ese Cristo vivo, estaban plasmadas, desde mediados del siglo I en
tres de los cuatro evangelios[2].
Y esos “frikis”, lo que predicaban era el kerigma, es decir, ese encuentro. Y,
afortunadamente, todavía hay millones de “frikis” que predican el kerigma
porque han tenido ese encuentro con Cristo. De hecho, sin ese encuentro no hay
conversión y todo es palabrería vacía. Sin ese encuentro, el mejor teólogo del
mundo es un triste teólogo. Sin ese encuentro el cristianismo es una religión
más, un conjunto de ritos y normas vacío y frío. Pero ese encuentro, que hay
que revivir cada día, transforma la vida y convierte a la gente que lo tiene en
“frikis” que anuncian ardientemente el kerigma, la Buena Noticia. Pero fue
necesario encontrar las fórmulas que tradujesen ese encuentro con una realidad
transracional en pobres palabras y conceptos. Fue el hecho de descubrir esa
inmensa riqueza intelectual lo que llevó a John Henry Newman del evangelismo
calvinista al anglicanismo y, de éste, al catolicismo, recuperando la inmensa
riqueza de una tradición que Lutero había tirado a la basura por un antojo
personal. Dos cosas caracterizaron tal Cardenal Newman: la primera, su
confianza en la misericordia de Dios, que estuvo en la raíz de su primera
conversión y, la segunda, su confianza en la complementariedad de la fe y la
razón. Acabo con dos frases de dos Papas recientes. Primero, con Juan pablo II,
que en su libro “Fe y razón” dice: “La fe
y la razón son las dos alas con las que el espíritu humano puede elevarse a la
contemplación de la verdad”. La segunda de Benedicto XVI, creo que de su
libro entrevista “La sal de la tierra”. Cito de memoria y, por tanto, la cita
no es textual, pero viene a decir que a Dios sólo se le puede conocer por
analogía y que, aún así, cualquier analogía que señale a Dios, aunque vaya en
la buena dirección, no es más que un dedo índice extendido entre el cielo y la tierra.
Así que hurra por estos padres de la
Iglesia que, con su epopeya, nos han allanado el camino y nos han llevado sobre
sus hombros de gigantes, aún a costa de que consideremos su proeza como
elucubración y de que este mundo cada vez más inculto piense que las creencias
cristianas son irracionales. Y hurra también a los intelectuales que han
escarbado en la inmensidad de catas y actas conciliares para reconstruir ese
camino. Y, por qué no, hurra también por Blanca, que con voluntad y
perseverancia y, entrem todas sus actividades, acabará la carrera de Teología.
P.D. El martes Blanca se presentó al
examen de patrología y dice que le salió muy bien. ¿Será porque la escuché mudo
y escéptico? No lo creo. Pero yo sí que aprendí escuchándola. Espero, no
obstante, que estas líneas no caigan en manos de su profesor de patrología,
porque puede haber en ellas tales barbaridades que su profe la suspenda.
[1] Sartre escribió este auto de
Navidad en 1940, estando prisionero en el campo nazi de reclusión de soldados
franceses prisioneros de Tréveris, en el Stalag 12D. Se representó en el campo
el día de Navidad de 1940. La representamos en la UFV durante tres años en
Navidad. Se puede encontrar el libro en la editorial Libros Libres, colección
Voz de Papel.
[2] El cuarto, el de san Juan, fue
escrito a finales del siglo I.