Nunca había entendido muy bien qué eran los dones del
Espíritu Santo. Suponía que debían ser cosas buenas, pero no me sabía siquiera
su lista. Un día que los vi enumerados, me pareció que varios de ellos sonaban
a lo mismo. Don de sabiduría, de ciencia, de inteligencia, de consejo. Los
mismos perros con distintos collares, pensaba. El de fortaleza me sonaba
realmente bien, pero el de piedad parecía un poco triste y, sobre todo, el de
temor de Dios me parecía definitivamente contrario a mi creencia en un Dios que
era Amor. Desde luego el tema tampoco me importaba demasiado. Una cosa más del
galimatías de palabras incomprensibles.
Pero cierto día cayó en mis
manos un libro cuyo
título llamó mi atención. Se llamaba “Guía de las dificultades de la fe
católica”. En el índice había un apartado dedicado a los dones del Espíritu
Santo y por ahí lo empecé. Por primera vez en mi vida lo entendí. Desde
entonces, algo de mi tiempo de meditación ha estado orientado hacia la
comprensión de estos dones. Estas reflexiones mías son las que a continuación
plasmo en el papel. Santo Tomás, en la Suma Teológica ha definido mucho mejor
de lo que yo nunca pueda hacer, estos dones y, hasta donde sé, de una forma diferente.
Creo sin embargo que no es heterodoxa mi manera de verlos y si a mí me ayuda
pensar en ellos así, tal vez pueda ayudar también a otros.
El don de ciencia
A mi modo de ver, todo empieza
por el don de ciencia. El don de ciencia del Espíritu Santo no discurre
por argumentos filosófico-teológicos sobre el conocimiento de Dios. Es una
Gracia, que está al alcance de los más sencillos, con independencia de su
formación filosófica. Y esta Gracia permite, a cualquier ser humano, remontarse
de las criaturas al Creador. Si quien tiene esta Gracia puede, además, buscar y
encontrar demostraciones filosóficas, tanto mejor para los demás, porque para
él son tan inútiles como unas muletas para el campeón mundial de los cien
metros lisos. Es probable que quien lea estas líneas haya experimentado más de
una vez un sobrecogimiento casi religioso al contemplar un paisaje grandioso o
una noche cuajada de estrellas. Ahí está actuando el don de ciencia. Yo, que a menudo necesito muletas, las he
encontrado en la ciencia actual. Las reflexiones que vienen a continuación ni
son el don de ciencia del Espíritu
Santo ni una demostración de nada. Tal vez estén a mitad de camino entre una y
otra, lo que puede querer decir que son un puente o que no son nada. Que cada
uno elija.
Si uno contempla una noche
cuajada de estrellas puede percibir, más o menos, unos mil puntos de luz. Son
en su mayoría estrellas de nuestra propia galaxia, la Vía Láctea. Lo que
llamamos Vía Láctea, esa mancha lechosa que cruza el cielo, no es otra cosa que
nuestra galaxia, vista desde dentro. Cuando en 1610 Galileo miró la mancha de
la Vía Láctea a través de un telescopio por primera vez en la historia,
descubrió que estaba formada por muchísimas estrellas. Estaban tan juntas que
no se podían ver de forma individual a simple vista. Al ser la galaxia como un
disco aplanado, si se mira dentro del plano del disco, se ven tantas estrellas
que parecen una mancha lechosa. Pero en el resto de direcciones se ven de forma
individual las estrellas de la galaxia que no están en el plano del disco. Se
estima que en la Vía Láctea hay unos doscientos mil millones de estrellas.
Pero mirando algunos puntos de
luz con un telescopio suficientemente potente, se percibe que no son estrellas,
como pudiera parecer a ojo desnudo, sino otras galaxias. Hoy en día, a medida
que se construyen telescopios cada vez más potentes, se siguen descubriendo
nuevas galaxias. Se estima que puede haber unos cien mil millones de galaxias
como la Vía Láctea, con doscientos mil millones de estrellas cada una. Si
multiplicamos una cifra por la otra sale la escalofriante cifra de doscientos
mil millones de billones
de estrellas.
