XXIV QUASI
FLOS ROSARUM
Como
las rosas
Pierre Charles S.J.
Me he paseado esta mañana por un jardín, Señor, un jardín pequeño, corriente, y me ha parecido que todo el universo venía a mi encuentro; que todos los países del mundo querían festejarme. Allí había dalias, cinias, damasquinas: sé que vienen de Méjico. Allí había margaritas y hortensias: vienen a ser chinitas pequeñas. Sabemos la fecha precisa en que fueron traídas aquí desde el Extremo Oriente. Allí había capuchinas y heliotropos: vienen del Perú. Gladiolos: vienen de El Cabo con las lobelias bicolores. Begonias, que vienen de Bolivia; balsaminas, que vienen de las Indias Orientales; cinerarias púrpura, que vienen de Tenerife; y hasta en la maleza, a lo largo de los muros, sinforinas con sus frutos de pequeñas bolas blancas, que vienen del Canadá, y las lilas, que florecerán en primavera, y que vinieron de Persia a fines del siglo XVI... Habría muchas más aún si visitara el exotismo de los invernaderos; pero estas flores de aire libre se aclimataron entre nosotros, como la glicina de Hacina y la petunia brasileña. Tú nos invitaste un día a detenernos ante los lirios del campo para contemplar su esplendor, más brillante que la vestimenta gloriosa de Salomón. Yo quisiera hoy dar, a través de las flores, no el paseo del esteta o del botánico, sino mirarlas en cristiano, porque presiento que van a tener para mí preciosos secretos. No voy a servirme de ellas como de pruebas para establecer tu sabia Providencia. No haré distinciones entre clases y familias. Monocotiledóneas, dicotiledóneas, ovarios superiores o inferiores; umbelas, racimos, panículos; hojas opuestas o verticiladas, corolas gamopétalas o dialipétalas, todo esto es excelente, pero, de momento, no voy a ocuparme de ello. Miro las flores buenamente, tales como Tú las asociaste a mi vida, y procuro comprender lo que dicen.
Todas son efímeras, y todas son frágiles. Así nosotros nos hemos ingeniado para fabricarlas artificiales y, a fe, con los progresos de la técnica, los logros son a veces notables. Conozco estos ramos que se ponen alguna vez en nuestros altares. Duran y son sólidos. Esta clase de flores no necesita agua. No tienen sed. Después de la fiesta entran otra vez en el armario con los demás “accesorios del culto”. Y se las saca de nuevo después de haberles quitado el polvo. Sea Pentecostés o Navidad, la Asunción o San Miguel; sea en honor de los ángeles o de los mártires o hasta en honor del señor Obispo, al instante se movilizan, en invierno o verano, en el Ecuador y en nuestros climas, llamados, por eufemismo templados. ¡Benditas flores artificiales! Son las delicias de nuestros sacristanes, y en el fondo son económicas. Serias ventajas son éstas.
Y con todo, cuando, seducido por su apariencia y creyéndolas naturales, me acerco y descubro que el tallo es de alambre y los pétalos de papel de seda, me decepciono. Toda mi inspiración se va. ¿Por qué? ¿Cuál es la superioridad de las flores naturales sobre las otras? Me han dicho que las primeras vivían y, por lo tanto, son más nobles. Pero sé bien que no es ésta la respuesta verdadera. La superioridad de las flores naturales estriba en su poder de morir y, por tanto, son infinitamente más patéticas.
Las artificiales, que no mueren, bien pueden prestarse a la fiesta, pero las naturales, que mueren pueden darse. Las cortaron para ponerlas en ramos, y es su agonía lo que ellas ofrecen, sin poder jamás restituirse a sí mismas. Porque mueren, se identifican con el día, que también pasa, y con los hombres mortales. En ellas volvemos nosotros a encontrarnos. Nos relatan nuestra propia historia en bella terminología.
Lo que parece su fragilidad y su tara, es en realidad su gloria y su valor. Este ramo no podrá servir dos veces, no pasará de mano en mano. Es la imagen de una fidelidad absoluta, como de un matrimonio o de una amistad.
Al hablarnos de contemplar los lirios del campo, añadías, Señor, que, ni aún un codo podemos añadir a nuestra estatura. No podemos detener la marcha del tiempo que se nos lleva, ni volver a los días muertos. En el reloj de arena donde has encerrado el número de las horas que tengo para vivir, no puedo introducir mi dedo. La arena se escurre inexorablemente y cuando haya pasado el último grano, se cerrará mi vida sobre la tierra, la eternidad se apoderará de tierra y la eternidad se apoderará de mi. ¡Cuántos poetas han gemido ante esa fuga del tiempo! Pero puedo, al mirar las flores, reconciliarme con ellas. También yo, porque tengo que morir, puedo dar cada día tesoros sin precio. Lo que doy, nadie me lo devolverá. No es un préstamo, es una oblación irrevocable.
