7 de febrero de 2020

Una visión liberal de los 10 mandamientos y la Biblia


Hace unos días estuve en una interesantísima conferencia dada por Carlos Rodríguez Braun, catedrático de Historia del Pensamiento Económico y, sobre todo, persona con una mente brillante. El tema de la conferencia era una reflexión sobre el liberalismo en los 10 mandamientos y, más ampliamente, en la Biblia. Como siempre que oigo algo interesante, mi mente se puso en modo hervor y me ha obligado a poner por escrito mis reflexiones sobre la base de esa conferencia. Digo que mis reflexiones son sobre la base de esa conferencia, no un resumen de la misma. Me resulta, sin embargo, imposible, separar qué son mis reflexiones y qué es el contenido de la charla. Pero, en fin, ahí voy.

Me gustó mucho de ella que hiciese un análisis lúcido sobre los errores de muchos liberales, que han tenido su parte de culpa en el desencuentro que históricamente se ha producido entre cristianismo y liberalismo, sobre todo en el siglo XIX, pero cuyas secuelas perduran hasta nuestros días. Sin embargo, no es de eso de lo que quiero hablar, aunque a lo largo de estas líneas y, sobre todo, al final, daré mi punto de vista sobre este tema. Centrándonos en los mandamientos, Rodríguez Braun distingue, junto a todos los teólogos, los tres primeros mandamientos, referidos a nuestra relación con Dios, de los otros siete, a los que llamaba mandamientos sociales, porque se refieren a las relaciones entre los hombres y de ellos con la sociedad.

De estos tres primeros mandamientos se deduce que hay Alguien que está por encima del poder humano. Que el poder humano, aunque se otorgue democráticamente, no es autónomo. Que hay una ley superior al poder humano y a todas sus leyes y que éstas, incluso si se han promulgado a través de un proceso democrático, pueden ser injustas, inmorales y perniciosas. Es decir, esos tres mandamientos son una limitación del poder humano y, por tanto, un canto a la libertad. No a una libertad de hacer lo que queramos sino a una libertad sujeta a unos límites impuestos por un ser superior, que ama al ser humano y que busca su bien. Es decir, son un canto a una libertad para hacer el bien y evitar el mal. Son un canto a una libertad para, no a una libertad de. Porque la libertad es la suprema capacidad, única en el ser humano, para elegir el bien y rechazar el mal. Y el bien y el mal, aunque sea muy difícil trazar una frontera nítida entre ellos, son realidades externas al hombre y superiores a él. Es cierto que, como decía Solzenytschin, “la línea que separa el bien y el mal pasa por medio del corazón del hombre”. También dice esto el Evangelio en la parábola del trigo y la cizaña. A menudo es difícil definir dónde está esa línea que atraviesa nuestro corazón y de qué lado de ella estamos. Pero hay cosas innegables. El holocausto nazi estaba del lado del mal y la vida y obras de madre Teresa de Calcuta estaba en el lado del bien. Por eso, por encima del derecho positivo, el ser humano debe tratar de entender esa ley superior y tratar de evitar que el poder, ni siquiera el democrático, la traspase.

El primer mandamiento prohíbe tajantemente construir ningún ídolo de metal fundido ni de cualquier otro material y, por supuesto, prohíbe postrarse ante ellos. Sabido es que el pueblo de Israel se construyó, junto al monte Sinaí, un becerro de oro al que adoró, lo que produjo una terrible ira en Moisés cuando bajó del monte con las tablas de la Ley. Sabido es también que Jesús dice que no se puede servir a Dios y al dinero, es decir, que no se puede idolatrar al dinero. Muchos cristianos antiliberales ven en esto una maldición del dinero. Pero no hay tal. El oro con el que los israelitas hicieron el becerro provenía de que los egipcios se lo entregaron cuando se fueron de su país para que las plagas se aplacasen. El libro del Éxodo nos cuenta: “Los egipcios apremiaban al pueblo; tenían prisa en echarlos del país, porque pensaban: Vamos a morir todos. […] Siguiendo la orden de Moisés, los israelitas pidieron a los egipcios vestidos y objetos de plata y oro. Y el Señor hizo que los egipcios se mostraran benévolos con el pueblo y que accedieran a su petición de buen grado. Así despojaron a los egipcios”. En ningún momento se dice que la posesión de ese oro y plata fuese malo. El oro, el dinero, se convierte en malo cuando se hace con él un becerro de oro, cuando se lo idolatra. Pero de ninguna manera es malo en sí mismo. Al revés, en innumerables pasajes en la Biblia se presenta el hecho de tener bienes materiales como una bendición de Dios.