Ahora bien, ¿de dónde ha salido
este universo tan inmenso y como se ha formado? Contestar a estas preguntas nos
llevaría un libro entero,
pero casi todos los científicos están hoy día de acuerdo de que el universo
nació de un punto sin dimensiones en el que se concentraba toda la materia que
hoy lo forma. Ese punto y ese momento, se llama el Big Bang. ¿Qué había antes
del Big Bang y por qué ocurrió? Nadie lo sabe y, lo que es más grave, nadie
podrá saberlo nunca. Todos los científicos, hasta los pocos que no creen en el
Big Bang, admiten que, si éste ha tenido lugar, nunca, ningún aparato de
medida, podrá jamás medir lo que había antes. Este tema cae, por tanto, fuera
de las fronteras de la ciencia. Sin embargo, abundan las teorías que buscan
explicaciones más o menos razonables a lo que había antes. Ninguna de ellas es
científica. Yo tengo mi teoría. Científicamente indemostrable, como cualquier
otra. Se llama creación de la nada. Y la causa necesaria y suficiente de esa
creación de la nada se llama Dios. Si bien es cierto que yo no puedo
demostrarla, no es menos cierto que nadie puede refutarla. La ciencia del siglo
XX ha abierto la puerta a la Creación y, por lo tanto, a Dios. Si el Espíritu
Santo nos concede su don de ciencia,
podremos franquearla.
Pero, sin intentar, ni mucho
menos, agotar el tema, quiero dar otro argumento más de estos a mitad de camino
entre el don del Espíritu Santo y la demostración. El universo es como es
gracias a una finísima sintonía entre unas constantes que gobiernan sus leyes.
Estas constantes son la velocidad de la luz, la constante gravitatoria, la de
Planck, la electrostática y la carga del electrón. Si estas constantes no
guardasen un improbabilísimo equilibrio, el universo podría haberse mantenido
indefinidamente como una etérea nube de hidrógeno. O haberse condensado, en
menos del tiempo que tarda en leerse esta línea, en un inmenso y único agujero
negro. O vaya usted a saber qué. Pero no, desde luego, en este universo
estructurado en estrellas, galaxias, cúmulos de galaxias, supercúmulos de
galaxias, etc. Y, evidentemente, no existirían unos seres inteligentes,
llamados hombres, que pudieran preguntarse cómo es el universo y cómo ellos
mismos han llegado a aparecer el él.
El premio Nobel de física Roger
Penrose estima en una entre 10 10^128 las probabilidades de un
universo viable. La
cifra anterior no podría escribirse en notación decimal ni poniendo un 1 con
tantos ceros como átomos componen el universo. Deberíamos preguntarnos si
parece concebible que esta casi imposible casualidad se haya dado por azar. O
si nos parece más razonable pensar que hay una mente creadora que ha
planificado que el universo sea, precisamente, como es. A la medida para que
nosotros seamos capaces de contemplarlo maravillados. El filósofo Guillermo de
Occam enunció hace siglos otro principio que aún hoy en día goza de gran
popularidad entre los investigadores. De forma coloquial se le llama la tijera
de Occam y viene a decir que de dos explicaciones de un fenómeno, la más
sencilla tiene más posibilidades de ser cierta. Naturalmente la tijera de Occam
no es un principio de certeza, pero es bastante razonable. Y, si Gillermo de
Occam aplicase al problema que nos ocupa su famosa tijera, ¿cuál sería la
explicación más sencilla del universo, la de la casualidad o la del creador? Me
parece que la pregunta es claramente retórica, de forma que no me voy a tomar
la molestia de contestarla.
Sin embargo, quien no quiere
dar el paso necesario para creer puede buscar un contraargumento a esa tijera.
Se sugiere la posibilidad de que se hayan formado un número inmenso
–¿infinito?– de universos. Una abrumadora mayoría de ellos no sería viable y,
por tanto, no habría aparecido en ellos ninguna inteligencia capaz de
preguntarse por el devenir de su cosmos. Tan sólo en unos pocos habría
aparecido la consciencia. Uno de esos es el nuestro y, por tanto, lo que a
nosotros nos parece una improbabilísima casualidad, no lo es en realidad. Es
sólo el fruto de un casi infinito número de pruebas fallidas por el azar para
obtener un éxito. De modo que, para eludir un problema, el de la inmensa
improbabilidad de un cosmos aleatorio que desarrolle inteligencia, se crea otro
mayor. Si no se puede explicar científicamente cómo, por qué y para qué aparece
un universo, es necesario, ahora, explicar la formación de infinitos. Aún sigo
creyendo que es más sencilla la explicación de un Creador y me parece que
Guillermo Occam seguiría cortando con su tijera argumentos como el del inmenso
número de universos inútiles. Pero, en cualquier caso, ni la existencia de un
Creador, no la de un número inmenso de universos inviables, son comprobables
empíricamente y no son, por tanto, científicas.
