No
es algo nuevo lo que voy a decir ahora. No es algo que diga por primera vez. No
nace de ver a Sánchez en el gobierno. Es un profundo convencimiento que ha ido
creciendo en mí y sobre el que publiqué un post con el título de “¿Democracia
sin ciudadanos?” el 9 de junio de 2016. Estas líneas son prolongación de
aquellas. En aquellas, como hago en éstas, expresé mi admiración por la
democracia como sistema político. La democracia no es el hecho de que
periódicamente los ciudadanos vayan a votar. La democracia es la garantía que
un Estado de Derecho da a todos los ciudadanos de que sus libertades y derechos
individuales no se van a ver atropellados por los más fuertes, empezando por el
estado. Eso es por lo que yo creo que merecería dar la vida. Por si eso fuera
poco, es también el ecosistema –me atrevería a decir, el único ecosistema– en
el que se puede producir un desarrollo económico impresionante como el
capitalismo. Si para lograr su esencia es condición sine qua non que los
ciudadanos voten y que se elija al gobierno que salga mayoritariamente de esos
votos, pues bendito sea el sistema de conseguir esa democracia. Pero no se debe
confundir el medio con el fin. El sacrosanto principio de cada persona un voto
no es sino un medio, no un fin. No es fácil, sin embargo, pensar otro medio
mejor. Se podría pensar en un sistema aristocrático, en el que el voto debiera
estar reservado a los más preparados. O, en la versión más débil de esta
aristocracia, que los votos se ponderen con el grado de formación de los
ciudadanos. Pero, más allá de las dificultades prácticas insalvables para
conseguir esto, hay una cuestión de principio para rechazar algo así. Los más
preparados no son seres angélicos y, como todos los seres humanos, si su voto
pesase más, utilizarían el mayor peso que les da su preparación para votar a lo
que creyeran que les favorece más a ellos. No niego que algunos pensarían en el
bien general, pero la historia ha demostrado que estos algunos son siempre una
exigua minoría y que, al final, esa aristocracia acabaría con lo que he
definido como la esencia de la democracia. Así es que, por ese lado, es difícil
ver la salida.
Pero,
por otro lado, y a pesar de lo que pudiera pensarse por el mayor acceso a la
educación que nunca se haya visto en la historia –otro fruto de la democracia–,
vamos hacia una ciudadanía poco y mal informada, y aún menos formada. En
palabras de Arnold J. Toynbee:
“También había
obtenido cierto éxito [La Civilización Cristiana Occidental] al verse frente al
impacto de la democracia sobre la educación. Al abrir a todos una casa de
tesoros intelectuales, que desde los albores de la civilización había sido un
privilegio celosamente guardado y opresivamente explotado por una pequeña
minoría, el espíritu de la democracia occidental moderna había brindado a la
humanidad una nueva esperanza, aunque al precio de exponerse a un nuevo
peligro. El peligro estribaba en las oportunidades que una educación universal
daba a la propaganda y en la habilidad y falta de escrúpulos con que la habían
aprovechado sagaces vendedores, agencias de noticias, grupos de presión,
partidos políticos y gobiernos totalitarios. La esperanza estaba en la
posibilidad de que estos explotadores de un público semieducado no pudieran ‘condicionar’
a sus víctimas hasta el punto de impedirles que continuaran su educación de
modo que llegaran a hacerse inmunes a tal explotación”
Esto
lo escribió Toynbee en el segundo tercio del siglo pasado. Si viviese hoy,
vería como una educación cada vez más generalizada, pero cada vez más pobre,
está perdiendo clamorosamente la carrera contra unos medios de manipulación de
masas que no hubiese sido capaz de imaginar en vida. Pero eso, siendo grave, no
es lo más grave. Lo peor es que la mayoría de la ciudadanía se ha convertido en
un conjunto de niños-buenistas-mal-criados que tienden a votar al que atiende
más sus caprichos, sin pensar en las consecuencias a medio y largo plazo de eso
que se les da. O, en el mejor de los casos –¿o es todavía peor?–, vota llevada
por una especie de buenismo irracional de lo que un sentimentalismo blando e
irreflexivo les pide. Y, ¡vaya si hay sagaces
