26 de abril de 2021

Travesía de la Biblia: 6ª singladura

Abraham (II)

Al final de la singladura anterior, se había quedado en suspenso la pregunta sobre cuál fue el pecado que la Biblia imputa a Sodoma y Gomorra, hayan estas ciudades existido o no.

La pregunta es bastante peliaguda. En casi todos los idiomas existe la palabra sodomía. Es evidente que esta palabra deriva de la ciudad de Sodoma. Pero conviene aclarar, antes de proseguir, que la sodomía no es equivalente a la homosexualidad. La homosexualidad es una condición de algunas personas –no voy a entrar en la discusión de si esta condición es innata, sobrevenida o adquirida por prácticas viciosas– y, como tal condición, no puede ser, en sí misma, un pecado. Lo es, según ciertas religiones, entre las que se cuenta el cristianismo, la práctica homosexual, como lo es, también, el adulterio heterosexual. ¿Fue ese el pecado de Sodoma y Gomorra? Veamos lo que nos dice la Biblia en los diversos pasajes en los que hace alusión a los pecados de estas ciudades.

Sodoma –más que Gomorra– aparece muchas veces en las escrituras, pero no en todas se hace referencia a su pecado. En los pasajes del Génesis que nos ocupan, se dice:

“Abram se estableció en la tierra de Canaán y Lot en las ciudades del valle, plantando sus tiendas hasta Sodoma. Los habitantes de Sodoma eran muy malos y pecaban gravemente contra el Señor” (Génesis, 13, 12-13).

“Entonces el Señor dijo a Abraham: ‘El clamor contra Sodoma y Gomorra es tan grande y su pecado tan horroroso, que voy a bajar a ver si realmente sus acciones corresponden al clamor que contra ellas llega hasta mí’ ”. (Génesis 18, 20-21).

Es entonces cuando los tres ángeles que habían anunciado a Abraham el nacimiento de Isaac y de los que hablé en la singladura anterior, van a Sodoma donde Lot los acoge como huéspedes. Entonces los habitantes de Sodoma “jóvenes y ancianos, todo el pueblo, sin excepción”, rodearon la casa de Lot gritando: “¿Dónde están esos hombres que han venido a tu casa esta noche? Sácanoslos para que nos acostemos con ellos”. Cuando Lot les suplica que no hagan tal cosa, intentan echar la puerta abajo. “Pero los visitantes sacaron su brazo, metieron a Lot con ellos en casa y cerraron la puerta; y a los hombres que estaban junto a la puerta, desde el más joven al más viejo, los cegaron con un resplandor de suerte que por más que tanteaban, no encontraban la puerta” (Cfr. Génesis 19, 1-11). Es entonces cuando Dios decide arrasar Sodoma y Gomorra. Es decir, en este pasaje, con independencia del pecado que pueda significar la práctica homosexual o el adulterio privado, se trata de algo mucho más terrible. Una violación homosexual en masa a unos huéspedes de un ciudadano.

Pero veamos otros pasajes de la Biblia en los que se habla del pecado de Sodoma y Gomorra. Por ejemplo, en Jeremías 23, 14, el Profeta se indigna contra los falsos profetas de Jerusalén diciendo:

“Pero en los profetas de Jerusalén

he visto monstruosidades:

cometen adulterio, viven en la mentira,

apoyan a los malvados,

y nadie se convierte de su maldad;

son todos ellos para mí como Sodoma,

y sus habitantes como Gomorra”.

Y, a su vez, el profeta Ezequiel, también refiriéndose también a Jerusalén, dice:

“Tu hermana mayor es Samaría, que está a tu izquierda con sus ciudades y tu hermana menor Sodoma, que está con sus ciudades a tu derecha. Y no sólo has seguido su conducta y has imitado sus abominaciones, sino que en todo te has comportado peor que ellas. Te juro, oráculo del Señor, que tu hermana Sodoma y sus ciudades no han hecho lo que has hecho tú y las tuyas. Este fue el pecado de tu hermana Sodoma y de sus ciudades: soberbia, gula y bienestar apacible; no socorrieron al pobre y al indigente, sino que fueron orgullosas y me ofendieron con sus abominaciones, por eso las aniquilé, como tú has visto. […] Pero yo cambiaré su suerte, la suerte de Sodoma y de sus ciudades y de Samaría y las suyas, y cambiaré tu suerte en medio de ellas, para que cargues con tu oprobio, te avergüences de lo que has hecho y les sirvas de consuelo. Tu hermana Sodoma y sus ciudades, Samaría y las suyas, volverán al primer estado, y tú y tus ciudades, volveréis al primer estado. ¿No te burlaste de tu hermana Sodoma en tu época arrogante, antes de que fuese puesta al descubierto tu desnudez? […] Pero yo me acordaré de la alianza que hice contigo en los días de tu juventud y estableceré contigo una alianza eterna. Te acordarás de tu conducta y te avergonzarás cuando acojas a tus hermanas mayores y a las menores. Yo te las daré como hijas, […]. Yo estableceré mi alianza contigo y sabrás que yo soy el Señor, para que te acuerdes y te avergüences y no te atrevas a abrir más la boca cuando te haya perdonado todo lo que has hecho. Oráculo del Señor (Ezequiel 16, 46-63).

