XIV. SUPER MENSAM MEAM
A
mi mesa
Pierre Charles S.J.
Hay siempre un peligro latente
que acecha al creyente cuando se pone a reflexionar: el de considerar el
misterio como un problema y el objeto de la fe como una doctrina. Porque el
objeto de la fe es más que una doctrina: es una realidad, y el misterio es más
que un problema: es un hechizo. Una doctrina sólo pide ser bien comprendida; un
problema sólo necesita una solución. Después de lo cual todo se ha acabado y
podemos pasar a otro ejercicio. Pero una realidad, una cosa, no ha dicho nunca
su última palabra; y para que un misterio no degenere en simple problema, para
que Dios sea otra cosa que una esfinge que propone enigmas, es necesario que la
inmensidad de la revelación no sea nunca enteramente prisionera de nuestras
fórmulas indigentes: quia mayor omni laude.
Encuentro hoy en tu Evangelio
esta frase sorprendente, Señor, por la cual Tú nos describes el cielo que todos
esperamos y que nuestro pensamiento intenta comprender anticipadamente. Se nos
ha repetido con tanta frecuencia este viejo axioma un poco cojo: ignoti
nulla cupido: no se desea lo que no se conoce, que hemos sacado con toda
naturalidad esta conclusión; cuanto más se conoce más se desea, y nos hemos
esforzado en penetrar el misterio del cielo para estimular por adelantado
nuestro deseo de alcanzarlo. Hemos construido sobre este punto muy bellas
teorías. Hemos explicado y probado que la felicidad del cielo estriba en una
visión beatífica, acompañada de una luz de gloria; y que esta visión tenía por
objeto, Señor, tu esencia divina misma, sin medium quod ni medium in
quo, aunque sobre el segundo término algunos teólogos hayan formulado
sutiles reservas. Se ha añadido además, que en tu esencia eterna podríamos contemplar
los “posibles” que en ella tienen su razón ontológica; y que este espectáculo
tendría con qué embelesarnos toda la eternidad. Son teorías bien labradas, y en
el fondo muy exactas. Pero, ¿por qué me dejan tan frío? Me costaría bastante
trabajo corregirme de un mal defecto por el solo motivo que este esfuerzo me
permitirá contemplar una multitud mayor de posibles durante la eternidad. Me
parece que les falta algo a estas demostraciones. Tal vez no son más que
correctas; algo así como la respuesta precisa del observatorio que anuncia la
salida del sol a las 5, 57 h. Es muy verdadero lo que dice el observatorio,
pero una aurora es infinitamente más que una fórmula astronómica.
Pensando en tales cosas
elementales encontré en el Evangelio tu frase sorprendente. Nos dijisteis que
el cielo era una gran mesa, donde todos estaríamos sentados contigo, bebiendo
el vino del Padre y conversando como amigos. Esto, Señor, es poesía; lo cual no
quiere decir fantasía. Es una fórmula que no contradice las sabias conclusiones
de nuestra teología, pero que las rebasa por todas partes. ¡Esta reunión a tu
mesa eterna, a la que todos estamos invitados, y que es el término definitivo!
Los espíritus que se creen muy fuertes son libres de declarar que ésas
imaginaciones son muy populares y que una mesa, con los comensales en torno, no
es conforme a las exigencias del pensamiento filosófico. El Espíritu Santo que
el día de mi bautismo infundió, sin yo saberlo, la fe en mi corazón, me permite
encantarme con la música de tu revelación y abandonarme al esplendor inmenso de
tu misterio. Porque tus palabras eran verdaderamente reveladoras, al decir que
la dicha del cielo sería la de una mesa de familia. Me toca a mi poner acorde
mi pensamiento con ellas, en vez de reducirlas a la indigencia de unas
abstracciones.
¡La mesa de familia! No debo
ir muy lejos para que evoque mis mejores recuerdos. Cada día encuentro la mesa
de la comida en común. Podría hacerme degustar con anticipación la dicha de los
paraísos eternos. Tú no estarás sentado en un trono lejano. ¿Tendrías aún
necesidad, en medio de tus elegidos, de desplegar magnificencias solitarias?
