14 de junio de 2019

Entonces, ¿quién es Jesucristo?


La semana pasada hablé del musical Jesus Christ Superstar. Y decía que me parecía de sombrero que un agnóstico –en el sentido etimológico de la palabra, decía, no como eufemismo para llamar al ateo– se preguntase con enorme respeto y admiración quién era este personaje. Si hoy en día preguntásemos a la gente quien creen que es Jesucristo obtendríamos una enorme variedad de respuestas. Eso ya pasaba en Israel durante su vida. En un pasaje del Evangelio Jesús pregunta a sus discípulos quién dice la gente que es él, y sus discípulos le contestan con una amplia gama de respuestas. “Unos dicen que eres Juan el Bautista –en ese momento Juan ya había sido decapitado por Herodes–, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas”. Pero cuando Jesús les pregunta: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, Pedro toma la palabra y dice: “Tú eres el Mesías, el hijo de Dios vivo”. Algo parecido pasaría hoy. Los cristianos responderíamos como Pedro. Al menos de boquilla. Pero los no cristianos, por supuesto, no lo identificarían ni con Juan el Bautista, ni con Elías, ni con Jeremías, ni con ningún otro profeta. De hecho, las corrientes de pensamiento actuales toman varios derroteros. Unos dicen que Jesús ni siquiera existió, unos segundos que existió, pero su proclamación como Dios fue un invento de sus discípulos, unos terceros que fue un rabino bondadoso y un poco tocapelotas de la época, que de ninguna manera se proclamó Dios, que fue posteriormente mitificado a lo largo de los siglos hasta tomar tanta fuerza que por pasarse de tocapelotas acabó mal pero dado su éxito Constantino lo adoptó como religión del Imperio Romano por intereses políticos[1] y unos cuartos que fue un chiflado que se autoproclamó Dios, como hoy en día hay gente que se cree Napoleón, y acabó mal por su locura disparatada. Seguro que hay muchas más respuestas, pero para no extenderme demasiado me voy a centrar en estas cuatro[2].

La cuestión no es baladí. San Pablo en su primera carta a los corintios dice:

“Y si Cristo no ha resucitado –se refiere a una resurrección permanente, con un cuerpo glorioso, lo que sería la prueba o la consecuencia de su divinidad, no a una resurrección como, por ejemplo, la de Lázaro–, vuestra fe carece de sentido y seguís aún hundidos en vuestros pecados. Y, por supuesto, también habremos de dar por perdidos a los que han muerto en Cristo. Si nuestra esperanza en Cristo no va más allá de esta vida, somos los más miserables de todos los hombres”.

Pero inmediatamente se responde:

“Pero no, Cristo ha resucitado de entre los muertos, como anticipo de quienes duermen el sueño de la muerte”.

Si Cristo no es Dios, evidentemente, los cristianos somos unos miserables patéticos. Ahora bien, esta cuestión no admite –ni en sentido positivo ni negativo– una demostración de las que se llaman apodícticas, como el teorema de Pitágoras, que da lugar a verdades matemáticas que no admiten discusión. Ni tampoco una demostración científica, es decir, empírica, que pueda repetirse en experimentos controlados. Sin embargo, el que no admita una demostración apodíptica ni científica no significa de ninguna manera ni que sea mentira, ni que sea irracional. La certeza que nos puede aportar una supuesta “demostración” no es ni matemática ni científica. Es una certeza de tipo existencial.

Sin embargo, es importante señalar que todos nosotros, en nuestras vidas cotidianas actuamos y tomamos decisiones casi exclusivamente en base a certezas existenciales. Cuando una empresa diseña una estrategia para posicionarse mejor en el mercado, es evidente que su certeza no es ni matemática ni científica. Pero de ninguna manera puede tacharse de irracional. Seguro que en la formulación de esa estrategia han colaborado, de forma muy racional, muchas mentes brillantes, han analizado decenas de escenarios y de posibles cursos de acción según qué decisiones se tomasen, etc. Y sobre esa estrategia se apuestan, tal vez, miles de millones de Euros.