No tengo mucha confianza en mi
capacidad de crear belleza con mi prosa, pero, aunque tuviese las dotes de
Shakespeare, estoy seguro de que a ningún lector le habría recorrido la espalda
un escalofrío de sobrecogimiento religioso al leer las líneas anteriores. Dudo
también que ningún lector haya quedado racionalmente convencido de la
existencia de Dios por lo anterior. Porque es sólo, y precisamente, el don de ciencia del Espíritu Santo el
que, ante la contemplación de el cielo estrellado, puede hacernos decir con un
escalofrío: Sí. Sí a tu existencia, Dios mío. No por lo que me diga la razón,
aunque ésta no se oponga a tu existencia. Sí porque algo, en el fondo de mí
mismo, me impulsa a reconocer como indudable tu probada o no probada
existencia. Ese algo, sólo ese algo más allá de la razón, aunque no en contra
de la razón, ese calor, esa alegría exultante y afirmante que confirma mi
certidumbre, eso, es el don de ciencia del Espíritu Santo.
El don de temor de Dios.
Una vez que nuestra mente inspirada por el don de ciencia
del Espíritu Santo ha dado el paso para afirmar asombrada la existencia de
Dios, empieza a maravillarse de la grandeza de ese Dios que acaba de
descubrirse. Uno puede conocer sólo su pueblo o haber viajado por todo el
mundo. Puede saber apenas escribir o conocer todo lo que la ciencia humana dice
de la grandeza del universo. Pero siempre, cualquier ser humano se da cuenta de
su pequeñez frente a la más pequeña de las fuerzas de la naturaleza. Un poco de
resaca en una playa puede acabar en minutos con la vida de una persona. Una
fuerte lluvia, un árbol que se cae en un bosque, un viento impetuoso. Son
tantas y tantas las cosas cotidianas que pueden dar al traste con nuestra vida.
No hay, por tanto, que ser un sabio para darse cuenta de
la grandeza de la creación y de nuestra pequeñez. Sin embargo, un poco de
conocimiento de nuestro universo puede hacer que se acentúe esta sensación. La
marea, la lluvia, el árbol o el viento no son sino un minúsculo accidente en un
planeta que tiene 40.000 Km. de circunferencia. Harían falta veinte millones de
personas tumbadas una a continuación de la otra para abrazarlo. Todos los
humanos vivos, apiñados como en una manifestación, cabrían en un territorio
equivalente a menos del 1% de España, menos de la cienmilésima parte la
superficie total de la Tierra. No somos nada ante la fuerza de nuestro planeta
y lo sabemos. Pero nuestro planeta es menos que nada ante el universo. Vamos a
dar un paseo por él. La
Tierra es una esfera con un diámetro aproximado de 12.700 Km que gira alrededor
del Sol en una trayectoria ligeramente elíptica, casi circular, de 150 millones
de Km. de radio. Para expresar las magnitudes de algunas distancias, se toma
como unidad esta distancia de la Tierra al Sol, que recibe el nombre de
"unidad astronómica" (UA). La esfera solar tiene un diámetro de 1'4 millones de Km. Esto quiere
decir que dentro del Sol cabrían más de 1 millón de
Tierras. Si en vez de tamaño,
hablamos de masa, la del Sol es más de 2 x 1027 Tm (un 2 seguido de 27 ceros), cantidad que no
sé cómo se nombra, pero que podríamos describir como dos mil billones de
billones europeos. Como
tampoco esto nos dice nada, diré que si una tonelada fuese una gota de agua, el
Sol tendría la masa del Mediterráneo. Alrededor del Sol giran otros planetas, y
todos juntos componen el Sistema Solar. El más exterior de estos planetas es
Plutón, que tiene una órbita bastante elíptica, y cuya distancia media al Sol
es de 5910 Millones de Km. o, lo que es lo mismo, 39,4 U.A.
La
estrella más cercana al Sol es Alpha Centauri que dista 40,5 billones europeos
de Km., ó 270.000 U.A. Dado que las distancias del universo son enormemente
mayores, la U.A. se convierte enseguida en una unidad ridículamente pequeña y
se utiliza el año luz, que es la distancia recorrida por la luz, a 300.000
Km/seg., en un año. Un sencillo cálculo nos dice que, 1 año luz es 9,44
billones de Km ó 63.072 U.A. Por lo tanto Alpha Centauri dista 4,29 años-luz de
la Tierra.
