10 de septiembre de 2021

El Evangelio escondido de Mattaj 6: Capítulo III, Recuerdos de juventud

 CAPÍTULO III

 RECUERDOS DE JUVENTUD

Nada más entrar en casa de Pedro, me di cuenta de que tenía un sueño inmenso. El día había sido largo e intenso. Tenía sueño, pero no me sentía en paz. Jesús me dijo:

- ¿Quieres dormir, Leví?

Me extrañó que me volviese a llamar Leví cuando hacía un instante me había cambiado el nombre por el de Mattaj, pero acepté el ofrecimiento. Me enseñaron un pobre jergón en una de las habitaciones que contrastaba con mi lujosa cama con dosel y sábanas de lino puro. La casa de Simón estaba atestada. En una casa con tres habitaciones y un amplio vestíbulo vivían el propio Simón y su suegra, Noemí –Simón había enviudado hacía unas lunas–, el maestro, Andrés, Jacob, Juan, Baruc, un rico comerciante en vinos y manjares exquisitos, que había sido proveedor de mi casa hasta que desapareció hacía unas semanas –me pregunté extrañado qué hacía aquí entre los seguidores del maestro–, dos de los primos de Alcimo y otros tres a los que no conocía. Al ver a Baruc encontré la respuesta a una cosa que me preguntaba subconscientemente desde la primera vez que vi a Jesús. Sabía que se parecía a alguien que yo conocía, pero no sabía a quién. Jesús y Baruc tenían un aire que les hacía parecerse. No era un gran parecido, pero si lo suficiente para llamar la atención. Eran además de la misma edad, por lo que podían parecer mellizos. La suegra de Simón ocupaba una de las tres habitaciones y el resto, cuando el grupo no estaba de gira, dormían repartidos en las otras dos. El vestíbulo de la casa servía de lugar de reunión para hablar y recibir a la gente que venía. Allí fue donde Jesús curó el día anterior a Alcimo. Vi que el techo ya estaba arreglado. Las habitaciones eran pequeñas, pintadas de blanco y sin la más mínima decoración. Caí sobre el jergón medio muerto, pero era incapaz de dormirme. Mis sueños eran siempre inquietos. Todas las noches me asaltaban terribles pesadillas en las que mi madre lloraba mientras mi padre me lanzaba una terrible maldición. Por eso tenía un miedo cerval a la noche y al sueño.

Estaba sumido en estas meditaciones cuando entró Jesús. Se sentó en el borde del jergón sin decir una palabra. Entonces, como un torrente, mis recuerdos se agolparon en mí y pugnaban por salir atropelladamente de mi boca. Cada palabra que salía de ella era como si alguien me liberase de varias toneladas del inmenso peso que gravitaba sobre mis hombros. Había revivido esos recuerdos cientos de veces para mí mismo. Siempre teñidos de amargura y furia. Sin embargo, ahora salían de mi boca, acompañados por primera vez de la palabra y, también por primera vez, había unos oídos que escuchaban con amor.

Me vi de niño, jugando en los montes de Judea, en Modín, mi pueblo natal. Modín era un pueblo famoso. Salía en las Escrituras. Allí fue donde Matatías inició la rebelión que luego se llamaría de los Macabeos –de Maccabbi, que quiere decir martillo, porque un martillo fueron para los emperadores seléucidas–, capitaneada sucesivamente por él y por sus siete hijos. Todos ellos murieron en una u otra fase de la rebelión, pero el hecho de que consiguieran la independencia de Judea, perdida desde la conquista de Ierushalom por Nabucodonosor cuatro siglos y medio antes, les dio una aureola mítica en todo Israel. Sólo el hecho de que los Macabeos fuesen de la tribu de Leví, en vez de ser de la de Judá, evitó que proclamaran Ungido a Simón, el más joven de los hermanos y el que consiguió la independencia. Claro que ahora las cosas eran distintas. Entonces, la potencia ocupante no era Roma, sino un decadente imperio Seléucida. Pero en todo caso, en Modín todos los Macabeos eran como los ungidos y allí, el tiempo se contaba a partir de la rebelión de Matatías.

