Acabo
de terminar de leer las memorias de Winston Churchill sobre la II Guerra
Mundial. Seis tomos cuyo calibre, afortunadamente, no he llegado a saber –los
he leído en Kindle– porque de haberlo sabido me hubiese desanimado. “The Gathering
Storm”, “Their Finest Hour”, “The Great Alliance”, “The Hinge of Fate”, “Closing
the Ring” y “Triunph and Tragedy”. Debo decir que para mi modesta capacidad ha
sido una ardua proeza intelectual, sólo comparable, aunque en sentidos muy
distintos, a la lectura de “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust o “El
Estudio de la Historia” de Arnold J. Toynbee. Proeza intelectual de la que no
me arrepiento en absoluto a pesar del enorme esfuerzo que me ha llevado
leerlos, además, en inglés. Al contrario, siento que ha sido para mí una
inmensa fuente de inspiración y aprendizaje.
Debo
decir, desde el principio, que una de las cosas que hace, hasta cierto punto,
árida la lectura de esas memorias es su frecuentísimo recurso a insertar en
ellas muchas páginas de copias textuales de cruces de cartas, telegramas,
minutas, etc., entre Churchil y Franklin D. Roosebelt, Joseph Stalin, los Jefes
de Alto Estado Mayor de los ejércitos británico y americano, Secretarios de
Estado, Ministros, y muchos más personajes relevantes del momento de las tres
potencias aliadas, así como documentos de guerra alemanes de los que se tuvo
conocimiento tras la derrota de Hitler, amén de intervenciones en la Cámara de
los Comunes, arengas a topas, etc., etc., etc. Y ello, a pesar de que una gran
cantidad de estos documentos, mucho mayor de la que aparece en el texto, está
en los apéndices que, desde luego, no he leído. Esto que, como he dicho, hace
árida su lectura, tiene la inmensa ventaja de que da al relato una inmensa
credibilidad. Es muy normal que si uno lee las memorias de un político, de un
hombre de Estado o de un mítico directivo empresarial, éstas estén trufadas de
interpretaciones a posteriori, a menudo falseadas a favor del protagonista, lo
que les resta credibilidad. En éstas no. Lo que estas cosas le hacen ganar en
aridez se lo hacen ganar, multiplicado por diez, en credibilidad. Ciertamente,
se puede falsear por omisión, pero este pecado es tanto más difícil de coeter
cuanta mayor sea la cantidad de estos documentos, y creerme si os repito, que
la cantidad es abrumadora, incluso sin leer los apéndices. Por lo tanto, la
fiabilidad de lo que en ellas se cuenta es, si no absoluta al 100%, sí me
atrevería a decir que alcanza cotas muy cercanas a ese 100%. Y esto es muy de
agradecer. Por otro lado, tampoco conviene olvidar, para juzgar la amenidad de
la lectura, que a Churchill le concedieron el Premio Nobel de Literatura en
1953, en gran parte, por estas obras.
Si
tuviera que señalar las cosas que más me han impresionado del libro, y sin
ánimo –ni posibilidad– de ser exhaustivo, diría lo siguiente:
1.