O si mañana salimos de casa a cenar dejando a nuestros hijos de 1 y 3 años al cuidado de una canguro estudiante que es amiga de la hija de unos amigos nuestros, nuestra certeza de que al volver no nos vamos a encontrar a nuestros hijos cocinados al horno, es una certeza de tipo existencial. Nos hemos basado en que nuestros amigos son gente muy normal y que, por tanto, su hija y la amiga de su hija, también deben serlo. Y sin embargo, aunque estamos hablando de la vida de nuestros hijos, nos vamos a cenar. Y no es una decisión irracional.

O si tomamos la decisión de operarnos de las vértebras lumbares en vez de seguir un proceso de rehabilitación basada exclusivamente en fisioterapia y farmacología, lo hacemos después de analizar muchas circunstancias, opiniones y condicionantes que, al final, nos llevan a la decisión quirúrgica. Tampoco aquí hay ninguna irracionalidad.

Cualquiera puede ver que en cada minuto de nuestra vida estamos actuando y tomando decisiones, algunas triviales y otras vitales, basándonos en una certeza existencial. Y no somos ni irracionales ni insensatos por ello. Por supuesto, la certeza existencial deja siempre un espacio para la duda. Pudiera ocurrir que la estrategia empresarial fuese incorrecta, que la canguro, efectivamente hornease a nuestros hijos, o que la solución quirúrgica a nuestros problemas de lumbares resultase, a la postre, un error que nos dejase postrados. Sobre este tema de la duda no puedo dejar de citar unas palabras de el papa emérito Benedicto XVI cuando era un joven teólogo:

“Nadie puede poner a Dios y su reino encima de la mesa, y el creyente por supuesto tampoco. El que no cree puede sentirse seguro en su incredulidad, pero siempre le atormenta la sospecha de que ‘quizá sea verdad’. Y lo mismo puede ocurrirle al creyente: ‘¿y si no fuese verdad?’ Digámoslo de otro modo: tanto el creyente como el no creyente participan, cada uno a su modo, en la duda y en la fe, […]. Nadie puede sustraerse totalmente a la duda o a la fe. Para uno la fe estará presente a pesar de la duda, para el otro mediante la duda o en forma de duda. Es ley fundamental del destino humano encontrar lo decisivo de su existencia en la perpetua rivalidad entre la duda y la fe […] Quizá justamente por eso la duda, que impide que ambos se cierren herméticamente en lo suyo, pueda convertirse ella misma en un lugar de comunicación. Impide a ambos que se recluyan en sí mismos: al creyente lo acerca al que duda y al que duda le lleva al creyente. Para uno es participar en el destino del no creyente; para el otro la duda es la forma en que la fe, a pesar de todo, subsiste en él como un reto[3].

Pero esto de la certeza existencial para adherirnos a la fe en la divinidad de Jesucristo es algo que dejaré para el final. Ahora vamos a adentrarnos en analizar las cuatro posibles respuestas reseñadas más arriba:

1ª Jesucristo no existió:

Teniendo en cuenta que Jesucristo fue un personaje que vivió en un pequeño rincón del Imperio Romano y que no tuvo ninguna relevancia histórica en sus años de vida en la tierra, no sería de extrañar que no hubiese ninguna mención a su persona fuera de los Evangelios y el Nuevo Testamento. Y, efectivamente son pocas las menciones que hay de él. Pero sí que hay las suficientes como para afirmar que la hipótesis de su no existencia es difícilmente mantenible. No voy a citar textualmente las referencias que hay sobre él, porque alargaría este escrito en varias páginas. Pero sí voy a citar a los autores de esas citas con alguna referencia a ellos. Sí dedicaré algunas un poco más de espacio a Flavio Josefo, autor que merece una especial atención. Exceptuando el caso de Flavio Josefo, que dejo para el último lugar, las citas van por orden cronológico.

Mará bar Serapión: Es un sirio del siglo I. Se conserva una carta suya a su hijo fechada en el año 73, muy próxima a los hechos de la muerte de Jesús, justo después de la destrucción del Templo por Tito y de la dispersión de miles de judíos. Sin citar a Jesús por su nombre, se refiere a todos los pueblos que mataron a sus sabios y las consecuencias que este acto les acarreó. Es evidente que el texto se está refiriendo a Jesús cuando habla del pueblo judío. Mará habla de un personaje real, que existió, que fue un rey sabio, que fue ajusticiado por los judíos y como consecuencia de ello les vino la desgracia de la destrucción de Jerusalén. Pero sus seguidores continuaron perpetuando su memoria a través de sus leyes. No hay ningún rey de los judíos que haya sido ajusticiado por los propios judíos. Y menos en una época cercana a la destrucción del Templo. Sólo Cristo cumple con esta descripción. No olvidemos que en su cruz figuraba un cartel que rezaba: “Jesús Nazareno Rey de los Judíos”.