vendedores, agencias de noticias, grupos de presión, partidos políticos y
gobiernos que, con tal de ganar elecciones adulan y encienden los intereses
menos confesables y los sentimientos menos sostenibles. O que empobrecen cada
vez más la educación para asegurarse la victoria en la carrera contra ella. Porque
como decía otro gran pensador, padre de la democracia en el siglo XIX, Alexis
de Tocqueville: “La gente está dispuesta
a aceptar antes una mentira simple que una verdad compleja”. En espacial la
gente semieducada. Y las mentiras simples suelen llevar, casi siempre, al
desastre a medio plazo. Todos los partidos políticos, sin excepción, han
entrado en esta dinámica. Pero no todos tienen la misma tolerancia hacia la
mentira, ni la misma desvergüenza manipuladora, ni la misma indiferencia –o
incluso propensión– hacia el desastre. Un tal Antonio Gramsci definió una
estrategia para que la extrema izquierda pudiese ganar con malas lides la
batalla que había perdido en campo abierto contra la economía de mercado. Y esa
estrategia se basaba en el uso sistemático de la mentira, buscado con ella
atraer a los más sagaces vendedores,
agencias de noticias, grupos de presión, y con el propósito expreso de
crear catástrofes que sirviesen de caldo de cultivo para la creación de lo que
llaman “las condiciones objetivas” de su victoria final. Gramsci supo elegir
bien quienes debían ser las personas objetivo para convertir en sus compañeros
de viaje: la Iglesia en primer lugar y, luego, profesores, jueces y
periodistas, fundamentalmente. Esa infiltración no debía, sin embargo, ser tan
burda que fuese rechazada de plano. No se trataba de convertir a miembros de
estos colectivos en revolucionarios. Más bien había que empaparles de un
ideario buenista y falsamente compasivo, transformando el lenguaje, edulcorando
las palabras más duras (aborto por interrupción voluntaria del embarazo) o usando
torticeramente las palabras más nobles (solidaridad, paz, igualdad) en
consignas infinitamente repetidas hasta que calasen en los huesos de una parte
de ellos. A esta manipulación la llamó “gramática normativa”. Así parte de
estos colectivos se convertían en lo que ellos llaman “tontos útiles”. Pero,
con todo, los más útiles de los “tontos útiles” eran los socialdemócratas, a
los que despreciaba con toda su alma de marxista. Ellos prometerían y darían lo
que es imposible de mantener. Así crearían decepción y descontento y, con
ellos, el caldo de cultivo adecuado. Por supuesto, para conseguir esto, había
que infiltrar a algunos pocos partisanos sin escrúpulos en esos colectivos y
partidos, para asegurar la buena dirección del resto de los “tontos útiles”. ¿Suena
a paranoia? Puede. Pero eso es precisamente lo que Gramsci quería que
pareciesen los que sacasen a la luz su estrategia. Así es que no soy paranoico.
Simplemente, estoy bien informado. Porque los conozco como si los hubiera
parido, ya que recibí ese adoctrinamiento en mi juventud y me faltó muy poco
para caer en sus garras.
Así,
hace tiempo que se ha iniciado un proceso en el que un partido, generalmente
socialdemócrata, inicia la huida hacia delante en cualquier campo, económico o
social y, de forma más o menos reluctante, de uno en uno, como la caída de las
fichas de dominó, los demás le van siguiendo. Y, junto con los partidos, la
prensa, la educación, los jueces y, en algunos temas, la Iglesia. Y conseguido
eso con un determinado tema, se empieza con otro. Pensiones insostenibles,
salarios mínimos imposibles, renta universal, gastos sociales de todo tipo
inasumibles, etc., son algunos de esos aspectos en el terreno económico.
Aborto, ideología de género, movimiento LGTBI y demás siglas que se vayan
añadiendo, inmigración descontrolada, etc., son alguno de los ejemplos en el
terreno social. En el desarrollo de estas tendencias ha colaborado no poco el deterioro
de una filosofía realista, sustituida por filosofías idealistas, sin contacto
con la realidad, que han florecido con la vaca sagrada de la Ilustración. Ya
hablé de esta vaca sagrada en un envío anterior. Y a cada paso, nos vamos
adentrando un poco más en el callejón sin salida. Es la democracia gramsciana
de los ciudadanos-buenistas-niños-consentidos.