El
Sol, su vecina Alpha Centauri y otros 200.000 millones de estrellas más están
agrupadas en un enjambre con forma de disco en espiral que es la galaxia de la
Vía Láctea de la que ya hemos hablado. Nuestra Vía Láctea, tiene un diámetro de
100.000 años luz (evidentemente me niego a expresar esta distancia en Unidades
Astronómicas y mucho menos en Km.), y el Sol se encuentra a unos 30.000
años-luz de su centro, es decir, más cerca del borde que del núcleo central.
Tampoco el Sol es una estrella aparatosa. Si hablamos de tamaño, hay estrellas
como Aurigae B cuyo diámetro es 2.000 veces el del Sol.
Pero
la Vía Láctea es sólo una galaxia entre las más de los 100.000 millones de
ellas que se estima pueblan el universo. Si vamos ampliando nuestro horizonte,
como un paleto que empieza a salir de su pueblo, nos encontraremos con las
Nubes Magallanes que son dos pequeñas galaxias que se encuentran a unos 500.000
años-luz de la Vía Láctea. Un poco más allá, a 2'7 Millones de años-luz, nos
encontramos con Andrómeda, una respetable galaxia con un diámetro de 200.000
años-luz, que se estima tiene el doble de estrellas que la Vía Láctea. Estas
cuatro galaxias Vía Láctea, Andrómeda y Nubes de Magallanes y varias otras más
pequeñas, forman lo que se llama el Grupo Local. Este nombre parece indicar que
todavía vamos por carreteras comarcales. Y es verdad, porque más allá,
hasta unos 15.000
Millones de años-luz, se extiende el vasto universo con sus 100.000
Millones de galaxias, la inmensa mayoría de ellas invisible a simple vista
desde la Tierra.
Las galaxias no están uniformemente
distribuidas por el espacio. Suelen aparecer agrupadas en racimos llamados
cúmulos de galaxias. A una escala mayor, los cúmulos de galaxias aparecen
agrupados en supercúmulos que a su vez se agrupan en formaciones filiformes que
darían al universo, si lo viésemos con una perspectiva suficientemente amplia
aspecto de una maraña de hilos con enormes espacios vacíos entre ellos.
Me gustaría terminar este paseo por el
cosmos con un sencillo cálculo. Si el número de galaxias del universo se estima
en 100.000 millones y cada galaxia tuviese un promedio de 200.000 Millones de
estrellas, que es lo que tiene la Vía Láctea, esto nos ofrece a la imaginación
un universo con 20.000 millones de billones europeos de estrellas. Número, desde
luego, inimaginable. Ante un universo así, sólo cabe el asombro.
Y entonces surge la pregunta. ¿Qué es el
hombre al lado de Dios? Y la respuesta. ¡Nada! Ahora puede llegar el don de temor de Dios. No creo que la
palabra temor deba entenderse como miedo, sino como respeto impregnado de
admiración por su grandeza. Yo no temo al mar tranquilo cuando me baño en él,
pero sería estúpido de mi parte meterme a cien metros de la playa un día de
fuerte marejada. A la mayor parte de la gente que se ahoga en las playas cada
verano le sobreviene la desgracia porque su ignorancia le hace carecer del
debido respeto por el mar. Ese respeto, en principio un poco temeroso, hacia
Dios es el suscitado por el Espíritu Santo a través de su don de temor de Dios. Como he dicho antes, no es condición ni
necesaria ni suficiente conocer la inmensidad del cosmos para experimentarlo.
Millones de gentes sencillas lo sienten y, sin embargo, muchos científicos son
incapaces de sentirlo. La soberbia es, con toda seguridad, el mayor obstáculo
para este don del Espíritu Santo.
El
don de inteligencia
Pero si uno está iluminado por ese don, el
de temor de Dios, lo normal es que quiera conocer todo lo posible de ese mar en
el que está inmerso lo quiera o no. Es enorme el número de religiones que
hombres de toda época y lugar han desarrollado para entender a Dios. Sobre
todas planea el problema del mal, del sufrimiento y, en última instancia, de la
muerte. Casi todas, de una u otra manera buscan una esperanza de inmortalidad.