También en el Nuevo Testamento se habla del pecado de Sodoma y Gomorra. Así, en la segunda epístola de san Pedro, se dice:

“No libró de la destrucción a Sodoma y Gomorra, sino que las redujo a cenizas como escarmiento para los que pecaran después (2 Pedro 2, 6-9).

Por último, san Judas Tadeo, en su epístola, dice:

“Igualmente, Sodoma y Gomorra, junto con las ciudades circunvecinas, que se entregaron lo mismo que ellas a la lujuria y a vicios antinaturales, sufrieron la pena del fuego eterno para escarmiento de los demás (Judas 7).

De todo esto se pueden interpretar:

1º Que los pecados de Sodoma y Gomorra no fueron únicamente pecados de lo que hoy se entiende por sodomía, sino otros muchos como adulterio, mentira, connivencia con los malvados, soberbia, gula, desprecio al necesitado y explotación al débil y otras abominaciones de toda índole.

2º Que el castigo del ropaje de la Biblia fue para escarmiento de otros pueblos que pecaran después.

 

3º Que la misericordia de Dios perdonará a esos que pecarán después, si media el arrepentimiento.


Es decir, el mensaje es una llamada al arrepentimiento para todos los pecadores de todos los tiempos, para que la misericordia de Dios les pueda perdonar.

Merecen comentarse aquí, para apuntalar esta interpretación, varios pasajes de los Evangelios, como:

“Y tú Cafarnaum, ¿te elevarás hasta el cielo? ¡Hasta el abismo te hundirás! Porque si en Sodoma se hubiesen hecho los milagros realizados en ti, hoy seguiría en pie. Por eso os digo que el día del juicio será más llevadero para Sodoma que para ti” (Mateo 11, 23-24).

O cuando Jesús da instrucciones a los doce apóstoles antes de enviarlos a anunciar el Reino de Dios por los pueblos de Galilea:

“Si no os reciben ni escuchan vuestro mensaje, salid de esa casa o de ese pueblo y sacudíos el polvo de los pies. Os aseguro que el día del juicio será más llevadero para Sodoma y Gomorra que para ese pueblo” (Mateo 10, 14-15).

Es decir, el mensaje de toda la narración de Sodoma y Gomorra, despojado del ropaje, es una llamada a la conversión a todos los seres humanos de todos los tiempos, para que abandonen cualquier tipo de pecado y se abran a arrepentimiento. “¿Creéis que aquellos galileos murieron así por ser más pecadores que los demás? Os digo que no. Más aún, si no os convertís, también vosotros pereceréis del mismo modo. Y aquellos dieciocho que murieron al desplomarse sobre ellos la torra de Siloé, ¿creéis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis igualmente” (Lucas 13, 2-5).

Estas son las respuestas que me parecen adecuadas a las preguntas planteadas en la singladura anterior sobre la existencia de Sodoma y Gomorra y la naturaleza del pecado de los habitantes de estas ciudades. Si efectivamente existieron y fueron arrasadas por un desastre natural, no por un castigo divino. La huella que este suceso dejó en la tradición sirvió de ropaje sobre el que el autor bíblico inspirado introdujo un mensaje atemporal y universal de conversión. O sea, una nueva forma de presentar el ciclo de pecado-conversión-perdón.

