12 de abril de 2019

Gramsci o la trampa que se cierra sobre Occidente


Estas líneas nacen de la lectura de un libro impresionante que ha traído a mis manos una somera busca en Amazon para saber más de Antonio Gramsci. Ese libro es un lúcido grito que, me temo, está siendo absorbido por el ruido y la incapacidad de reflexión seria del mundo en que vivimos.

Mi objetivo al escribir lo que sigue es, simplemente, ser una voz que, antes de que la trampa ideada por Gramsci llegue a cerrarse sobre la civilización occidental, antes de que esa voz tenga que venir de las catacumbas y de los mártires (ver texto infra), amplifique el mensaje de ese libro para hacerlo llegar a la mayor cantidad de gente pensante posible. Creo que si tuviese que elegir qué de lo que he podido escribir en toda mi vida quisiera que tuviese más difusión, elegiría esto. Por eso pido a todo el que lo lea que si, como yo, siente la urgencia de ser el centinela que alerte del peligro que se cierne, lo difunda todo lo que pueda. ¿Soy un paranoico? No lo creo. Dentro de la estrategia gramsciana está el hacer que todo aquel que la ponga al descubierto pase por serlo. Pero no, no lo soy.

Quiero empezar transcribiendo los últimos párrafos del mismo:

Es probable que la matriz totalitaria del marxismo “estalle” en el momento en el que su triunfo se consolide.  Presentándose como la concepción del hombre y del mundo “que no puede ser superada”, deberá organizar la cultura de modo que los críticos del marxismo se vean reducidos a la impotencia. Después de obtener un consentimiento en nombre de la libertad de pensar, tendrá que imponer ese mismo consentimiento a los que desearían seguir pensando. Esa política de imposición sería, para el marxismo, extremadamente fácil, porque durante años habrá trabajado para que no se funcione con otras categorías.

En ese contexto, la labor de defensa de la libertad de pensar tendrá que hacerse poco a poco, desde las catacumbas, a base de mártires, con el testimonio de quienes, al principio, pasarán fácilmente por impostores. Lo evidente –el terrorismo mental– aparecerá como algo increíble. Faltarán los puntos de referencias no materialistas, y sin ellos no es posible desenmascarar el fraude antinatural que se esconde detrás de la expresión filosofía de la praxis.

En historia, lo previsto no ocurre necesariamente. Se está siempre a tiempo de evitar tener que enterrar una vez más la libertad. Pero es preciso funcionar con tiempos cortos, acelerando un trabajo que ha sido descuidado al perderse el valor de pensar por cuenta propia: el trabajo de observar los fenómenos concretos, las relaciones de fuerzas, las opiniones y los humores de los grupos sociales; la tarea de encuadrar estos datos en unos esquemas reales, que den cuenta de todo el hombre, de su dimensión familiar, laboral, política, religiosa, moral; la tarea de organizar, no la cultura, sino la libertad de hacer cultura.

Es necesario, si se quiere evitar en un tiempo más o menos próximo la tiranía mental del materialismo histórico, olvidar los esquemas simplistas, las grandes palabras vacías, la retórica de ocasión, y montar una red de intereses legítimos, sostenidos por ideas humanas. Con una condición: que esos intereses no sean los de un grupo o unos grupos de privilegiados; y que esas ideas no nazcan y se queden en la cabeza de cuatro o cinco genios solitarios, sino que lleguen a todos, tocando en lo vivo la necesidad perentoria de la libertad personal, que es uno de los elementos integrantes del sentido común. (Págs. 206 y 207, fin del libro).

¿Quién era Antonio Gramsci? Gramsci fue uno de los fundadores del Partido Comunista italiano y su Secretario General desde 1926 hasta 1927. Fue detenido por Mussolini en 1926 y estuvo en la cárcel desde entonces hasta su muerte en 1937. Desde 1929 dedica la mayor parte de su tiempo en prisión a escribir su opera magna, conocida como “Los cuadernos de la cárcel”. Los escribe febrilmente hasta 1935. Son más de 50 cuadernos con un total de 2848 páginas. No escribió esta obra pensando en su publicación. Son un conjunto bastante caótico de su pensamiento político y de su praxis revolucionaria. Su desorden y su abundancia en la jerga y la mala filosofía política marxista hacen de ellos algo muy difícilmente legible. Entre 1948 y 1951, Palmiro Togliatti, a la sazón Secretario General del PCI, dirige la publicación de los “Quaderni” en la editorial Giulio Enaundi Editore y más tarde, en 1966, son reeditados por la editorial comunista Editori Reuniti. En ambas ediciones la obra no aparece en el orden cronológico en el que fue escrita, sino en un orden temático diseñado por Togliatti y un compañero de Gramsci, Felice Platone. Son seis libros que, curiosamente, están numerados del II al VII. No sé la causa de la omisión del libro I. Hasta donde yo sé, los Quaderni sólo han sido traducidos y editados en francés, además del italiano original, siguiendo el orden cronológico de una edición italiana realizada en 1975.

Yo conocía desde hace bastantes años la existencia de los “Cuadernos de la cárcel”, y tenía una idea vaga de su contenido. Idea formada por pinceladas de cosas sueltas que leía aquí y allá. Pero nunca había leído, por no saber de su existencia, ningún libro en el que se expusiese de manera sistemática su contenido y el de otros escritos de Gramsci. Gramsci nunca escribió ningún libro. Sus escritos son multitud de artículos en las dos revistas comunistas que dirigió: Ordine nuovo, antes de la fundación del PCI, y Avanti! Hace unos días, sin embargo, hice algo que debía de haber hecho hace años: busqué en Amazon lo que pudiera haber publicado en español sobre la obra de Gramsci. Y encontré un libro escrito por Rafael Gómez Pérez y editado por EUNSA en 1977 bajo el título: “Gramsci, el comunismo latino”. Es un libro corto, pero no demasiado fácil de leer en según que partes. Porque en algunas de ellas hace una crítica con buena filosofía a la pésima filosofía política marxista y a la de su reencarnación en Gramsci. Y esa mezcla de buena filosofía crítica con la mala filosofía política es, a menudo, difícil de seguir. Pero, en conjunto, junto con las pinceladas que yo tenía, me ha dado una visión mucho más amplia, precisa y, he de decir, aterradora de la estrategia gramsciana para hacer triunfar el comunismo en Europa.