Plinio el Joven: Fue procónsul en Bitinia, Asia Menor, en los años 111 al 113 bajo Trajano. Tenía el encargo de perseguir a los cristianos. Se conserva la correspondencia entre Plinio y el emperador. En la carta 96, pide instrucciones sobre cómo tratar a los cristianos y explica al emperador cómo es el ritual y el código moral de esa gente. En esta carta cita textualmente a Cristo. Existe también la carta de respuesta de Trajano a Plinio.

Tácito: Vivió entre los años 56 y 118. En su obra “Anales”, escrita en el 116, narra la historia de Roma desde el año 14 hasta el 68. El texto que va del año 29 al 32, dentro del imperio de Tiberio, se ha perdido, por lo que nunca sabremos si en él hablaba de Cristo. Pero sí cita a Cristo en la parte de su historia dedicada a Nerón.

Suetonio: Vivió entre los años 70 y 140. En su “De vita Caesarum”, escrita hacia el año 120, narra la vida de Julio César y los once primeros emperadores, desde Augusto hasta Domiciano. Al hablar de Claudio, cuenta los disturbios que acabaron con la expulsión de los judíos de Roma y nombra a “un tal Chrestus”.

Luciano de Samosata: Fue un escritor griego, satírico y filósofo escéptico. Murió hacia el 192 habiendo tenido una larga vida que cubre gran parte del siglo II. En el año 167 presenció en Olimpia cómo quemaban en la hoguera a un cristiano llamado Peregrino. Esto le hizo escribir su obra “La muerte de Peregrino”. En ella, se burla de la credulidad de los cristianos, pero cita al hombre de Palestina que fue crucificado por haber introducido esta nueva forma de iniciación. Su primer legislador les convenció de que eran inmortales y que serían todos hermanos si negaban los dioses griegos y daban culto al sofista crucificado, viviendo según sus leyes”.

Celso: Escritor griego. Se sabe que la vida de Celso, llenó gran parte del siglo II. Celso es el primero que ataca virulenta y directamente a los cristianos. Lo hace con una obra llena de insultos y argumentos “ad hominem” escrita en el año 175 con el título de “Doctrina verdadera”. Conoce las creencias cristianas y las refuta con agresividad y desprecio, basándose en la apologética judía contra el cristianismo. Esta obra se ha perdido, pero se conoce gran parte de su contenido por las citas que de ella hace Orígenes en su obra “Contra Celso”. Celso dice que Jesús fue el hijo ilegítimo de una campesina judía con un centurión llamado Pandera. Aprendió en Egipto poderes mágicos para engañar a los hombres. Era feo y pequeño de estatura. Enseñó a sus seguidores a mendigar y a robar. El testimonio sobre su resurrección viene de una mujer histérica.

Existen también referencias a Jesús en algunas compilaciones del Talmud judío.

