Abraham (y III)
Poco después del “sacrificio” de Isaac, murió Sara. Abraham no tenía en propiedad hasta ese momento ni un solo metro cuadrado de tierra que pudiese decir que era suya. Ciertamente, era respetado por todos los habitantes de Canaán porque sabían que contaba con la protección de su Dios, protección que había demostrado con prodigios como lo de la vitoria contra los reyes que habían secuestrado a Lot, como se ha visto anteriormente, o los castigos aplicados al Faraón y a Abimélec por el asunto de la “venta” de Sara. Nadie se atrevía a mover un solo dedo contra él. Pero, por todo lo del mundo, Abraham quiere, a toda costa, enterrar a Sara en un lugar que sea de su propiedad y que quede patente ante todos los habitantes de la Canaán que es suyo. Los últimos años había estado acampado cerca de la ciudad de Hebrón. Tras el duelo, se reúne con los hititas y les dice:
“Yo soy un emigrante que reside entre vosotros. Dadme una sepultura en propiedad para enterrar a mi difunta”.
La propiedad que pide Abraham es un campo, perteneciente al hitita Efrón, donde hay un encinar llamado el encinar de Mambré –el lugar en el que Dios había anunciado a Abraham el nacimiento de Isaac– y una cueva, la cueva de Macpelá, que es la que Abraham quiere que sea la sepultura de Sara. Por supuesto, todos ellos estaban dispuestos a cederle un sepulcro sin la menor discusión. Pero darle un terreno en propiedad era otra cosa. La tierra tenía un valor inalienable porque en aquella época, cada trozo de tierra era del dios de la misma, del que el propietario terrenal era un mero usufructuario y, por tanto, vendérsela a alguien que adoraba a otro Dios, por muy temible que fuese este Dios, era harina de otro costal. Así empieza una negociación que no tiene desperdicio. A duras penas puedo resistirme, por mor a la brevedad, a la tentación de copiar textualmente este regateo que no tiene desperdicio, pero sugiero que se lea en todo el breve capítulo 23 del Génesis.
Al final, cierran el trato en cuatrocientas monedas de plata cifra que, sin lugar a dudas, era una auténtica fortuna[1], lo que da una fina ironía a la frase de Efrón cuando ante la insistencia de Abraham de comprársela le dice, refiriéndose al precio que le ha pedido –“¿qué es eso para nosotros dos?”– , dicha en presencia de todos como un guante arrojado a Abraham, que está seguro de que éste no recogerá. No obstante, el Señor había favorecido tanto a Abraham que pudo aceptar el farol de Efrón y le compró el campo, siendo esta la primera y única posesión de Abraham, su hijos, su nieto y sus biznietos en la Tierra Prometida. Los israelitas no tendrán más parte en la Tierra Prometida que esa, hasta que la conquisten, al mando de Josué, unos seis siglos más tarde. En la cueva de Macpelá serán sepultados más tarde el propio Abraham, su hijo Isaac y su mujer, Rebeca y Jacob con una de sus mujeres, Lía, la madre de Judá. Pero eso lo veremos más adelante.
De momento, Abraham tenía un preocupación: casar a Isaac. El Señor había puesto en guardia a Abraham sobre el peligro de contaminarse con las perversas religiones de los pueblos que habitaban en la tierra de Canaán que, como se ha visto anteriormente, exigían el sacrificio por el fuego de sus hijos. Aviso que aún hoy puede ser aplicable a los cristianos que vivimos en una cultura anti religiosa con idolatrías a determinadas ideologías. Y uno de los principales riesgos de que se produjese esta contaminación –en la época de Abraham– provenía de los matrimonios con mujeres cananeas. Desde que la familia de Abraham saliese de Mesopotamia, para evitar esa contaminación, siempre se habían casado entre ellos, hasta el punto de que Sara era hermana de padre de Abraham, como se ha visto en una anterior singladura. Ahora bien, Abraham e Isaac, junto con Sara, vivían en una isla en medio de un océano cananeo. ¿Con quien podría casar a Isaac? No había más remedio que hacerlo con alguien de la familia que se había quedado en Jarán. En efecto, poco antes e la muerte de Sara, Abraham había recabado noticias de cómo había crecido la familia de Jarán. Se enteró de que su hermano Najor, casado con su prima hermana Melcá, había tenido varios hijos, siendo Batuel el menor de ellos. Y Batuel, a su vez, tenía una hija, llamada Rebeca. En ella puso Abraham su pensamiento como esposa de Isaac. Así pues, Batuel era primo de Isaac y su hija, Rebeca, sobrina segunda.
Pero Abraham no debía tenerlas todas consigo de que si mandaba a Isaac a Jarán a buscar a Rebeca, éste no decidiese quedarse allí, donde, seguramente, la vida era más cómoda. Así que mandó a un criado a buscarla. Es una larga historia, que no cuento aquí por brevedad, cómo el criado pide y recibe una señal de Dios indicándole cuál debía ser la mujer de Isaac. Y, efectivamente, esta mujer, resulta ser Rebeca. El clan familiar, viendo en todo el asunto una señal de Dios, y sabiendo que Abraham era un hombre rico, accede a la petición del criado de llevar a Rebeca a Canaán para casarse con Isaac, no sin antes pedirle a ella su consentimiento, que ella da (esta historia puede leerse en el largo capítulo 24 del Génesis. El pasaje termina con estas tiernas y pudorosas palabras, que reflejan el flechazo a primera vista entre los dos. No en vano el Señor los había reservado el uno para el otro mutuamente:
“ ‘¿Quién es aquel hombre que viene por el campo hacia nosotros?’ –pregunta Rebeca con admiración– ‘Es mi señor’ –responde el criado–. Ella entonces tomó el velo y se cubrió. El criado contó a Isaac todo lo que había hecho. Isaac introdujo a Rebeca en la tienda de su madre Sara, la tomó por esposa, y con su amor se consoló de la muerte de su madre”.
Muerta Sara, Abraham tomó una nueva mujer llamada Queturá, de la que tuvo seis hijos varones que fueron progenitores de sendos pueblos. También tuvo concubinas, con las que tuvo hijos. El último acto de Abraham como patriarca fue:
“Abraham dio todos su bienes a Isaac. A los hijos de sus concubinas –y se entiende que también a los hijos de Queturá– les hizo donaciones, y antes de morir, los envió lejos de su hijo Isaac, hacia las tierras de oriente”.
Cuando murió Abraham, sus hijos Isaac e Ismael, aparcando su enemistad, le enterraron juntos en la cueva de Macpelá, junto a su mujer, Sara, cerca del encinar e Mambré, donde fue concebido Isaac, en el campo de Efrón, el hitita, situado a las afueras de Hebrón, que Abraham le había comprado.
Isaac
De los tres patriarcas, Abraham, Isaac y Jacob, Isaac es un personaje de transición del que el Génesis habla relativamente poco. Algo ya he hablado de él a raíz de la búsqueda de Rebeca en Jarán para que fuese su esposa. Rebeca, al igual que Sara, era también estéril. Pero Isaac oró al Señor y su mujer se quedó esperando tras veinte años de matrimonio. Resultó que Rebeca había engendrado gemelos. Asustada, porque en aquella época un parto gemelar representaba un alto riesgo, fue a consultar al Señor, que le dijo, en verso:
“Dos
naciones hay en tu seno;
dos
pueblos se separan en tus entrañas;
uno
será más fuerte que el otro,
y el mayor servirá al menor”.
“Salió el primero, rubio y todo él velludo como una pelliza, y le pusieron el nombre de Esaú. Después salió su hermano, agarrando con la mano el talón de Esaú, y lo llamaron Jacob. […] Crecieron los niños; Esaú llegó a ser un diestro cazador y un hombre de campo, mientras que Jacob era un tranquilo beduino. Isaac prefería a Esaú, porque la caza era su plato preferido, mientras que Rebeca prefería a Jacob”.
El Génesis no cita en ningún momento de ninguna infidelidad de Isaac hacia Rebeca. Tampoco hay en la narración nada que parezca indicar que la relación de ese matrimonio de flechazo fuese tensa por la predilección por uno y otro hijo. Sin embargo, esta diferencia jugará un papel muy importante.
Para Rebeca, que había oído lo que el Señor le había dicho, no cabía duda de que Jacob, que era el menor, era el receptor de las promesas de Dios. A la vista de como eran al nacer y al crecer, es posible que tampoco tuviera duda sobre cuál era el fuerte y cual el débil. Por eso tomó partido por el que sabía el elegido y el que creía el débil. En cambio, Isaac había tomado partido por lo que creía la fuerza. Esaú, cazador, combativo, buen cocinero que le hacía unos guisos exquisitos con lo que cazaba… pero también hombre de impulsos inconstantes, mujeriego y al que le importaban tres caracoles las promesas del Señor. Pero, como demostraría la vida y la descendencia de uno y otro, el fuerte era también Jacob. Una fuerza de hombre serio y trabajador, de trabajo continuo, resistente y sufrido.
Cierto día en que Esaú volvía de cazar sin éxito, agotado, hambriento y de un humor de perros, se encontró con que Jacob acababa de preparar un buen potaje. “Dame de comer eso rojo que tienes ahí”, le dijo malhumorado. Cuando Jacob le dijo que se lo daría a cambio de sus derechos de primogénito, le contestó: “Estoy que me muero. ¿De qué me sirven los derechos de primogénito?” y le juró que, a cambio de aquel guiso le vendía sus derechos de primogénito.
También en época de Isaac hubo una hambruna en la tierra de Canaán y también, como siempre que esto ocurría, muchos de esas tierras emigraban a Egipto. Isaac pensaba hacerlo y, ya de camino, recaló en Guerar, donde ya había estado su padre, Abraham, en situación similar. Pero entonces se le apareció el Señor y le dijo:
“No bajes a Egipto, quédate en la tierra que yo te indicaré. Vivirás como emigrante en esa tierra; yo estaré contigo y te bendeciré, porque a ti y a tu descendencia daré estas tierras, cumpliendo el juramento que hice a tu padre Abraham. Multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y te daré todas estas tierras, y todas las naciones de la tierra recibirán la bendición a través de tu descendencia –otra vez una promesa universal–, porque Abraham me obedeció y guardó mis preceptos y mandamientos, mis normas y leyes”.
E Isaac se quedó en Guerar. Y allí, como también había hecho su padre con Sara, su mujer, hizo pasar a Rebeca por su hermana. Sin embargo los hombres de Guerar aún recordaban el caso de Abraham y, a diferencia de aquella vez, no se lo acabaron de creer, y no tocaron a Rebeca. Pero Abimélec, su rey, “vio que Isaac estaba acariciando a su mujer, Rabeca”. Así que esta vez, le reprendió, pero no le expulsó de su territorio como había hecho con Abraham. Sin embargo, la bendición del Señor, no se hizo esperar. Excavó pozos y, pesar de la sequía, sembró la tierra y recolectó el ciento por uno. Así, llegó a hacerse tan rico que despertó la envidia de Abimélec y su pueblo. Cegaron los pozos que había abierto y, esta vez sí, le expulsaron de su territorio. Pero allí donde iba, cavaba un pozo y salía agua. Sin embargo, siempre que aparecía agua, Abimélec iba con sus tropas y arrebataba el pozo a Isaac. Isaac debía ser un hombre de paz, además de darse cuenta de que no tenía nada que hacer contra los hombres de guerra de Abimélec, así que les cedía el pozo. Pero tan pronto como iba a otro lugar, excavaba y brotaba agua.
Así, expulsado y perseguido, llegó hasta Berseba, en pleno desierto del Néguev. Y allí se le apareció nuevamente el Señor para bendecirle otra vez diciéndole: “Yo soy el Dios de tu padre Abraham. No temas, porque yo estoy contigo. Te bendeciré y multiplicaré tu descendencia por amor a mi siervo Abraham”. Entonces viene el arrepentimiento y la adoración. “Isaac levantó allí un altar e invocó el nombre del Señor. Plantó allí sus tiendas, y sus criados cavaron un pozo”. Cuando Abimélec y su ejército fueron a repetir su hazaña contra el indefenso Isaac, les debió pasar algo muy especial porque cuando Abimélec y Picol, el jefe de su ejército, llegaron al campamento de Isaac, en vez de expulsarle de nuevo quedarse con el pozo, le dijeron:
“Hemos visto claramente que el Señor está contigo y nos hemos dicho: vamos a jurar un pacto entre nosotros; queremos hacer un pacto contigo: No nos harás daño, pues nosotros no te hemos tocado, sino que te hemos tratado bien, dejándote ir en paz. Tú eres ahora el bendito del Señor”.
Más adelante, cuando Jacob se encare con su suegro Labán, le recordará que si no hubiera estado protegido por el Terror de Isaac, le habría saqueado como Abimélec había saqueado a su padre. Algún hecho portentoso debió haber hecho el Señor, el Terror de Isaac, ante Abimélec para que éste buscara, hipócritamente, como un manso corderito, un pacto con Isaac. Isaac pudo haberle maldecido o, al menos haberle expulsado de su campamento con cajas destempladas, pero no hizo nada de eso, sino que “les preparó un banquete, y comieron y bebieron. Al día siguiente se levantaron de madrugada, y se prestaron juramento mutuamente. Después Isaac los despidió y ellos se fueron en paz”. Efectivamente, ya nunca más fueron molestados y tanto Isaac como, más tarde, su hijo Jacob iban de un lado para otro de la tierra de Canaán sin que nadie les molestase.
Justo después de esta historia, el Génesis nos dice:
“Cuando Esaú tenía cuarenta años tomo por mujer a Judit, hija del hitita Beerí, y a Besemat, hija del hitita Elón. Pero éstas trajeron muchos disgustos a Isaac y a Rebeca”.
Así pasaron los años e Isaac “era ya viejo y había perdido la vista”. A pesar del menosprecio de Esaú por las tradiciones familiares, Isaac seguía teniendo preferencia por él. No hay ninguna indicación de por qué no había todavía decidido a cuál de sus hijos transmitir las promesas del Señor. No había precedente para ello. El hecho es que llamó a Esaú, le dijo que saliese al monte a cazar y que le preparase un buen guisado a su gusto. Después de comérselo, le daría la bendición. Pero la astuta Rebeca había estado a la escucha y, en cuanto Esaú se fue, llamó a Jacob y le dijo que matase a dos cabritos buenos del rebaño y que una vez guisados por ella, se los llevase a su padre para obtener de él su bendición. Jacob, nada convencido con el engaño que su madre se disponía a llevar a cabo puso sus objeciones, más de tipo práctico que moral, ciertamente:
“Tú sabes que mi hermano Esaú es velludo y que yo soy lampiño; si por casualidad mi padre me palpa y descubre que soy un impostor, atraería sobre mí la maldición, en vez de la bendición”.
Pero ningún obstáculo era insalvable para la astuta Rebeca. Para tranquilizar a Jacob, su madre le dijo:
“Caiga sobre mí la maldición hijo mío. Tú hazme caso y ve a buscar los cabritos”.
Sin protestar demasiado, Jacob trajo los dos cabritos ya desollados, con sus pieles. Entonces “ella preparó el guiso como a su padre le gustaba. Tomó después Rebeca la ropa de Esaú, la mejor que tenía, y se la puso a Jacob. Con las pieles de los cabritos cubrió sus manos y la parte lisa de su cuello y puso en las manos de Jacob el guiso y el pan que había preparado”. Lo primero que Isaac le preguntó era cómo había encontrado tan pronto la caza, a lo que Jacob responde tomando el nombre de Dios en vano: “Porque el Señor, tu Dios, me la ha puesto en las manos”. El pobre anciano ciego cayó en el engaño, no sin dudas y sin antes preguntar a Jacob: “¿Eres tú de verdad mi hijo Esaú?”, a lo que, sin ningún rubor, Jacob contestó: “Sí, yo soy” y, tras eso le dijo que se acercase y le besó. El olor de las ropas de Esaú convenció al anciano de que realmente era él y le dio su bendición diciendo en verso:
“El
aroma de mi hijo
es
como el de un campo
bendecido
por el Señor.
Que
Dios te conceda el rocío del cielo,
la
fertilidad de la tierra,
trigo
y mosto en abundancia.
Que
los pueblos te sirvan
y
las naciones se inclinen ante ti.
Sé
señor de tus hermanos
y
que se postren ante ti
los
hijos de tu madre.
Maldito
sea quien te maldiga,
y quien te bendiga sea bendito”.