La
indudable certidumbre de ver detrás de la aparición de Churchill en la II
Guerra Mundial, la mano de la Providencia. No creo que hubiese en Gran Bretaña
–ni en el mundo– una sola persona capaz de acometer la proeza de resistencia,
valor, aguante y resiliencia de Churchill. En los terribles bombardeos de
Londres y otras grandes ciudades inglesas, supo mantener alta la moral de todos
los ingleses a la vez que, en un magnífico discurso, avisó a los omnipotentes
nazis que si desembarcaban en Inglaterra, encontrarían una resistencia a muerte
en cada pueblo, en cada colina, en cada bosque y en cada casa. Sea como fuera,
el soberbio Hitler, siendo dueño de Europa, no se atrevió, en contra de todo
pronóstico, a llevar a cabo la operación “León marino” de desembarco en Gran
Bretaña. Con 65 años de edad, y hasta los 71 –yo tengo 69 y me dan vahídos sólo
de pensar que me pudiese pasar a mí– dedicó una actividad, mental y física, incansable
a la causa de la guerra. Alentó a los pilotos de la RAF en la heroica batalla
de Inglaterra, mantuvo a raya a los terribles U-boats alemanes en la batalla
del Atlántico en la que se jugaba el abastecimiento por mar de Gran Bretaña, superó
dos años en los que cada mes se sucedía una catástrofe mayor que la anterior, llevó
a cabo innumerables y agotadores viajes a EEUU, Moscú, Canadá, norte de África,
Italia, Grecia, en aviones incomodísimos y afrontando todo tipo de peligros,
metereológicos, mecánicos y de guerra. Quizá el que más me ha impresionado, con
no ser el más agotador ni peligroso, fue el que inició la víspera de Navidad de
1944 a Grecia. Con la guerra ya casi ganada, Churchill vio el inmenso peligro
que el comunismo suponía para la nueva Europa. Ahora casi todo el mundo es
consciente de los métodos stalinistas, del continuo recurso a la mentira y la
falsedad del comunismo. Pero entonces nada de eso era tan evidente. Sin
embargo, al final de la guerra. Grecia fue el primer embate y Churchill supo
verlo y evitarlo. Sin duda, su viaje a Grecia y las durísimas decisiones que
tuvo que tomar allí, frenaron al comunismo en ese país. Se dio cuenta de que su
presencia allí era indispensable, YA, y esa víspera de Navidad, con la
preparación de una cena familiar ya ultimada, sin dudarlo un momento y sin siquiera
pensar en retrasarlo “sólo” 24 horas, se fue a Grecia a resolverlo. Por
supuesto, también se dio cuenta de que esa tragedia se extendería a una buena
parte de la que luego fue la Europa satélite de la Unión Soviética, pero, a
pesar de sus tercos, perseverantes e inteligentes intentos en las reuniones de
los tres aliados en Teherán, Yalta y, muy al final, en Potsdam, ya con Truman
en vez de Roosevelt, no pudo evitarlo. No se dejó engañar por Stalin, aunque no
pudo evitar que otros si lo fueran. Y, como si fuera evidente que había
cumplido con su función providencial hasta donde le era posible, tuvo que ver
con amargura, pero con un impresionante fair play, cómo las elecciones
británicas de Julio de 1945 le mandaban a casa desde donde tuvo que ver, en la
impotencia, como se consumaba la división de Europa. Fue el primero que, antes
de dejar de ser Primer Ministro, habló del tristemente célebre “Telón de Acero”
(Iron Courtain).
Su carrera militar
y política en la I Guerra Mundial y la primera parte de la posguerra, no
estuvo, ni mucho menos a la altura de lo que hizo durante la II Guerra Mundial.
Tuvo fracasos realmente estrepitosos. Hay quien no dudaría en decir que era un
hombre fracasado. Pero si el Parlamento Británico y sus aliados franceses
hubiesen hecho caso de sus avisos durante los años 30, en los que prácticamente
solo y ridiculizado, defendió que había que parar los pies a Alemania cuando se
estaba a tiempo, a buen seguro no hubiese habido II Guerra Mundial. La hubo.
Tras su estallido, el pacifista, Chamberlain, ya enfermo y casi muerto, dimitió
y aconsejó que se nombrase a Churchill, ministro de defensa de ese gabinete
tras el estallido de la contienda, para hacerse cargo de la dirección del
gobierno. Los miembros del Partido Conservador lo aceptaron poco menos como un
impasse hacia lo que pensaban podría ser una decisión posterior más acertada.
Pero Churchill fue capaz de mantener unido, durante toda la Guerra a un
gobierno de la más amplia coalición nacional, que le brindó su apoyo, al igual
que el Parlamento, no incondicional, pero casi unánime, porque se lo ganó día a
día.
No ver detrás de
ello la mano de la Providencia y pensar que fueron las azarosas circunstancias
las que le dieron la dirección de la guerra, me parece de una miopía
excepcional. Cito palabras de Gotthold Ephraim Lessing: “La palabra
casualidad es una blasfemia; nada, bajo el sol, sucede por casualidad”. O
las de Anatole France: “El azar es el pseudónimo de Dios cuando no quiere
firmar”.
2.
El
libro es una larga e impresionante lección de liderazgo. Liderazgo en el frente
político, con los de su partido y con los de todos los de la oposición,
liderazgo hacia los mandos militares, con los que supo mantener una relación de
respeto, haciendo prevalecer sus visiones estratégicas por convencimiento,
jamás por imposición y aceptando, tras defender sus puntos de vista con
insistencia y racionalidad, las decisiones operativas militares cuando éstas no
coincidían con sus puntos de vista. Presentó en varias ocasiones a los Comunes cuestiones
de confianza en sesiones interminables, en las que jamás puso límite a las
discusiones y en las que defendió siempre sus tesis con tanta fuerza,
convicción y honestidad que las ganó todas por mayorías aplastantes. Se tomaba
la molestia de dejar por escrito todos sus puntos de vista, reflexiones,
respuestas a sus Jefes de Estado Mayor, de transmitir todo lo que debía ser
transmitido a quien debía ser transmitido, de jamás tirar por la calle de en
medio sin antes agotar todo el arsenal de argumentos. Agradecía y felicitaba
por los éxitos, pero jamás desacreditaba a nadie por sus fracasos, aunque,
evidentemente, tuviesen sus repercusiones en quien los cometía. Pero siempre
trataba de hacer que el que había fracasado aceptase las consecuencias de su
fracaso con fair play. Muy a menudo daba una segunda oportunidad al que había
fracasado. Fue impresionante su capacidad de liderazgo con las Juntas de Estado
Mayor de los EEUU y la ascendencia moral recíproca, llena de respeto mutuo,
entre él y Roosevelt, con quien trenzó una amistad y camaradería
impresionantes. Supo aunar esfuerzos de ejércitos tan diferentes como el
Británico, el de los Dominios Británicos, básicamente Canadá, Australia, Nueva
Zelanda, con gobiernos independientes y más difícil aún el de la India que, aún
siendo parte del Imperio, sin la autonomía de los Dominios, presentaba unas
dificultades de independentismo casi insuperables. Especial mención y
dificultad tuvo la relación con el gobierno francés que surgió tras la rendición
de la Francia de Vichy, que llevó a la ocupación final de esa zona por Alemania,
con las luchas internas y las dificultades creadas por la personalidad enorme y
soberbia de De Gaulle. Pero también supo llevar una impresionante relación con
el gobierno italiano tras la rendición de este país después del desembarco y la
conquista de Sicilia. Y por supuesto, su capacidad para tratar con Stalin, sin
dejarse achantar ni un milímetro, pero con una cordialidad que contrasta con el
odio visceral que sentía hacia el comunismo y el absoluto conocimiento del uso
de la mentira que esta ideología y ese personaje utilizaban. Contrasta el tono
desagradable, exigente, insultante a menudo, de los comunicados de Stalin con
las respuestas, firmes pero educadas y hasta amables si era posible, de
Churchill. Son impresionantes las frecuentes expresiones de admiración hacia la
imponente gesta del ejército soviético de, primero, parar a los alemanes y,
después, hacerle retroceder de forma estrepitosa. En mi idea de la II Guerra
Mundial tenía grabado el convencimiento de que el ataque de Hitler contra Rusia
fue un acto estúpido sin la más mínima posibilidad de éxito. A posteriori es
fácil extrapolar la imagen del general Invierno derrotando a las tropas
napoleónicas, pero lo cierto es que nadie en el mundo dudaba de que Alemania
derrotaría a la Unión Soviética. De hecho, faltó poco más que el canto de un
duro para que así fuese. En muchos momentos se ve que Churchill, en pro de la
alianza con la Unión Soviética, se tiene que morder la lengua en los
comunicados para no recordarle a Stalin su vergonzosa alianza con los Nazis
para el reparto de Polonia en 1939 y la satisfacción con que éste miraba la
postración de Gran Bretaña hasta que él mismo fue atacado por Hitler. Pero,
aunque en el texto se ve que Churchill lo tenía clavado como una espina en el
corazón, ni una sola vez se lo echa en cara a Stalin.
3.
Como
he apuntado antes, nunca, en ningún momento del libro, ni en ninguno de los
textos escritos en el fragor de la contienda, hay ni una sola expresión
despectiva para nadie, ni una falta de respeto, ni un insulto. Siempre, incluso
en los fracasos más estrepitosos, que desde luego, como se ha dicho, tenían sus
consecuencias, como no podía ser de otra manera, sabía buscar el elogio a lo
que se había hecho bien e intentaba cargar él mismo, en la medida de lo
posible, con la responsabilidad de esos fracasos en las circunstancias
adversas. Se tiene de Churchill la imagen de alguien con un ingenio ácido,
incluso corrosivo. Seguro que era así en los debates parlamentarios
partidistas, pero de ninguna manera en lo que se trasluce de toda su actuación
en la guerra. Verdaderamente, impresiona esta faceta de su actuación.
