XXI:
CORPORA SANCTORUM
Pierre Charles S.J.
El hombre está auténticamente compuesto de cuerpo y alma, los filósofos lo aprueban desde hace siglos; algunos Concilios lo han afirmado también solemnemente. No hay necesidad de volver al asunto. Es una cuestión clasificada, una dificultad liquidada, un problema resuelto, que se puede, por tanto, dejar a las disertaciones de profesores.
Y con todo, este terrible problema reaparece en todos los ángulos del camino y no podemos equilibrar nuestra acción hasta que no hemos comprendido qué es el cuerpo y cómo debemos tratarlo. ¿Es una suerte de lastre embarazoso, desmesurado? ¿Un obstáculo para el puro trabajo del espíritu, como creía Plotino? ¿Una vergüenza por todo lo que encubre y por lo que encierra de flaquezas? ¿Un compañero patán, sin maneras, que grita, que duerme, que ronca, y que molesta, y no cesa de mortificar, de turbar el alma delicada y sutil que el azar del nacimiento le asocia hasta la muerte?
Se ha dicho todo esto. Escuelas filosóficas lo han afirmado, y sobre tales fundamentos, bien sospechosos, se han edificado sistemas violentos de ascetismo: el cuerpo, enemigo del alma, y que, por tanto, debe ser tratado como tal; la carne, adversa al espíritu, y que, por consiguiente, debe llenarse de desprecio. Los viejos herejes de la antigua Gnosis habían sacado todas estas consecuencias de algunas fórmulas de San Pablo, mal entendidas y difíciles de entender bien, por otra parte, como dice San Pedro, difficiliora intellectu. Es fácil burlarse del cuerpo humano, reírse de su apariencia, escandalizarse de su anatomía y enumerar el catálogo de sus enfermedades poco gloriosas. Pero, verdaderamente, ¿se puede ser cristiano y componer tales diatribas y puede la fe, con su luz tan pura, hacernos ver en el cuerpo humano lo mismo que ve en él también cualquier ateo?
Yo creo, Señor, que debe haber una manera muy santa de poseer el cuerpo; pienso que merece una estima infinita porque es obra tuya, a pesar de las picardías que descubrimos en él, a pesar de su estructura animal, a pesar de las enfermedades crónicas que le asedian y a pesar de todo cuanto en él puede chocar con nuestra susceptibilidad de grandes pensadores o, incluso, con nuestros escrúpulos de devotos. ¿No habría medio de considerarlo como algo sagrado, porque debo respetarlo en mí y en los otros y porque sin él yo no sería participante de ninguna de tus gracias sacramentales? Bien sé que es necesario remontarse muy alto, hasta la visión de la fe, para reconciliarse plenamente, en tu luz, con esta carne mortal, con sus necesidades y miserias; pero mi primera ocupación ¿no es, precisamente, la de emprender esta divina ascensión y de mirar todas las cosas como Tú?
Después de todo, no puedo merecer nada sino en y por el cuerpo, porque en el momento mismo en que mi alma pueda obrar sola, estoy muerto y me resulta imposible todo aumento de mérito. No hay en mi vida actos del cuerpo y actos del alma, sino siempre, y en todas partes, actos del compuesto todo entero del hombre que soy yo, esencialmente carne y espíritu. Tu Iglesia militante no se compone de almas, como pensaban los protestantes, sino que está hecha de hombres como yo, blancos, negros o amarillos, de carne y hueso, y que no brillan lo más a menudo por su inteligencia, sine intellectu estis. Se nos ha reprochado a nosotros, los católicos, en la bella época del Renacimiento y del Protestantismo, de ser materiales en nuestras devociones; de abrumar nuestras iglesias de cosas vistosas, ¡sin hablar del halago de la música! Pero tu Iglesia se compone de hombres, y de hombres se ocupa, de sus enfermedades como de sus pecados, de la peste como de la ortodoxia. Por su cuerpo te han servido y glorificado todos los mártires y todos los ascetas, y todos los trabajadores y todos los guerreros. En vez de hacer consistir la virtud en ignorar o en despreciar el cuerpo, ¿no nos enseña tu Espíritu que la perfección está en la armonía, en la perfecta salud de cuerpo y de alma, sin rebeldía, sin dictadura, bajo la bendición del Creador? La castidad, ¿no podría crecer más que en el menosprecio de la carne, como la de los budistas, o podría más bien abrirse, entre nosotros, los cristianos, como la expresión del respeto inmenso que guardamos a nuestro cuerpo santificado? Después de todo, tu cuerpo de Redentor, este cuerpo divino del Verbo Encarnado, era parecido al mío, y la anatomía de tu Madre, la Virgen, era la de todas las mujeres. Con un realismo que embaraza a menudo a nuestros piadosos traductores, la Liturgia no ha temido subrayar todos sus detalles.