¿No estás a nuestro alcance y casi a nuestro capricho en tu Cena eucarística,
en la mesa de la Comunión? ¿Y no es ella, como Tú dijiste, el preludio del
festín celeste? Con esta óptica deseo mirarte. Tu cielo no es solamente una
gran sala de espectáculos; es un comedor. En una sala de espectáculos, los
vecinos no cuentan y los sitios vacíos no estorban a nadie. No se está allí en
compañía, y la conversación no es allí corriente. En la mesa, por el contrario,
las miradas se cruzan, las preguntas y las bromas se intercambian, la alegría
de cada uno es para todos, y la alegría de todos es para cada uno. Tu cielo es
una hospitalidad; es una fiesta. Peor para nosotros si no conseguimos encerrar
en fórmulas filosóficas este misterio de sencillez divina. La razón nunca llega
a comprender bien las fiestas. Las traduce en ceremonias decentes y esta pobre
traducción ha dejado de lado la alegría, que es el alma de toda fiesta. Amo la
poesía de tu frase, Señor; amo esta mesa donde la Virgen María está sentada
conmigo, donde vuelvo a ver al viejo San Pedro y donde San Francisco de Asís
conserva su sonrisa; esta mesa donde tu mirada complaciente reúne a todos tus
amigos y donde ni la fatiga ni la saciedad vierten su crepúsculo; sabbati
sine vespera.
Los hombres han presentido el
misterio del convivium. Haber comido juntos a la misma mesa significa
para ellos una especie de alianza misteriosa; y los invitados a comer no pueden
ya considerarse como extranjeros. Yo quisiera que la mesa fuera para mi
pensamiento vagabundo, no una distracción, sino una promesa divina. Nosotros,
los cristianos, rezamos juntos antes de sentarnos a la mesa... La mesa es algo
como un objeto de culto; y yo he visto en los ojos de los pobres, lágrimas de
reconocimiento y de alegría, porque había aceptado gustoso sentarme a su mesa y
ser como uno de su familia. Nos honramos mutuamente invitándonos y correspondiendo
a la invitación. Tu mesa celeste con todos sus comensales, es tu honor. La
creación entera no es más que la preparación laboriosa. Y para tus escogidos,
el honor eterno consiste en haber sido invitados ad regias agni dapes;
consiste en saber que estando en tu casa para siempre, están verdaderamente en
la suya. Desde Caná, y desde Simón el leproso, y desde Betania y desde el
Canáculo hasta el pequeño pueblo de Emaús, has multiplicado las señales, y
todas me advierten que son el símbolo del Paraíso.
***
Al leer esta “oración de todas
las cosas” sobre la mesa del cielo, ha sido imposible que no se me viniese a la
cabeza varios fragmentos de mi libro “La victoria del sol” donde se describen
la vida de una familia, que bien pudiera ser la mía, la de hace ya años, cuando
mis hijos eran todavía solteros y tenían entre 18 y y años. ¡Realmente, el
cielo se tiene que parecer a una mesa de familia! Transcribo esos fragmentos.
Por fin, nos sentamos a la mesa. La situación de cada uno en
la mesa de comedor era un indicio inequívoco de la estructura jerárquica
doméstica. Mi madre presidiendo. A su derecha, mi padre, que hacía mucho que
sabía quién mandaba en casa. Su autoridad se había mantenido únicamente en
salvaguardar el principio de que no hubiera perro en casa. Ya hay suficientes
seres vivos bajo mi responsabilidad– decía. Después, hacia la derecha, cada uno
de los hermanos por orden riguroso de edad. Carlos, Luisa, Pepe, yo, Pablo y
Lucía. La rigurosidad del orden no residía en ningún protocolo ni código. Era
simplemente el orden en que nos íbamos sirviendo.
Dicen que todos tenemos un sexto sentido que nos alerta si
alguien nos está mirando fijamente, aunque se encuentre a nuestra espalda. No
sé si esto será cierto para el resto de los mortales, pero es una realidad
indiscutible en la familia Atienza. Cada uno sentía clavados sobre él los ojos
de los que iban detrás en el turno de servirse. Sobre todo cuando lo que
circulaba era la fuente de las patatas fritas. Estaba terminantemente prohibido
expresar en voz alta ningún tipo de disconformidad sobre la cantidad que se
servía cada uno. Sin embargo, ningún poder de este mundo hubiese podido evitar
el tumulto de carraspeos incontenibles que se producía si, a juicio de “la
mesa”, alguno se extralimitaba en lo que se servía. “La mesa” era una
inteligencia independiente de los comensales, especialmente dotada para
calcular a velocidades vertiginosas la ración justa que le correspondía a cada
uno. Ni mi padre se libraba del implacable control de “la mesa”. La conversación,
generalmente animada y, a veces, hasta divertida, quedaba bruscamente
interrumpida al hacer su aparición Julius, el marido de Violeta, con la fuente.