Mi padre, Alfeo, era descendiente directo de un hermano de Matatías. Eso era el orgullo de mi padre y de toda mi familia. Mi madre, Susana, también era de las familias más notables de Modín. En su juventud, mi padre había luchado contra las tropas de Antípatro, a favor de Antígono Matatías. Antípatro, el padre de Herodes, era idumeo y amigo de los romanos, mientras que Antígono descendía directamente de los macabeos y estaba aliado con los partos. Mi padre era un gigante de casi seis pies, de una fuerza hercúlea que gozaba, por su trayectoria política y guerrera, de un gran prestigio, aunque los representantes de Herodes le odiasen a muerte. Mi madre, tan sólo dieciocho años mayor que yo, era, en cambio, de una belleza delicada, como una figura de alabastro finamente tallada. Yo era su único hijo. Nací en el año 157 de la rebelión. Con esta historia, no era de extrañar que Modín fuese una fuente de reclutamiento para los zelotas, los exaltados guerrilleros que querían a toda costa obtener la liberación de Israel del poder de Roma a través de levantamientos, motines, golpes de mano y acciones terroristas paramilitares. Nutrían su sanguinario ejército de las familias más exaltadas entre las que elegían a los que a los quince años prometían ser buenos guerreros o estrategas. En mi pueblo, todos los juegos de niños consistían en tender emboscadas a los romanos y matarles de las maneras más crueles posibles. Y en esos juegos yo destacaba tanto en la imaginación de las estrategias de ataque como en su puesta en práctica. Medía una cabeza más que todos los chicos de mi edad y les sobrepasaba abrumadoramente en fuerza. Pero, al mismo tiempo, sentía una ardiente piedad por YeHoVaH, Dios de Israel, y no dudaba de que Él enviaría en su día a su Ungido, descendiente del glorioso rey David, para hacer de Israel dominadora de todas las naciones. En todos mis juegos, me imaginaba ser uno de sus más brillantes generales.

Dadas mis dotes, no era de extrañar que cuando cumplí los quince años, los reclutadores de los zelotas fuesen a hablar con mi padre. Era un hombre temeroso de YeHoVaH. Todas las tardes nos leía pasajes de las Escrituras. A pesar de su pasado guerrero, se había convertido en un hombre pacífico. Incluso gustaba de recitar un pasaje de los Proverbios que dice: “Si tu enemigo cae, no te alegres, ni se goce tu corazón en su caída”. Y más adelante: “Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer, si tiene sed, dale de beber”, aunque siempre se apresuraba a completar el versículo: “Porque así amontonas ascuas sobre su cabeza y Elohim te recompensará”. Por eso no vio con buenos ojos que los zelotas, a los que consideraba unos sanguinarios, se fijasen en mí. Pero en Modín, que los zelotas solicitasen al hijo de alguien del pueblo era considerado como un inmenso honor. Por eso no supo resistirse y aceptó que me fuese con ellos. Pero yo tenía otras ideas. Una cosa era servir a las órdenes del Ungido cuando viniera y otra muy diferente, ponerme a las órdenes de unos sanguinarios terroristas que hacían la guerra por su cuenta sin la más remota posibilidad de éxito y a los que, por añadidura, mi padre me había enseñado, si no a odiar, por lo menos a no considerarles en demasía. Así que le dije que los zelotas podían matarme si querían, pero que yo no me iría con ellos de ninguna manera. Nunca nadie en el pueblo se había negado a sus reclutamientos y no se sabía, por tanto, cuál podría ser su reacción. Mi padre, muy a duras penas, con la ayuda de mi madre, entendió mi negativa y se dispuso a explicársela a los zelotas.