Y
así, la democracia está entre sus Scilla y Caribdis. Un monstruo que podría
acabar con ella –¿Scilla?– sería la limitación de voto. Pero justo a unos
metros está el otro monstruo, el de la democracia sin ciudadanos –¿Caribdis?–, o
con ciudadanos-buenistas-niños-consentidos. Y, en medio, esperando su
oportunidad de recoger los restos del naufragio, los carroñeros totalitarios, que
hoy pueden llamarse bolivarianos o podemitas. Y aquí es donde encallo. Me
gustaría ser capaz de encontrar aunque sea un atisbo de solución de este paso
entre los dos monstruos. El esclarecido Odiseo, con la ayuda de Atenea, fue
capaz de pasar entre Scilla y Caribdis perdiendo “sólo” seis hombres de su
tripulación. A mí no se me ocurre ninguna estratagema. Por eso acojo con
ilusión cualquier idea que pueda arrojar alguna luz sobre cómo evitar el mortal
peligro. Así las cosas, el Domingo pasado, 17 de junio, leí con gran atención
una entrevista a Jason Brennan, en la sección “Crónica” del diario “El Mundo”,
con el título de “El problema de la democracia son los votantes”. Lo busqué en
la versión digital de “El Mundo” para añadirlo a este post. Missing. Ignoro los
criterios que este diario aplica para decidir qué artículos lleva al digital
–la mayoría– y cuáles no –los menos. Éste no estaba. Tal vez sea porque no es
lo suficientemente correcto, políticamente hablando. No obstante, lo he
localizado en una página web mexicana llamada pressreader.com. En este mundo,
nada que se diga o se escriba es ya susceptible de ser escondido. El que quiera
puede leerlo entero en el link que pongo a continuación:
Pero,
para los que no quieran hacer el esfuerzo de ir a las fuentes, señalo lo más
relevante de la entrevista. Brennan aboga por algo a lo que llama la
epistocracia, sistema que explica de la siguiente manera:
P. Usted defiende
la epistocracia, ¿sólo deberían votar los vulcanianos[1],
los bien informados?
R. Esa es una
forma de epistocracia, pero no la que yo propongo. Es muy difícil identificar a
los vulcanianos y, si pudiéramos hacerlo, un grupo de expertos tendría en sus
manos el poder y lo usaría de manera sabia pero en su propio interés. Cuando se
concentra el poder en unos pocos, éstos tienden a usarlo en su propio
beneficio.
P. ¿Y qué propone
entonces?
R. La epistocracia
que propongo es lo que yo llamo gobierno por oráculo simulado. Imagínese un
oráculo como el de Delfos, capaz de decirnos lo que está bien y lo que está mal…
Seguro que lo consultaríamos, ¿verdad? No lo tenemos, pero podemos crearlo.
¿Cómo? Cambiando el modo en que se vota. Con el sistema que yo propongo todo el
mundo votaría, nadie quedaría excluido. Haríamos tres cosas. La primera:
entender quiénes son los votantes, reunir de manera anónima datos sobre qué
tipo de personas son, cuánto ganan, dónde viven…, porque todo esto afecta a su
manera de votar. En segundo lugar, haríamos a los votantes un test de
conocimiento político como, ¿cuál es el partido que gobierna? ¿Quién es su vicepresidente?
Y, tercero, sabiendo quienes son y qué es lo que saben, se puede simular lo que
los ciudadanos votarían si estuviesen bien informados.
No
sé si me queda claro lo de la epistocracia de Brennan. Me suena a algo así como
aplicar la inteligencia artificial al voto. Y la verdad es que no me convence.
Además creo que equivoca el enfoque. El meollo del asunto no es –o no es sólo,
ni fundamentalmente– una cuestión de información de los votantes, sino de
formación básica y de capacidad para juzgar a largo plazo, aunque sea para sus
intereses personales, las consecuencias de las políticas que aplique un partido
en caso de gobernar. Y no he visto nada de esto en la breve entrevista. Pero si
lo comento aquí, no es porque me gusten las conclusiones de Brennan, sino
porque es una búsqueda, aunque sea equivocada, de una solución al dilem que yo
no soy capaz de encontrar. Los eruditos afirman que Scilla y Caribdis es el
estrecho de Messina que separa Sicilia y Calabria. Al menos, la etimología
parece similar. Pero, tal vez, para evitar el peligro del estrecho de Messina,
fuese mejor, aunque más largo, dar la vuelta a Sicilia. Pero no es fácil saber
si existe un rodeo así que pueda salvar la democracia. En cualquier caso,
Brennan ha escrito un libro que lleva el título, creo que incorrecto, de
“Contra la democracia”. Digo que me parece incorrecto porque en la entrevista,
su autor enfatiza desde el principio que él está convencido de que la
democracia es un sistema con un enorme valor. Si eso es algo que también ocurre
en el libro, creo que su título puede llevar a errores. El libro está editado
en español por Deusto, con el auspicio del Instituto Juan de Mariana y de la asociación
Value School. En mi opinión, merece la pena leerlo –y así lo haré– por el
mérito que supone la búsqueda de la forma de atravesar el estrecho entre Scilla
y Caribdis. Tal vez no dé con la solución, pero a lo mejor alumbra nuevas
posibilidades.