El testimonio Flaviano: El testimonio flaviano es uno de los textos más controvertidos de la historia. Son tres párrafos de la obra Antigüedades judías” del historiador judío-romano Flavio Josefo. La historia de este personaje es curiosa. Sacerdote judío ejemplar, de la tribu de Leví, por nombre Josef bar Matatías, participa en el levantamiento de los judíos contra Roma que empieza el año 66 del siglo I y acaba con la destrucción del Templo en el año 70 y la toma de la fortaleza de Masada en el 73. El sanedrín le encarga la resistencia en Galilea. Tras un largo sitio, los romanos toman en el año 67 la ciudad de Josapata (Yodfat) después de una heroica resistencia. Josef, con otros defensores, se esconden en una cisterna vacía. Antes que entregarse a los romanos, deciden quitarse la vida. Josef se las apaña para ser el último y cuando, todos sus compañeros muertos, le toca el turno de suicidarse, sale de la cisterna y se entrega a los romanos. Para evitar que le maten afirma tener una importante profecía que comunicar al general Vespasiano, comandante de las legiones romanas contra el levantamiento judío. Cuando le llevan a su presencia le dice a Vespasiano que en muy poco tiempo va a llegar a emperador. Éste decide conservarle en vida hasta ver en qué para esa profecía. La profecía no era descabellada. Flavio Josefo era un hombre instruido, muy interesado en lo que pasaba en Roma y era evidente que Nerón podía ser derrocado en cualquier momento. Al no haber un sucesor, era muy probable que el ejército elevase a emperador a uno de los generales. Vespasiano era uno de los más populares entre las Legiones. En efecto, poco después, en el 69, el ejército le proclama emperador. Su hijo Tito toma entonces el mando de las operaciones en Israel. Tras ser proclamado emperador, Flavio Vespasiano adopta como hijo a Josef por lo que éste toma el nombre de Flavio Josefo por el que es conocido. Flavio Josefo describe esta guerra en su obra “La guerra de los judíos”. Pero en otra obra suya Antigüedades judías”, escrita en griego, cuenta, a su manera, la historia del pueblo judío. En este libro, escrito en el siglo I por un personaje absolutamente próximo a los hechos, bien informado e interesado en los avatares del que fue su pueblo, aparece el texto a que he hecho referencia más arriba y que se conoce con el nombre del testimonio Flaviano: Dice así:

“En aquel tiempo apareció Jesús, un hombre sabio, [si verdaderamente se le puede llamar hombre] porque fue autor de hechos asombrosos, maestro de gente que recibe con gusto la verdad. Y atrajo a muchos judíos y a muchos de origen griego. [Él era el Mesías].

Y cuando Pilato, a causa de una acusación hecha por los principales de entre nosotros lo condenó a la cruz, los que antes le habían amado, no dejaron de hacerlo. [Porque él se les apareció al tercer día vivo otra vez  otra vez, tal como los divinos profetas habían hablado de estas y otras innumerables cosas maravillosas acerca de él]. (Los corchetes son míos)

Y hasta este mismo día la tribu de los cristianos, llamados así a causa de él, no ha desaparecido”.

Los críticos están divididos en tres grupos. Unos creen que todo el texto es un añadido hecho por algún cristiano que creía dar un espaldarazo a su causa. Aducen que supone una profesión de fe por parte de Flavio Josefo de la que no hay la más mínima constancia histórica. Otros piensan que todo el texto es auténtico porque los tres párrafos aparecen así en las tres copias manuscritas griegas que se conservan y en todos los manuscritos en latín, árabe, siríaco, eslavo, etc.[4] y, además, el vocabulario y la gramática es muy del estilo de Josefo. Otros, por último, creen que sólo las frases entre corchetes son añadidos. El texto, después de quitar las frases entre corchetes, se llama el texto “neutral” y es el que tiene más adeptos.

Pero en 1971 Shlomo Pines, erudito judío de la Universidad Hebrea de Jerusalén, descubrió una versión –conocida como versión eslava– del testimonio Flaviano, inserto en la Historia Universal de Agapio. Este texto, que parece ser más antiguo que los tres manuscritos griegos que se conservan, se parece bastante al llamado el texto “neutral”. Dice así:

“En aquel tiempo apareció un hombre sabio, llamado Jesús. Su conducta fue buena y tuvo fama de virtuoso.

Atrajo a muchos judíos y a muchos de origen griego que se hicieron sus discípulos. Y cuando Pilato lo condenó a la cruz, sus discípulos no abandonaron el discipulado.

Contaban que se les había aparecido tres días después de su resurrección y que estaba vivo. Según eso él era quizás el Mesías sobre quien los profetas habían contado maravillas.

Así que, un historiador judío-romano, que había vivido en primera línea los avatares de su pueblo, instruido, conocedor de las intrigas de la política local y que escribe su libro hacia el año 80, afirma con muy poco lugar a dudas la existencia de Jesús, su pretensión de ser el Mesías (aunque no creyese en esa pretensión), su condena a la cruz por Pilato y la existencia de unos discípulos que afirmaban que estaba vivo. Otros historiadores, romanos, griegos y sirios, sin ser de ninguna manera cristianos, parece que también creen, desde la proximidad histórica, que en el siglo I existió un tal Jesús que fue muerto por judíos y romanos, del que se decía que había resucitado y estaba vivo y que había fundado una religión. Me parece suficiente para afirmar la enormemente probable existencia de Jesús.

2ª Sus discípulos se inventaron su divinidad y su resurrección. Vamos a analizar que condiciones debe cumplir una mentira para tener éxito. Básicamente son dos. La primera es que quien se invente la mentira saque algún provecho de ella o, por lo menos que no le cause a él mismo un perjuicio grave. Desde luego, no parece que los discípulos de Jesús sacasen mucha tajada de esa mentira. Antes bien, a todos los apóstoles manos a Juan y a muchos de sus discípulos, esa supuesta mentira les costó la vida. Y el peligro de muerte de ser cristiano duró hasta el edicto de Milán del 313 del que he hablado más arriba. O, incluso, en determinadas partes del globo, hasta hoy. Es como si alguien propalase la mentira, en el Chicago de los años 30, de que le había robado a Capone lo cobrado por un cargamento de whisky. A nadie en su sano juicio se le ocurriría. No parece que la supuesta mentira cumpla con esta condición.

La segunda condición es que tenga un cierto grado de credibilidad. Llega un alumno tarde a mi clase y, para que le deje pasar, me cuenta que al salir de casa, le atacó un dragón con su aliento de fuego, le quemó el vestido, tuvo que ir a su casa a cambiarse y eso le ha hecho llegar tarde. Naturalmente, no le dejo entrar en clase. Tal vez si me dice que su abuela se ha puesto mala esa mañana y que la han tenido que llevar al hospital, me lo pueda creer. Decirle a un judío del siglo I que un hombre humillado, flagelado, escarnecido y crucificado por los romanos era el Omnipotente, el Altísimo, el innombrable YHVH, es algo que a ningún mentiroso que quisiese tener éxito con una nueva secta del judaísmo se le ocurriría contar. Y para un romano o un griego, la cosa era todavía más inverosímil. Cómo decía san Pablo, Cristo era escándalo para los judíos y locura para los griegos. No estoy diciendo que el hecho de que la divinidad de Jesucristo sea inverosímil sea una prueba de que es verdad. Digo que es una prueba –no apodíptica, desde luego, de que es altísimamente improbable que los discípulos se inventasen semejante mentira, la mantuviesen al precio de sus vidas y se extendiese de tal forma que en el 313 alcanzase al 10% de los habitantes del Imperio, aunque eso les pudiese costar sus vidas.

3ª La divinización de Jesús no es una mentira strictu sensu, es un mito que se fue forjando a lo largo de los siguientes trescientos años. Algo similar a lo que cuenta Homero sobre la guerra de Troya. Hoy sabemos que Troya existió, que era una ciudad hitita que controlaba el Helesponto, lo que le daba la posibilidad de enriquecerse con todo el comercio que pasaba por ese estrecho. En el siglo XII a. de C. los aqueos, que por aquél entonces eran un pueblo mucho menos civilizado, atraídos por su emporio de riqueza, la asaltaron y saquearon. Pero tras cuatro siglos de tradición oral de los griegos, que iba embelleciendo esa historia tan prosaica, dándole pinceladas de amor y lujo, se llegó a formar el mito que Homero puso por escrito es la Ilíada. Esa es la teoría postulada en el siglo XIX por el alemán David Strauss y el francés Ernest Renan en sendas obras con el título ambas de “Vida de Jesús”. Pero el mismo Strauss en su obra dice: “La historia evangélica sería inatacable si se probase que había sido escrita por testigos oculares o por lo menos por autores cercanos a los sucesos”. Estos autores, Strauss y Renan, creían que esa historia había sido escrita en el siglo IV, impulsada astutamente por Constantino, con intenciones políticas, tras el edicto de Milán. Pero eso, que tal vez fuese posible de mantener en el siglo XIX es imposible hoy. De hecho, hoy se conservan 325 copias completas del Nuevo Testamento escritas entre el 250 y el 325 d. de C., 250 colecciones incompletas escritas entre el 200 y el 250 d. de C., 200 libros sueltos escritos entre el año 100 y el 200 d. de C. y 116 fragmentos escritos entre el año 50 y el 100 d. de C. Especial mención merece el llamado fragmento P7Q5 hallado en Qumrán y que, si es auténtico, cosa no totalmente probada pero cada vez más admitida, sería un trocito del evangelio de san Marcos llevado a las cuevas esenias de Qumrán en el año 68 desde Roma, donde se estima que se escribió hacia el año 50. En total, antes de la invención de la imprenta en el siglo XVI, existían 5.000 copias griegas, 10.000 latinas y 9.000 en otras lenguas (siríaco, árabe, copto, armenio). A título de comparación, de los “Diálogos” de Platón, existen sólo siete copias y la más antigua es del siglo X d. de C. Y, sin embargo, todos creen que Platón nos transmitió la filosofía de su maestro, Sócrates. Por otro lado, en los escritos los Padres de la Iglesia de los primeros tres siglos se encuentran 32.000 citas del Nuevo Testamento. Con estas citas se pueden reconstruir casi completamente todo el NT y los pasajes que no se encuentran en esas citas son poco relevantes. Como promedio, estas citas se repiten unas cuarenta veces y los pasajes más importantes se repiten más de cien veces y en todos ellos, con una concordancia prácticamente total. Así que la hipótesis del mito, tampoco parece que tenga mucha fuerza.

