9 de febrero de 2021

La oración de todas las cosas. 14 A mi mesa

 XIV. SUPER MENSAM MEAM

 A mi mesa

Pierre Charles S.J.

 Hay siempre un peligro latente que acecha al creyente cuando se pone a reflexionar: el de considerar el misterio como un problema y el objeto de la fe como una doctrina. Porque el objeto de la fe es más que una doctrina: es una realidad, y el misterio es más que un problema: es un hechizo. Una doctrina sólo pide ser bien comprendida; un problema sólo necesita una solución. Después de lo cual todo se ha acabado y podemos pasar a otro ejercicio. Pero una realidad, una cosa, no ha dicho nunca su última palabra; y para que un misterio no degenere en simple problema, para que Dios sea otra cosa que una esfinge que propone enigmas, es necesario que la inmensidad de la revelación no sea nunca enteramente prisionera de nuestras fórmulas indigentes: quia mayor omni laude.

 Encuentro hoy en tu Evangelio esta frase sorprendente, Señor, por la cual Tú nos describes el cielo que todos esperamos y que nuestro pensamiento intenta comprender anticipadamente. Se nos ha repetido con tanta frecuencia este viejo axioma un poco cojo: ignoti nulla cupido: no se desea lo que no se conoce, que hemos sacado con toda naturalidad esta conclusión; cuanto más se conoce más se desea, y nos hemos esforzado en penetrar el misterio del cielo para estimular por adelantado nuestro deseo de alcanzarlo. Hemos construido sobre este punto muy bellas teorías. Hemos explicado y probado que la felicidad del cielo estriba en una visión beatífica, acompañada de una luz de gloria; y que esta visión tenía por objeto, Señor, tu esencia divina misma, sin medium quod ni medium in quo, aunque sobre el segundo término algunos teólogos hayan formulado sutiles reservas. Se ha añadido además, que en tu esencia eterna podríamos contemplar los “posibles” que en ella tienen su razón ontológica; y que este espectáculo tendría con qué embelesarnos toda la eternidad. Son teorías bien labradas, y en el fondo muy exactas. Pero, ¿por qué me dejan tan frío? Me costaría bastante trabajo corregirme de un mal defecto por el solo motivo que este esfuerzo me permitirá contemplar una multitud mayor de posibles durante la eternidad. Me parece que les falta algo a estas demostraciones. Tal vez no son más que correctas; algo así como la respuesta precisa del observatorio que anuncia la salida del sol a las 5, 57 h. Es muy verdadero lo que dice el observatorio, pero una aurora es infinitamente más que una fórmula astronómica.

 Pensando en tales cosas elementales encontré en el Evangelio tu frase sorprendente. Nos dijisteis que el cielo era una gran mesa, donde todos estaríamos sentados contigo, bebiendo el vino del Padre y conversando como amigos. Esto, Señor, es poesía; lo cual no quiere decir fantasía. Es una fórmula que no contradice las sabias conclusiones de nuestra teología, pero que las rebasa por todas partes. ¡Esta reunión a tu mesa eterna, a la que todos estamos invitados, y que es el término definitivo! Los espíritus que se creen muy fuertes son libres de declarar que ésas imaginaciones son muy populares y que una mesa, con los comensales en torno, no es conforme a las exigencias del pensamiento filosófico. El Espíritu Santo que el día de mi bautismo infundió, sin yo saberlo, la fe en mi corazón, me permite encantarme con la música de tu revelación y abandonarme al esplendor inmenso de tu misterio. Porque tus palabras eran verdaderamente reveladoras, al decir que la dicha del cielo sería la de una mesa de familia. Me toca a mi poner acorde mi pensamiento con ellas, en vez de reducirlas a la indigencia de unas abstracciones.