Las más primitivas divinizan las terribles fuerzas de la naturaleza e idean
ritos para evitar su ira o lograr su benevolencia. Otras más avanzadas buscan
en el interior del hombre la sabiduría para evitar o, al menos, aceptar con
estoicismo, la caprichosa voluntad de dioses personales o impersonales. Otras,
por último, dicen que el propio Dios se ha revelado a los hombres para
explicarles quién es, cómo es y por qué actúa de una determinada forma. Estas
últimas son las llamadas religiones del Libro. Son el judaísmo, el cristianismo
y el islamismo. Todas tienen un nucleo común, el Pentateuco. Sobre él, los
judíos han añadido una serie de libros que no aceptan los musulmanes que, en
cambio, han tejido sobre el Pentateuco, el Corán dictado, según dicen,
directamente por Dios a Mahoma. Los cristianos, por su parte aceptan todo el
texto sagrado judío, al que añaden algunos libros para formar el llamado
Antiguo Testamento, sobre el que ponen los Evangelios y otros libros y cartas
posteriores a la predicación de Cristo, formando el Nuevo Testamento que, junto
con el Antiguo, conforman la Biblia.
Ni soy yo la persona ni este es el lugar
para hacer un estudio comparativo de textos, pero todas las religiones del
Libro aceptan el Génesis –aunque el Islam lo adapte a su manera– como el
primero de ellos en orden cronológico. Ya en las primeras líneas del Génesis
aparecen las bases del credo de las tres fes. El mundo ha sido creado por un
Dios Todopoderoso y ha sido creado bueno. Las fuerzas de la naturaleza no son
dioses. Antes bien, han sido puestas al servicio del hombre. Las tres aceptan
también un principio del mal que ha aparecido, no por voluntad de Dios sino
como un accidente. Este accidente ha sido posible a pesar de un Dios Bondadoso,
Todopoderoso y Omnisciente porque éste ha limitado libremente su Poder para dar
cabida a la libertad de algunas de sus criaturas, ángeles y hombres. Esta
libertad es absolutamente necesaria para la plena felicidad de esas criaturas
y, por eso Dios, tomando esta libertad y esta felicidad absolutamente en serio,
no ha dado marcha atrás cuando el mal, un riesgo posible, ha hecho su
aparición. Donde difieren las tres religiones es en la estrategia de Dios para
arreglar el desaguisado por el que han entrado en el mundo el mal, el
sufrimiento y la muerte.
Las tres religiones han desarrollado
diferentes códigos de conducta para mitigar los males y lograr la inmortalidad,
pero sólo una de las tres religiones, el cristianismo, ha tenido el
atrevimiento de decir que el propio Dios ha tomado la condición humana, ha
compartido los padecimientos de los hombres, ha sufrido la muerte, ha llevado a
los últimos extremos la obediencia a la Voluntad de Dios y, así, nos ha abierto
la puerta de la salvación.
La Biblia es un Libro inagotable en su
profundidad y sabiduría. Sin embargo, uno puede leerlo cientos de veces y no
ver en él más que un conjunto de historias, más o menos bonitas, más o menos
edificantes, más o menos brutales, pero nada más. Otra persona puede quedar
deslumbrada por una sola frase de este Libro de libros. La fuerza de la Palabra
del propio Dios es enorme, pero no mayor que la libertad del hombre. Somos
libres para aceptarla o rechazarla. Si la aceptamos empieza a actuar en
nosotros el don de inteligencia.
Inteligencia quiere decir leer entre líneas. Si uno lee la Biblia de forma
reiterada y con apertura de espíritu, poco a poco se va formando un dibujo cada
vez más nítido de las intenciones de Dios. Y poco a poco se comprende, se
entiende, se atan cabos. Todo va encajando con todo, como en un inmenso rompecabezas
en el que cada pieza tiene su sitio y, al mismo tiempo, la totalidad está
presente en cada pieza. Se hace la luz y a esa luz todo cobra sentido. Nada es
reemplazable por nada y todo es coherente con todo. Es el don de inteligencia el que está actuando.
Y actúa tanto en los que son
inteligentes, humanamente hablando, como en los más simples. No es una cuestión
de inteligencia humana, sino de actuación divina. Más aún, a veces la
inteligencia humana, si nos lleva a la soberbia, se convierte en un freno para
esa actuación. Por eso Cristo decía: “Te doy gracias, Padre, porque has
revelado estas cosas a los sencillos de corazón y se las has ocultado a los
soberbios”. Sencillez, humildad es la clave. Dios resiste a los soberbios. La
Iglesia, que vela por que la palabra de Dios llegue completa a todos, no deja
de leerla cada domingo, cada día, en la celebración de la Misa. Así, la palabra
de Dios en su totalidad, amplificada y enriquecida por la caja de resonancia de
la liturgia, puede ser oída íntegramente por cualquier hombre, aunque no sepa
leer, en un ciclo de tres años. Y con ella va haciéndose la luz.
El
don de piedad filial.