Nunca pudimos imaginar la violencia de su reacción. Nos acusaron de traición y un tribunal improvisado por ellos mismos sobre la marcha nos consideró culpables. En consecuencia, violaron públicamente siete veces a mi madre, a mi padre le trasquilaron la barba y le cortaron la túnica a la altura de las nalgas. Después, con unos juncos le azotaron las pantorrillas para hacerle saltar y que todo el pueblo se riera de él. Soportó un gran número de azotes sin pronunciar una queja ni hacer un solo gesto de dolor y, por supuesto, sin dar un solo salto, por lo que el público no pudo soltar ni una carcajada. A mí me dieron, en la plaza de Modín, los treinta y nueve latigazos rituales que prescribe la ley de Moisés. No me azotaron con juncos. Lo hicieron con una larga y áspera soga de esparto, doblada varias veces sobre sí misma, formando un grueso haz que sólo una mano poderosa podía sujetar con fuerza. Me ataron por las muñecas y me izaron usando la rama de un árbol, hasta que mis pies tocaron el suelo sólo con las puntas. Tal vez por la dignidad de mi padre, se cebaron conmigo y no ahorraron ni un ápice de fuerza ni perversión en cada uno de los golpes. Yo, orgulloso de mi padre, intenté no proferir una sola queja, pero pronto mis alaridos resonaron por todo el pueblo. A fin de cuentas, sólo era un niño de quince años. Diez latigazos en la espalda, diez en las nalgas y parte trasera de las piernas, diez en el parte delantera de las piernas y el bajo vientre y nueve en el pecho, abdomen y rostro. Resultado: Aparte de las innumerables heridas, cinco costillas rotas, el hombro izquierdo descoyuntado, la nariz destrozada, una ceja partida y un testículo reventado en un golpe de abajo a arriba en un momento en que separé un poco las piernas. Después soltaron la cuerda que me mantenía izado y caí al suelo como un saco de patatas. Me dejaron medio muerto. Ordenaron, bajo pena de una paliza similar, que me quedase en la plaza hasta que pudiese andar por mi propio pie y prohibieron, bajo la misma pena, que nadie me prestase auxilio. Sin duda esperaban que muriese. Y lo hubiese hecho si no hubiese sido por mi madre que, despreciando las órdenes, me arrastró como pudo a casa y me curó. Por el motivo que fuese, los zelotas no cumplieron contra mi madre la amenaza que habían proferido. Hasta en su infectado corazón debieron pensar que ya la habían ultrajado demasiado. Sin embargo, mi padre siempre nos achacó a mi madre y a mí la ignominia que había caído sobre la familia. Nos dejó de hablar, salía de la habitación en la que entrábamos cualquiera de los dos y jamás volvió a mirarnos a los ojos. En el pueblo pasé, de ser el jefe indiscutible en todos los juegos, a ser un proscrito al que nadie saludaba. A mi madre, cada vez que se cruzaba con alguien del pueblo, le escupían en la cara la palabra: ¡Impura! Pero jamás vi en sus ojos una mirada de reproche y siempre encontré en ella una ternura inalterable hacia mí.

Por mi parte, tomé una decisión. Escrutaría las Escrituras para descubrir el tiempo en que había de venir el Ungido vengador. El rabino del pueblo, hombre bondadoso, se avino a enseñármelas. Fui un buen alumno y, a los diecisiete años, me las sabía casi de memoria, junto con algunas de las múltiples interpretaciones que habían dado los grandes maestros después de la destrucción del Templo de Salomón. Fueron dos años duros, en los que sólo el afán de conocer las Escrituras me mantuvo a flote. Llegó el momento en el que el buen rabino de Modín no podía enseñarme más. Sólo en las escuelas de escribas podían aportarme más conocimientos. Pero para entrar en las escuelas de escribas, en especial en la de Ierushalom, a la que yo quería ir, había que pasar un difícil proceso. No se trataba solamente de un examen de las escrituras, que yo hubiese pasado con creces. Había que acreditar pertenecer a una de las familias de Israel desde hacía más de diez generaciones y que no hubiese en la familia ninguna mancha de impureza. Lo primero tampoco era problemático. Mi familia podía seguirse fehacientemente hasta mucho más atrás de los tiempos de Matatías, casi hasta destrucción del primer Templo. Pero los escribas investigaron todo y decidieron que la violación de mi madre, la humillación de mi padre y mis treinta y nueve latigazos eran impurezas que no podían manchar el buen nombre de un escriba. Éramos una familia deshonrada, de forma que, también públicamente, se anunció que había sido rechazado como alumno de la escuela de escribas de Ierushalom y de cualquier otra a la pretendiese ir.