4.
Aunque
son sólo pinceladas, me llama la atención el apoyo constante que recibió de su inteligente
y leal mujer, Clementine. Siempre estuvo incondicionalmente a su lado y le
acompañó en varios de sus viajes. Ella misma fue Presidenta del Fondo de Ayuda de
la Cruz Roja para Rusia y se distinguió en la ayuda que esta organización
prestó a los soldados soviéticos heridos. Recibió por ello, durante la guerra,
un homenaje en ese país. Tuvieron tres hijos, una de ellas fallecida a los dos
años. Aunque en sus memorias habla poco de sus dos hijos, Randolph y Sarah, lo
hace con inmenso cariño y aprecio. Randolph era, al parecer un joven
problemático. Pero en la guerra se alistó en las SAS (Special Air Services) una
unidad de comandos, y participó en una arriesgadísima operación en la que un
pequeño grupo entró en Bengasi con la intención de volar dos grandes barcos en
la bocana del puerto para inutilizarlo para el ejercito italo-alemán. La misión
fracasó por los pelos y los comandos pudieron regresar a su base con inmensas
dosis de astucia y valor. Pocos días después, en un accidente de coche resultó
muerto el comandante del comando y Randolph acabó con varias vértebras
aplastadas, lo que hizo que tuviese que abandonar el servicio activo. Jamás su
padre le ahorró trabajos ni riesgos en la guerra. Sarah, la hija de Churchill,
inteligente, testaruda y digna hija de su padre, se alistó nada más empezar la
guerra en las WAAF (Women’s Auxiliary Air Force), en el servicio de
inteligencia de fotografías aéreas. Aunque no participó en acciones directas de
guerra, sirvió eficientemente a su país en la guerra y también acompañó a su
padre en sus viajes a Teherán, Yalta y Potsdam.
5.
Probablemente
las dos decisiones más terribles que Churchill tuvo que tomar en la guerra, fuesen
el bombardeo de la flota francesa en el puerto de Orán y, naturalmente, el
lanzamiento de las dos bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, de los que
estos días hace 75 años. En ninguna de las dos tuvo dudas de lo que debía
hacer. Respecto a la primera, tras la rendición de Francia, pidió al gobierno francés,
antes de que se constituyese el títere de Vichy, que dejase que los buques de
guerra franceses fuesen remolcados a un puerto en el que se pudiese tener la
seguridad de que no se iban a hacer con ellos los alemanes. Ante la negativa, y
dado el riesgo de que los alemanes se hiciesen con la flota, avisó con
antelación el día y momento del bombardeo (también de esto hay comunicados
oficiales del momento). Los franceses no le creyeron y ni siquiera desalojaron
los barcos. En el día y hora señalados, la flota fue bombardeada y hundida en
el puerto de Orán o en un intento de salida de él. Se produjeron muchos muertos
entre los marineros franceses. Cuenta Churchill cómo, en una visita a Francia
tras el hecho –antes de la constitución del gobierno de Vichy–, fue aplaudido
por su decisión por patriotas franceses en un pueblo en el que se reunió con el
gobierno que se rindió a Alemania.
Respecto
a las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, prefiero citar textualmente a
Churchill en traducción personal.
“El
Presidente (Truman)
me invitó a conferenciar con él inmediatamente (En Potsdam). Estaban con
él el general Marshall y el almirante Leahy. Hasta ese momento nos habíamos hecho
a la idea de un asalto al territorio de Japón mediante un impresionante bombardeo
aéreo y la invasión con un enorme ejército. Contemplábamos la desesperada
resistencia de la lucha de los japoneses hasta la muerte, con espíritu Samurai,
no sólo en reñidas batallas, sino en cada bunker y trinchera. Tenía en mi mente
el espectáculo de la isla de Okinawa, donde muchos miles de japoneses, en vez
de rendirse, se habían posicionado en líneas y se habían destruido a sí mismos
con granadas de mano después de que sus líderes llevasen a cabo el rito del hara-kiri.