Cuando un niño junta sus manos y reza un “Avemaría”, estremece de admiración al cielo entero, no sólo porque sabe rezar, sino porque da a Dios un minuto de tiempo de su vida. Ese minuto no volverá a encontrarlo jamás. Cuando consagro una hora a escuchar dolencias importunas, a reavivar la esperanza en un corazón acongojado, a aconsejar, a ayudar, a cuidar, a enseñar, todo esto no es un canje que regulo, ni un préstamo que consiento; sino que, como la viuda del Evangelio, doy de mea penuria, de mi pequeña provisión muy limitada, doy el tiempo que tengo para vivir, y por tanto mucho más que el viejo san Martín. Después de todo, cortar la mitad de su túnica militar, era muy bello, sin duda, y muy caritativo; pero podía reemplazarla en los almacenes de intendencia. Comunicar mi ciencia es admirable; pero no la pierdo al comunicarla; como no disminuyo mi reserva de cordura. No, lo que cuenta verdaderamente, lo que es la caridad verdadera al servicio de Dios y del prójimo, es dar el tiempo. Todo el resto, en el fondo, es accesorio; y cuando nos hipnotizamos ante los padecimientos físicos de los mártires, olvidamos tal vez que su heroísmo consistía sobre todo en aceptar el morir antes de tiempo; en hacer, por la honra de Dios, el sacrificio de los días que habrían tenido.
Señor, yo no tengo otra cosa que ofrecerte que mi tiempo. No sé demasiado bien por qué, pero, como todas las flores, aun aquellas que llamamos falsamente siemprevivas porque son secas y escamosas, me marchito al vivir. Todos estos mortales que son la Santa Iglesia, todos estos saben perfectamente que están contados sus días y que el término se acerca. Todos quieren, no obstante, servirte y Te reconocen como a su Dios: te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia. Te confiesa a Ti por todo el orbe la Santa Iglesia. Toma mis horas y mis días. Cuando mi oración se seca y mi cabeza está vacía, no debo desolarme ni agitarme y, como afirma la antigua fórmula del lenguaje, me bastará consagraros este tesoro que es mi tiempo.
Añadido mío:
¡Cómo se pasa la vida!, decimos frecuentemente. Pero no es verdad, la vida no se pasa, se cumple. Por eso se cumplen años. No se queman años, ni pasan, ni se tiran. Se cumplen. O, por lo menos, debieran cumplirse. La vida no es como un tren que pasa en la noche por un apeadero de pueblo, con las luces de los vagones encendidas, mientras nosotros, anclados en la tierra, miramos. Cuando acaba de pasar, la fría noche y el tedio vuelven a cercarnos y nos quedamos solos y desorientados. No. La vida no es así. O no debiera ser así. La vida debiera ser, más bien, como un depósito que va llenándose de agua vivificante. Está lleno de agujeros por los que el agua rebosa y riega los campos que le rodean, haciendo que brote más vida. ¿Es así nuestra vida?
¿Y el futuro? No sé. El futuro
es incierto y los seres humanos vemos muy mal a través de él. Pero sí se una
cosa con total certidumbre. SÉ que
Dios tiene un plan para cada una de nuestras vidas y SÉ que nos me dejamos llevar por ese plan, lo mejor de nuestra
vida, como el buen vino en las bodas de Caná, está todavía por venir. Lo mejor
de nuestra vida no tiene por qué querer decir lo que más nos apetece o lo que a
nosotros nos gustaría. Quiere decir, LO MEJOR. LO MEJOR para el Reino de Dios.
Y, ¡cómo saber que nos estamos dejando llevar por ese plan de Dios para nosotros?
Dedicando todos los días un rato a estar en su presencia en silencio atento,
dejándole que nos hable en ese silencio. Si lo hacemos así, podremos un día
decir, como Cristo dijo en sus últimas palabras; “todo está cumplido”. Y que
ese día, el nos dirá, como le dijo a l buen ladrón en el momento de su muerte: “Te
aseguro, que esta tarde, estarás conmigo en el Paraíso”. Más aún, nos tomará de
la mano y nos llevará a él.
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