Y
ahora, ¿qué tiene esto que ver con España? Mucho. Porque en España ya estamos
empezando el tercer ciclo de desastre-milagro. El PSOE de González nos puso, tras
trece años de gobierno, al borde del desastre, gracias al voto de los
ciudadanos-buenistas-niños-consentidos. Cuando el lobo empezó a enseñar las
orejas, sólo entonces, esos ciudadanos, hobbits incluidos, se acordaron del PP,
que nunca había gobernado. Y el PP hizo el primer milagro. No fue perfecto y
tuvo muchos fallos, algunos graves, pero evitó el desastre. Pero no bien estuvo
más o menos arreglada la situación, ocho años más tarde, los
ciudadanos-niños-consentidos se aburrían y se dejaron nuevamente llevar por ese
mortal buenismo irracional y aparentemente innovador. A Zapatero le hicieron
falta sólo siete años para, ciego a la crisis internacional, meter a España en
una situación mucho más desastrosa que la que dejó González. Esta vez el lobo
no sólo enseño las orejas, sino los colmillos y parecía que el milagro iba a
ser imposible. Nadie daba un duro por que el nuevo gobierno del PP lo
arreglase… pero lo arregló. Naturalmente, como no puede ser de otra manera, con
errores. Y, algunos de ellos, graves. Y, otra vez el ciudadano-buenista-niño-consentido,
presa de su afán de novedades excitantes, decidió dejarle, tras dos elecciones,
con el culo al aire. Es decir, con una minoría que hacía a España prácticamente
ingobernable. Esta vez, el ciudadano-buenista-niño-consentido fue muy ayudado
por el ciudadano que, en la nota al pie de más arriba, he llamado votante
draconiano, que no admite ni una sola cosa que no sea perfecta, como a él el
gusta. El resultado fue abocar a España a una moción de censura contra toda
natura, que ha aupado al gobierno a un presidente lleno de ocurrencias
buenistas que, como no podía ser de otra manera, son aplaudidas por el
ciudadano-buenista-niño-consentido que está divertidísimo, apoyado por el coro
de los grillos que cantan a la luna. Sólo tengo una duda con Pedro Sánchez, que
comparto con el caso de Zapatero: ¿Son simples “tontos útiles” socialdemócratas o partisanos gramscianos infiltrados?
La semana pasada, primera del nuevo gobierno, ya hubo una buena tanda de
ocurrencias que comenté en el último post. Esta semana… más difícil todavía. Fiesta
de recibimiento del Aquarius mientras en el fin de semana más de mil personas
llegaban en pateras anónimas. ¡Se acabarán las autopistas de peaje! ¡Viva la
Pepa! Se anuncia nueva vuelca de tuerca a la mentira histórica, tal vez
acompañada de la exhumación de Franco y de todos los enterrados en el Valle de
los Caídos. Fin del concordato con la Santa Sede. Seguro que se me olvida algo.
¿Alguien da más? Y el PSOE sube en las encuestas. A eso se le llama venderse
bien y tener una buena política de comunicación, cuando lo que es, es un uso perverso
de la mentira y una manipulación de la estupidez. Pero esta fiesta de buenismo y
estupidez desbocados tendrá sus consecuencias nefastas. Y me temo que esta vez el
lobo no sólo enseñará orejas y colmillos, sino que nos alcanzará. Y es posible
que ya nadie pueda arreglarlo. Algunos de los votantes draconianos le llaman a
esto catarsis. ¡Qué ingenioso es poner ese nombre a la catástrofe cuando sólo
es una idea! Es lo que tiene el mundo de las ideas desconectado de la realidad.
Pero yo ya estoy un poco harto. Por favor, que alguien encuentre un paso entre
Scilla y Caribdis pronto, porque estos ciclos, auspiciados por el buenismo y el
perfeccionismo, si nos llevarán al desastre. Y, por favor, dejemos de lado el
purismo draconiano perfeccionista.
[1] Brennan, de una forma un poco
simplista divide a los votantes en tres grupos: 1) “Hooligans”; aquellos que votan
visceralmente a un partido y que nada ni nadie les puede hacer cambiar su voto,
de la misma manera que nadie les hace cambiar de equipo de fútbol. 2) “Hobbits”;
aquellos poco interesados en la política que, o bien no votan o bien se dejan
fácilmente influir por cualquiera porque, como les pasa a los hobbits en “El
Señor de los Anillos”, sólo les interesa su vida tranquila, desayunar varias
veces, cuidar sus cosas, fumar sus pipas y creen que en el fondo da igual quien
gane, que nada de lo que pase en política va a alterar su tranquila vida
cotidiana. 3) “Vulcanianos”, en referencia a la serie “Star Trek”; son los
votantes analíticos y racionales. A mí se me ocurre algún tipo más. Permítaseme
citar al votante que podría llamar “draconiano”, en memoria de Dracón. Dracón
fue un legislador ateniense que desarrolló un código de tal dureza para
castigar cualquier delito que despertó tal animadversión popular que hubo de
exilarse a Egina, donde murió. Es el votante perfeccionista-intolerante-al-error.
Cualquier error o cualquier desviación de lo que a mi juicio debería haber
hecho el gobierno que, en principio apoyo, debe ser castigado.