Tras este circunloquio, quizá demasiado largo, para aclarar las dos cuestiones precedentes, retomo ahora la historia de Abraham. Y lo hago con el propio ciclo pecado-conversión-perdón particular de Abraham. Porque inmediatamente después de la tragedia de Sodoma y Gomorra, Abraham se va otra vez al sur del desierto del Néguev y allí repite una vez más, paso por paso, esta vez con un personaje llamado Abimélec, rey de Guerar, la bajeza de presentar a Sara como su hermana para librarse de la muerte. Aunque por este pasaje nos enteramos de que Sara, cuyo parentesco con Abraham no se nos había dicho al principio, era realmente su medio hermana, “hija de su padre, aunque no de su madre”. Enterado Abimélec en sueños del engaño, antes de haber tenido relaciones con Sara, se la devuelve a Abraham junto con ganado, “siervos y siervas” (sic el lenguaje inclusivo, aunque no diga sierves) y mil monedas de plata. Abraham se arrepiente y pide al Señor que libere a Abimélec de la maldición de esterilidad que había promulgado para todas las mujeres de su familia. Y Dios escucha la intercesión de Abraham.

Pero, tras el nacimiento de Isaac, la enemistad entre Sara y Agar se hace cada vez mayor hasta que, el día que Isaac fue destetado, día que entre los semitas se celebra con gran alegría, Sara presiona a Abraham para que expulse del campamento a Agar y a su hijo Ismael. En ese momento Ismael debía tener unos dieciséis años, pero abandonarlos en el desierto era poco menos que una condena a muerte. Por eso Abraham se consume del disgusto y se debate consigo mismo sobre si hacer o no lo que le dice Sara, porque amaba mucho a Ismael. Probablemente, aunque la Biblia no lo dice, Abraham hubiese resistido a las presiones de su mujer. Pero entonces interviene el Señor y le dice a Abraham:

“ ‘No tengas pena por el muchacho ni por tu esclava; haz lo que te pide Sara, porque la descendencia que llevará tu nombre será la de Isaac. Pero también del hijo de la esclava haré yo un gran pueblo, por ser descendiente tuyo’ ”.

“Entonces Abraham se levantó muy de mañana, tomó pan y un odre de agua y se lo dio a Agar; puso al niño sobre sus hombros y la despidió”.

Tal vez para hacer el tema aún más dramático de lo que es, la Biblia presenta en este pasaje a Ismael como un niño al que pone en los hombros de su madre en vez de como a un fornido muchachote que es lo que era. Sea como fuere, este pasaje anticipa el sacrificio que más tarde le pedirá Dios a Abraham. La Biblia nos cuenta cómo, efectivamente, Dios cumple su promesa y salva a madre e hijo. La Escritura nos dice de Ismael: “Dios estaba con el niño que creció, vivió en el desierto de Farán, y su madre lo casó con una mujer egipcia”. La Biblia no menciona la relación posterior que Abraham pudo tener con su hijo Ismael y su esclava Agar, pero debieron tener un estrecho contacto. Efectivamente, el desierto de Farán está en la península del Sinaí, a tiro de piedra del del Néguev, donde Abraham acampaba con frecuencia y, sobre todo, lo que sí dice la Biblia es que cuando Abraham estaba a punto de morir Ismael acudió a su lecho de muerte y él e Isaac “lo enterraron en la cueva de Macpelá”. Después la Biblia dice que los descendientes de Ismael “se establecieron desde Javilá hasta Sur, enfrente de Egipto, en la ruta de Asiria. Ismael se estableció, pues, enfrente de sus hermanos”.

Parece que los árabes descienden de Ismael. Veinticinco siglos más tarde, Mahoma fundó el Islam y decidió que Ismael y Agar se establecieron realmente en la Meca, donde Abraham les iba a ver regularmente –la distancia entre Canaán y la Meca es de cerca de 2.000 Km– y que, en uno de sus viajes Abraham e Ismael construyeron el santuario de la Kaaba. De esta forma, según Mahoma y el Corán, el Islam es una religión más antigua que el judaísmo.

Llegamos así al episodio crucial en la vida de Abraham, episodio generalmente muy mal entendido. Se trata del sacrificio de Isaac. Hemos visto cómo a Abraham le ha fallado repetidamente su confianza en el Señor. El miedo a que le faltase su protección, tanto ante el Faraón como ante Abimélec, el rey de Guerar, hizo que “vendiese” dos veces a su mujer, Sara. La falta de confianza en la promesa de Dios de que le iba a dar descendencia hizo que hiciese caso de Sara y tuviese un hijo con su esclava Agar. En su arrepentimiento, Dios le perdona las tres veces y le sigue bendiciendo. Pero Abraham tiene que dar la prueba definitiva de su fe y confianza absoluta en las promesas del Señor. Éste ha rescatado dos veces a Sara de las garras del Faraón y de Abimélec, le ha mostrado cómo, tras anunciárselo, ha salvado milagrosamente la vida de su querido hijo Ismael, le ha prometido en repetidas ocasiones que a través de Isaac le dará numerosísima descendencia y la tierra en posesión. Pero desde esta última promesa han pasado muchos años, tal vez catorce o quince. Isaac es ya un fornido muchacho. Así, tras quince años, Dios le pide algo insólito y que va directamente en contra de lo que le ha prometido. Le dice:

“Toma a tu hijo único, a tu querido Isaac, ve a la región de Moria y ofrécemelo allí en holocausto, en un monte que yo te indicaré”.

Es importante hacer ver que era una abominable práctica entre los pueblos cananeos el ofrecer a sus hijos en holocausto, quemándolos, para aplacar a su dios Moloch. Las palabras que usa la Biblia son que “les hacían pasar por el fuego”. El Señor había prevenido a Abraham sobre el peligro de caer en las costumbres de los pueblos que habitaban la tierra de Canaán. Por eso, a Abraham debió parecerle doblemente extraño que Dios le pidiese algo así. Extraño porque iba contra sus promesas y extraño porque se contradecía yendo contra sus propios mandatos.

No obstante, “se levantó muy de madrugada, aparejó su asno, tomó consigo dos siervos y a su hijo Isaac, partió la leña para el holocausto y se encaminó al lugar que Dios le había indicado”.

Quince años son muchos años, y el tiempo, que todo lo difumina, podría haber minado de nuevo, a pesar de todos los prodigios hechos por Dios, la confianza de Abraham en Él. Al fin y al cabo, ¿Qué eran aquellas promesas que el Señor le había hecho? ¿No serían un sueño agrandado por el recuerdo? Y, ¿no sería, al fin y al cabo, la simple buena fortuna y sus visitas periódicas lo que habían mantenido en vida a Agar e Ismael? ¿No sería todas esas cosas simples imaginaciones de su mente calenturienta? Sólo hay una manera de que Abraham pudiese haber conjurado, al menos en parte esas preguntas y esas dudas. Estoy seguro de que Abraham, todos los días de esos quince años, sin fallar uno, se ponía delante del Señor, junto con Isaac a medida que éste iba teniendo uso de razón y se repetía ante Él y ante su hijo esas promesas, al tiempo que se recordaba las proezas de Dios con él y la imposibilidad de sobrevivir al desierto de una mujer y un joven abandonados. Y cada día renovaba su confianza en el Señor: “Si me pones a prueba de nuevo, esta vez no te fallaré porque Tú estarás conmigo y Tú eres fiel a tus promesas”. Así un día y otro, durante más de cinco mil días. E Isaac habría oído esa oración también miles de veces, al principio como un niño que escucha las palabras de su padre sin entenderlas, pero cada vez entendiendo un poco más su fe y su oración y contagiándose de ellas. Así, cuando durante los tres días de marcha hacia Moira le preguntaba a su padre: “Padre, tenemos el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?”, sabía muy bien lo que estaba pasando. Y cuando su padre le contestaba: “Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío”, ambos sabían que no era una mentira piadosa y cruel al mismo tiempo, sino un convencimiento profundo de que Dios era fiel a sus promesas y en un momento u otro, efectivamente, cambiaría el sacrificio de Isaac por alguna otra víctima. Aunque, naturalmente, esa confianza no estaría del todo libre de dudas, angustia y tentaciones de volverse a su tienda olvidando las promesas del Señor. Llegados cerca del lugar indicado por Dios, dejaron al asno y a los criados y continuaron solos. Isaac llevaba la leña para el holocausto y Abraham llevaba el fuego y el cuchillo.

“Llegados al lugar que Dios le había indicado, Abraham levantó el altar, preparó la leña y después ató a su hijo Isaac poniéndolo sobre el altar, encima de la leña”.

Por supuesto, difícilmente Abraham, que era un anciano, podría haber atado a Isaac, un joven fuerte y ágil, sin que éste se dejase. Pero no cuesta mucho imaginar la terrible angustia y lucha interior de ambos. ¿Y si, a fin de cuentas, no fuesen verdad todas esas promesas? ¿Y si Dios fuese un ser perverso, como lo eran los dioses de los cananeos, y tras hacer que se hiciese ilusiones todo fuese un engaño para disfrutar sádicamente? Todas estas preguntas debían martillear la cabeza de ambos, pero continuaron el ritual:

“Después Abraham agarró el cuchillo para degollar a su hijo…”

El autor de la epístola a los hebreos, en el Nuevo Testamento, bebiendo seguramente de otras fuentes distintas de las que se recogen en el Génesis[1], nos dice:

“Por la fe Abraham, sometido a prueba, estuvo dispuesto a sacrificar a Isaac, y era su hijo único a quien inmolaba, el depositario de las promesas, aquél de quien se había dicho: ‘De Isaac te nacerá una descendencia’. Pensaba Abraham que Dios es capaz de resucitar muertos. Por eso el recobrar a su hijo fue para él como un símbolo”.