Unas horas después, cuando Esaú vuelve con la caza, se entera del engaño e intenta que su padre rectifique. Pero éste no sólo no rectifica, sino que no da otra bendición a Esaú. En la siguiente generación, Jacob sí tendrá bendiciones para sus doce hijos, pero Isaac no quiere dar una segunda bendición a Esaú. Tal vez, en el fondo de su alma, sabía que Esaú no sería un buen heredero de la promesa. No he querido restar ni un ápice a la bajeza del engaño de Rebeca y Jacob, tal y como lo cuenta el Génesis. Ciertamente, Rebeca, desde el momento del nacimiento de sus dos gemelos, supo que el mayor, Esaú, serviría al menor Jacob, que esa era la voluntad que le había expresado el Señor. Pero ni la aceptación por parte de Isaac de la bendición a Jacob, ni el hecho de que Rebeca conociese la voluntad del Señor, quitan ni un ápice de gravedad al pecado cometido por la madre y el hijo. Dios hubiese tenido muchas maneras de hacer que al final, si esa era su voluntad, la bendición de Isaac recayera sobre Jacob. Pero ni Rebeca ni Jacob, aunque tuvieran razón, confiaron en Dios ni le dejaron ser Dios, sino que se arrogaron ellos ese papel mediante un pecado. Pero Dios sabe servirse del mal, sin que éste deje de ser mal, para sacar de él un bien. Y no he querido quitarle ni un ápice de la gravedad a ese pecado porque es otro ejemplo más del binomio pecado-perdón del que he dicho que se repite de mil maneras en la Biblia. Lo que ocurre es que en este caso, las consecuencias que, como siempre, trae aparejado el pecado hasta que obtiene el perdón, son especialmente duras para Jacob. Por lo pronto, Esaú, furioso, exclama para sus adentros y para todo el que le quiera oír:
“Se acerca el día en que se hará duelo por mi padre; entonces mataré a mi hermano Jacob”.
Por supuesto, Rebeca se entera de las intenciones de su hijo mayor y le recomienda a Jacob que se vaya a Jarán, donde viven su padre y sus hermanos y que se quede allí hasta que se enfríe la cólera de Esaú. Después, en otro despliegue de astucia le dice a Isaac:
“Estas mujeres hititas –refiriéndose a las de Esaú– me hacen la vida imposible. Si Jacob toma por mujer a una hitita como éstas, una muchacha de este país, prefiero morir”.
E Isaac, pobre hombre ingenuo, pica el anzuelo, llama a Jacob y le dice, a modo de orden y reiterando su bendición sin ningún resentimiento:
“No te cases con una mujer cananea. Anda, vete a Padam Aram, a casa de tu abuelo Batuel, y toma allí por mujer a una de las hijas de tu tío Labán. Que el Dios Poderoso te bendiga y te haga tan fecundo y numeroso que llegues a ser una muchedumbre de naciones. Que Él te conceda la bendición de Abraham a ti y a tus descendientes y llegues a poseer la tierra en la que resides como emigrante, la que Dios entregó a Abraham”.
Así,
con el mandato y la bendición de su padre, por miedo a que Esaú le mate en cuanto
éste muera, Jacob huye de la Tierra Prometida. Abraham no había permitido a
Isaac que se fuese a Jarán a buscar mujer por miedo a que se quedase allí. Pero
a él no le queda más remedio que ordenar a su hijo que la abandone. No volverá
a ella hasta veinte años más tarde y cuando vuelva, no lo hará por su propia
voluntad. Pero era la voluntad de Dios que volviese, y volvió. Lo veremos en la
próxima singladura.
[1] No tengo una idea cabal de lo que
pudieran representar 400 monedas de plata en aquella época, pero por otras
referencias bíblicas comparables, se me antoja que Efrón se aprovechó de
Abraham. En efecto, san Mateo nos dice en su evangelio lo siguiente,
refiriéndose al “arrepentimiento” de Judas: “… devolvió las treinta monedas
de plata a los jefes de los sacerdotes […] Los jefes de los sacerdotes tomaron
las monedas y dijeron: ‘No se pueden echar en el tesoro del templo, porque son
precio de sangre’. Y después de deliberar, compraron con ellas el campo del
alfarero para sepultura de forasteros”. Si consideramos que este campo
estaba al lado de la gran ciudad de Jerusalén, mientras el de Abraham estaba cerca
de la pequeña ciudad de Hebrón, admitimos que la inflación ha sido una
constante en la historia de la humanidad y nos damos cuenta de que entre los
dos episodios median 1.800 años, entonces, el precio de 400 monedas de plata
debió ser un auténtico latrocinio contra Abraham.
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