4ª y última respuesta analizada (por supuesto sin ninguna pretensión de exhaustividad, pero estas son las más extendidas). Era un demente que se hizo pasar por el Hijo de Dios. Desde luego, si dijo que era el Hijo de Dios, Dios mismo hecho hombre, sin serlo, era, indudablemente, un loco. Y no un pobre y pequeño loco discreto. No un loco con un gravísimo síndrome de autodestrucción. Tanto como para llevarlo al extremo de simular el cumplimiento de todas las profecías sobre la figura del Mesías, incluida la del siervo sufriente de Yahveh, que describe, ocho siglos antes, el martirio, la tortura y la muerte del Mesías. Un gravísimo enfermo mental que se hace matar en la cruz para cumplir esas profecías. Por supuesto, puede que haya locos así en el mundo. Pero suelen estar en los manicomios y, desde luego, jamás han proclamado un código de conducta y de vida como pueden ser las Bienaventuranzas o el conjunto de las enseñanzas de Jesús en los Evangelios. Hoy, el código de vida del Evangelio, creamos o no en la divinidad de Jesucristo, nos parece casi normal, un poco déjà vu. Pero en aquella época era algo inaudito, rompedor, ni remotamente comparable con ningún código de vida existente en ninguna otra religión ni filosofía. Y fue precisamente ese código de vida el que hace que hoy muchísima gente, creyentes y no creyentes, considere a Jesús un personaje ejemplar, admirable y benéfico. Pero si, a pesar de la inverosimilitud de ese contraste, era de verdad un loco de ese calibre, no sería un personaje respetable. ¿Qué pensaríamos de alguien que dice, sabiendo que miente, a una mujer a la que se le acaba de morir su hermano “yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo el que esté vivo y crea en mí, jamás morirá. ¿Crees eso?”, y que tiene tal ascendiente sobre la mujer engañada para que ésta diga: “Sí, Señor; yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios que tenía que venir al mundo”? ¿O que le dice, engañándole, a un padre al que le dicen que su niña de doce años acaba de morir, que la niña no está muerta, sino dormida? ¿Pensaríamos que es un hombre admirable? Más bien pensaríamos que es un miserable y despreciable embaucador. Pues si aceptamos esta respuesta, eso es lo que sería Jesús. Un loco autodestructivo, mentiroso y embaucador.

Así que: O ese hombre no existió, o sus discípulos se inventaron su mensaje y su resurrección, o todo fue un mito creado en el siglo IV, o era un loco peligroso, o… Las cuatro primeras respuestas son, como se ha visto, altísimamente implausibles. Desde luego, puede haber otras que seguramente serían igual de implausibles. Por tanto, nos queda el o… Y este o… es: Ese hombre existió, era el mismo Hijo de Dios encarnado, nos dejó el más impresionante código de vida que se pueda pensar, pasó haciendo el bien, cumplió con todas las profecías del Antiguo Testamento, murió por nosotros en una tortura anunciada ocho siglos antes, resucitó y nos libró de la condena a muerte que nos acarreó nuestra rebelión contra Dios por una mezcla de soberbia y estupidez.