 ¡La mesa de familia! No debo ir muy lejos para que evoque mis mejores recuerdos. Cada día encuentro la mesa de la comida en común. Podría hacerme degustar con anticipación la dicha de los paraísos eternos. Tú no estarás sentado en un trono lejano. ¿Tendrías aún necesidad, en medio de tus elegidos, de desplegar magnificencias solitarias? ¿No estás a nuestro alcance y casi a nuestro capricho en tu Cena eucarística, en la mesa de la Comunión? ¿Y no es ella, como Tú dijiste, el preludio del festín celeste? Con esta óptica deseo mirarte. Tu cielo no es solamente una gran sala de espectáculos; es un comedor. En una sala de espectáculos, los vecinos no cuentan y los sitios vacíos no estorban a nadie. No se está allí en compañía, y la conversación no es allí corriente. En la mesa, por el contrario, las miradas se cruzan, las preguntas y las bromas se intercambian, la alegría de cada uno es para todos, y la alegría de todos es para cada uno. Tu cielo es una hospitalidad; es una fiesta. Peor para nosotros si no conseguimos encerrar en fórmulas filosóficas este misterio de sencillez divina. La razón nunca llega a comprender bien las fiestas. Las traduce en ceremonias decentes y esta pobre traducción ha dejado de lado la alegría, que es el alma de toda fiesta. Amo la poesía de tu frase, Señor; amo esta mesa donde la Virgen María está sentada conmigo, donde vuelvo a ver al viejo San Pedro y donde San Francisco de Asís conserva su sonrisa; esta mesa donde tu mirada complaciente reúne a todos tus amigos y donde ni la fatiga ni la saciedad vierten su crepúsculo; sabbati sine vespera.

 Los hombres han presentido el misterio del convivium. Haber comido juntos a la misma mesa significa para ellos una especie de alianza misteriosa; y los invitados a comer no pueden ya considerarse como extranjeros. Yo quisiera que la mesa fuera para mi pensamiento vagabundo, no una distracción, sino una promesa divina. Nosotros, los cristianos, rezamos juntos antes de sentarnos a la mesa... La mesa es algo como un objeto de culto; y yo he visto en los ojos de los pobres, lágrimas de reconocimiento y de alegría, porque había aceptado gustoso sentarme a su mesa y ser como uno de su familia. Nos honramos mutuamente invitándonos y correspondiendo a la invitación. Tu mesa celeste con todos sus comensales, es tu honor. La creación entera no es más que la preparación laboriosa. Y para tus escogidos, el honor eterno consiste en haber sido invitados ad regias agni dapes; consiste en saber que estando en tu casa para siempre, están verdaderamente en la suya. Desde Caná, y desde Simón el leproso, y desde Betania y desde el Canáculo hasta el pequeño pueblo de Emaús, has multiplicado las señales, y todas me advierten que son el símbolo del Paraíso.

 

 

                                                ***

 

Al leer esta “oración de todas las cosas” sobre la mesa del cielo, ha sido imposible que no se me viniese a la cabeza varios fragmentos de mi libro “La victoria del sol” donde se describen la vida de una familia, que bien pudiera ser la mía, la de hace ya años, cuando mis hijos eran todavía solteros y tenían entre 18 y y años. ¡Realmente, el cielo se tiene que parecer a una mesa de familia! Transcribo esos fragmentos.

 

 

 Por fin, nos sentamos a la mesa. La situación de cada uno en la mesa de comedor era un indicio inequívoco de la estructura jerárquica doméstica. Mi madre presidiendo. A su derecha, mi padre, que hacía mucho que sabía quién mandaba en casa. Su autoridad se había mantenido únicamente en salvaguardar el principio de que no hubiera perro en casa. Ya hay suficientes seres vivos bajo mi responsabilidad– decía. Después, hacia la derecha, cada uno de los hermanos por orden riguroso de edad. Carlos, Luisa, Pepe, yo, Pablo y Lucía. La rigurosidad del orden no residía en ningún protocolo ni código. Era simplemente el orden en que nos íbamos sirviendo.

