XIII. SEDILIA VIGINTI QUATOR
Veinticuatro
sillas (No me preguntéis por qué son veinticuatro, porque no lo sé)
Pierre Charles S.J.
Los profesores están casi siempre sentados y, para demostrarlo bien, cuando se les nombra por su oficio, se dice que se les ha confiado una cátedra. También los alumnos están sentados, como los jueces que presiden y como el pueblo cristiano al escuchar sermones. Nada más trivial que una silla; nada, según parece, que inspire menos. Y basta a veces sentarse en una iglesia silenciosa para ser disimuladamente visitado por el sueño. Hasta llego a rezar sentado en una silla, pero nunca se me ha ocurrido tomar la silla misma por objeto de mi oración. No tiene nada que decirme. Está allá, un poco estúpida como todo lo demasiado circunspecto, y siempre muda en su inercia dócil. Sillas de salón o de refectorio, sillones de orquesta o sillones de dentista, no les he encontrado nunca nada de particularmente solemne y solamente en las grandes tragedias se ven los emperadores romanos invitar a sus interlocutores en términos majestuosos, como si se tratara del equilibrio del mundo, a sentarse en su presencia, en una silla. “¡Tomad asiento, Cinna...!
Pero entonces, Señor, si las sillas no tienen nada que decirme, ¿por qué el Espíritu Santo se ha obstinado en hablarme de ellas sin cesar? ¿Por qué, en el Credo, cantamos triunfalmente que estás sentado a la diestra del Padre? ¿Por qué el Apocalipsis nos muestra la inmensidad del cielo con una silla en medio, y a alguien sentado en ella: Et ecce sedes posita erat in caelo, et supra sedem sedens? ¿Por qué estos salmos con vuestro grande asiento preparado desde siglos: parata sedes tua? ¿Por qué dijiste a tus discípulos que Te arreglarías para procurarles una silla en vuestro reino: sedebitis et vos, sedebitis super mensam meam; ¿y por qué declaraste a los hijos de Zabedeo que pertenecía al Padre hacerles sentar, en el cielo, a la derecha o a la izquierda...? ¿No seré yo muy necio y muy pagano todavía?; yo, que no encuentro nada piadoso en una silla, pero que respeto soberanamente la “Cátedra de San Pedro” por haberse cambiado una letra, y aun solamente en una lengua, ¿qué otra cosa es sino una silla la Cátedra de San Pedro?(1). Se guarda como una reliquia al fondo de la Basílica del Vaticano, y al hablar el Papa como doctor infalible, decimos que habla ex cátedra, es decir, sentado en una silla. Y un consistorio no es más que una reunión de gente sentada, nos dice el diccionario etimológico; y en el misal, el sábado siguiente a Pentecostés, un hermoso responsorio, minúsculo, nos enseña que al expirar los cincuenta días –cum complerentur dies Pentecostés– ¿qué sucedió? ¡Pues bien!, que estaban sentados todos juntos: erant omnes pariter sedestes.
Al anunciar en la sinagoga de Nazaret que la profecía de Isaías se había realizado y que Tú venías al mundo para curar toda herida, empezaste por sentarte; como te sentaste en la barca para predicar al pueblo de Galilea concentrado en masa a la orilla del agua: sedens docebat de navicula turbas; como Mateo estaba sentado en su pequeña oficina fiscal al llamarle tu gracia para hacer de él tu apóstol (Mañana, para no cansaron hoy, colgaré una cosa que escribí hace años sobre la llamada a Mateo) –sedens in telonio–; y como Pilatos se sentó en el Lithóstrotos para anunciar tu condena, sedit pro tribuanli. Una simple silla debería evocarme todos estos recuerdos divinos, al menos con tanta nitidez como una espada evoca el combate y una pluma el escritor. Tú, el Verbo Creador, bajaste hasta nosotros –a regalibus sedibus– y te sentaste en medio de tu pueblo terrestre, como uno de entre ellos. La silla de mi cuarto podría rememorarme estas increíbles maravillas, si yo tuviera la humildad suficiente para oír estas dulces lecciones. Me hablaría también de los enfermos y de los viejos; de todos los que sobre sillas- hamacas, inmóviles durante horas, sacudidos solamente por su tosecilla seca, luchan contra las destrucciones invisibles que destrozan su pecho o, en el yeso, esperan que sus huesos se suelden. Me hablaría de las sillas de ruedas en las que tanta gente, por accidente o enfermedad tiene que permaneces sentado el resto de sus días. Me hablaría esta silla modesta de todos mis hermanos y de todas mis hermanas que, sentados a sus mesas de trabajo, en las clases, en las oficinas, en los bancos, en las bibliotecas, en las fábricas mismas, ganan trabajosamente el sustento cotidiano. Me hablaría de las ancianas y de los abuelos, de todos los viejos soñolientos que, en un rincón de habitación cerrada, pasan el fin de su vida sentados en el hueco de sus grandes sillones. Me hablaría también de todos los que no tienen más que la tierra para sentarse y acostarse, y para los cuales una silla es un mueble de lujo. Nada de esto es imaginario. No me engaño con consideraciones enervantes; no me pierdo en místicas estrafalarias; no tejo teorías nuevas; sino que, al nivel de lo real, con mi Dios hecho hombre, oigo cómo sube la llamada de la caridad de las cosas más sencillas.
Tomar u ofrecer una silla, sentarse solo o en compañía, no son solamente actos de educación o actitudes de descanso. El espíritu de fe debe enseñarnos, bajo las apariencias exteriores y comunes, la significación y el valor cristiano de estos humildes ademanes y cómo nos hacen semejantes a Aquél que habita, invisible, en medio de nosotros.
Señor, purifica mi corazón y mi espíritu. Tú hiciste brotar un día el agua viva de las rocas secas para tu pueblo sediento en el desierto, y bebieron ellos y sus bestias de carga y todos sus rebaños. La simple silla de mi cuarto, y la de la iglesia y la de la sala de espera o del locutorio, la de visitas y la de las comidas, ¿no podría convertirse, en vez de ser un simple mueble, en una fuente de inspiración caritativa y como un memorial permanente de tu Encarnación? ¿Es verdaderamente preciso que una silla se convierta en un trono real para hacerme pensar en tu gloria?
(1) En francés Chaise (Silla) y Chaire (Cátedra,
sede). Nota del traductor.
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