La tensión podía palparse en el ambiente. Era como ese silencio tenso que
siempre precede al ataque de los indios en los “westerns”. A veces, mi madre,
que era extremadamente parca en lo que se servía, cometía el horrible crimen de
servir a Lucía, que por ser la pequeña y, por tanto, la última, estaba situada
a su izquierda. El estrépito era entonces ensordecedor y solía terminar con el
llanto desconsolado de Lucía que por aquel entonces tenía siete años y era
especialista en llorar ruidosamente con razón o sin ella. No me gustaría que se
me entendiese mal. No era que las cantidades fueran escasas. No. Podía haber
comida para un regimiento. Sin embargo, nunca en mi recuerdo ha existido el día
en que sobrase algo.
Otra batalla librada implacablemente era la del pan. El
hecho más deshonroso que podía ocurrirte durante la comida era que alguien que
se había terminado el suyo, se adueñase del tuyo. Era un asunto absurdo, porque
el pan no estaba tasado. Si se te acababa, en seguida Julius te traía más. Pero
quitárselo al de al lado era como si fuese una aventura cinegética. A ningún
cazador le haría gracia que una empresa especializada en conseguir cuernas de
venado le trajese una medalla de oro para colgar encima de la chimenea. La
gracia estaba en cazarlo. Lo mismo ocurría con el pan. Lo suyo era cogérselo al
de al lado y que fuera éste el que tuviera que pedirlo. Todos desarrollamos
técnicas depuradísimas para evitar semejante oprobio. Mi hermano Carlos, que
tenía unas manos enormes era capaz de usar con enorme destreza los cubiertos
para sacar un suculento bocado de, digamos una perdiz, mientras con el dedo
meñique de la mano izquierda sujetaba firmemente el pan. Esto llegó a ser en él
un reflejo condicionado. Recuerdo, muchos años más tarde, una comida importante
del Círculo de Empresarios del que él era miembro activo. Estaba invitado el
Presidente de la Comisión Europea y la televisión dedicó unos minutos a
informar de ese almuerzo. No pude reprimir una sonrisa al ver en las noticias
de la noche como, durante tan importante comida, Carlos usaba el dedo meñique
para la función en la que lo había entrenado durante tantos años. Si Paulov
levantara la cabeza se sentiría satisfecho.
Pero fuera del crítico momento de servirse, y de la lucha
por la propiedad del pan, la hora de la comida era un momento agradable. No
sólo por los guisos de Violeta, que era una excelente cocinera, sino por el
ambiente. El tema era lo de menos. Podía hablarse del programa del concierto
del viernes o de la broma que le habían gastado a un profesor en el colegio,
del estilo del pórtico de la catedral de Santiago o de la tajada que se agarró
un amigo la noche anterior, de la mar y de sus peces, de lo humano y lo divino.
Podía ser una conversación profunda o frívola, humorística o didáctica, pero
siempre era acalorada y casi siempre entretenida. Ya se hablase de la muda del
caparazón del cangrejo del ártico o del cultivo de la zanahoria en la Patagonia
occidental, cada uno expresaba su opinión como si la vida le fuese en el hecho
de que sus puntos de vista prevaleciesen. Rara vez, sin embargo, la discusión
llegaba a la virulencia. Mi madre solía participar más activamente en las
discusiones. Mi padre se mantenía un poco más al margen. Visto ahora, con la
perspectiva de los años, me parece que disfrutaba del espectáculo. Creo que se
veía un poco como un patriarca. Apostaría a que en ese momento le invadía un
sentimiento de satisfacción que compensaba los momentos de desasosiego que
frecuentemente le producía la responsabilidad de la familia. Sin ser pesimista,
sentía una cierta angustia, compensada por el optimismo desbordante de mi
madre. El recuerdo de aquellas comidas de los sábados me produce siempre una
cálida y grata nostalgia. Una buena parte de las pilas que he necesitado para
funcionar por la vida se han cargado en momentos como esos.
El desayuno
de los domingos era también un momento agradable. Los momentos agradables de
los Atienza ocurrían entonces, y siguen ocurriendo ahora, alrededor de una mesa
de comedor. La variedad de las cosas que se podían desayunar era enorme. Zumo
de naranja recién hecho, café, leche, fría y caliente, o chocolate como
líquidos. Rebanadas de pan tostado, aceite de oliva virgen, tomate en rodajas,
gran variedad de frutas, tropicales incluidas, cereales o muesli como sólidos.