Efectivamente, Abraham hubiese llegado hasta el final, sabiendo el poder de resurrección de Dios.

“… pero un ángel del Señor le gritó desde el cielo: ‘¡Abraham! ¡Abraham!’ Y él respondió: ‘Aquí estoy’. Y el ángel le dijo: ‘No pongas la mano sobre el muchacho ni le hagas ningún daño. Ya veo que obedeces a Dios y que no me niegas a tu hijo único’. Abraham levantó entonces la vista y vio un carnero enredado por los cuernos en un matorral. Tomó al carnero y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo. Abraham puso a aquel lugar el nombre de ‘El Señor provee’, y por eso todavía hoy se llama ‘El Señor provee’ ”.

Es decir, que Abraham estaba dispuesto a seguir hasta el final porque estaba convencido de que, aún en ese caso, Dios le devolvería a su hijo Isaac, resucitándolo. Y sí, recobrar a su hijo fue para él como un símbolo. Un símbolo del salvador que habría de venir y que vencería a la muerte. Un símbolo y una visión. Unos dieciocho siglos más tarde, Jesús discutía en el templo con los jefes de los judíos. Decían:

“ ‘Yo os aseguro que el que acepta mi palabra, no morirá nunca’. Al oír esto los judíos le dijeron: ‘[…] Tanto Abraham como los profetas murieron y ahora tú dices: El que acepta mi palabra no experimentará nunca la muerte. ¿Acaso eres tú más importante que nuestro padre Abraham?  Tanto él como los profetas murieron. ¿Por quién te tienes?’ Jesús respondió: ‘[…] Abraham, vuestro padre, se alegró sólo con el pensamiento de que iba a ver mi día; lo vio y se llenó de gozo’. Entonces los judíos le dijeron: ‘¿De modo que tú, que aún no tienes cincuenta años, has visto a Abraham?’ Jesús les respondió: ‘Os aseguro que antes de Abraham naciera YO SOY’ ” (Juan 8, 51-58).

La expresión de Jesús “YO SOY”, así, en presente de indicativo, cuando se está hablando del pasado, y sin predicado, es sumamente extraña. Lo es para nosotros hoy, pero no lo era en absoluto para los judíos. YO SOY es, como se verá cuando se hable de Moisés, el nombre propio de Dios. Nombre que los judíos no podían ni siquiera pronunciar y que expresaban con las consonantes YHVH que da Yahveh. Por lo tanto, los judíos sbían perfectamente que en ese momento, Jesús se estaba proclamando como el mismísimo Dios. Por eso, en ese mismo instante, “ante esa afirmación, los judíos tomaron piedras para tirárselas”, pues estaba blasfemando; “pero Jesús se escondió y salió del Templo” (Juan 8, 59).

Sea como fuere, Abraham, probablemente en el momento cumbre del sacrificio de Isaac, precisamente por estar dispuesto a seguirlo hasta el final, fue testigo de la resurrección de Jesús. Isaac es pues un símbolo del Salvador que habría de venir a vencer a la muerte, del cordero cuya sangre, puesta en el dintel de las casas de los Israelitas la noche antes del éxodo de Egipto, les salvo del ángel exterminador, del nuevo cordero, el Cordero de Dios que, ofrecido en sacrificio, redimiría con su sangre a todo el género humano. La tradición judía afirma que el monte Moira, en el que tuvo lugar el sacrificio no consumado de Isaac, es el monte en el que, nueve siglos más tarde, Salomón construiría el Templo de Jerusalén.

Superada esa prueba, Abraham fue un hombre nuevo que nunca más dudó de las promesas y de la providencia divinas. Sin embargo, en la próxima singladura habré de concluir con la figura de Abraham, antes de entrar en el segundo patriarca: Isaac.



[1] Hay una gran cantidad de fuentes y libros judíos muy respetados por éstos que no forman parte de su canon, pero que gozaban en época de Cristo de enorme popularidad.

1 comentario:

  1. La Biblia es la vida misma en toda su crudeza, siempre salvando la Yo Soy muy por encima de cualquiera de las aspiraciones humanas...Alabado sea Yave

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