Y la luz que va apareciendo se llama
Amor. El alma, a la luz de el don de inteligencia, se da cuenta de que todo
empieza y termina en el Amor de Dios. La creación, el hombre, la libertad, la
historia, todo nace convocado por la luz del Amor de Dios. Y la culminación de
ese Amor es la entrega del propio Dios al plan de salvación del hombre amado y
caído. Dios Hijo, deja el empíreo y se hace parte de la historia. Por el más
grande acto de amor que se pueda imaginar se reviste de carne, nace, vive y
muere con nosotros. Entonces, el código moral deja de ser un simple código
mercantil con el que se pueden ir ganando puntos que nos hacen acreedores a un
premio y se convierte en un código de salvación dado por Amor y sellado con la
sangre del mismo Dios. Como un licor se obtiene a base de hacer pasar por el
alambique una y otra vez el vino, así se va destilando en el alma del creyente la
comprensión del Amor de Dios por la acción del su propio Espíritu.
Entonces es cuando entra en escena el don de piedad filial. De pronto nos
sentimos hijos. Hijos amados hasta extremos que a la inteligencia humana le
cuesta calibrar. Sólo el Espíritu Santo es capaz de hacernoslo comprender,
saber y, sobre todo, sentir. Sólo Él nos permite hacernos otra vez niños,
volver al claustro materno del Amor de Dios, para poder volver a nacer. Nos
sentiremos, frágiles, pequeños, necesitados, pero confiados. Confiados en que
ese Dios fuerte y grande es nuestro Padre y nos quiere y protege. Entonces nos
sale del fondo del alma la llamada ¡Abba!, ¡Papá!. Si el don de la piedad filial nos acompaña, el miedo a los problemas de
la vida, a las fuerzas de la naturaleza, al dolor, al sufrimiento, a la misma
muerte, desaparece. El Señor de la vida, el que da órdenes a esas fuerzas, el
que domina el dolor, el que ha vencido a la muerte es nuesto Padre, poderoso y
protector.
Entendemos también, a la luz de la
inteligencia de la Revelación que la protección de Dios no quiere decir que no
vayamos a pasar por momentos de dificultad y de dolor. Nunca en la Revelación
de Dios se nos ha prometido semejante cosa. Pero somos conscientes de que todos
esos momentos, por terribles que puedan llegar a ser, son sólo un trámite. Que
el fin es el descanso, la paz, el sosiego eterno en las manos de nuestro Padre.
Agradecemos el regalo y aceptamos los trámites. Todo lo tenemos por basura con
tal de ganar a Cristo y su salvación. Podemos pasarnos horas ante el Sagrario,
donde, ilustrados por el Espíritu de inteligencia, sabemos, con una profunda
certeza existencial, que está el mismo Cristo. Ahí buscamos la fuente de paz y
armonía en medio del caos de este mundo y bebemos de ella. Ahí nos sentimos
hijos amados. Ahí nos anonadamos. Si pudiera quedar algo de miedo a un Dios
terrible, se esfuma como por ensalmo. Queda, por supuesto el respeto a su
grandeza, el agradecimiento por venir a nuestro encuentro con su Revelación y con
su entrega incondicional. Sí puede quedar un temor es el de no estar a la
altura de su Amor.
El
don de consejo.
Empieza a aparecer un sentimiento de
necesidad de dar una respuesta. ¿Qué puedo hacer yo para responder a tanto
Amor? ¿Qué necesita de mí este Dios? La respuesta es, obviamente, nada. Pero la
bondad de Dios ha superado todos los límites. Además de hacernos libres ha
concedido valor a nuestros actos. Dios Omnipotente pide permiso a nuestra
libertad para actuar a través de nosotros. Nos permite darle una respuesta y cooperar
con su plan de salvación, en la venida de su Reino de Amor, Verdad y Justicia.
Pero, ¿cómo? ¿De que manera puedo yo colaborar para que venga tu Reino?
Instruyeme, Señor. Dime que quieres que haga. Muéstrame tu Voluntad. Háblame al
oído. Aconséjame.
Este y no otro es el don de consejo del Espíritu Santo. Se
inicia entonces un diálogo entre nuestra libertad y la Voluntad de Dios. El
Dios Todopoderoso sugiere en la intimidad del alma. Susurra, como una suave
brisa o un arrollo, sus consejos a nuestro oído y, pacientemente, espera
nuestra respuesta. Sutilmente nos interpela si ésta no llega. Si le decimos que
no, si cerramos nuestros oídos a su llamada, no por eso nos abandona. El río de
la vida nos lleva por caminos distintos, generalmente más ásperos y penosos que
los que Él había previsto. La puerta que hubiese sido fácil de franquear con un
sí a su llamada se va cerrando. Pero Él no ceja en su llamada y si la vida nos
embalsa en una presa, Él busca nuevos cauces, nuevas y susurrantes sugerencias.