Según Rodríguez Braun, estos mandamientos para con Dios, “se traducen en la relevancia de su Iglesia, y esto chocó con el dogmatismo de numerosos liberales, que no entendieron, y muchos siguen sin entenderlo, que la Iglesia, con sus errores y sus horrores, es una institución que debemos defender los liberales, creyentes o no, porque cumple un papel muy importante en la defensa de la libertad, en tanto que entidad socialmente relevante que se interpone entre el poder y las personas”[1]. Siendo, como soy, creyente y católico, no puedo estar más de acuerdo con esta afirmación. Pero creo, sin embargo, que, así expresada, es un salto en un vacío lógico. De ahí que haga alguna aclaración.

Desde luego, si hay algo que caracteriza a la civilización nacida de la tradición judeo-cristiana, la civilización occidental, es la tensión, que yo califico como creativa, entre el poder terrenal y el religioso. En todas las demás civilizaciones, con las religiones que las sustentan, uno u otro de los dos poderes domina totalmente al otro. En las civilizaciones nacidas del Islam, el poder civil está completamente sometido al religioso. En las civilizaciones del extremo oriente o en las civilizaciones griega y romana, incluso en la cristiana del Imperio Bizantino, el poder religioso está o estaba totalmente sometido al civil. En cambio, toda la historia del judaísmo que nos cuenta el Antiguo Testamento está cruzada por la tensión creativa entre los dos poderes. Los profetas y los reyes, rara vez se llevaban bien. En la época de Cristo, las cosas no eran diferentes entre la religión judía y el poder dominante de Roma. Por su parte, el cristianismo siempre ha defendido la independencia de los dos poderes, aunque a lo largo de su historia haya habido intentos por parte de ambos de dominar al otro. Afortunadamente nunca estos intentos han llegado a tener un éxito completo en ninguna dirección. El siguiente párrafo lo escribo en apoyo de lo dicho hace tres líneas.

Ya desde el principio Cristo dijo claramente que cada uno de los poderes tenía su propio ámbito, como se ve en la famosa frase del Evangelio de “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Este camino de actuación señalado por Jesús, encuentra su eco en la primerísima Iglesia. En efecto, san Pedro, el primer Papa, dice en su primera epístola (1 Pedro 2, 13-17): “En atención al Señor, obedeced respetuosamente a toda institución humana, ya sea el jefe del Estado, en cuanto soberano, ya sean los gobernadores en cuanto comisionados por él para castigar a los malhechores y premiar a los que actúan bien. Pues esta es la voluntad de Dios: que al hacer el bien tapéis la boca a los ignorantes e insensatos. [...] Mostrad aprecio a todos, amad a los hermanos, honrad a Dios, respetad al jefe del Estado”. Conviene recordar que cuando san Pedro escribió esto, el jefe del Estado era Nerón. Esto dio lugar, en la tradición cristiana, a la llamada “teoría de las dos espadas”. Siglos más tarde, el Papa san Gelasio I (492-496), declaró: “El único poder reside en Cristo pero Él, de hecho, a causa de la debilidad y la soberbia humana, ha separado para los tiempos sucesivos los dos ministerios (civil y religioso), de manera que ninguno se ensoberbezca”. Son estos mimbres los que han hecho que únicamente en el occidente Cristiano haya podido mantenerse durante veinte siglos esta tensión creativa ya iniciada en el judaísmo. La soberbia humana, tanto de los hombres de la Iglesia como de los hombres de Estado ha hecho que unos y otros se equivocarán a lo largo de la historia[2]. Pero siempre tenían enfrente otro poder para llamarle al orden. No ha sido fácil y, muchas veces, las tensiones han llegado a límites durísimos. Pero ninguno de los dos poderes, en ningún momento de los últimos 4000 años, se ha rendido completamente ante el otro. ¡Afortunadamente! Quien quiera entender mejor por qué esta tensión entre los dos poderes me parece creativa, puede hacerlo en el siguiente link. Pero no es objeto de estas líneas profundizar sobre ello.