Desde 1977 hasta aquí, ha llovido mucho, pero ello no quita ni un punto de validez al libro en cuestión aunque, como es natural, sus análisis sobre la repercusión de Gramsci en el comunismo internacional no llega más allá del eurocomunismo, corriente comunista en auge en aquella época. La caída del comunismo soviético y del muro de Berlín han supuesto un duro golpe para el comunismo internacional. Pero no está muerto. Está jugando las cartas de Gramsci, adaptadas a la nueva situación, y las está jugando con enorme destreza. Desde entonces, el comunismo tradicional ha ido sufriendo un profundo declive político e intelectual en todos los países de Europa. En España, Alberto Garzón, Secretario General de Izquierda Unidad, heredera espurea del PCE, no es ni sombra de la talla intelectual y política de un Santiago Carrillo –dejando al margen el nefasto calificativo moral que me merece este personaje–. Y algo parecido pasa en el resto de los países donde un día sus partidos comunistas pudieron haber tenido un cierto peso. Sin embargo, el testigo de la estrategia comunista gramsciana lo han tomado en Europa los nuevos partidos de izquierda radical como Podemos –y en gran medida el PSOE de Zapatero y Sánchez– en España (es un simple detalle, pero en forma alguna irrelevante, que en la tapa del ordenador de Juan Carlos Monedero, uno de los fundadores de Podemos, aparezca la foto de Gramsci), SYRIZA en Grecia y la coalición de izquierda francesa representada electoralmente por Jean-Luc Mélenchon. Pero donde esa filosofía política gramsciana ha prendido, con las debidas adaptaciones a las condiciones económico-sociales de la zona, es en los países de nuevo cuño comunista de América Latina como Venezuela, Bolivia, la Argentina de los Kitchner y algún que otro país más –no Cuba, cuyo comunismo es de un corte claramente más leninista que el de otros países–. Evidentemente, en el título del libro de Gómez Pérez de “Gramsci, el comunismo latino”, no se refiere a América Latina sino a los países latinos europeos. Ahora bien, en Europa –España, Grecia, Francia y el resto de los países, aunque el comunismo sea casi inexistente como fuerza política–, la clase proletaria en el sentido marxista ha desaparecido. Por eso la nueva estrategia postgramsciana la intenta sustituir por otras luchas como la lucha de sexos –a través de la ideología de género con su derivación hacia el aborto–, la lucha de homosexuales contra heterosexuales, la lucha ecológica, etc. Luchas que, pudiendo tener una cierta base de conflicto, se exacerban y envenenan a toda costa, usando para ello el aparato de un Estado al que, respondiendo una estrategia cuidadosamente diseñada hace ochenta años por Gramsci, como veremos, ha sido desarmado de una sociedad civil crítica.

Antes de hacer, como es mi intención, una antología de citas de este libro –el de Gómez Pérez–, debo hacer una breve introducción al contenido del pensamiento político de Gramsci y su parentesco con el de Marx y Lenin. Gramsci siempre consideró el pensamiento de Marx como algo casi sagrado. De ahí que disfrace bastante sus diferencias para no poder ser tachado de heterodoxo por el pensamiento marxista ortodoxo de su época. Pero, como hombre inteligente que era, se dio cuenta de que las predicciones marxistas sobre el triunfo del comunismo, no se habían cumplido como Marx creía. Más adelante veremos cómo creía Marx que triunfaría el comunismo y cómo no se cumplieron sus expectativas. Pero antes es necesario dar unas pinceladas sobre la filosofía política de Marx, el materialismo histórico, usando su propia jerga y la de Gramsci.

Marx llamaba la estructura al conjunto de relaciones de producción de un sistema económico. Estructura que iba cambiando, según una dinámica hegeliana de ciclos repetidos de tesis-antítesis-síntesis a lo largo de la historia, desde la antigua Grecia hasta el capitalismo de su época. De esa estructura –síntesis– emergía, de una forma determinista, lo que Marx llamó una superestructura, que era el conjunto de manifestaciones culturales, ideológicas, religiosas, filosóficas, artísticas, folklóricas, etc., que constituían su sociedad civil y su visión del mundo. Pero en esas estructuras de cada época, surgían contradicciones internas –antítesis– que creaban las condiciones objetivas que eventualmente, y debidamente explotadas por la praxis marxista, harían que esa estructura se derrumbase para dar lugar a una nueva –la síntesis– cuya forma venía también fijada de forma determinista a partir de la estructura anterior. A su vez, esta nueva estructura generaba –deterministamente, por supuesto– una nueva superestructura. Esta sucesión es a lo que el marxismo llama materialismo histórico, que pretende ser el sustento de su sedicente socialismo científico, léase comunismo. Desde luego, Marx no sólo no explicó nunca, sino que ni siquiera lo consideró, el problema de por qué ese proceso hegeliano de tesis-antítesis-síntesis llegaba a un fin y se detenía en el comunismo.

Gramsci creía a pies juntillas en ese materialismo histórico pero, como hombre inteligente que era, no podía por menos que darse cuenta de que la revolución comunista en Rusia no había seguido los patrones predichos por Marx. Según éste, la revolución comunista debería haberse producido en países como Alemania o Inglaterra en los que las contradicciones internas de la estructura capitalista deberían hacer que ésta se derrumbase, dando lugar a las relaciones de producción y la estructura comunistas que, a su vez, generarían la consiguiente superestructura. Sin embargo, la revolución se produjo en un país como Rusia que, según todos los análisis marxistas, todavía no había alcanzado ni la estructura ni la superestructura propias de un país capitalista. Gramsci entendió que la praxis de Lenin había ido en sentido inverso. Lenin se aprovechó de la superestructura política de Rusia, de su inexistente sociedad civil articulada, con sus partidos burgueses todavía anclados en una estructura fundamentalmente agraria para provocar el hundimiento del sistema. Además, en 1919, antes incluso de la fundación del Partido Comunista de Italia, Gramsci había fracasado estrepitosamente intentando cambiar directamente la estructura de la industria italiana a través de los que él llamó “Consigli di fabbrica”. Por si esto fuera poco, Gramsci también, con su brillante inteligencia, tuvo la perspicacia para ver que el comunismo jamás podría ganar la batalla económica al capitalismo. Todo esto le llevó a pensar que el triunfo del comunismo en Italia –y en el resto del mundo– sólo podía venir de la mano de una praxis que actuase directamente sobre la superestructura. ¿Cómo? Intentando subvertir, corromper, disolver la sociedad civil –su visión del mundo: cultura, ideología, filosofía, religión, arte, folklore, etc.– que servía de sustento a la superestructura burguesa. Y uno de esos elementos que Gramsci identificó como pilar fundamental que había que demoler, era la religión y, en especial, la Iglesia católica. Pero no se trataba de hacer frontalmente la destrucción y sustitución de la sociedad civil. Si se hiciese así, el sistema crearía unos anticuerpos que rápidamente darían al traste con el intento. Se trataba de promover más bien lo que él llamaba una “agresión molecular”.

Para Gramsci, la hegemonía de la clase burguesa se producía mediante lo que llamaba un “bloque histórico”. Entre la burguesía dominante y la clase proletaria existe un magma, al que llamaba clases subalternas, al servicio de la burguesía. Marx les da el nombre genérico de pequeña burguesía. Es en esas clases subalternas, en esa pequeña burguesía, en donde Gramsci piensa que hay que minar la superestructura burguesa. ¿Quiénes son los pequeñoburgueses que forman esas clases? Profesores, periodistas, clero, tanto el de la jerarquía como el de base, jueces, militares, funcionarios, etc. Esos son a los que hay que poner en el punto de mira para desmoronar su apoyo a la clase dominante. Hay que minar su confianza moral y ética en esta clase. Y hay que hacerlo de forma tal que ni siquiera ellos mismos se den cuenta de que están haciendo el juego a los marxistas. Más, que hagan esa función destructiva jurando con verdad que no son marxistas, incluso que odian al marxismo. Y un buen método para lograrlo es idear experimentos sociales superficialmente biensonantes, a los que poner la etiqueta de “progresistas”, premiando con una propaganda que les ensalce como “progresistas” a los que los apoyen y anatemizando con el apelativo retrógrado a quien se oponga o haciendo pasar por paranoico a quien descubra la estrategia. Pocos de los intelectuales de una sociedad desarmada filosóficamente se atreven a afrontar este riesgo. Eso escribió Gramsci, esa es su estrategia y en esas estamos. ¿O no? Entre los ejemplos de “agresión molecular” y los experimentos sociales para degradar los valores de la sociedad civil occidental podrían citarse la ideología de género, el aborto y tantas y tantas consecuencias del relativismo moral.

La gran baza de esta estrategia es que está perfectamente marcada para llevarla paulatinamente a la praxis. No tienen prisa. Al contrario, saben que tienen que esperar, como las esporas a la llegada de la lluvia, o como el virus de la varicela, a que se den las condiciones objetivas, creadas lentamente por ellos, pero explotadas de forma explosiva, si se me permite la redundancia, para hacer eclosionar las esporas o para reaparecer en forma de herpes muchos años más tarde. Saben que deben ser capaces de adaptarse camaleónicamente. La portada del libro de Gómez Pérez es muy ilustrativa. Representa tres cubos geométricos. En el de más abajo está Marx en una cara y la hoz y el martillo en la otra. En el segundo, Lenin y la hoz y el martillo. Y en el tercero, Gramsci y la hoz y el martillo. Perfectamente podría haber un cuarto con Pablo Iglesias manejando los hilos de unas marionetas con las caras de Zapatero o Sánchez y la hoz y el martillo y un quinto con Chávez y Maduro y la hoz y el martillo. Aunque no tengo claro si Zapatero y Sánchez son marionetas de Pablo Iglesias o si, a la vista de los experimentos sociales que promueven, no sean infiltrados gramscianos en el PSOE. Todos ellos están convencidos de que el determinismo del materialismo histórico juega a su favor. Además, como ellos juegan a favor del “progreso” –que es el nombre que ponen a el rodillo del proceso pseudo hegeliano de tesis-antítesis-síntesis y stop en el comunismo–, están convencidos de su superioridad moral y de que cualquier método es válido: violencia, mentira, muerte, etc., siempre que se use cuando las condiciones objetivas lo requieran. Ni antes ni después. Todo para llegar al paraíso comunista. Fin del proceso. En un congreso de escritores comunistas, después de horas de discursos sobre el mejor de los mundos en construcción, André Malraux, harto de visiones utópicas sobre el hombre perfectamente realizado, preguntó con impaciencia: “¿Y el hombre que es aplastado por un tranvía?” Se encontró con un estupor general y no insistió. La única respuesta que pudo obtener Malraux, después de un penoso silencio, fue: “En un sistema de transportes perfectamente socializado no habrá accidentes”. Naturalmente, en un sistema así ya no funcionará el proceso hegeliano de tesis-antítesis-síntesis. Por un sistema así merece la pena mentir y, si es necesario, matar.

La trampa se está cerrando sobre occidente. Por supuesto, aunque con fines distintos, otros grupos no comunistas también han adoptado, de una manera consciente o inconsciente, esa misma estrategia. Algunos, como la masonería, han puesto en marcha esa estrategia mucho antes de que Gramsci formulase la suya, aunque Gramsci pretenda que esa estrategia sea originariamente comunista. Pero a los comunistas no les importa que los objetivos de estos grupos sean diferentes a los suyos. Les están ayudando también en su labor de disolución. Cuando todo se derrumbe, los comunistas han demostrado y están convencidos de que en el río revuelto del caos, ellos son siempre los triunfadores. Pero, una vez llevada a cabo esta labor de disolución, ¿realmente importa quién gane?

Quien se conforme con una visión a vista de pájaro de estos fenómenos, puede dejar aquí la lectura de estas páginas. Pero para aquellos que quieran profundizar un poco más, a partir de aquí no voy a hacer más que transcribir algunos párrafos del libro de Rafael Gómez Pérez. Aquellos que me han parecido más directos y más ilustrativos. Tienen la ventaja de que tampoco es necesario que se lean todos. Cuando uno se canse, para y punto. Pero recomiendo con toda mi alma que se lean. Ponen músculo y carne al esqueleto que yo he esbozado en las líneas anteriores. Sobre todo, merecen la pena los apartados del final sobre la encarnación de la estratega contra la religión y la Iglesia (Pág. 11) y lo que Gómez Pérez pudo barruntar que ocurría en España antes de 1977 en que apareció su libro (Pág. 15). Es realmente clarividente. Si alguno quiere aún más, seguro que sin demasiado esfuerzo encuentra en Amazon el libro que estoy glosando. Y si alguien, con auténtica potencia intelectual, quiere de verdad ir a las fuentes, que aprenda italiano y que se faje con los “Quaderni”. Que le dedique, incluso, una tesis doctoral. De momento, ahí está la antología de frases que yo he entresacado de éste magnífico libro.

***

Las libertades burguesas-democráticas le interesan [a Gramsci] en tanto en cuanto son brechas para penetrar en la sociedad corriente –lo que él llama sociedad civil– y transformarla desde dentro con los cánones del materialismo histórico. (Pág. 11)


Si el socialismo no puede triunfar –a través de la mediación del Partido– sin una previa, simultánea y continua tarea de creación y difusión de una cultura nacional-proletaria, el papel de los intelectuales es esencial. No sólo son el arma de la lucha de clases: son la misma lucha de clases en el interior de la inteligencia y la cultura. (Págs. 48-49)


En este punto conviene hacer una aclaración preliminar y esencial: la casi totalidad de las ideas madre que aparecen en los Quaderni son presentadas por Gramsci como elementos fundamentales de la revolución socialista y del materialismo histórico. En realidad se trata –en bastantes casos– de viejas comprobaciones que la experiencia humana ha hecho muchas veces. En efecto, no es en sí marxista afirmar el papel mentalmente configurativo de la literatura y el folklore; o la vía privilegiada que significa “hacerse” con la función vehicular de los centros de enseñanza; o el liderazgo que, reconocido o no reconocido, ejercen los intelectuales en el seno de toda sociedad; o la necesidad de una concepción del mundo y de una escala de prioridades y de valores, para mantener la cohesión de determinada sociedad o para abatirla y fundar otra; o la aceleración del cambio social, una vez que se ha introducido el mecanismo transformador en los principales resortes neurálgicos. (Pág. 49)


Gramsci entiende por sociedad civil (società civile) “el conjunto de los organismos denominados privados…, que corresponden a la función de hegemonía que el grupo dominante ejerce sobre toda la sociedad”. Son instituciones de la superestructura, que aseguran la dirección intelectual (lo que se piensa) y moral (lo que se valora) de la sociedad y atraen hacia el grupo dominante las adhesiones de las clases subalternas.