Nada de huevos ni de mantequilla. La dieta rica en fibra y baja en colesterol
era una manía de mi madre que todos celebrábamos. Con tan variados manjares no
era extraño que el desayuno se prolongase a veces durante largo tiempo. En este
ambiente mis padres intentaban averiguar las andanzas de aquellos de mis
hermanos que habían salido la noche anterior. Se comentaba con quién habían
estado o cuál había sido el recorrido de cada uno por los distintos sitios de
copas de Madrid. Muchos sábados mis padres nos llevaban a los pequeños, y a los
mayores que se apuntasen, al cine. En esos casos se comentaba la película del
día anterior. Todo, entre mordisco y mordisco a la rebanada de pan con aceite y
tomate o en el tercer zumo o atacando el segundo mango.
La comida
del domingo era totalmente diferente a la del sábado, no sólo en la hora, sino
también en otras muchas cosas. Para empezar en los comensales. Ese día, la mesa
se ponía para diez en vez de ocho. Lo que no se sabía era para quién. A lo
largo de la mañana se producía una intensa movida en la que unos se iban a
comer a casa de amigos, mientras que otros invitaban a varios. Nadie coordinaba
esta movida pero otra vez, la inteligencia autónoma de “la mesa” se las
arreglaba para que la suma total de comensales nunca fuese superior a diez.
Podía equivocarse por defecto, para gran regocijo de los que se quedaban, que
tocaban a más. Pero nunca por exceso. El ambiente podía ser diferente o no al
de los sábados, según quienes fueran los invitados. Si había alguien que
viniese por primera vez, todos nos comportábamos con una gran circunspección y
cortesía. La conversación solía recaer sobre cosas que pudieran interesar al
invitado. Previamente, mi madre le hacía la ficha, mediante las preguntas de
rigor. Eso sí, éstas eran formuladas de forma que no resultasen demasiado
molestas para él. El orden de servirse respondía a lo que mi madre llamaba con
sorna “el protocolo hispano borgoñón”. Primero se servía mi madre, después mi
padre. A continuación venían los invitados, de menor a mayor grado de confianza
según criterio de Julius y luego nosotros, pero no en el orden de los sábados.
Primero las niñas, de mayor a menor y luego los chicos, según el mismo criterio.
No había toses ni carraspeos. Parecíamos gente casi normal.
Pero si el
incauto invitado iba tomando la costumbre de dejarse caer por casa de forma
habitual los domingos, empezaba a notar sutiles cambios en el ambiente. Hacia
la tercera o cuarta vez, mi hermano Carlos le soltaba, justo cuando estaba a
punto de tragar un bocado, algo así como - ¿Qué pasa contigo? ¿Te vas a hacer
el gorrón fijo de los domingos? – a lo que seguía un indignado - ¡Carlos, por
favor! – de mi madre acompañado de las risas ahogadas del resto de mis
hermanos. No se interprete mal. Mi hermano Carlos era, es, una de las personas
más simpáticas y joviales que he conocido en mi vida. No lo hacía para ponerse
borde. Era como una especie de rito iniciático por el que tenía que pasar el
invitado si quería hacerse asiduo. La recepción que “la mesa” le diese en veces
sucesivas, si las había, dependía de cómo superase las diversas pruebas,
siempre improvisadas, que componían el rito. Una de las personas que mejor pasó
la iniciación en toda su historia fue Elisa Martínez, de la que ya he hablado
antes. Pero, claro, ella estaba ya entrenada.
El rito
iniciático no era siempre el mismo, no había normas sobre como había que
comportarse para superarlo y no había veredicto. Simplemente, “la mesa” sabía si el
invitado lo había pasado o no. Si no se superaba, solía ser corriente ver cada
vez menos a ese amigo. No por alguna causa conocida. Nadie era descortés con
él. Al contrario, solía ser saludado con sincera amabilidad las contadas veces
que volvía a venir. Simplemente iba desapareciendo poco a poco de escena.
Aunque alguna vez había habido una segunda oportunidad, esto era algo realmente
excepcional. Si superaba el rito iniciático, el candidato era admitido a la
jungla y, a partir de ese día, dejaba de contar como invitado de compromiso
para veces sucesivas. Más adelante se desarrollaron variantes más sutiles de la
prueba iniciática que era despiadadamente aplicada a novios y novias. Alguno de
mis hermanos rompió su relación con su novia por culpa de esto, pero años más
tarde tuvo que reconocer que había sido para bien. La inteligencia anónima de
“la mesa” ha jugado un papel importante en mi vida y la de mis hermanos.
Si todos los
invitados eran de los iniciados, la comida se parecía bastante a la del sábado
excepto en el orden que seguía siendo el del protocolo “hispano borgoñón”
versión Marta Usabiaga, que era mi madre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario