El
último episodio de la exitosa serie “Cosmos” de Carl Sagan, tiene por título “¿Quién
habla en nombre de la Tierra?”. De este título he derivado el que doy a estas
páginas de “¿Quién habla en nombre de la Humanidad?”. Carl Sagan aplicaba este
título a la representación de la Tierra en un hipotético universo en el que
hubiera otros seres inteligentes. Mi intención con el título es totalmente
distinta. Mi pregunta se refiere a quien habla en nombre de la Humanidad ante
Dios. Y la respuesta, que matizaré en las siguientes líneas es: “Todo ser
humano que quiera rezar”. Rezar –o, al menos, una forma de rezar– es,
precisamente, hablar a Dios en nombre de la Humanidad. Por supuesto hay muchas
formas de oración que no voy a analizar aquí. A título meramente enumerativo
diré que hay oración de petición, de adoración, de alabanza, de meditación, de
acción de gracias, de intercesión por uno mismo y los demás, vocal, etc., etc.,
etc.
Pero
creo que hay otra forma de oración que, sea por ignorancia propia o porque se le
haya dado otro nombre, no he oído nunca mencionar. La llamo oración de
presentación. Es una oración totalmente pasiva. Mahler decía: “Yo no
compongo, soy compuesto”. Análogamente, de la oración que he llamado de
presentación, podría decirse: “Yo no rezo, soy rezado”. Es decir, Dios
me usa para rezar, como yo puedo usar un rosario. Es Dios el que reza en mí, no
soy yo el que reza. Este tipo de oración es, creo, al que se refiere san Pablo
cuando dice: “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues nosotros
no sabemos rezar como es debido y es el mismo espíritu el que intercede por
nosotros con gemidos inefables. Por su parte, Dios, que examina los corazones, conoce
el sentir de ese Espíritu que intercede por los creyentes según su voluntad”
(Carta de san Pablo a los romanos 8, 2627). Es muy difícil entender en su
profundidad esta frase. Nosotros tendemos a erigirnos en los protagonistas
activos de nuestra oración. Nosotros hablamos con Dios, nosotros
pedimos, nosotros damos gracias, nosotros… nosotros… nosotros…
Somos puros activistas. Hasta cuando nosotros escuchamos, somos
activistas. Y, por esa actividad, hacemos a menudo de la oración un esfuerzo
cansino y tedioso. Entonces nos aburre, nos da pereza y, poco a poco, la abandonamos.
Es decir, hacemos lo contrario de lo que dice san Pablo. La oración de
presentación es todo lo contrario. Es postración pasiva. Es un ponerse delante.
Es el saberse envuelto en una Presencia que entra dentro de nosotros por cada
poro, como un líquido penetra una esponja. La esponja no hace nada. Simplemente
se deja sumergir en el líquido. Es el líquido el que la llena. Ni siquiera se
trata de escuchar. Es muy difícil escuchar a Dios y muy fácil escucharnos a
nosotros mismos, creyendo que escuchamos a Dios. Debemos reconocer que en esto
nos llevan una enorme ventaja todas las religiones orientales. Entienden
perfectamente esto de la pasividad. Y es una pena que nosotros que, a
diferencia de lo que creen estas religiones, creemos en un Dios personal y
amoroso, en vez de en una fuerza impersonal y anónima, no saquemos ventaja en
ese dejarnos llenar, de forma totalmente pasiva, por la Presencia de nuestro
Dios. De ahí que ese hueco lo haya venido a llenar la meditación trascendental
o el mindfulness. Pero aún estas formas de oración orientalistas ante algo
impersonal, requieren un esfuerzo de concentración. Hasta donde yo sé, los que
las practican tienen que hacer un esfuerzo de concentración en alguna parte del
cuerpo, o en la respiración o en… me parece algo también agotador. Los
cristianos, en nuestra oración de presentación, no deberíamos hacer ni siquiera
eso. No deberíamos hacer NADA. Ni siquiera escuchar. Sólo estar. Sólo exponernos.
Sólo salir de nuestro caparazón y ponernos bajo la lluvia de Gracia del
Espíritu. El que, en un día de lluvia, sale de su casa a la intemperie, no
tiene que hacer nada para mojarse. La propia lluvia que cae del cielo le
empapa. Y la lluvia de la Gracia del Espíritu es una lluvia cálida, de un
líquido sanador que entra en nuestras heridas y las sana. Y sus gemidos
inefables, son la armonía de las esferas del universo. El ladrido de un perro a
lo lejos, el zumbido de la M-40 que pasa cerca, el ruido del aire acondicionado
o el sonido de la televisión que está en la habitación de al lado, no son
ruidos que nos despisten de una oración de esfuerzo. Se convierten en el sonido
del Universo, en la música de sus esferas. En Dios que pasa a nuestro lado. No
pasa nada si la imaginación se nos va a los problemas cotidianos, a lo que
tenemos que hacer mañana o a lo que nos preocupa. No son distracciones, son
presentaciones. Si pensamos sobre esas cosas en nuestra actividad cotidiana, lo
pensamos desde nosotros mismos, para nosotros mismos y hacia nosotros mismos.
Pero si la cabeza se nos va a esas cosas en medio de nuestra oración de
presentación, las estamos exponiendo ante el Espíritu de Dios, se las estamos
entregando, las estamos dejando a su voluntad, como dice san Pablo. También san
Pedro, en su primera carta, nos dice: “Así pues, humillaos bajo la poderosa
mano de Dios, para que Él os encumbre en su momento. Confiadle todas vuestras preocupaciones,
porque Él se preocupa de vosotros” (1 carta de san Pedro 5, 6-7). No se
trata de intentar entender esos gemidos inefables, sino de dejar que su sonido
silente actúe en nosotros. De esta forma, la experiencia de rezar, esos cinco o
diez minutos diarios se transforman, de algo tedioso, en algo liberador,
sanador, reconfortante, delicioso. En el momento más sabroso del día. Y de esta
forma, día tras día, mes tras mes, año tras año, los dedos de Dios van pasando
sobre las cuentas del rosario que nosotros somos, suavizando, limando las
asperezas. Y los avatares y arañazos de la vida, sus rugosidades, los clavos oxidados
que sobresalen, se convierten en algo suave al tacto. Nos va pasando lo que a
esos pies de un santo que de tanto ser besados con unción por sus devotos, se
les va quitando la pintura y aparece debajo, lisa y pulida a besos, la madera
con sus vetas con formas como de amebas concéntricas. Incluso, en cualquier
momento a lo largo del día, en una reunión difícil o en una conversación tensa
o en una situación problemática, podemos, en una fracción de segundo, sin el
menor esfuerzo, sin que se nos note en absoluto, llevados por el hábito, que no
por la monótona costumbre, hacer un milisegundo de oración de presentación. Pedir
al espíritu que baje sobre nosotros para que Dios nos inunde con su Presencia.
A Dios le basta un milisegundo, el tiempo del chasquido de unos dedos que no
chascamos, para transformar la reunión o la conversación o la situación.
Pero
con todo lo anterior, no he explicado el porqué de la respuesta dada a la
pregunta “¿Quién habla en nombre de la Humanidad?” era: “Todo ser humano que
quiera rezar”. Porque pudiera parecer que esta oración de presentación es algo
particular entre Dios y el que reza. Sin embargo, no es así. Cuando escribo “la
Humanidad”, con H mayúscula, la veo como un inmenso arrecife de coral, no como
un simple conjunto de individuos. Cada coral es, a la vez, un organismo independiente
y una parte del supraorganismo interconectado que forma el arrecife. A los
seres humanos nos pasa lo mismo a través de lo que en las creencias cristianas
se llama el Cuerpo Místico de Cristo y la Comunión de los Santos. Ambas
creencias están relacionadas sin ser la misma. Podría decirse que el Cuerpo
Místico de Cristo es la anatomía y la Comunión de los Santos es la fisiología.
La anatomía describe cómo es cada parte de un organismo, mientras que la
fisiología estudia cómo están conectadas cada una de esas partes y cómo
funcionan coordinada y armónicamente para conseguir lo mejor para el organismo.
Podríamos decir que la anatomía nos explica cómo es el corazón, los músculos,
los pulmones, los intestinos y las venas y arterias. En cambio, la fisiología
nos explica cómo el corazón bombea la sangre a través de un circuito de
arterias y venas que llevan la sangre desoxigenada a los pulmones, donde se
oxigena, vuelve al corazón que, de nuevo, a través de otro circuito de arterias
y venas la manda al intestino, donde se carga de nutrientes y, después, a cada
rincón del organismo, que recoge de la sangre que le llega el oxígeno y los
nutrientes. Así ocurre con el Cuerpo Místico de Cristo y la Comunión de los
Santos. Todos los seres humanos que existen, estén vivos o hayan muerto, están
unidos, a través de Cristo en su Cuerpo Místico que funciona según la Comunión
de los Santos para llevar a cabo la economía de la salvación. Por lo tanto,
cada vez que un ser humano, a través de la oración de presentación, se sumerge
en la Presencia de Dios, no lo hace él solo, sino que lleva consigo a todos los
seres humanos que son, han sido y serán, porque para Dios no existe el tiempo.
Y cuando Dios, desde su Presencia, ve, con absoluta transparencia los pecados,
tal vez pequeños o tal vez grandes de ese ser humano, está viendo también la
inmensa carga acumulada de todos los pecados de la Humanidad a lo largo de toda
su Historia. Todas las injusticias, atropellos, muertes, dolores, desprecios,
etc., causados y por causar por cada uno de los seres humanos a lo largo de su estancia
en la tierra, están ante su mirada cuando cualquier ser humano se sumerge en su
Presencia. Y esa inmensa masa de pecado, despierta en Dios su infinita
Misericordia que desborda a todos los pecados y hace que sobreabunde la Gracia.
“Donde abundó el pecado, sobreabundo la Gracia” (Carta de san Pablo a
los Romanos 5, 20), nos dice otra vez san Pablo. Y esos pecados y esa Misericordia
sanadora pasan a través de Cristo, único mediador, y a través del orante.