En la sociedad civil se difunden y combaten entre sí las ideologías (las “concepciones del mundo”, que amalgaman desde los balbuceos del sentido común a las elaboraciones intelectuales); la ideología dominante se adueña de la estructura ideológica, que son los organismos privados que crean y difunden la determinada concepción del mundo: sistema escolar, organización religiosa, medios de expresión de la opinión pública. El Estado se apoya en esa sociedad civil, que le sirve a la vez de base y de contenido ético. […] Si esto es así, las crisis sobrevienen cuando en la sociedad civil se opera un distanciamiento u oposición respecto al grupo dominante que controla la sociedad política (Estado). En otras palabras: la conquista del Estado pasa, según Gramsci, por la transformación de la sociedad civil en la que el Estado se apoya. (Pags. 93, 94, 95)


Para Gramsci, en Occidente la clase dominante es hegemónica gracias a ese lazo estrecho entre sociedad política (Estado) y sociedad civil. La revolución debe, por tanto, desmontar la hegemonía de la clase dominanta en la sociedad civil. No otra cosa significa revolución: sustituir una hegemonía por otra. La lucha política es, sin duda, un enfrentamiento entre clases para la conquista de la hegemonía. La última fase de esta lucha es la apropiación, por los proletarios, del poder político y de los medios de producción; pero antes hay un largo camino, indispensable, que sería fatal olvidar. Para destruir la hegemonía de la burguesía no bastan las crisis económicas, como no basta la ocupación del poder estatal. Todo eso sería precario, porque el dominio burgués seguiría teniendo el consenso de las clases subalternas y la burguesía reconquistaría el poder político, quizá a través de la proclamación de un “jefe carismático” (César, Napoleón, Mussolini).

Se delinea así en toda su importancia y lucidez la estrategia de Gramsci. “agresión molecular” a la sociedad civil. Esta es la perspectiva diaria, inmediata, de una eficaz revolución proletaria. Por eso hay que “estudiar con profundidad cuáles son los elementos de la sociedad civil que corresponden a los sistemas de defensa de la guerra de posición”. La revolución es, por su propia naturaleza, total; pero su preparación es minuciosa, sectorializada. Se trsta de ir sustrayendo a la clase dominante (burguesía) la adhesión de las clases subalternas (pequeña burguesía, campesinos). Esto sólo puede hacerse de un modo: difundiendo hasta el último poblado –y, naturalmente, en el seno de las familias, de la Iglesia, del Ejército– la concepción proletaria del mundo. (Págs. 97, 98 y 99)


“Una ideología (es) una concepción del mundo que se manifiesta implícitamente en el arte, en el derecho, en la actividsd económica, en todas las manifestaciones de la vida, individuales y colectivas”. […] En la ideología de una clase dominante entran, por tanto, la filosofía, la utilización práctica de las ciencias (ideologías científicas), el sentido común, el folklore.

La ideología dominante se da a sí misma una serie de medios para su difusión, para el ejercicio de su dominio: es la “estructura ideológica” que busca mantener, defender y desarrollar el frente teórico e ideológico. Comprende esa “estructura ideológica” la prensa –en todas sus formas: editoriales, revistas, diarios, etc.–, la religión organizada en Iglesia, las escuelas y bibliotecas, los clubs, llegando “hasta la arquitectura, la disposición de las calles[1] y los nombres de estas calles”.

Gramsci observa que a veces es difícil detectar cómo esta serie de medios constituyen la estructura ideológica de la clase dominante: porque se presentarán como neutros o, en otro orden de cosas, como derechos: a la libertad de expresión, de iniciativa en la educación, etc[2]. Pero es preciso descubrir, entre esa madeja de convenciones y usos admitidos, la verdadera estructura ideológica de la clase dominante. Sólo así –y este punto es esencial– será posible oponer a esa ideología otra: la revolucionaria; y será entonces también posible que esa ideología revolucionaria empape todos los medios de la estructura ideológica: prensa, escuela, religión, clubs, bibliotecas, folklore. De este modo el proletariado realiza “la adquisición progresiva de la conciencia de la propia personalidad histórica”. (Pág 101 y 102)


El proletariado comienza a ser hegemónico cuando toma conciencia de sí, como clase superadora de todas las clases; cuando proletarios e intelectuales –“todos filósofos”– elaboran una concepción del mundo que insertan en la sociedad civil, conquistándola; cuando de este modo atraen hacia sí las clases subalternas y a los intelectuales de la burguesía (que eran hasta entonces los “intelectuales tradicionales”); cuando, dominada la sociedad civil, el proletariado conquista, sin traumas, la sociedad política, el Estado. (Pág. 105)


La necesidad del Partido le resulta cada vez más clara, porque sólo una organización política puede desarrollar, en este momento histórico, la tarea de hacerse con con la sociedad civil, prolegómeno de cualquier revolución futura. (Pág. 113)


Leyendo y anotando a Maquiavelo, Gramsci se refiere al Parido Comunista como a un moderno Príncipe. ¿En qué sentido? Antes de nada en el de un extremo realismo: es el arte de saber aprovechar todas las ocasiones para alcanzar los objetivos que se propone. El moderno Príncipe, está “caracterizado por la máxima decisión, energía, resolución y es dependiente de la creencia fanática en las virtudes taumatúrgicas de sus ideas, cualesquiera que sean”. Gramsci piensa que el Partido posee las ideas correctas, pero que, en cualquier caso, debe defenderlas e infiltrarlas con la convicción del fanatismo, con la energía con que se lucha por el propio interés, aunque se sepa que no es lo justo.

El Partido debe aprovechar experiencias histórico-políticas. Por ejemplo, didigirse a las clases subalternas “acentuando sus reivindicaciones elementales y haciendo de ellas parte integrante del nuevo programa de gobierno”; o también trabajar con “los intelectuales de los estratos medio e inferior, concentrándolos e insistiendo sobre los motivos que más les pueden interesar (y, en seguida, la perspectiva de la formación de un nuevo aparato de gobierno con las posibilidades que ofrece su aplicación)”.

Realismo. No se puede hacer propaganda gratuita. Hay que tocar puntos de interés material, inmediato; y hay que exagerar los intereses reales, para que coagulen una fuerza al servicio del Partido, que se hace el mediador de esos intereses. […] No ha de ser un Príncipe doctrinario, sino flexible; lo suyo es hacer siempre un cuidadoso cálculo de los intereses y de las ideas en juego; aprovechar las debilidades ajenas, preparar las “traiciones de clase”; presentar lo posible como inmediato; no impedir la inmoralidad burguesa y hacerse campeón de la moralización de la vida pública. (Págs. 118 y 119)


Y se llega así al punto central, el mismo que está en la base del pensamiento de Marx cuando escribía que “la crítica de la religión es el presupuesto de toda crítica”. En Gramsci la filosofía-teoría-práctica ocupa el puesto que la teología reserva a Dios. En Dios la inteligencia se identifica con la acción. La filosofía-teoría-práctica de Gramsci es un dios mortal y multiplicado en los hombres, que realizan necesariamente la concepción teórica que es la verdad de la praxis. […] De ahí la necesidad de que la concepción materialista de la vida legue poco a poco hasta los últimos entresijos del sentir popular, del refranero de la vida. Una tarea de esta envergadura no se improvisa, ni surge espontánea del pueblo. Ha de ser preparada y llevada a cabo por los trabajadores de las ideas, los intelectuales. Sin ellos nos es posible revolucionar la sociedad civil, que es, como ya se vio, el único modo de conquistar la sociedad política. […] Las clases dominantes, a través de las instituciones educativas en sentido amplio –Iglesia, escuelas, casinos[3], periódicos, clubs, bibliotecas, etc.–, uniforman mentalmente, obtienen la dirección intelectual y moral  de la sociedad civil […]

