28 de septiembre de 2021

El Evangelio escondido de Mayajj 7: Capítulo IV: Simón, Andrés y el Bautista

 CAPÍTULO IV

SIMÓN, ANDRÉS Y EL BAUTISTA

Dormí durante más de veinticuatro horas y me desperté a media mañana del día siguiente. A mi lado estaba Jacob, el mayor de los dos hermanos Zebedeos. Cuando abrí los ojos y le vi, me puse en pie de un salto. Mi instinto me decía que un enemigo me había sorprendido en posición de debilidad y debía reaccionar con rapidez. Pero la voz tranquila y el gesto amable de Jacob me sosegaron. Inmediatamente recordé todo lo del día anterior. Le sonreí:

- Perdona, Jacob, no se cambian los hábitos de la noche a la mañana.

- Lo imagino, Mattaj.

¿Mattaj? ¿No sólo el maestro, sino todo el mundo me iba a llamar por ese nombre? ¿Qué habría contado Jesús de mis confesiones de ayer? No me sentí cómodo.

- ¿Qué sabes de mí? ¿Por qué me llamas Mattaj? –le solté otra vez con un cierto tono de hostilidad en mi voz.

- No sé de ti nada que no supiese ayer y te llamo Mattaj porque el maestro nos ha dicho que te ha cambiado el nombre de Leví por el de Mattaj... Don de Dios. Me gusta... Estoy seguro de que lo serás –su voz sonaba tan tranquila y amable como al principio, como si no hubiese notado el tono de hostilidad de mis preguntas.

- ¿Por qué estás sentado al borde de mi cama? –le pregunté, esta vez con amabilidad.

- Nos hemos turnado para velar tu sueño durante el día y medio que llevas durmiendo. Jesús nos dijo: Velad y orad por Mattaj, Susana y Alfeo. Esta noche va a ser definitiva para ellos. Al oír estas palabras temimos que pudieras morir esta noche y por eso, aunque todos hemos estado en vela y oración, siempre ha habido uno de nosotros junto a ti. Pero has dormido como un niño.

- ¿Sabes quiénes son Susana y Alfeo? –Pregunté, otra vez con un tono de alarma en mi voz.

- No tengo ni idea. El maestro nos pidió que rezásemos por ellos y por ti y así lo hemos hecho.

- ¿Y dices que he dormido día y medio? ¿Cómo un niño?

Mi voz sonaba incrédula. No solía ser capaz de dormir más de dos o tres horas seguidas. Miré a la cama. Estaba casi intacta, como si no hubiese estado acostado en ella. Normalmente, mis sueños eran tan agitados que me movía a lo largo y ancho de la cama y solía despertarme atravesado. A veces hasta me caía de ella, presa de la agitación. Pero ese día, después de casi treinta horas de sueño pacífico, estaba casi sin deshacer.

- Como un niño –me repitió–. A veces sonreías con una placidez envidiable. Perdona, Mattaj. Voy a avisar al maestro de que te has despertado.

Iba a salir de la habitación cuando le detuve.

- Jacob, ¿por qué haces esto? Yo te he hecho mucho daño en los últimos años. Casi he arruinado vuestro negocio y en más de una ocasión te he tratado con violencia.

- Pero ahora, todo está olvidado –me contestó. Yo soy un hombre nuevo, tú eres un hombre nuevo, y el maestro nos ama a los dos. ¿Cómo podría no amarte yo? Ahora tenemos una amistad que va más allá de este mundo.

Me abalancé sobre él y le abracé con todas mis fuerzas. Se rió.

- Si me das otro abrazo así –me dijo–, creo que moriré aplastado –y salió de la habitación.

No había pasado ni un minuto cuando entró Jesús, pero en esa fracción de minuto reviví el sueño que había tenido.

- Hola Mattaj. Buenos días. Parece que has dormido como no lo hacías desde hace años, ¿no?

- Hola rabbí –le dije atropellando mis palabras. Déjame ir a Modín. Mi padre ha muerto y mi madre me necesita.

- Deja que los muertos entierren a los muertos. Tú, quédate conmigo para anunciar el reino de Dios.