Por supuesto, no pretendo decir que lo dicho más arriba es una demostración apodíptica. No lo es. Pero cualquier otra respuesta es casi imposible. Por supuesto, a la luz de nuestras vivencias como humanidad es razonable pensar que jamás un hombre ha resucitado de entre los muertos como dicen los Evangelios que lo hizo Jesucristo. Cierto. Jamás. Pero si existe un Dios que ha creado este universo, que lo ha dotado de unas leyes que lo hacen funcionar según su voluntad, que nos ha creado a nosotros, pobres seres humanos, por amor, entonces, toda nuestra experiencia como humanidad no tiene la capacidad de negar que ese Dios hiciese lo que el Antiguo Testamento y los Evangelios dicen que hizo. La cuestión entonces es: ¿Existe un Dios así? He aquí otra cuestión indemostrable, tanto positiva como negativamente. Sin embargo, se puede mostrar, que no demostrar, aunque de ninguna manera en estas líneas[5], que el universo clama por un creador de esa música y esa armonía que lo hace cosmos en lugar de caos y de esa consciencia que aparece en un mundo material que no tiene capacidad de generarla. Que es inmensamente más plausible la existencia de ese Dios que su no existencia. Pero hay otra cuestión que, sin ser prueba, da una verosimilitud todavía mayor a estas cuestiones. Si sólo un puñado de personas con un sentido crítico nulo y en una época y lugar cercanos a los hechos hubiese creído en eso, podría tacharse a esta pequeña secta de credulidad extrema o, incluso, estupidez. Pero no es el caso. Tras 2.000 años de los hechos, desde Japón hasta Alaska, desde Groenlandia hasta la Tierra de Fuego, más de dos mil millones de personas, de toda raza, de muy diferentes niveles de inteligencia, cultura, creen en que ese pequeño hombre fracasado resucitó y en que todas sus promesas son ciertas. Y la fe de todas estas personas, no es irracional, aunque no pueda ser demostrada. Tampoco nace de ningún sesudo razonamiento, aunque éste pueda reforzar esa fe. Nace de que todos los que creen eso con su vida afirman haber tenido un “encuentro” especial con Jesucristo –que se llama conversión–, que les ha cambiado la vida y les ha hecho ser mejores de lo que pudieran soñar con haber llegado a ser por ellos mismos. Incluso, las promesas de Jesucristo han alcanzado, a través de la transformación cristiana del mundo, a millones de personas que no creen el él, haciéndolas también mejores. Y esa conversión, ese “encuentro” indemostrable, incomunicable con palabras, es para estas personas lo más cierto, lo más importante, lo más valioso de su vida, sea ésta la que sea. Y todo empezó con unos hombres insignificantes que fueron también, ellos mismos, masacrados por defender esas promesas, pero que convirtieron a una segunda generación que, a su vez convirtió a una tercera, que a su vez… hasta hoy. Una llama de Espíritu Santo ha iluminado el mundo y muchas vidas desde entonces, dándoles un código de vida, un sentido, una razón de ser y una belleza que es imposible que ofrezca ninguna otra religión ni filosofía. Un frondoso árbol lleno de frutos benéficos, que es imposible de explicar sin esa raíz que se llama Jesucristo.

Queda, por supuesto, como dice el texto de Ratzinger que he citado más arriba, la duda. ¿Y si no fuese verdad?, debe preguntarse el creyente. ¿Y si fuese verdad?, se debe preguntar el agnóstico. Y si en la respuesta a estas preguntas hay tanto en juego, la respuesta que no vale es la de la pereza. La de no darse ninguna respuesta y descansar en la ignorancia. Eso es mediocridad. Ninguna de las dos respuestas es demostrable apodíptica ni empíricamente, pero eso no es impedimento para realizar una opción, basada en argumentos que lleven a una certeza existencial que permita adherirnos a una u otra. El mismo tipo de certeza que nos lleva a decidir qué tratamiento pueda ser mejor para un cáncer que nos hayan diagnosticado. Lo que uno no puede hacer es quedarse parado ante el problema como si fuese indiferente una respuesta u otra.