Una sociedad se desintegra, un bloque histórico se cuartea cuando empiezan a fallar los mecanismos de la sociedad civil; este fallo es en gran parte obra de los intelectuales que empiezan a traicionar[4] a la clase dominante y a acercarse a la nueva hegemonía que aparece en el horizonte. De ahí la importancia de ganarse a los “intelectuales tradicionales”, a los que, aparentemente colocados por encima de la política, influyen decisivamente en el deslizamiento de las ideas, ya que cada intelectual (clérigo, profesor, periodista, etc.) arrastra tras de sí a un número considerable de prosélitos. (Págs. 122, 123 y 124)


El sentido común es la aceptación elemental de una concepción del mundo producida por los intelectuales “orgánicos”[5] de las clases dominantes. No hay un solo sentido común, sino varios; o, mejor, el sentido común evoluciona en la historia y en él cabe encontrar restos de sucesivas concepciones del mundo, junto a un núcleo relativamente estable de “sabiduría popular”, que es la respuesta inmediata y espontánea a las exigencias materiales fundamentales.

Los intelectuales del proletariado (y el Partido como “intelectual colectivo”) deben saber referirse a ese núcleo “sano” del sentido común y, a partir de ahí, difundir la concepción materialista de la vida, ilustrar con ella hasta las acciones más menudas, las sencillas consideraciones de la gente sencilla. […] Si se consigue en su modo de vida y en sus intereses inmediatos la concepción marxista del mundo –ya “digerida” para el paladar sencillo del sentido común– se habrá conseguido cuartear la sociedad civil. (Págs. 124 y 125)


Por ese camino se adivina fácilmente el destino que espera a los científicos en una revolución que llevase el signo de Gramsci: no se les pediría una ciencia marxista, pero sí que todas las condiciones de la investigación estuvieran marcadas por el sistema unitario cultural-histórico tal como lo entendiesen los intelectuales del Partido. (Pág. 128)


… la convicción de Gramci de que no están escritas en ninguna parte las “recetas revolucionarias”, porque la realidad es imprevisible. La revolución ha de ser preparada con tiempo, paciencia y cálculo de alquimista: desmontando la sociedad civil, infiltrándose en sus mecanismos, cambiando la mentalidad de la mayoría. (Pág. 131)


Si el bloque histórico burgués, ya en franca decadencia, no admite sino el lenguaje del “pluralismo”, no hay obstáculo alguno en utilizar ese lenguaje. Una vez conquistada la sociedad civil, se habrá ganado la sociedad política. Y será el momento de sanar todas las heridas que el internacionalismo proletario haya sufrido en la batalla victoriosa.

Es cierto que Gramsci imaginaba la sociedad civil –también bajo una hegemonía burguesa– más disciplinada, más entera, menos proclive a la transición y a la decadencia voluntaria; pero Gramsci no pudo prever la época de prosperidad por la que iba a atravesar Europa ni, menos aún las situaciones de inestabilidad económica, en la que millones de consumidores se constituyen en ejército disciplinado sólo para no perder ni un centímetro del terreno ganado en confort. A pesar de todo, el esquema general sigue funcionando: sin sustituir la sociedad civil –los valores vigentes, las normas de conducta, etc.– es imposible hacerse con la sociedad política, con el Estado. (Pág 185-186)


En todo este movimiento es preciso además repetir, de formas diversas, que esa situación de conjunción comunista-cristiana, es un hecho histórico, algo que la historia ha traído sola, como un progreso de la Humanidad. Se aprovecha así un rasgo psicológico bastante extendido, sobre todo en épocas de decadencia: una parte de la población, al actuar de forma natural en contra de los valores morales que configuran la opinión pública, se demuestra repentinamente partidaria de abatir esos valores, cuando la opinión pública dominante empieza a abatirlos. En una época de decadencia, los usos y costumbres sociales se hacen más laxos, más permisivos, porque a algunos interesa que su conducta privada reciba la aprobación social. Así, el consumidor oculto de literatura pornográfica se declarará de la noche a la mañana partidario de la liberación de la pornografía –o con su silencio la aprobará– porque de ese modo la antigua conducta oculta podrá desarrollarse públicamente, aventajándose además de la aureola de libertad.

La estrategia gramsciana conoce perfectamente este fenómeno y lo utiliza de forma amplia: es preciso que el comunismo se beneficie del ansia de democratización que sucede a los regímenes autoritarios o a los regímenes “cesaristas”. La primera y fundamental consigna es que la democracia no puede ser limitada, si desea ser democracia. El comunismo se presentará así, no como ideología que defiende la lucha de clases y la instauración de una revolución drástica, sino como una fuerza más, en alianza con otras, que trabaja a favor de una democracia total.

El Partido Comunista no es, sin embargo, un partido más; por su inspiración, por su organización y por sus métodos tiene una insuprimible vocación totalitaria o, con palabras más suaves, globalizadora. No se trata de una solución contingente, que convive con otras; es una concepción total del mundo y de la vida y, una vez triunfante, necesita llegar hasta los últimos resquicios de la sociedad.

El moderno Príncipe ha aprendido, ciertamente, que en el tipo de cultura que se ha generalizado en el mundo occidental no vale ya la antigua táctica del enfrentamiento. Esperiencias como la de Chile o Portugal han demostrado al Partido Comunista que es contraproducente la línea dura del cambio drástico. Con palabras que han aparecido ya en estas páginas –pero que vale la pena releer, porque resumen la posición gramsciana–, el Partido Comunista está convencido de que una sociedad se desintegra, un bloque histórico se cuartea cuando empiezan a fallar los mecanismos de la sociedad civil existente. Y empiezan a fallar cuando un cierto número de intelectuales de la antigua situación traiciona a los representantes de la anterior hegemonía y se acercan a la nueva que se perfila en el horizonte.

Lo esencial es entonces la conjunción de intelectuales que admitan al menos un principio de marxismo con la actividad en el seno de los intereses inmediatos de la población:  reivindicaciones de las comunidades de vecinos, de los empleados subalternos, de los cuadros docentes, etc. Los intelectuales que, poco a poco irán integrándose en el Partido, preparan el material ideológico –desmenuzado y diversificado, según la cultura de los posibles lectores–, para que se conviertan en slogans fácilmente manejables. […] Simultáneamente emplearán sus mejores esfuerzos en recoger las reivindicaciones de los intelectuales mal remunerados y de los propietarios de la pequeña y de la mediana empresa. No podrá decir en voz alta: “¡Clase media de todo el mundo, uníos!”, pero a eso se dirige toda la estrategia. […] Desean, sencillamente, meter un pie en el aparato del Estado, en los mediso de expresión de la opinión pública, en las escuelas, en las parroquias. Como la larga marcha de Mao, pero no a través de las montañas, sino de las instituciones. (Págs. 190-194)

La religión y la Iglesia católica en la estrategia de Gramsci

Gramsci está interesado en destruir, hasta las raíces –demostrando que no existen tales raíces– cualquier residuo de visión religiosa, trascendente de la vida. Se trata, como fácilmente puede entenderse, de una actitud antirreligiosa; pero en Gramsci esa actitud está marcada por dos notas, que lo separan del modelo típico anticlerical. La primera es un intento de desmontar la religión demostrando la vaciedad de la visión trascendente de la vida; la segunda es una atención constante, detallista e interesada a lo que, en Italia, representaba el aparato eclesiástico.

Anotemos primero algunos rasgos de la segunda característica. Gramsci comprueba –y lo interpreta como una de las claves de pervivencia del catolicismo– que la Iglesia se ha negado siempre a separar la élite de la masa, aún habiendo en su seno masas y élites. Los elementos fundamentales, la doctrina, la moral eran los mismos para todos. La Iglesia ha sido algo popular, que llegaba a toda la población, que er instruida por los párrocos rurales. El catecismo era la doctrina general desgranada, para que todos la entendieran.

La Iglesia en Italia suponía, según Gramsci, la principal alimentadora de ese sentido común cristiano, que era preciso erradicar para que prendiese el sentido común del materialismo. Por eso Gramsci sigue, con paciencia de entomólogo, hasta los menores indicios de burocratización entre los eclesiásticos: el aumento de esa burocratización se traducirá en modificación, en separación entre los clérigos y los demás cristianos, con lo cual se rompería la cohesión de la cultura católica. La táctica del partido será entonces aprovechar las ocasiones para enfrentar a la base con la jerarquía.

Gramsci se siente también profundamente interesado por el fenómeno del modernismo, que tiene lugar en los primeros decenios del siglo XX. Ve el modernismo como una desviación: un cristianismo de élite, de intelectuales, con los que el pueblo cristiano no se identificaría, pero que tendría la virtud de demoler al aparato institucional de la Iglesia. La jerarquía católica consideraba igualmente fieles al teólogo ilustrado y a la mujer que acude diariamente a rezar ante una imagen de la Virgen. El modernismo –en su intento de racionalizar la fe– crearía una escisión entre el clero y la base, dejando a ésta mucho más permeable para la indoctrinación por parte de los intelectuales: los marxistas.

La segunda característica del antireligiosismo de Gramsci estriba en su incesante tarea de hacer ver que el historicismo materialista es la demostración de la vaciedad del cristianismo: no por el simple hecho de negar el fenómeno religioso, sino por el proceso de desvelar su intrínseca naturaleza no-religiosa. No se trata, por tanto, de dejar a las masas católicas sin una concepción del mundo, sino de sustituir paulatinamente esa condición trascendente por otra inmanente… […] Labor, por tanto, intelectual y práctica a la vez: “desmontar teóricamente el cristianismo y dar a los cristianos  elementos de intereses, sensibles, tangibles y sociales que faciliten el trasvase desde una concepción trascendente a una concepción inmanente […] Respecto al cristianismo, por ejemplo, no se trata de negarlo frontalmente, sino de interpretar en clave materialista-histórica todo lo que, de hecho, existe en la práctica cristiana de superación del materialismo vulgar. De ahí la presentación del cristianismo como un interesante fenómeno histórico, con unos valores que es preciso re-interpretar desde la matriz inmanentista del marxismo.

Gramsci da pie a todas estas interpretaciones, que no necesitan declararse anticristianas –siéndolo, y radicalmente– cuando, por ejemplo, se refiere a la utopía. Habla de la religión como de la más gigantesca utopía aparecida en la historia, el más grandioso intento de conciliar en forma mitológica contradicciones reales de la vida histórica […] Se comprende ahora la profundidad del intento cultural antirreligioso que late en Gramsci, lo “espiritual”, la referencia a valores, al deber ser, etc., son alienantes mientras existe una conciencia religiosa, mientras a la religión se le de el sentido de una visión trascendente de la vida. […] (Págs. 146-150)


La decadencia “humana” de la religión comienza realmente cuando los intelectuales de la fe (clérigos, teólogos) aceptan ese postulado y empiezan a comportarse con arreglo a él. Funcionan entonces –ya decaídos en la fe– según el modelo bien estudiado por Gramsci de la actuación de los intelectuales que realizan la traición de clase. A este tipo de clérigos y teólogos son aplicables las palabras de Il Materialismo[6]: “La forma racional, coherente en su lógica, la exhaustividad del razonamiento que no olvida ningún argumento, positivo o negativo tiene su importancia, pero está muy lejos de ser decisiva; ésta puede ser decisiva subsidiariamente, cuando la persona de que se trata está ya a punto de entrar en crisis intelectual, vacila entre lo viejo y lo nuevo, ha perdido la fe en lo viejo, pero todavía no se ha decidido en favor de lo nuevo, etc.”. Las combinaciones “cristiano-marxistas”, las formaciones de “cristianos para el socialismo”, etc., tienen un espléndido relato en estas afirmaciones de Gramsci.

Basta con que se de el hecho de alguna de estas traiciones –apostasías en el ámbito religioso– para que se pongan en funcionamiento, por parte del marxismo, los consejos de Gramsci, que pueden ser calificados de muchos modos, menos con el término de simplistas: “1) no cansarse nunca de repetir los argumentos propios (variando sólo la forma literaria de los mismos); 2) trabajar constantemente para elevar intelectualmente cada vez más a amplios estratos populares, es decir, para dar personalidad al amorfo elemento de masas”. Ni Gramsci, ni, después, el Partido Comunista ignoran que los “clérigos marxistas” son intelectuales tradicionales que se han “convertido” a los nuevos señores que se han apoderado de la cultura. […]

En otras palabras, el Partido Comunista italiano, con Berlinguer[7], se da cuenta de que lo importante es conquistar la sociedad civil, sobre todo cuando, gracias a ser el segundo partido del país, se tenía ya un pie bien metido en los aparatos de la sociedad política: administración del Estado, poder judicial y, en menor medida, Ejército. Gramsci aparecía de nuevo con plena autoridad. La estrategia formulada por Berlinguer (el “compromiso histórico”) era un nuevo nombre para una antigua estrategia de Gramsci: la necesidad de dedicarse antes que nada a conquistar para el comunismo la sociedad civil.

Berlinguer no era un innovador, sino un aplicador de la misma estrategia de Gramsci a otra situación. Antes que él, Togliatti[8] había compaginado con astucia y con habilidad de alquimista, los consejos de Gramsci con los diktat de Stalin. Recuérdese que la fórmula –tan querida por Gramsci– del Partido Comunista como el “intelectual colectivo” es de Togliatti. Frente al obtuso dirigismo estatal de la política intelectual soviética, Togliatti mantuvo en Italia un “oportunismo ilustrado” que atrajo al área comunista –o al menos no permitió que cayeran en el área anticomunista– a numerosos intelectuales. Escritores como Quasimodo y Moravia, directores de cine como Visconti, Passolinii, Emmer, etc., trabajaron a favor del Partido dentro de una relativa independencia pactada. Cuando, por ejemplo, hacia los últimos años de la década de los cincuenta, empezaron a aparecer en Italia las primeras muestras de una dirección cinematográfica pornográfica, el Partido, en una circular interna, aclaró a sus militantes que no era ese el arte cinematográfico que se daría una vez conquistado el poder, pero que, mientras tanto, entendieran por qué los dirigentes comunistas –y los diarios, revistas, etc.– no criticaran esos filmes: porque no tenían por qué impedir que la burguesía se desintegrase por sí sola.

La misma actitud fue adoptada a partir de los primeros años de la década de los sesenta, a propósito de los fenómenos desintegradores que aparecieron en la Iglesia católica, tomando ocasión de algunos hechos durante el pontificado de Juan XXIII y del clima que a veces empaño la claridad doctrinal del Concilio Ecuménico Vaticano II. Los comunistas italianos fueron los principales protagonistas de la “exaltación” del Papa buono: fue ampliamente comentado el carácter positivo de la audiencia concedida por Juan XXIII al redactor-jefe de la Izvestia[9], Azjubei, yerno de Kruchev. Periódicos comunistas como el romano Paese Sera, no ahorraron elogios a la Pacem in Terris y a los exponentes del “ala liberal” del Concilio. […]

Ganados ya una parte de los “intelectuales tradicionales” de la burguesía, se trataba ahora de tender un puente hacia las masas católicas […]

Esta estrategia tenía como telón de fondo , la parcial descristianización del país. Entre los factores de esa descristianización, algunos eran muy claros: la difusión de una cultura laica, medularmente (aunque no rabiosamente) anticristiana, por obra de los intelectuales liberales y de los socialistas y comunistas; la influencia materializadora del aumento del bienestar económico, que había creado una cultura consumista, poco propicia a la práctica de valores cristianos (la sobriedad, el sentido de sacrificio, la defensa de la fe, aún a pesar de sus inconvenientes sociales); la deserción de una parte de los clérigos y el silencio demasiado cauteloso de una parte de la Jerarquía. […]

Con unas masas católicas de tal manera desvinculadas del “credo oficial”, era ya posible plantear más abiertamente la cuestión de la hegemonía de la mentalidad marxista. […]

El Partido Comunista, por primera vez, admitió como candidatos a algunas personas que procedían del “catolicismo oficial”: antiguos dirigentes de acción católica, antiguos directores de prensa católica, etc. Contó incluso con el apoyo del ex abad de una de las grandes basílicas romanas: la de San Pablo Extramuros. Lo interesante en este fenómeno no es la maniobra electoral (aunque, de hecho, el Partido aumentó en estas elecciones), sino la aplicación casi puntual de uno de los consejos de la estrategia gramsciana. Una serie de intelectuales “tradicionales” (antes unidos umbilicalmente a la antigua situación) se presentaban flanqueando al Partido, aunque sin formare parte de él. No se presentaban como comunistas, sino como “católicos”: para demostrar con hechos que el Partido podía aglutinar también aspiraciones e intereses de la población católica.

Ante este hecho clamoroso, la Jerarquía eclesiástica renovó afirmaciones que desde hacía tiempo no se oían, a pesar de que constituyen teóricamente un hecho palmario: que el marxismo es incompatible con el cristianismo. Esas afirmaciones tuvieron, al parecer, poco éxito: eran una posición defensiva frente a una avanzada posición ofensiva. E incluso intelectuales no comunistas se vieron obligados a denunciar la “injerencia” de la Jerarquía católica en cuestiones políticas. En esta guerra de posiciones –con la terminología gramsciana–, el moderno Príncipe había atacado primero, superando en mucho al “enemigo”, obligándole a una maniobra de casi retirada.

El Partido había visto que los tiempos estaban maduros para este tipo de estrategia. Los intelectuales católicos que flanqueaban al Partido eran una minoría, nada representativa, pero sí sintomática de una confusión bastante generalizada en las masas católicas. […] El primer alcalde comunista de la Ciudad Eterna debería haber rendido homenaje en su discurso inaugural al teórico de toda esta estrategia que había terminado en triunfo: a Antonio Gramsci.

El Partido Comunista no se presenta en Italia como una banda de jacobinos dispuestos a incendia iglesias: se presenta como un partido honorable, uno de cuyos hombres gobierna Roma y alterna con las autoridades eclesiásticas locales. La base comunista –que ya no está compuesta de obreros harapientos, sino, en gran parte, de trabajadores de cuello blanco– se siente Estado, autoridad, gente que cuenta […]

[…] Gramsci, al preguntarse en qué elementos se funda la filosofía del hombre común, responde que “en el grupo social al que pertenece, en la medida en que éste piensa difusamente como él; el hombre del pueblo piensa que tanta gente no se puede equivocar en bloque, como pretende hacer creer el adversario con sus argumentos; piensa que él solo no es capaz, ciertamente, de defender y desarrollar los propios argumentos  como el adversario los suyos, pero que en su grupo hay quien sabe hacerlo, incluso mejor que ese adversario. El hombre del pueblo recuerda vagamente que él ha oído exponer las razones de su fe de manera coherente, de tal modo que le convencieron. No recuerda, en el detalle, esas razones; no sabría repetirlas, pero sabe que existen porque las ha oído exponer y le han convencido. El haber sido convencido una vez de manera fulgurante es la razón permanente de la persistencia de la convicción, aunque no se sepa argumentar esa convicción.

Esta observación general, que Gramsci utilizaba para preparar la estrategia comunista en Italia, ahora opera, como fenómeno, a favor del Partido Comunista. El Partido, aunque en su tiempo hubiese elogiado –tácticamente– las afirmaciones independientes de los intelectuales neutros, nunca las compartió: sabía, como escribió también Gramsci, que la unidad ideológica era la condición sine qua non de cualquier resultado práctico. […]

Gran parte del secreto de Gramsci estriba en no infravalorar –al contrario– el papel histórico de la Iglesia en Italia y su hegemonía en la formación del sentido común. Al no infravalorar esa realidad, podía formular su estrategia, la del Partido como Intelectual Colectivo: ir progresivamente sustituyendo el sentido común cristiano por el sentido común materialista-histórico, marxista. Gramsci formuló la estrategia, Togliatti, desde el final de la segunda guera mundial, la puso en práctica. Sin embargo, durante muchos años, la Iglesia continuó, de forma clara, capilar y terminante, su tarea espiritual, una formación de fondo que impedía la caída en el materialismo. Cuando a partir de los años sesenta, esa formación decayó y, por otra serie de factores vino a menos la práctica real de la fe[10], el Partido Comunista –con Berlinguer–comprendió que la estrategia de Gramsci encontraba las mejores condiciones de actuación.

(Pags. 145-152 y 166-177 y 183)


La situación en España, desde la óptica de 1976

Una mirada rápida al país bastaría a los comunistas españoles para darse cuenta de que la nación, desde el punto de vista espiritual, atraviesa una grave crisis. Podrían saber también –los consejos italianos resultan muy útiles en este campo– que esa crisis de descristianización tiene su vanguardia en algunos medios intelectuales: periodistas, profesores, parte de los clérigos. La táctica inmediata que cabe extraer es clara: alabar el liberalismo de esos intelectuales, la clarividencia del “clero joven” y la hondura de los “nuevos planteamientos surgidos del Vaticano II”. Halagando de este modo a los intelectuales, estos se sienten confortados al “sentir” que han “enlazado” con “las masas obreras”.  Dolores Ibarruri o Santiago Carrillo –que no ahorraron en los tiempos de la II República su fobia antirreligiosa– aprenden el nuevo abecedario postconciliar. Como aconsejaba Maquiavelo –y Gramsci recogió con una admiración no velada–, cuando se trata de actuar hay que hacerlo audazmente: en términos claros, es preciso colocar la pica bien arriba, para que exista un amplio espacio de maniobra. En esta línea, no extraña que Carrillo declare públicamente que el PCE es “el único partido que tiene un sacerdote en el Comité Central[11]” (Cfr. El País, 13 de Agosto de 1976, p. 11). La declaración carecería de base unos meses después, con la secularización de ese sacerdote; pero gramscianamente, sirvió para una finalidad inmediata de opinión pública.

Se trataba de jugar con una situación paradójica de un país que tenía un arzobispo en el Consejo del Reino[12] y a la vez un clérigo que formaba parte del Comité Central del Partido Comunista. Un hecho anormal, pero normal en una época de confusión. Ganará la batalla de la opinión pública quien, en ese ambiente, se mueva con más audacia.

Durante una etapa más o menos larga, el pueblo cristiano, no vivirá en primera persona esos contrastes y contradicciones patentes; pero una parte los irá asimilando, creando un espacio mental para la politización de lo religioso, en un sentido o en otro. La suma resultante podría ser, como ya notó Gramsci, la terrenalización o mundanización de la religión, que se ve fagocitada por la política.

Por otro lado, esa fagotización de lo religioso por lo político no elimina los esquemas habituales, humanos, por los que han transitado las ideas y las prácticas religiosas; y no los elimina porque esos esquemas –el elemento humano de lo religioso– tienen una cadencia cultural y sus modalidades no cambian sino en el arco de varias generaciones. El siguiente movimiento será aprovechar el deseo y el hueco de lo sagrado para transmitir la concepción materialista de la vida.

Es importante por eso que haya numerosas homilías “políticas”; que algunos sacerdotes se llenan la boca con palabras “sociales”; que el lugar y el tiempo dedicados antes a lo sagrado sean ahora dedicados a la política, mediante la cabeza de puente de una “evangelización de la justicia”. Se trata de aprovechar los vehículos existentes, a través de los cuales una parte de ese tipo determinado de intelectuales (los clérigos) llegan cada semana, y aún cada día, a grandes estratos de la población.

Los líderes comunistas deberán desterrar el anticlericalismo trasnochado y en una sociedad en la que, por las razones que sean, empiezan a advertirse síntomas de descristianización práctica, utilizar un lenguaje formalmente sagrado: “La fe en un ideal es lo que puede mover montañas. Y la conjunción de nuestra fe en la justicia de nuestros ideales, con la fe de los cristianos, aplicada a la transformación y el progreso social de nuestro país, puede hacer milagros”. (S. Carrillo, El País, 13 de Agosto de 1976). El anticlericalismo de signo liberal es desbancado. Términos como fe y milagro, evitados cuidadosamente incluso por políticos que son católicos, se ven utilizados ostentosamente por quienes profesan una ideología inmanente, es decir, el ateísmo teórico y práctico. La conjunción que se desea es ésta: que el clérigo más o menos filocomunista hable genéricamente de liberación a la vez que el líder comunista predica la revolución con un lenguaje aparentemente religioso.

Como en Italia, en España, los comunistas dejan la tarea de abatir las instituciones sociales anteriores (por ejemplo, la libertad de enseñanza) a los intelectuales radicales, a los que confiesan que militan en una vía de marxismo crítico, no dogmático. No hay necesidad alguna de comentar –ni en sentido favorable ni desfavorable– el trabajo de los que, socavando desde su guerra privada las instituciones de la sociedad civil, preparan un vacío de ideas. El vacío será llenado –cuando llegue el momento– por los “hombres de fe”, por la mística de la revolución hecha un híbrido con la mística cristiana. Mientras por todas partes se critica el confesionalismo, los comunistas preparan un “confesionalismo ateo”, primero elevando al rango de cosa sagrada el advenimiento de una democracia de la que ellos serían los inspiradores populares. En definitiva, una reedición del viejo vox populi, vox Dei, con una fe dejada en la ambigüedad, para atraer a los que, por diversas razones, profesan ya una fe ambigua.


[1] ¿Suena?
[2] En este etc., entrarían hoy en día el derecho al aborto, la “muerte digna”, a la elección libre del género, elegido de entre cualquier variante que uno pueda construir, etc.
[3] Evidentemente no se refiere a los casinos de juego, sino a los antiguos centros de reunión de las fuerzas vivas de cada pequeña comunidad. Como decía Machado: “Ese hombre del casino provinciano…”. Esta aclaración, que huelga para las personas de mi generación puede ser pertinente para las nuevas generaciones.
[4] Traición que ha sido minuciosamente preparada por los intelectuales de izquierda, como ha quedado dicho en lo transcrito de las páginas 118 y 119.
[5] Los intelectuales del núcleo duro de la clase dominante.
[6] “Il materialismo storico e la filosofia di Benedetto Croce” es el título del primero de los seis libros en que están organizados los Quaderni.
[7] Enrico Berlinguer fue Secretario General del PCI desde 1972 hasta 1984. Fue el que implantó el llamado eurocomunismo en Italia que posteriormente fue seguido por Santiago Carrillo en España y, en menor medida por Georges Marchais en Francia. Álvaro Cunhal, el Secretario General del Partido Comunista de Portugal no se adhirió a este movimiento eurocomunista porque las condiciones objetivas de Portugal en esa época, en plena “revolución de los claveles”, parecía poder permitir la implantación directa de un comunismo de corte leninista. El libro de Gómez Pérez, publicado en 1977, apareció en pleno auge del eurocomunismo, y el autor ve en él un ensayo de las teorías gramscianas
[8] Togliatti fue Secretario General del PCI dos veces. La primera, sucediendo a Gramsci, de 1927 a 1934 y una segunda vez de 1938 a 1964.
[9] Izvestia era la revista oficial del Partido Comunista de la Unión Soviética.
[10] Uno de esos factores en serie fue la infiltración de la propaganda comunista en “el clima que a veces empaño la claridad doctrinal del Concilio Ecuménico Vaticano II”, tal y como se dice en el texto más arriba.
[11] Se trata de Francisco García Salve, conocido como Paco el cura.
[12] Monseñor Pedro Cantero Cuadrado, Arzobispo de Zaragoza, miembro del Consejo de Reino desde 1973 hasta 1977.

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