Dicen que todos tenemos un sexto sentido que nos alerta si alguien nos está mirando fijamente, aunque se encuentre a nuestra espalda. No sé si esto será cierto para el resto de los mortales, pero es una realidad indiscutible en la familia Atienza. Cada uno sentía clavados sobre él los ojos de los que iban detrás en el turno de servirse. Sobre todo cuando lo que circulaba era la fuente de las patatas fritas. Estaba terminantemente prohibido expresar en voz alta ningún tipo de disconformidad sobre la cantidad que se servía cada uno. Sin embargo, ningún poder de este mundo hubiese podido evitar el tumulto de carraspeos incontenibles que se producía si, a juicio de “la mesa”, alguno se extralimitaba en lo que se servía. “La mesa” era una inteligencia independiente de los comensales, especialmente dotada para calcular a velocidades vertiginosas la ración justa que le correspondía a cada uno. Ni mi padre se libraba del implacable control de “la mesa”. La conversación, generalmente animada y, a veces, hasta divertida, quedaba bruscamente interrumpida al hacer su aparición Julius, el marido de Violeta, con la fuente. La tensión podía palparse en el ambiente. Era como ese silencio tenso que siempre precede al ataque de los indios en los “westerns”. A veces, mi madre, que era extremadamente parca en lo que se servía, cometía el horrible crimen de servir a Lucía, que por ser la pequeña y, por tanto, la última, estaba situada a su izquierda. El estrépito era entonces ensordecedor y solía terminar con el llanto desconsolado de Lucía que por aquel entonces tenía siete años y era especialista en llorar ruidosamente con razón o sin ella. No me gustaría que se me entendiese mal. No era que las cantidades fueran escasas. No. Podía haber comida para un regimiento. Sin embargo, nunca en mi recuerdo ha existido el día en que sobrase algo.

Otra batalla librada implacablemente era la del pan. El hecho más deshonroso que podía ocurrirte durante la comida era que alguien que se había terminado el suyo, se adueñase del tuyo. Era un asunto absurdo, porque el pan no estaba tasado. Si se te acababa, en seguida Julius te traía más. Pero quitárselo al de al lado era como si fuese una aventura cinegética. A ningún cazador le haría gracia que una empresa especializada en conseguir cuernas de venado le trajese una medalla de oro para colgar encima de la chimenea. La gracia estaba en cazarlo. Lo mismo ocurría con el pan. Lo suyo era cogérselo al de al lado y que fuera éste el que tuviera que pedirlo. Todos desarrollamos técnicas depuradísimas para evitar semejante oprobio. Mi hermano Carlos, que tenía unas manos enormes era capaz de usar con enorme destreza los cubiertos para sacar un suculento bocado de, digamos una perdiz, mientras con el dedo meñique de la mano izquierda sujetaba firmemente el pan. Esto llegó a ser en él un reflejo condicionado. Recuerdo, muchos años más tarde, una comida importante del Círculo de Empresarios del que él era miembro activo. Estaba invitado el Presidente de la Comisión Europea y la televisión dedicó unos minutos a informar de ese almuerzo. No pude reprimir una sonrisa al ver en las noticias de la noche como, durante tan importante comida, Carlos usaba el dedo meñique para la función en la que lo había entrenado durante tantos años. Si Paulov levantara la cabeza se sentiría satisfecho.