Como de todo lo excelente, se puede abusar del cuerpo; y como todo lo santo, puede profanarse; pero ¿es esto razón para tratarlo como cosa vil? Hablamos también de comuniones sacrílegas, y, con todo, al sacramente de la Eucaristía no se le denigra por el mal uso que hace de él el pecador.
Y el médico y el enfermero pasan sus días en socorrer la miseria del cuerpo, hacen obra tan divina como los que consultan los textos, remueven las ideas, como se dice, y creen, por tanto, alinearse entre los intelectuales. Es el cuerpo el que asegura la perpetuidad de tu Iglesia sobre la tierra, y por él, Tú continuas aquí abajo tu obra misteriosa. Antaño, luchaba un pueblo con otro pueblo para poseer alguna reliquia insigne; un húmero, un fémur o el cráneo, por desgracia no siempre muy auténtico, de algún antiguo patrón desaparecido hacía siglos. Hemos desparramado estas reliquias por el mundo entero; pero, ¿no podríamos guardar algo de esta veneración para todos los cuerpos vivos de tus criaturas y de tus fieles? ¿Y debemos esperar la resurrección gloriosa para reconciliarnos santamente, no con nuestros “despojos mortales”, como se dice a veces sin respeto; no con nuestro servidor o nuestro compañero, sino siguiendo la filosofía católica, con nosotros mismos? Cuerpo paciente, cuerpo trabajado, cuerpo herido, cuerpo enfermo, cuerpo de difunto, carne santificada, ¿no debemos amarlo con un gran amor de caridad? Y el crimen de los homicidas, de los dictadores belicosos, de los libertinos y lujuriosos, ¿no es precisamente el de profanar con cóleras, con ambiciones o codicias mediocres o abyectas la obra de elección del Creador? Debemus amare naturam humanam, decía Santo Tomás; debemos amar la naturaleza humana, es decir, al hombre, cuerpo y alma, tal como Dios lo ha hecho.
Añadido mío, aunque no mío:
No puedo pensar sin ser, ni
ser sin mi cuerpo; yo estoy expuesto por él a mí mismo, al mundo, a los otros;
por él escapo a la soledad de un pensamiento que no sería más que pensamiento
de mi pensamiento. Al impedirme ser totalmente transparente a mí mismo, me
arroja sin cesar fuera de mí en la problemática del mundo y las luchas del
hombre. Por la solicitación de los sentidos me lanza al espacio, por su
envejecimiento me enseña la duración, por su muerte me enfrenta con la
eternidad. Hace sentir el peso de la esclavitud, pero al mismo tiempo está en
la raíz de toda consciencia y de toda vida espiritual. Es el mediador
omnipresente de la vida del espíritu.
Emmanuel Mounier. El personalismo.
Carne
Félix de Azúa, El País 21-VI-2000
Hace unos días asistí al funeral de una excelente persona muy querida por cuantos la conocieron. La parroquia estaba más bien mohína, como es razonable, hasta que comenzó el sermón. Entonces nos pusimos tristísimos. El buen cura vino a decir que lo mejor que puede hacerse en esta vida es morirse, porque de inmediato nos disolvemos en la luz divina como chispas devoradas por un alegre y vertiginoso incendio. Lo cual está muy bien, pero lo presentaba como algo estrictamente espiritual. Sólo nuestra parte inmaterial pasaba a formar parte de tan colosal luminosidad. Ni una palabra dijo sobre la parte carnal. Ahora bien, si la resurrección de la carne, la Gloria eterna, se queda en un cursillo de filosofía platónica, o, a todo tirar, hegeliana, dos potentes pensamientos ateos. Sin la resurrección de la carne, la promesa católica de inmortalidad se reduce a tener portal en un Internet eterno.
Mientras escuchaba las palabras del bondadoso sacerdote, me vinieron a la cabeza espeluznantes imágenes de una película de Dreyer, la sublime Ordet (La Palabra): cuando el personaje chiflado que todos creen mudo se enfrenta al cadáver de su cuñada y comienza a balbucear con voz cada vez más tonante hasta que, fuera de sí, aúlla las terribles palabras y ordena a la muerta que resucite. Al tiempo de caer desvanecido, la mujer se incorpora. Creo recordar que las flores que cubrían su cuerpo resbalan hasta el suelo volando con la lentitud de una sumisión reticente.
Católicos no os dejéis arrebatar la Gloria de la carne. No os hagáis hegelianos. Que, sobre todo, el cuerpo sea eterno es la mayor esperanza que se pueda concebir y sólo cabe en una religión cuyo Dios se dejó matar para que también la muerte se salvara. quienes no tenemos la fortuna de creer, os envidiamos ese milagro, a saber, que para Dios (ya que no para los hombres) nuestra carne tenga la misma dignidad que nuestro espíritu, si no más, porque también sufre más el dolor. Rezamos para que estéis en la verdad y nosotros en la más negra de las ignorancias. Porque todos querríamos, tras la muerte, volver a ver los ojos de las buenas personas. E incluso los ojos de las buenas personas. En fin, ver ojos y no únicamente luz.
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