Doblegar la resistencia japonesa hombre a hombre y conquistar el país yarda a
yarda podría requerir la pérdida de un millón vidas americanas y la mitad de
ese número de británicas –o más si hubiésemos tenido tiempo para apoyarles con
más tropas: porque habíamos resuelto compartir la agonía. Ahora, este cuadro de
pesadilla se desvanecía. En su lugar, estaba la visión –recta y brillante, como
nos parecía– del final completo de la guerra con uno o dos violentos shocks. Pensé
inmediatamente para mí mismo cómo el pueblo japonés, cuyo coraje siempre había
admirado, podría encontrar en la aparición de este arma casi sobrenatural, una
excusa que salvase su honor y les liberase de su obligación de que muriese
hasta el último combatiente”.
“Más
aún, no necesitaríamos a los rusos. El final de la guerra con Japón ya no dependía
de la avalancha de sus ejércitos para la larga y sangrienta carnicería final.
No necesitábamos pedirles favores. […] La cadena de problemas en Europa podría
entonces abordarse por sus méritos y de acuerdo con los principios generales de
Naciones Unidas (cuya
carta se había pactado unos días antes en San Francisco). Súbitamente
sentimos que habíamos entrado en posesión de un piadoso acortamiento de la
carnicería en el Este y de unas perspectivas mucho más halagüeñas en Europa. No
tuve dudas de que esos pensamientos estaban también presentes en las mentes de
nuestros amigos americanos. En ningún caso hubo un momento de discusión sobre
si deberíamos usar la bomba atómica o no. Para evitar una inmensa e indefinida
masacre, para llevar la guerra a un final rápido, para dar paz al mundo, para
llevar manos que sanasen a sus gentes torturadas, la manifestación de un poder
sorprendente al coste de unas pocas explosiones, nos parecía, después de todos
nuestros esfuerzos y peligros un milagro de liberación”.
“El
consentimiento británico al uso del arma se dio, en principio, el 4 de Julio, antes
de que la prueba final se hubiese realizado (La prueba Trinity se llevó a cabo
el 16 de Julio de 1945, a las 5,30h de la mañana, en el desierto de Nuevo
México, en un lugar llamado “la jornada del muerto”). La decisión final,
ahora, estaba en las manos del Presidente Truman, que era el que tenía el arma;
pero nunca dudé de que así sería ni tuve nunca ninguna duda de que era la
decisión correcta. El hecho histórico permanece, y debe ser juzgado por la
posteridad que la decisión sobre si usar o no la bomba atómica para forzar la
rendición de Japón, nunca estuvo en cuestión. Fue un acuerdo unánime,
automático, incuestionado, alrededor de la mesa. Nunca oí la más mínima
sugerencia de que pudiera ser de otra manera”.
“La
fuerza aérea americana había preparado un inmenso asalto de bombardeo
convencional sobre la ciudades y puertos japoneses. Estos hubiesen,
ciertamente, sido destruidos en unas pocas semanas o meses y nadie podría decir
con qué pesadas pérdidas de vidas de la población civil. Pero ahora, usando
este nuevo artefacto podríamos, no solamente no destruir ciudades, sino salvar
vidas, tanto de amigos como de enemigos”.
[…]
“Japón
estaba sumida en el caos. Los diplomáticos profesionales estaban convencidos de
que sólo una rendición inmediata bajo la autoridad del Emperador podría salvar
al Japón de la completa desintegración, pero el poder estaba todavía
enteramente en las manos del pequeño círculo militar determinado a llevar a la
nación a un suicidio colectivo antes de aceptar la derrota. La terrible
destrucción a que se enfrentaban no impresionaba a la fanática jerarquía que
continuaba profesando la creencia en algún inesperado milagro que volviese las
tornas a su favor”.
[…]
“Eventualmente,
se decidió mandar un ultimátum llamando a una rendición incondicional de las
fuerzas armadas del Japón. Este documento se publicó el 26 de Julio”.
No
transcribo aquí íntegro el largo documento, pero hay algunos puntos que no
puedo dejar de señalar:
“4.
Ha llegado el momento para Japón, decidir si continuar controlados por estos
autoimpuestos consejeros militaristas cuyos erróneos y estúpidos cálculos han
llevado al Imperio del Japón al umbral de la aniquilación, o si seguir el
camino de la razón”.
Vienen
a continuación los términos impuestos por los aliados para la rendición.
“10.
No pretendemos que el Japón sea esclavizado como raza ni destruido como nación,
pero se aplicará una severa justicia a todos los criminales de guerra […] Deberán
establecerse los derechos humanos de libertad de expresión, religión y
pensamiento”.