¡Pero si decimos sí! Si decimos sí, la
estepa estéril de nuestra vida se va convirtiendo en un vergel. Poco a poco,
imperceptiblemente, la aridez va dejando paso a la frescura, al jugoso verdor,
al tierno sabor del fruto. Nos convertimos entonces en cooperadores con Dios en
la nueva creación que es la salvación del mundo. Cooperar quiere decir actuar
conjuntamente. Es decir, nuestro Padre es tan bondadoso que hace que nuestra
existencia sea útil y fructifera actuando conjuntamente con Él y con Cristo en
cumplir su Voluntad, que sabemos que es que no se pierda ni uno de los pequeños
seres humanos que le han sido confiados. Nuestra cooperación puede llegar a
paliar la sed de almas que tiene Jesús para que sean uno con Él y con el Padre.
Entonces nuestra vida tiene sentido. Entonces tenemos una misión. Entonces
nuestra existencia tiene una razón de ser: Salvar por Cristo, con Él y en Él,
almas para Dios. Cuál sea el medio que debamos emplear para actuar en conjunto
con esta Voluntad, es algo que el don de
consejo nos sugiere si sabemos escucharlo. Pero ese medio, sea cual sea,
tiene un requisto indispensable. El amor.
El
don de fortaleza.
Así nuestra vida transcurre en este
diálogo de síes y noes, en este diálogo con la eternamente fiel Voluntad de
Dios y una contínua busqueda, por parte de Él, de caminos siempre transitables
a partir de cada sí. Nuestros espejismos pueden hacernos creer que el no es más
confortable que el sí. O que la forma en que más nos gustaría cooperar con la
Voluntad de Dios es la mejor. Pero la forma más eficaz de salvar almas para
Dios no tiene por qué coincidir con lo que más nos gusta hacer. A veces,
tenemos que hacer aquello que no nos gusta o para lo que creemos no estar
dotados. Y, desde luego, el espejismo de que el “no” es más cómodo que el “sí”
es absolutamente falso.
Pero también Cristo nos ha avisado de
que su Padre, el viñador, poda al sarmiento que da fruto para que de más fruto.
A veces, la Voluntad de Dios puede requerir el heroísmo extremo. Otras veces,
el no menos importante heroísmo de enfrentarnos cada día con algo que no nos
gusta, con lo que no parece hecho para nosotros. Es la cruz de cada día. Es
posible que la cruz sea tan pesada que nos caigamos bajo su peso. Pero es más
corriente que la tiremos o que nos tiremos nosotros simulando que no podemos
con su peso. En cualquier caso, necesitamos otra vez que Espíritu Santo nos
ayude con sus dones. Esta vez es el don de
fortaleza. Fortaleza para que el peso se aligere en relación a nuestras
fuerzas. Fortaleza para no tirar la cruz o para no tirarnos nosotros mismos. Y
también la vertiente más enternecedora de la fortaleza: El consuelo. El
Espíritu Santo, dulce huesped del alma, puede ayudar a la fortaleza siendo
también consuelo del alma, bálsamo para nuestras heridas, verdor para nuestra
sequedad, humildad para nuestro orgullo herido por nuestra incapacidad para la
tarea.
El
don de sabiduría.
Y como un ceñidor que todo lo recoge, lo
une y da sentido, el don de sabiduría.
Aunque etimológicamente no sea correcto, me gusta relacionar sabiduría con
saborear. El don de sabiduría nos
hace saborear los momentos dulces que siempre hay en el seguimiento de la
Voluntad de Dios y vivir de ellos y de su recuerdo en los momentos de lucha y
dificultad. Nos permite representarnos la meta, el premio, en el momento de
máximo esfuerzo que nos deja sin aliento, la cima a la que escalamos, en mitad
de la niebla y el vendaval. Hace que ni la tribulación, ni la angustia, ni la
persecución, ni el hambre, ni la desnudez, ni el peligro, ni la espada nos
puedan separar del Amor de Cristo. Hace que saboreemos, como un vino fuerte que
calienta nuestros miembros, el Amor de Dios derramado en nuestros corazones.
Tendremos, entonces sí, todo por basura con tal de ganar a Cristo.