Debo concluir con el planteamiento del peso de la prueba. En una sociedad civilizada, en un juicio penal de vida o muerte para una persona, el peso de la prueba debe recaer sobre la culpabilidad. No debe haber ninguna duda razonable de la culpabilidad para condenar al reo. “In dubio, pro reo”, dice el aforismo de derecho romano. Esta colocación del peso de la prueba sobre la culpabilidad tiene un origen lógico. Es mejor que un culpable salga libre que que un inocente sea condenado. Aplicando el peso de la prueba al tema que nos ocupa, me preguntaría. ¿Qué es mejor un mundo lleno de sentido y de vidas con sentido, desde la aparentemente más insignificante, o un mundo del absurdo, vacío de todo sentido en las vidas que lo llenan, empezando por las aparentemente más exitosas? Para ayudar a cada uno a responder a esta pregunta, a la que yo no voy a responder aquí, planteo dos citas.

La primera es de Bertrand Rusell, mente brillante y ateo militante, que dice:

“El hombre es el producto de unas causas que no habían previsto los fines que están logrando; es decir, que su crecimiento, sus esperanzas y temores, sus amores y sus creencias no son otra cosa que el resultado de la colocación accidental de los átomos; que no hay fuego ni heroísmo, ni intensidad de pensamiento o sentimiento, que puedan conservar la vida individual más allá de la tumba; que todos los esfuerzos de todas las edades, toda la devoción, toda la inspiración y el brillo meridiano del genio humano, están destinados a la extinción en las grandes profundidades del sistema solar, y que todo el templo del logro de los hombres terminará inevitablemente enterrado bajo los restos del universo en ruinas. Todo esto, si no está más allá de cualquier discusión, está sin embargo tan cerca de ser cierto que ninguna filosofía que lo rechace podrá sobrevivir [¿debería pedirse a Bertrand Rusell que argumentase esto?]. Sólo con los andamios de estas verdades, sólo con los cimientos firmes del desespero inconmovible, podrá construirse de manera segura el habitáculo del alma”.

La segunda es de san Pablo, en la epístola a los romanos:

“La creación entera está en anhelante espera de la manifestación de los hijos de Dios. Ya que fue sometida al fracaso, no por su propia voluntad, sino por el que la sometió, con la esperanza de que será liberada de la esclavitud de la destrucción para ser admitida a la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

 [...] La creación entera gime y siente dolores de parto [...] y nosotros mismos gemimos, suspirando por que Dios nos haga sus hijos y libere nuestro cuerpo”.

Somos libres para elegir. ¿Y si fuese verdad?



[1] La mayoría de los estudios señalan que en el 313, año en que Constantino promulgó el edicto de Milán o edicto de tolerancia, (el reconocimiento del cristianismo como religión oficial del Imperio Romano no se produjo hasta Teodosio en el año 380 en el edicto de Tesalónica), el cristianismo había llegado ser, a pesar de las persecuciones, la religión del 10% de los habitantes del Imperio Romano. Además, estos habitantes vivían en su gran mayoría en las grandes ciudades y había entre ellos gente de muy alta relevancia en el gobierno del Imperio. Por lo tanto, el edicto de Milán era, aunque no sólo, un acto de astuta política.
[2] El que esté interesado puede comprar un librito muy breve escrito por mí bajo el título “¿Existió realmente Jesucristo?” y editado por Ediciones Palabra en su colección DeBolsillo.
[3] “Introducción al cristianismo” (1968). Joseph Ratzinger, Ediciones Sígueme 2009, pag. 45. La negrita es mía.
[4] Hasta la invención de la imprenta, los manuscritos se copiaban, como su nombre indica, a mano. Era muy normal que de forma accidental o intencionada, se produjesen interpolaciones en el texto copiado. Como se sacaban copias de copias de copias hasta la saciedad, es fácil seguir, en estos manuscritos la genealogía de una interpolación. Su antigüedad es aproximadamente proporcional al porcentaje de copias que tiene esa interpolación. Por eso, un texto que aparece, como es el caso del testimonio Flaviano, en todas las copias conocidas hasta 1971, o se considera auténtico o se tiene que considerar tan próximo al original como para que todas las copias en griego anteriores a las que se conservan, hayan desaparecido. El hecho de que todas las traducciones a otros idiomas sigan también el texto de las copias griegas conocidas da más peso a su autenticidad.
[5] Tengo editado un libro con el título de “Más allá de la ciencia” editado, como el anterior, por ediciones Palabra en su colección DeBolsillo, en el que llevo a cabo la mostración, que no demostración de eso.

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