Lo que sí queda claro es que, como dice Rodríguez Braun, la “Iglesia, con sus errores y sus horrores, […] cumple un papel muy importante en la defensa de la libertad, en tanto que entidad socialmente relevante que se interpone entre el poder y las personas”. Llegados a este punto, debemos que distinguir el liberalismo del libertarianismo[3]. Algunos liberales, creo que minoritarios, piensan que el liberalismo no tiene que someterse a ningún límite de tipo moral, sino que para ellos sólo rige el imperio de la libertad personal absoluta, sin límites. Estos son los libertarianos, que defienden el libertarianismo. Pero la mayoría de los liberales, y desde luego, los fundadores del pensamiento liberal, como Adam Smith, Locke, la Escuela de Salamanca, y figuras señeras del mismo, como Hayek, no creen esto, sino que piensan que el ejercicio de la libertad económica debe estar sometido a normas morales de derecho natural y que las leyes positivas emanadas del estado tienen que ser acordes con ese derecho natural. En este sentido, creo que el propio Papa Juan Pablo II podría calificarse como liberal en lo económico. Como muestra, ahí van unos párrafos de su encíclica social Cenessimus annnus:

“Volviendo ahora a la pregunta inicial, ¿se puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo[4], el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil?

La respuesta obviamente es compleja. Si por «capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva[5], aunque quizá sería más apropiado hablar de «economía de empresa», «economía de mercado», o simplemente de «economía libre». Pero si por «capitalismo» se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio integral del ser humano, cuyo centro es ético y la considere como una particular dimensión de la misma, entonces la respuesta es absolutamente negativa”.

Es evidente que lo que Juan Pablo segundo es liberal, al menos en este párrafo, aunque la palabra capitalismo le produzca rechazo. Lo que no es, es libertariano, como no lo son la mayoría de los liberales.

Para estos último, los liberales no libertarianos, la interposición de la Iglesia, como institución con peso, intérprete de las normas morales que limitan el poder del estado y la justicia de sus leyes, es algo que, si no es necesario, sí es, al menos, muy benéfico para el liberalismo. Por supuesto, también hay cristianos y miembros de la Iglesia que trasgreden, al hablar de liberalismo, el ámbito propio de la religión. Estas irrupciones de cada uno en el campo que es propio del otro son las que han creado en desencuentro y, a veces, el enfrentamiento entre cristianismo y liberalismo. Me parece que la aportación de Rodríguez Braun para desfacer este entuerto es muy encomiable.

Llegamos ahora a los siete mandamientos que hemos llamado sociales. Y el primero de ellos es el de “honraras a tu padre y a tu madre”. Señala Rodríguez Braun que éste es el único mandamiento social que se enuncia de un modo asertivo en lugar de prohibitivo. Señala también que en las dos versiones de los mandamientos que aparecen en la Biblia, este cuarto mandamiento, además de ordenar honrar a padre y madre, añaden una promesa unida al cumplimiento del mismo: “… para que tus días se alarguen en la tierra que el Señor, tu Dios, te da”, dice en Éxodo 20, 12, mientras que en Deuteronomio 5, 16 se añade: “… como el Señor, tu Dios, te lo tiene mandado, y tus días se prolongarán por mucho tiempo y te irá bien en la tierra que el Señor, tu Dios, te da”. Rodríguez Braun hace dos extrapolaciones de este cuatro mandamiento. La primera es extender su bendición de los padres a la institución de la familia y, de ella, a todas las instituciones. La segunda liga este mandamiento a la longevidad de esas instituciones. No sé si el argumento es un poco demasiado forzado. Pero, si se acepta, ciertamente, mientras los tres primeros mandamientos ponen el poder de Dios sobre el poder humano y político y, el tercero, en particular, a través de los profetas o la Iglesia, interpone entre el poder político y los hombres algo que proviene del poder de Dios, este cuarto, el primero social, interpone las instituciones civiles longevas entre el poder político y la libertad del individuo. Instituciones civiles como, ciertamente, la familia, pero también la propiedad privada y, ¿por qué no?, la división de poderes y el Estado de Derecho y otras muchas. Los mandamientos salvaguardan de esta manera la libertad individual, sacralizando instituciones fuertes y duraderas y sancionando con su autoridad la subsidiariedad del estado. Por lo tanto, éste debe dictar leyes positivas que deben ser respetadas. Pero no puede dictar leyes que vayan contra esas normas superiores defendidas por Dios ni puede eliminar instituciones que se interponen entre su poder y las libertades individuales. E, incluso de las leyes justas, cuantas menos dicte mejor, para evitar caer en una jungla legislativa paralizante y plagada de contradicciones. Es harto conocida la animadversión del socialismo por las instituciones y su inveterado gusto por la prohibición. Ve en esas instituciones un freno para instaurar su supuesto paraíso, como lo ve en la libertad individual, lo que le lleva a un especial deleite en la prohibición. Dale poder a un socialista y empezará a prohibir.

La propiedad privada estaría también sancionada con el quinto mandamiento, no matarás –¿que propiedad puede haber más valiosa que la vida?– , el séptimo, no robarás, y el décimo, no codiciarás los bienes ajenos. Y estos mandamientos deben ser también respetados por el poder político, ya que los mandamientos están por encima de él. Sobre la propiedad privada, Rodríguez Braun señala que, incluso entre economistas neoclásicos, los hay que dudan del derecho a la propiedad privada de la tierra, como algo no multiplicable y, por tanto, propiedad de todos en general y de nadie en particular. Pero hay un curioso pasaje del libro del Génesis que sanciona con claridad la propiedad privada de la tierra. Una buena parte del capítulo 23 de este libro se dedica a ello. Este capítulo nos cuenta la muerte de Sara, la mujer de Abraham. Abraham, que vive en la Tierra Prometida por Dios, sin poseer ni un centímetro cuadrado de la misma, quiere tener en propiedad un lugar en el que enterrar a su esposa difunta. El pasaje es tan peculiar que creo que merece ser transcrito literalmente.

“Abraham fue a llorar a Sara y a hacer duelo por ella. Y cuando se levantó de junto a su difunta, habló así a los hititas:

- Yo soy un emigrante que reside entre vosotros. Dadme una sepultura en propiedad para enterrar a mi difunta.

Los hititas le respondieron:

- Escúchanos, señor, tú eres entre nosotros un príncipe divino[6]. Sepulta a tu difunta en el mejor de nuestros sepulcros; ninguno de nosotros te negará el suyo para que puedas sepultar a tu difunta.

Abraham se levantó, hizo una reverencia ante la gente del país y les habló así:

- Si estáis de acuerdo en que sepulte a mi difunta, escuchadme: interceded por mí ante Efrón, el hijo de Sofar para que me venda por su justo precio, como sepultura en propiedad, la cueva de Macpelá, que se encuentra al final de su campo.

Efrón, el hitita, se hallaba presente y respondió a Abraham en presencia de los hititas que asistían al trato:

- No, señor mío, escúchame: yo te doy el campo y la cueva que hay en él; en presencia de los hititas de mi pueblo te lo doy. Sepulta a tu difunta.

Entonces Abraham hizo una reverencia ante la gente del país y habló así a Efrón, en presencia del pueblo:

- Escúchame, por favor, yo te doy el precio del campo; acéptalo; entonces enterraré a mi difunta.

Pero Efrón respondió a Abraham:

- Señor, escúchame; el terreno vale cuatrocientas monedas de plata[7], ¿qué es eso para nosotros dos? Anda, entierra a tu difunta.

Abraham llegó a un acuerdo con Efrón y le pagó el precio que le había pedido en presencia de los hititas: cuatrocientas monedas de plata de uso corriente entre los comerciantes. De este modo, el campo de Efrón, que estaba en Macpelá, enfrente de Mambré: el campo, su cueva y todos los árboles de su término, pasaron a ser propiedad de Abraham, en presencia de los hititas, que asistían al trato”.

Caben pocas dudas de que en este pasaje la Biblia sanciona la propiedad privada de la tierra, así como la importancia de los contratos ante testigos y hasta del registro de la propiedad.

Es precisamente el octavo mandamiento, no mentirás o, como se expresa en las dos narraciones de los mandamientos, “no levantarás falso testimonio contra tu prójimo” –y, por supuesto, en el pasaje anterior–, en el que se apoya el respeto a los contratos que está en la base de toda economía liberal. Respeto debido, no únicamente por las partes contratantes, que por supuesto, sino por toda la comunidad, el estado incluido.

Qué decir del sexto mandamiento, que es inseparable del noveno. El sexto dice: “No cometerás adulterio” y el noveno: “No desearás la mujer de tu prójimo”. El primero es una norma de respeto a los derechos del propio cónyuge y/o del cónyuge de la otra parte con la que se comete adulterio. El noveno se anticipa en varios siglos al mandato de Cristo cuando dice: “Habéis oído decir: no cometerás adulterio. Pero yo os digo que todo el que mira con malos deseos a una mujer (Cristo no especifica que tenga que estar casada la mujer mirada ni el hombre que mira), ya ha cometido adulterio con ella en su corazón”.

Señala Rodriguez Braun que lo exquisito de los mandamientos es que se refiere a los derechos sobre las propiedades de los otros. Los mandamientos no dicen “nadie te puede robar a ti” o, “nadie puede “robarte” a tu mujer” o “no permitirás que nadie desee a tu mujer” o nadie puede codiciar tus bienes”. No. Lo que dice es: “ no puedes robar”, “ no puedes robarle su mujer al otro”, “ no puedes desear la mujer del otro”, “ no puedes codiciar los bienes de otro”. Y ese , es, por supuesto, también, el estado.

No está mal la reflexión. ¿Apoyan los diez mandamientos, la Biblia y los Evangelios una visión liberal, que no libertariana? Creo que la respuesta es afirmativa.

Por último, Rodríguez Braun dice algo muy sutil y de gran honestidad intelectual. Dice: “Sé muy bien, como sabéis vosotros, que en la Biblia hay de todo y que los textos sagrados, como casi cualquier texto, pueden expurgarse para que digan cualquier cosa y, en este caso, cualquier cosa antiliberal. Lo interesante de lo que hoy me ocupa es que ese esfuerzo de entresacadura debe ser realmente ímprobo para convertir el Decálogo en un manifiesto comunista o socialista. En cambio, su liberalismo es realmente imponente”.

Para terminar, un apunte sobre el desencuentro histórico entre liberalismo y cristianismo, más allá de lo apuntado más arriba. Cuando en el siglo XIX el Papa Pío IX en su encíclica “Quanta cura” y en su famoso anexo, conocido como el Syllabus condenó con enorme rotundidad el liberalismo, de ninguna manera se refería al liberalismo económico. Se estaba refiriendo a una ideología que defendía la autonomía absoluta del hombre ante Dios y ante toda instancia superior a él, así como al intento de explicar el mundo y las normas morales con la exclusión de Dios. Uno podrá estar más o menos de acuerdo con el contenido de esta encíclica y del Syllabus, pero de ninguna manera puede decir que condena el liberalismo económico. Ciertamente que ha habido, y hay, liberales en los que se dan juntas la fe en el sistema económico liberal y un liberalismo de corte ideológico como el condenado por el Papa Pío IX. Por tanto, en ese desencuentro, que casi se pude llamar enfrentamiento, algunos liberales no son del todo inocentes. Pero estoy convencido, aunque parezca paradójico, de que hay un solape inmensamente mayor entre el liberalismo ideológico condenado por Pío IX y el socialismo, que el que pueda haber entre aquél y el liberalismo económico.

De la misma manera, en la Doctrina Social de la Iglesia, de la que ya he dicho en otros escritos míos que me parece confusa hasta el caos y contradictoria en lo accesorio de su contenido, que es la mayoría, condena directa y contundentemente el comunismo y el socialismo. Sin embargo, cuando habla del liberalismo, jamás lo condena taxativamente, como hace con comunismo y socialismo, sino que, cuando lo condena, lo hace de forma a mi modo de ver confusa y, a menudo contradictoria. Y creo que lo hace así porque hay una confusión semántica entre liberalismo y libertarianismo, como se ha definido en estas líneas. Confusión semántica de la que los liberales hemos tenido nuestra parte de culpa.

Termino agradeciendo a Carlos Rodríguez Braun su interesantísima conferencia y aclarando, como hice al principio, que estas páginas ni son, ni pretenden ser un resumen de su conferencia, sino unas reflexiones mías germinadas a raíz de ésta.


[1] Citado textualmente de un folleto en el que se refleja casi palabra por palabra la conferencia de Rodríguez Braun. Cuando el texto de ese cuadernillo esté colgado en el link que para ello tiene habilitado el Centro Diego de Covarrubias, os lo haré llegar.
[2] La infalibilidad del Papa no es para asuntos de política y de Estado, sino tan sólo para las cuestiones dogmáticas y morales.
[3] El concepto de libertarianismo nace en estados unidos bajo el nombre de libertarianism. No está claro si la traducción española debe ser libertarismo o libertarianismo. Me inclino por esta segunda, aunque menos eufónica, por ser más precisa. Libertarismo podría ser más bien la doctrina sostenida por los libertarios y esta palabra, en español parece que designa más a los anarquistas tradicionales que a los liberales a ultranza. La palabra libertarianismo aunque, como se ha dicho, menos eufónica, parece menos afectada por esta confusión semántica.
[4] Previamente, el Papa Juan Pablo II había dedicado todo el capítulo III de esta encíclica, que lleva el título de “El año 1989”, a describir el fracaso total del comunismo.
[5] Cuando he dado a leer este párrafo a muy diferentes tipos de personas, sin decir su fuente y pidiéndoles que identificasen a su autor, las respuestas iban de Adam Smith a Hayek, pasando por muchos otros autores, pero jamás me han citado a Juan Pablo II.
[6] Impresionante manera de definir a Abraham, un pobre pastor nómada, por parte del pueblo guerrero y asentado en medio del cual vivía como emigrante. Ciertamente el Señor tardó en dar la Tierra Prometida en propiedad a los descendientes de Abraham –la tendrían que conquistar siglos más tarde al mando de Josué– pero de lo que no cabe duda es de que le protegió mientras vivió como un paria en ella.
[7] No tengo ni idea de lo que pudieran representar 400 monedas de plata en aquella época, pero por otras referencias bíblicas comparables, se me antoja que Efrón se aprovechó de Abraham. En efecto, san Mateo nos dice en su evangelio lo siguiente: “Mientras tanto, Judas, el traidor, al ver que lo habían condenado, se arrepintió y devolvió las treinta monedas de plata a los jefes de los sacerdotes y los ancianos, diciendo: ‘He pecado entregando sangre inocente’. Ellos replicaron: ‘¿A nosotros qué? Allá tú’. Él arrojó en el templo las monedas, se marchó y se ahorcó. Los jefes de los sacerdotes tomaron las monedas y dijeron: ‘No se pueden echar en el tesoro del templo, porque son precio de sangre’. Y después de deliberar, compraron con ellas el campo del alfarero para sepultura de forasteros”. Si consideramos que este campo estaba al lado de Jerusalén, es decir era casi urbano, mientras el de Abraham estaba en mitad de ningún sitio, admitimos que la inflación ha sido una constante en la historia de la humanidad y nos damos cuenta de que entre los dos episodios median 1.800 años, entonces, el precio de 400 monedas de plata debió ser un latrocinio contra Abraham.

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