Pero fuera del crítico momento de servirse, y de la lucha por la propiedad del pan, la hora de la comida era un momento agradable. No sólo por los guisos de Violeta, que era una excelente cocinera, sino por el ambiente. El tema era lo de menos. Podía hablarse del programa del concierto del viernes o de la broma que le habían gastado a un profesor en el colegio, del estilo del pórtico de la catedral de Santiago o de la tajada que se agarró un amigo la noche anterior, de la mar y de sus peces, de lo humano y lo divino. Podía ser una conversación profunda o frívola, humorística o didáctica, pero siempre era acalorada y casi siempre entretenida. Ya se hablase de la muda del caparazón del cangrejo del ártico o del cultivo de la zanahoria en la Patagonia occidental, cada uno expresaba su opinión como si la vida le fuese en el hecho de que sus puntos de vista prevaleciesen. Rara vez, sin embargo, la discusión llegaba a la virulencia. Mi madre solía participar más activamente en las discusiones. Mi padre se mantenía un poco más al margen. Visto ahora, con la perspectiva de los años, me parece que disfrutaba del espectáculo. Creo que se veía un poco como un patriarca. Apostaría a que en ese momento le invadía un sentimiento de satisfacción que compensaba los momentos de desasosiego que frecuentemente le producía la responsabilidad de la familia. Sin ser pesimista, sentía una cierta angustia, compensada por el optimismo desbordante de mi madre. El recuerdo de aquellas comidas de los sábados me produce siempre una cálida y grata nostalgia. Una buena parte de las pilas que he necesitado para funcionar por la vida se han cargado en momentos como esos.

 

 

 

 

 

El desayuno de los domingos era también un momento agradable. Los momentos agradables de los Atienza ocurrían entonces, y siguen ocurriendo ahora, alrededor de una mesa de comedor. La variedad de las cosas que se podían desayunar era enorme. Zumo de naranja recién hecho, café, leche, fría y caliente, o chocolate como líquidos. Rebanadas de pan tostado, aceite de oliva virgen, tomate en rodajas, gran variedad de frutas, tropicales incluidas, cereales o muesli como sólidos. Nada de huevos ni de mantequilla. La dieta rica en fibra y baja en colesterol era una manía de mi madre que todos celebrábamos. Con tan variados manjares no era extraño que el desayuno se prolongase a veces durante largo tiempo. En este ambiente mis padres intentaban averiguar las andanzas de aquellos de mis hermanos que habían salido la noche anterior. Se comentaba con quién habían estado o cuál había sido el recorrido de cada uno por los distintos sitios de copas de Madrid. Muchos sábados mis padres nos llevaban a los pequeños, y a los mayores que se apuntasen, al cine. En esos casos se comentaba la película del día anterior. Todo, entre mordisco y mordisco a la rebanada de pan con aceite y tomate o en el tercer zumo o atacando el segundo mango.

 

 

 

 

 

La comida del domingo era totalmente diferente a la del sábado, no sólo en la hora, sino también en otras muchas cosas. Para empezar en los comensales. Ese día, la mesa se ponía para diez en vez de ocho. Lo que no se sabía era para quién. A lo largo de la mañana se producía una intensa movida en la que unos se iban a comer a casa de amigos, mientras que otros invitaban a varios. Nadie coordinaba esta movida pero otra vez, la inteligencia autónoma de “la mesa” se las arreglaba para que la suma total de comensales nunca fuese superior a diez. Podía equivocarse por defecto, para gran regocijo de los que se quedaban, que tocaban a más. Pero nunca por exceso. El ambiente podía ser diferente o no al de los sábados, según quienes fueran los invitados. Si había alguien que viniese por primera vez, todos nos comportábamos con una gran circunspección y cortesía. La conversación solía recaer sobre cosas que pudieran interesar al invitado. Previamente, mi madre le hacía la ficha, mediante las preguntas de rigor. Eso sí, éstas eran formuladas de forma que no resultasen demasiado molestas para él. El orden de servirse respondía a lo que mi madre llamaba con sorna “el protocolo hispano borgoñón”. Primero se servía mi madre, después mi padre. A continuación venían los invitados, de menor a mayor grado de confianza según criterio de Julius y luego nosotros, pero no en el orden de los sábados. Primero las niñas, de mayor a menor y luego los chicos, según el mismo criterio. No había toses ni carraspeos. Parecíamos gente casi normal.