“11.
Se permitirá al Japón mantener sus industrias para sustentar su economía […]
pero no aquellas que le permitan rearmarse para la guerra”.
“12.
Las fuerzas de ocupación aliadas se retirarán del Japón tan pronto como se
hayan logrado estos objetivos y se haya establecido, de acuerdo con la
voluntad, libremente expresada del pueblo japonés, un gobierno responsable e
inclinado a la paz”.
“13.
[…] La alternativa para el Japón es la completa y absoluta destrucción”.
“Estos
términos fueron rechazados por los dirigentes militares japoneses y la Fuerza
Aérea de los EEUU hizo sus planes para dejar caer una bomba atómica en
Hiroshima y otra en Nagasaki”.
“Acordamos
dar todas las posibilidades a los habitantes. Se desarrolló un detallado
proceso. Para minimizar la pérdida de vidas. Once ciudades japonesas fueron
avisadas el 27 de Junio, mediante el lanzamiento de panfletos, de que serían
sometidas a un intenso bombardeo. En los siguientes días, seis de ellas fueron atacadas.
El 31 de Julio se avisó a otras doce ciudades y cuatro de ellas fueron
bombardeadas el 1 de Agosto. El último aviso se dio el 5 de Agosto. Para
entonces, se habían dejado caer un millón y medio de panfletos cada día y tres
millones de copias del ultimátum. La primera bomba se lanzó el 6 de Agosto”.
[…]
“El
9 de Agosto siguió una segunda bomba, esta vez sobre la ciudad de Nagasaki. Al
día siguiente, a pesar de una insurrección de algunos militares extremistas, el
gobierno japonés acordó aceptar el ultimátum, siempre y cuando esto no
supusiese un perjuicio para la prerrogativa del Emperador como el dirigente soberano.
Los Gobiernos Aliados, Francia incluida, replicaron que el emperador estaría
sujeto al Mando Supremo de las Fuerzas Aliadas, que debería autorizar y
asegurar la firma de la rendición y que las fuerzas armadas de los Aliados
permanecerían en Japón hasta que los propósitos establecidos en Potsdam se
cumpliesen. Estos términos fueron aceptados el 14 de Agosto y Mr. Attlee (el sucesor de
Churchill como Primer Ministro) difundió la noticia a medianoche”.
He
querido alargarme en esta cita textual para decir que le pido a Dios que jamás
en mi vida me vea enfrentado a semejantes decisiones, pero que, si por
desgracia me encontrase en esa situación, actuaría en esas dos decisiones, como
actuó Churchill. Tal vez el mismo pacifismo que permitió que tuviese lugar la
inmensa tragedia de la II Guerra Mundial, redivivo hoy, hubiese preferido
prolongar la guerra un año a costa de millones de muertos americanos,
británicos, rusos, australianos, canadienses, neozelandeses, indios, franceses,
italianos, polacos, etc., amén de japoneses y de la absoluta destrucción del
Japón, que hoy es una gran potencia económica. Es difícil encontrar en la
Historia un comportamiento tan noble y ejemplar como el de los EEUU de
Norteamérica con Japón tras la II Guerra Mundial. Todas y cada una de sus
promesas fueron escrupulosamente cumplidas. Creo que el General MacArthur
merece también un reconocimiento por ello. Y pudieron ser cumplidas gracias a
que la bomba atómica evitó que Japón fuese arrasado.
En
resumen, creo que si ha habido una guerra justa en la historia de la humanidad,
esa ha sido la II Guerra Mundial, que si se hubiese hecho caso a Churchill en
los años 30 del siglo pasado, se hubiese podido evitar, que la Providencia
situó al frente de esa guerra justa al que probablemente era el único ser
humano capaz de ganarla, que yo, si hubiese estado en esa situación, hubiese
tomado sus mismas decisiones, si hubiese tenido agallas para ello, cosa harto dudosa.
Que si el Presidente Truman le hubiese secundado en Potsdam, Europa y el mundo
se habrían ahorrado una inmensa parte de la tragedia que el comunismo ha sido
para la humanidad. Tristemente, esto no pudo ser. En definitiva, tras leer
estas memorias profeso una admiración y un agradecimiento casi ilimitado por
Winston Churchill.
Y,
por supuesto, recomiendo que, con paciencia y poco a poco, os adentréis en la
proeza intelectual de leer estas memorias. Merece la pena.