Entonces, todos los pecados llegan a Dios y su Misericordia y su Gracia llegan
a todos y cada uno de los seres humanos. Hay un momento privilegiado para esa oración
de presentación. Si a través de Jesucristo, Dios, el Altísimo, el Innombrable,
el Totalmente Otro, se hace el cercanísimo, a través de la comunión, el
cercanísimo se convierte, como dice san Agustín, en aquello que es más íntimo
que lo más íntimo que hay en mí. Se deja asimilar por nosotros al tiempo que
nos asimila. Nos hace crecer dentro de Él, y a Él dentro de nosotros, de una
forma tan imperceptible pero tan cierta como los biberones y las papillas hacen
crecer a un bebé.
Sin
embargo, esa Gracia y Misericordia de Dios, nada pueden hacer en contra de la
libertad del ser humano. Por un terrible misterio de Amor, Dios nos ha hecho
libres y ha autolimitado su omnipotencia al límite de nuestra libertad. En
palabras de Marko Rupnik, “Dios no es un dictador ni siquiera del Bien”.
Sin embargo, hasta la carne más dura y fibrosa acaba siendo penetrada por una
larga estancia en adobo y transformada por una larga cocción a fuego lento. Y
ese adobo o ese fuego lento, son la oración de presencia de cada ser humano que
la practica. Así, de una manera imperceptible para nosotros, incluso pareciéndonos
que nuestra oración es una inutilidad, el adobo y el fuego lento, van haciendo
su callado, subrepticio y misterioso trabajo. Como decía en una carta Tolkien a
su hijo Christopher, movilizado en Sudáfrica, el
30 de Abril de 1944.
“Ningún hombre
puede jamás saber lo que está acaeciendo sub specie aeternitatis (en el plano de la eternidad)[1]. Todo lo que sabemos, y en gran
medida por experiencia directa, es que el mal se afana con amplio poder y
perpetuo éxito... en vano: siempre preparando tan sólo el terreno para que el
bien brote de él. Así es en general y así es también
en nuestras propias vidas... Pero aún hay alguna esperanza de que las cosas
mejoren para nosotros, incluso en el plano temporal, por la clemencia de Dios.
Y aunque necesitamos todo nuestro coraje y nuestras agallas (...) y toda
nuestra fe religiosa para enfrentar el mal que pueda acontecernos (...), aún
podemos rezar y tener esperanza. Yo lo hago”.
Espero
que haya quedado claro el porqué de mi respuesta. Todo ser humano que rece con
una oración de presentación, está tratando con Dios en nombre de TODA la
Humanidad y está cambiando el mundo. Se acaba dando cuenta de que eso es lo más
importante que puede hacer un ser humano. Más aún, lo único verdaderamente
importante que es capaz de hacer un ser humano. Está siendo colaborador de Dios
en la creación del mundo. El otro día leí en un libro una frase que decía: “Ningún
hombre está del todo creado hasta que muere”. Tampoco el universo está
todavía del todo creado. Es un producto semielaborado y nosotros podemos ser
los operarios de esa elaboración final, a través de la oración de los seres
humanos que todavía estamos en él. Si cada ser humano de los varios miles de
millones que vivimos en la Tierra orase sumergiéndose en la Presencia de Dios, veríamos
el mundo transformarse ante nuestros ojos. Pero “la mies es mucha y pocos
los obreros, pidamos al dueño de la mies que envíe obreros a ella”. Seamos
nosotros esos obreros. Presentémonos todos los días un rato, y presentemos a toda
la Humanidad en la presencia de Dios.
Termino
con una poesía:
Sólo hay un sitio, sólo uno en todo el universo
en el que la implacable erosión del bravo mar
no hiera a la roca en sus sólidos cimientos.
Sólo uno, en todos los eones
en el que la oscuridad y la negrura
no se impongan a la luz y su alegría.
Sólo uno entre principio y fin, alfa y omega
en la historia, en la vida y en la muerte.
Sólo uno en el que la fatiga de los días
no prevalezca sobre el trabajo creador.
Sólo uno en mi mente, en mi ser, en mi conciencia.
Sólo uno.
Se llama tu Presencia.
A él tiende mi terca, no dominada voluntad.
Él sólo, Ítaca apenas recordada, me atrae.
Sólo él, sagrario del alma, me subyuga
con palabras como arrullos que resuenan,
eco en eternidades siquiera pronunciadas.
Si yo pudiera asirlo, alcanzarlo con mis manos,
hallaría el reposo, el dulce acomodo,
el amable refugio en que posarme.
Ave migratoria en ardorosa búsqueda
del Sur acariciante, eterno, duradero,
de charcas frescas y de umbrías oquedades,
allí espero encontrarme con mi vida,
allí mi intacta esperanza me conduce.
Por él vuelo como un pato a su destino.
Por él me mantengo, con fe, sin confianza
preñado de esperanza, grávido, en el aire.
[1] La traducción es mía y más o menos aproximada. Desde luego, no
aparece en el original. Tanto Tolkien como su hijo Christopher tenían la
cultura clásica necesaria como para entender el latín con naturalidad, sin
traducción.
No hay comentarios:
Publicar un comentario