 Pero si el incauto invitado iba tomando la costumbre de dejarse caer por casa de forma habitual los domingos, empezaba a notar sutiles cambios en el ambiente. Hacia la tercera o cuarta vez, mi hermano Carlos le soltaba, justo cuando estaba a punto de tragar un bocado, algo así como - ¿Qué pasa contigo? ¿Te vas a hacer el gorrón fijo de los domingos? – a lo que seguía un indignado - ¡Carlos, por favor! – de mi madre acompañado de las risas ahogadas del resto de mis hermanos. No se interprete mal. Mi hermano Carlos era, es, una de las personas más simpáticas y joviales que he conocido en mi vida. No lo hacía para ponerse borde. Era como una especie de rito iniciático por el que tenía que pasar el invitado si quería hacerse asiduo. La recepción que “la mesa” le diese en veces sucesivas, si las había, dependía de cómo superase las diversas pruebas, siempre improvisadas, que componían el rito. Una de las personas que mejor pasó la iniciación en toda su historia fue Elisa Martínez[1], de la que ya he hablado antes. Pero, claro, ella estaba ya entrenada.

 El rito iniciático no era siempre el mismo, no había normas sobre como había que comportarse para superarlo y no había veredicto. Simplemente, “la mesa” sabía si el invitado lo había pasado o no. Si no se superaba, solía ser corriente ver cada vez menos a ese amigo. No por alguna causa conocida. Nadie era descortés con él. Al contrario, solía ser saludado con sincera amabilidad las contadas veces que volvía a venir. Simplemente iba desapareciendo poco a poco de escena. Aunque alguna vez había habido una segunda oportunidad, esto era algo realmente excepcional. Si superaba el rito iniciático, el candidato era admitido a la jungla y, a partir de ese día, dejaba de contar como invitado de compromiso para veces sucesivas. Más adelante se desarrollaron variantes más sutiles de la prueba iniciática que era despiadadamente aplicada a novios y novias. Alguno de mis hermanos rompió su relación con su novia por culpa de esto, pero años más tarde tuvo que reconocer que había sido para bien. La inteligencia anónima de “la mesa” ha jugado un papel importante en mi vida y la de mis hermanos.

 Si todos los invitados eran de los iniciados, la comida se parecía bastante a la del sábado excepto en el orden que seguía siendo el del protocolo “hispano borgoñón” versión Marta Usabiaga, que era mi madre.



[1] El entrenamiento a la “iniciación” de Elisa Martínez:

 Mi padre solía llamar Martínez a Carlos desde que nació. Debía ser por aquello del patronímico, ya que él se llamaba Martín. La gente solía quedarse muy extrañada cuando le oía llamarle así, y más de una vez este apelativo había dado lugar a situaciones curiosas. Me acuerdo un día que Carlos vino a casa por la tarde con una amiga suya a coger algo de dinero antes de salir para invitarla a cenar. Mi padre le oyó llegar y tenía algo que decirle. Carlos se había ido a su cuarto a buscar el dinero y eso hizo que no se encontrasen a la primera. Sin saber que estaba en el cuarto de estar la amiga de Carlos, empezó a buscarle de su forma característica, es decir, recorriendo toda la casa vociferando: “¡Martíneeeeez!”. De repente, al acercarse al cuarto de estar, oyó una tímida voz que decía: “Sí, aquí estoy”. Era la amiga de Carlos que se apellidaba así. Nunca había estado en mi casa ni conocía a nadie más de la familia y debió quedarse espantada cuando se oía llamar a gritos por su apellido por un energúmeno. Cuando mi padre entró en el cuarto de estar se quedó de piedra, pero no más que la pobre chica. –Hola, soy Elisa Martínez,- dijo con un hilo de voz apenas audible. En ese momento apareció Carlos, que muerto de risa le explico a su amiga las razones de tan peculiar situación. Debió pensar que mi padre estaba completamente chiflado. Luego llegó a ser una muy buena amiga de mi hermano, venía a casa con bastante frecuencia y hasta llegó a entender las extrañas cosas de mi padre con el que llegó a tener también bastante amistad.

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