Esto era más de lo que mi padre podía soportar y fui fulminantemente expulsado de mi casa. Decidí quedarme en Modín, en parte por obstinación, pero, sobre todo, para no dejar sola a mi madre. Pero la verdad es que sobrevivir en mi pueblo era misión imposible. De forma que, tras unas lunas en los que sólo me alimentaba de lo poco que mi madre podía escamotear de casa de mi padre, me tuve que ir.

Y, a dónde me iba a ir, sino a Ierushalom, la gran ciudad. Menos mendigar, hice de todo. Primero intenté ganarme la vida honestamente, pero en Judá no hay cerdos que alimentar. Trabajaba a salto de mata, un día sí y diez no, con lo que apenas me alcanzaba para subsistir. Por fin un día encontré un trabajo fijo. Me contrató un usurero para intimidar a los morosos que no le pagaban a tiempo. Al principio eran sólo miradas intimidantes, amenazas verbales. Después vino el siguiente paso. Matar al buey o al asno del deudor, cortándole la cabeza y dejándola en el umbral de su puerta. Un día ocurrió lo inevitable: Mi jefe me ordenó que diese una paliza a uno de sus deudores más morosos. Me negué y fui fulminantemente despedido. Por supuesto, no me pagó nada de mis últimas semanas de trabajo, que el usurero se guardaba como “garantía”. Volví al trabajo a salto de mata y al hambre. Así sobreviví, si a eso se le puede llamar sobrevivir, durante cuatro largos años.

Cierto día en que pasaba por delante de la fortaleza Antonia, un soldado romano que salía de ella, me llamó.

- ¡Eh, tú! Pareces fuerte y duro. ¿Querrías ser cobrador de impuestos de Roma?

¿Yo? ¿Cobrador de impuestos de los ocupantes? Antes la muerte. Pasé de largo lo más rápido que pude sin contestar. Pero durante ese día y el siguiente, la idea no se me quitaba de la cabeza. Un trabajo seguro. Adiós al hambre. ¿Un trabajo infame? ¿Hay algo más infame que el hambre? Además, ¡por probar…! Sólo unos años, lo justo para ahorrar un poco. Nadie tiene por qué enterarse. Así que, al día siguiente, me pasé por delante de la fortaleza, conté lo que me había dicho el legionario el día anterior y supliqué que me admitiesen como recaudador. Llamaron al legionario reclutador que al verme me dijo con una ironía hiriente:

- De modo que nuestro digno judío está aquí, suplicando lo que ayer despreció. Bueno, pues no sé si ahora me interesas. Pásate dentro de tres o cuatro días y veremos.

Me fui indignado, pero conté los días y, al tercero, muy de mañana, me presenté en la fortaleza. Allí estaba el legionario.

- Pues mira, judío –me dijo, arrastrando la palabra judío con infinito desprecio–, ya no hay plaza para ti. Pero un recaudador del Offel que tiene auténticos problemas, necesita un guardaespaldas realmente fuerte. Ve a hablar con él. Se llama Abdías. Vive cerca de aquí, en el barrio alto de Ierushalom.

El Offel es el barrio bajo de Ierushalom. Está situado en lo que antaño fuese la ciudad de David, en lo que en esos tiempos se llamaba el monte Sión. El antiguo monte Sión era, efectivamente, un monte si de miraba desde el sur, este u oeste. Al este está el valle del torrente Cedrón, el valle de Josafat, donde tendrá lugar el juicio del fin de los tiempos y donde se producirá la resurrección final de los justos. Al oeste se encuentra el valle Hinnón o de la Gehena, en el que antaño los cananeos ofrecían a sus hijos en sacrificio de fuego a su sanguinario dios. Allí estará el infierno de llamas inextinguibles al que los judíos creen que irán los impuros. Yo, en esa época, me veía irremediablemente condenado a acabar allí, porque había sido repudiado como escriba y no me creía capaz, ni tampoco quería, de cumplir todas las prescripciones de pureza de la Ley. Al sur del antiguo monte Sión se unen los dos valles. La antigua Salem de los jebuseos, sobre el Sión, era inexpugnable por estos tres sitios, pero por el norte estaba dominada por el monte Moria. Se había construido allí, a pesar de ese punto débil, porque era necesario abastecer de agua a la ciudad desde un manantial, el Guijón, que brotaba en la parte alta del valle del Cedrón, más alta que Sión pero más baja que el Moria, a donde no podía llegar su agua. Desde ahí fue conquistada por David. Salomón, el hijo de David, construyó el Templo en el Moria. Muchos y muy importantes y extraordinarios acontecimientos ocurrieron en el Moira antes de la construcción del Templo. Cerca de él murió y fue sepultado Adán. Desde él se elevó uno de los pilares del arco de la alianza de siete colores con el que Dios estableció su pacto con Noé tras el diluvio. Allí el ángel de YeHoVaH paró el brazo de Abraham cuando estaba a punto de sacrificar a su hijo Isaac. Allí se detuvo el ángel exterminador con el que Dios castigó a Israel por la presunción de David. La oración del rey desde Sión, viéndolo llegar por el norte, hizo aplacarse la cólera de YeHoVaH. Para abastecer el Templo de agua, Salomón hizo construir unos enormes aljibes en los que almacenar el agua de lluvia. Se conocían con el nombre de la piscina probática o de las ovejas, porque allí se lavaban las reses destinadas a ser sacrificadas en el Templo. Tras la destrucción del Templo por Nabucodonosor y la liberación del exilio de Babilonia, Zorobabel construyó el segundo Templo, mucho más modesto que el primero. Pero Herodes, hace tan sólo cincuenta y ocho años inició la inmensa obra de engrandecimiento del Templo para que fuese el esplendor del mundo para judíos y gentiles. En esos días estaba prácticamente recién terminado. Para ello se había tenido que agrandar la extensión del Moria con unos poderosos contrafuertes, por lo que el antiguo monte Sión, del que se había sacado tierra para rellenar la explanada, se había quedado como un enano mutilado a la sombra del muro sur de la explanada del Templo. Así, el Offel, al pie del contrafuerte sur del Templo, había quedado reducido a un barrio sombrío donde vivían artesanos humildes. De día era un zoco populoso y abigarrado, por el que pululaban todo tipo de ladrones a la caza de rapiñas. De noche era un foco de delincuencia donde los salteadores acechaban al último artesano en levantar su puesto o al primero en abrirlo y, entre medias, al abrigo de la oscuridad, a cualquier incauto que se aventurase en él. De día o de noche, era el sitio más peligroso de Ierushalom. Hacía algunos siglos que los judíos habían empezado a llamar el monte Sión a otra colina, situada al oeste del Moria y más alta que éste. Allí estaba el llamado barrio alto, donde vivía la gente acaudalada de la ciudad. Allí me fui a buscar a Abdías y esperé a su puerta hasta la caída de la tarde. Venía sudoroso y de muy mal humor remontando la empinada cuesta que llevaba del Offel al barrio alto.

- Recaudar impuestos en el Offel es una tortura –comentaba airado para sí, escoltado por sus dos matones.

Uno de ellos tenía una brecha en la cabeza. Parecía como si se la hubiera hecho hacía unas horas y la sangre, recién coagulada, formaba, junto con el polvo y el sudor, una costra blanda y pastosa que se apelmazaba con el pelo. Los guardaespaldas ni siquiera contestaron. El recaudador seguía hablando consigo mismo.

- Hace unas lunas mataron a uno de mis guardaespaldas y yo mismo puede escapar por los pelos a una revuelta y hoy casi pasa lo mismo, necesitaría a alguien más contundente que estos inútiles –dijo, mientras los miraba con desprecio.

- ¿Te sirvo yo? –le pregunté estirándome lo máximo posible.

- Podrías servirme... podrías servirme –me dijo taimadamente mientras me escrutaba de cabeza a pies.

Leí en sus ojos la aprobación. A pesar del hambre, yo era un joven de veintiún años, alto como un ciprés del Líbano, fuerte como un elefante cartaginés y ágil como una pantera nubia. Mi ceja rota y mi nariz partida me daban un aire terrible. Mi único testículo útil parecía segregar suficientes hormonas como para darme un aspecto de oso salvaje. Pero inmediatamente sus párpados se cerraron en una rendija por la que se leía la avaricia.

- Naturalmente, el sueldo no será muy grande, digamos... tres denarios a la semana, porque no tienes experiencia en estas lides. Te descontaré un denario por la alimentación y, claro está, te retendré doce semanas como garantía. ¿Qué te parece?

Me parecía un auténtico robo pero, ¿qué podía hacer? Era un sueldo seguro, incluía comida y, sobre todo, era mi única oportunidad. Acepté.

En los años que estuve con Abdías, no hubo bajeza que no le viese cometer. Por supuesto, aumentaba desmesuradamente las cantidades que debía recaudar, aceptaba pago en especie en la forma de abuso sexual con las hijas o mujeres de aquellos desgraciados que no podían satisfacer sus exigencias dinerarias. Cuando se cansaba de ellas, las vendía como esclavas para cobrarse por adelantado lo que quería y, si eso no le parecía suficiente, subastaba todas las pertenencias del desgraciado. En todas esas ocasiones, mi obligación era la de protegerle. Y, a fe que lo hice bien. Disolví a palos innumerables revueltas y asaltos, delaté a los romanos, con mentira, a los sospechosos, desbaraté varios intentos de asesinato y más de uno acabó en la cruz por ello. Sin embargo, en mi fuero interno le odiaba con toda mi alma y, una vez, estuve a punto de estrangularle con mis manos mientras dormía. Me juraba a mí mismo que, si algún día era recaudador, sería un recaudador honesto.

Periódicamente, varias veces al año, iba a Modín. Bueno, no iba a Modín, sino al pueblo de al lado. Llevaba un poco de dinero para mi madre, pero ella no quería aceptarlo. Decía que, aunque la despreciaba, mi padre la mantenía y no pasaba ninguna necesidad material. Él se enteraba de mi presencia –era un secreto a voces para todo el pueblo–, pero no hacía el más mínimo intento de verme. Simplemente, hacía como si lo ignorase, haciendo la vista gorda de las visitas de mi madre al pueblo vecino. Pero después de un año más o menos de trabajar para Abdías, mi padre se enteró de mi oficio de matón a sueldo de publicanos. En mi cuarta visita, cuando mi madre acababa de entrar discretamente en la habitación de la posada en la que me hospedaba, apareció mi padre. La emprendió a palos conmigo. Quiso también pegar a mi madre, pero me interpuse, agarrándole el bastón y le dije mirándole a los ojos con una mirada en la que debía arder el odio más tórrido.

- Como maltrates de la más mínima forma a mi madre, con estas manos –y le puse las manos, enormes, delante de los ojos mientras con una de ellas agarraba el bastón como si fuese una brizna de paja–, con estas manos –repetí–, te estrangulo.

Soltó el bastón y, por un instante, dudó si abalanzarse sobre mí, pero el palmo que le sacaba, mi juventud, su incipiente vejez y, creo, el odio que vio en mis ojos, le hicieron desistir. Si me hubiese atacado creo que le hubiese matado a palos. En vez de atacarme, me señaló con un índice nudoso como una rama de olivo, mientras su boca vomitaba su maldición:

- Que las brasas del infierno se amontonen sobre tu cabeza, que ardas en la gehena por toda la eternidad, que ni la tierra ni el cielo te den cobijo, que no tengas por amigos ni a los alacranes del desierto y que el día del juicio, tu castigo sea mayor que el de todos los habitantes de Sodoma y Gomorra juntos.

Su boca echaba una saliva espesa y sus ojos parecían dos ascuas como las que quería que se amontonasen sobre mi cabeza. Mi madre gritaba de terror y lloraba con gemidos que aún hoy hieren mis oídos más que la maldición de mi padre. Salió de la habitación y mi madre, tras dirigirme una mirada de lástima como la que se lanza a un perro que va a ser matado a palos, se fue tras él. Yo salí corriendo y no me detuve hasta llegar a Ierushalom. Sólo de vez en cuando me paraba para descargar mi cólera dando patadas a las rocas, destrozándome los pies.

Pasé, en total, más de cinco años con Abdías, llegando a ser su mano derecha. En ese tiempo envié cientos de cartas a mi madre de las que jamás obtuve respuesta. Estoy seguro de que mi padre las interceptaba. De cuando en cuando mandaba a alguien para que me informase de su salud y siempre recibía noticias tranquilizadoras. Pero un día, el legionario responsable del reclutamiento de publicanos, me vino a ver y me propuso ser recaudador en un pequeño pueblo de pescadores del mar de Galilea; Cafarnaum. Me sonaba vagamente el nombre.

- No hay mucho que ganar –me dijo– porque fuera de unas cuantas barcas de pesca, el pueblo no tiene más riqueza. Pero tú conoces bien el oficio y seguro que eres capaz de sacar una buena tajada. ¿Te interesa?

Me interesaba. No podía soportar más a Abdías. Si no le había matado era porque me daba asco ensuciarme las manos con él. Así que acepté. Llevo aquí catorce años. En total, diecinueve años sin ver a mi madre y catorce en los que no he sabido absolutamente nada de ella, en los que he intentado inútilmente olvidar mi pasado. Años en los que he aprovechado, sin embargo, para identificar a los zelotas que ultrajaron a mi familia y urdir un plan de venganza para acabar con todos ellos. Hace doce, me enteré de que Abdías había sido asesinado. Me alegré. Pero si un día pensé que iba a ser un recaudador honesto, pronto se me pasó la tentación. He hecho casi de una en una todas las bajezas que he visto hacer a Abdías. Algunas de ellas sin necesidad, porque, si bien Cafarnaum es más pobre que el popular barrio del Offel en Ierushalom, también es menos violento y no hay necesidad de tanta dureza para garantizar mi seguridad. Sólo de una bajeza me he librado. La primera vez que intenté cobrar en especie sexual abusando de la hija de un insolvente, casi una niña, vomité. Nunca más lo he intentado. Fuera de eso, no he sido mucho mejor que mi antiguo jefe.

Me callé. Casi se me había olvidado que estaba hablando con Jesús. Cuando terminé la historia de mi vida, levanté la vista y mis ojos se encontraron con los suyos. No había reproches. Sólo una infinita compasión. Y una pregunta:

- ¿Le has perdonado?

No me cupo duda, aunque la última persona de la que había hablado en mis recuerdos era de Abdías, de que Jesús se refería a mi padre. No contesté. Bajé la vista. No, no le había perdonado.

Tras un rato de silencio, me volvió a preguntar:

- ¿Y a ellos?

- ¿A ellos? –levanté los ojos y los clavé, llenos de odio en los dos océanos de misericordia que tenía delante–. A ellos los mataría de uno en uno arrancándoles las entrañas con mis propias manos para echárselas a los perros.

Entonces, mirándome a los ojos con un amor imposible de expresar con palabras me contó un relato de un rey que perdonó una deuda fabulosa a uno de sus súbditos y contempló cómo, nada más salir de su audiencia, ese miserable acogotaba a un colega suyo para que le pagase unos denarios. Después, me abrazó. Noté las palmas de sus manos, muy abiertas, presionándome la espalda. Recordé el abrazo de Pedro mientras me decía “Leví, Leví, hermano, hermano”, en la cena. Pedro, a quién yo había llevado al borde de la ruina con mis abusos. Volví a ver mi vida y tuve asco. Pero de sus manos salía un calor que me inundaba por completo de paz y mi asco por mí mismo se iba transformando en aceptación, como si mi miseria se fuese alejando de mí para pertenecer a otro mundo, hundiéndose en un mar de bondad. Al mismo tiempo, el odio se disolvía como un azucarillo en agua caliente. No sé cuánto tiempo duro este abrazo infinito, pero cuando me soltó, me cogió por los hombros me alejó de él la distancia de sus brazos y clavó su mirada suplicante en mis pupilas. No pude resistirla. Bajé los ojos y le dije:

- Sí, Elohim –la palabra Elohim debida en las Escrituras únicamente a YeHoVaH, salió de mí como algo natural, aunque mi memoria se sorprendiese de que mi corazón la hubiese usado–, creo que les he perdonado a ellos y a mi padre, pero ayuda a mi odio a disolverse.

- Conviene que así sea –me dijo– porque si no, yo tampoco podría perdonarte.

En ese momento, sentí que yo también era perdonado por los miles de personas a las que había ultrajado desde que entré al servicio de Abdías.

- El odio –continuó– es un veneno ponzoñoso que corroe el alma. Sólo el perdón puede contrarrestarlo y limpiarnos. Ahora –me dijo levantándome la cara y poniéndome las dos manos sobre mi cabeza–, descansa en mi paz. Ahora sí te puedo llamar, de verdad, Mattaj, ahora sí vas a ser un don de Dios, ahora sí, tus pecados te son perdonados.

Otra vez noté el cálido fluido pasar de sus manos a mi cabeza. Me tumbé en el jergón. Apenas pude ver cómo él salía de la habitación antes de quedarme dormido, pero me dio tiempo a pensar: Es bueno haber contado esto a un hombre. ¿Cómo, si no, hubiese podido sentirme perdonado por todos aquellos seres humanos a los que he hecho tanto daño? Tal vez, algún día, otros me cuenten a mí sus pecados. Tal vez un día yo pueda ser otro Jesús. Y caí en un profundo sueño.

En ese sueño diurno, soñé con mi padre y con mi madre. Pero no fue el terrible sueño de la escena de la maldición, que me despertaba todas las noches bañado en sudor. Vi a mi padre en su lecho de muerte, en brazos de mi madre, con la angustia y el miedo pintados en su rostro, llorando y pidiéndole su perdón.

- ¿Cómo podrás perdonarme, Susana –decía entre sollozos–, todo el mal que te he hecho? ¿Cómo podré pedirle perdón a Leví, nuestro pequeño, al que he destrozado la vida? No sé ni donde está. Tal vez esté muerto y mi maldición haya caído sobre él. ¡Qué horror, Susana!, ¿cómo puedo presentarme así al juicio de YeHoVaH?

- Yo ya te he perdonado, Alfeo, ya te he perdonado –le dijo mi madre con suavidad mientras apretaba tiernamente su cabeza contra su pecho–. Te perdoné hace años. Sólo esperaba que me lo pidieses con sincero corazón. Y mi corazón de madre me dice, con una certidumbre que no sabría explicar, que Leví vive y que también te ha perdonado. No tengas miedo al juicio de YeHoVaH. Algo me dice, también con la misma certidumbre, que su misericordia es infinitamente más grande de lo que nuestro corazón pueda soñar. Su perdón es siempre superior al nuestro y si tú has pedido perdón a tu hijo desde aquí, Él inclina su oído, lo oye y te perdona también por él.

Vi como las facciones de mi padre se distendían y su ceño se relajaba. Su mueca de desesperación se transformó en un semblante de paz. Me acerqué y los abracé a ambos. Sólo era un sueño, pero era más real que la realidad misma. Realmente, les abracé. Mi padre exhalaba en paz su último suspiro en brazos de mi madre y supe que todo eso estaba realmente ocurriendo en ese momento y, también, que no hubiese muerto en paz si yo no le hubiese perdonado y abrazado hace unos instantes. También vi que ese triángulo de perdón –mi padre, mi madre y yo– pasaba a través de las manos de Jesús. Ya no soñé más.

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