Entonces se percibe en los dones del
Espíritu Santo la esencia de las creencias cristianas. No son ya palabras sin
sentido. Son Vida y son Luz. Son, parafraseando a Gabriel Celaya, “lo más
necesario, lo que no tiene nombre. Son gritos en el Cielo y en la tierra son
actos”.
¿Cómo
alcanzar esos dones?
Me queda una reflexión, que es una
pregunta, antes de terminar con las que voy desgranando. Y tal vez sea la más
importante. ¿Qué hacer para alcanzar la maravilla de los dones del Espíritu
Santo? Los dones del Espíritu Santo son eso, dones, regalos. Los regalos se dan
gratis. No es nuestro esfuerzo el que los consigue. No hay esfuerzo capaz de
conseguirlos. Sólo hay, por tanto, una manera de conseguirlos: Pedirlos en
oración humilde. Oración de pobreza de quien se sabe necesitado de algo que no
puede conseguir por sí mismo. Pedid y se os dará. Pidámoselos a Cristo
Eucaristía. Dios, que es Bueno, no dará una piedra a quien le pida pan, sino
que dará el Espíritu Santo a quien se lo pida. Tal vez no de forma inmediata ni
en la forma que uno quisiera recibirlo, pero el Espíritu Santo, a fin de
cuentas. Y en el momento adecuado. Pero si hay un medio particularmente eficaz
de oración para conseguir el Espíritu Santo, ese medio se llama María.
Cada aparición de María en el Evangelio
o en su continuación, los Hechos de los Apóstoles, viene acompañada de la
efusión del Espíritu. En primer lugar a ella misma en la Anunciación. Lo recibe
después san José, al soñar que debe aceptar como inocente a su desposada. Le
llega a través de su mediación a su prima Isabel y a su hijo todavía no nacido,
el Bautista, que da saltos de alegría en el vientre de su madre. La misma
María, bajo la inspiración del Espíritu entona el Magnificat. Recae sobre los
pastores y los reyes sabios de oriente cuando le piden a María que les enseñe
al Recién Nacido. Inunda al anciano Simeón y a la viuda Ana cuando,
humildemente, la Virgen va con su Hijo a cumplir el ritual de la circuncisión y
la purificación. Vuelve a aconsejar a José para decirle que vaya a Egipto con
su mujer y Jesús, para salvar la vida del Salvador. Le indica cuándo ha pasado
el peligro y puede, por tanto, volver. Y le dice a dónde debe hacerlo. Inspira
y esclarece la mente de los doctores cuando la madre encuentra al Hijo después
de una afanosa búsqueda. Se derrama antes de lo previsto, por petición de
María, sobre los novios de Caná y su agua el día de su boda. El sólo
pensamiento de la madre de Dios pone en la boca de una mujer el “bendito el
vientre que te llevó y los pechos que te amantaron”. Recae sobre san Juan al
pie de la cruz cuando recibe a María como madre del género humano. Lo recibe a
través de ella Santiago, el hermano –primo– del Señor, que luego será jefe de
la Iglesia de Jerusalén y que dará la vida por Cristo. El mismo Santiago que va
a buscarle al principio de su ministerio para llevarle a casa, tomándole por
trastornado. Y, por último, se derrama sobre la Iglesia reunida en oración
alrededor de María, el día de su fundación en Pentecostes.
Es, por tanto, María la más segura
mediadora para obtener estos dones. Cuando se los pidamos a Cristo Eucaristía,
hagámoslo, pues, a través de su madre y nuestra insípida agua, será cambiada en
fuerte vino.
Acabo con una reflexión de cómo el
Espíritu Santo transforma todos los aspectos del cristianismo:
“Sin el Espíritu Santo Dios está lejos; Cristo
pertenece al pasado; el Evangelio es letra muerta; La Iglesia es una simple
organización; la autoridad, un dominio; la misión, mera propaganda; el culto,
un recuerdo muerto; el obrar cristiano, una moral de esclavos. Con Él, el
cosmos gime con los dolores de parto del Reino; Cristo ha resucitado y está
vivo; el Evangelio es experiencia y vida; la autoridad, un servicio liberador;
la misión es Pentecostés; la liturgia, memorial y anticipación; el obrar
humano, gracia y libertad”.
Ignacio Hazim,
metropolita de Lataquia, en la conferencia de apertura de de la Asamblea del
Consejo Ecuménico en Upsala, sobre el tema: “He aquí que hago nuevas todas las
cosas” Apocalipsis, 21, 5.
1 Billón
europeo = 1 millón de millones