Me pareció una respuesta durísima, por mucho que la hubiese pronunciado con dulzura. Ni siquiera el gran profeta Elías se había opuesto a que Eliseo se fuese a despedir de su padre cuando le llamó para que le siguiese. ¿Quién pretendía ser éste que llamaba con más urgencia que Elías? Continuó:

- El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, no es digno del Reino de los Cielos.

La voz seguía siendo tierna y amable, pero estas palabras eran más duras que las anteriores. Eliseo sacrificó a los doce bueyes de su yunta en un fuego hecho con los yugos y los aperos. ¿Qué debía sacrificar yo para ser digno de ese Reino de los Cielos? ¿Qué significaba eso de anunciar el reino de Dios? Pero en ese momento no estaba yo para analizar qué eran esos reinos. Más bien pensaba qué reinos eran esos en los que un hijo no podía ir a enterrar a su padre y consolar a su madre. Le miré desafiante. Pero él seguía hablando. Su ternura se hizo aún más palpable.

- Sé que ha muerto tu padre, pero tú no debes temer al que puede matar el cuerpo pero no puede quitar la vida, sino a aquél que puede destruir al hombre entero en el fuego eterno. Y a ése, lo vencisteis ayer tu padre, tu madre y tú. Juntos. En cuanto a tu madre, sé que está viva y sé que sufre. Pero, ¿acaso no se venden un par pájaros por muy poco dinero? Pues, amén, amén, te digo que ni uno solo cae a tierra sin que lo permita vuestro Padre. En cuanto a ti y a tu madre, hasta los pelos de vuestras cabezas están contados por Dios. No temas. Tú vales infinitamente más que muchos pájaros, y tu madre mucho más que tú. Sé valiente, no tengas miedo, confía en Elohim. Se valiente y dale tiempo al tiempo, confía en Elohim.

¿Qué podía responder a eso?

- Sí, Elohim. Al que puede destruir al hombre entero le has vencido tú –dije bajando los ojos, hace un momento desafiantes, y llamándole, otra vez sin saber por qué, Elohim. Tú y la oración de los demás.

- Ven –me dijo–, creo que no conoces bien a todos.

Entré en la habitación contigua y todos me saludaron con una amplia sonrisa. Después, de una manera informal, intercalando con cierto desorden una historia con otra, me fueron contando sus vidas y, sobre todo, su encuentro con el maestro. Todos tenían en común que el haberse encontrado un día con él les había cambiado la vida. El primero en encontrarse con él fue Andrés. Andrés había sido un hombre en busca apática de algo que no sabía lo que era y que no encontraba. Era hermano pequeño de Simón, con el que se llevaba menos de un año. Su padre, Joná, era de Betsaida, de una familia de pescadores. Simón y Andrés no recordaban haber hecho en su vida otra cosa que pescar. Además de Simón y Andrés, Joná tenía otros cinco hijos menores. Toda la familia constituía una pequeña empresa familiar con una tradición que se remontaba a muchas generaciones atrás. En un momento dado, la pesca empezó a escasear en Betsaida, pero Joná no quería ni oír hablar de mudarse a Cafarnaum, donde parecían haberse trasladado en masa los bancos de peces que habían huido de Betsaida. Cuando murió su padre, teniendo Simón veintitrés años, toda la familia se trasladó a Cafarnaum. Su madre había muerto unos años antes, al nacer el último de los hermanos. Los principios fueron duros, ya que los de Cafarnaum consideraron a la nueva familia como unos intrusos. Pero la calidad humana de Simón, su capacidad de trabajo y la admiración que despertaba su instinto para la pesca, que acabó haciendo escuela en Cafarnaum, acabaron por hacer que todo el mundo considerase a la familia una más del pueblo. Además, la reciente abundancia de pesca hacía que hubiese para todos. Simón se casó con una chica encantadora de Cafarnaum de nombre Séfora. Había perdido a su padre antes de nacer y ella y su madre, Noemí, habían tenido que luchar mucho y duramente para sobrevivir. Pero esta lucha no había dejado ninguna marca en su cuerpo ni en su carácter. Era esbelta y ágil, con una larga y rizada cabellera negra, como una noche sin luna, que caía sobre sus hombros y espalda como una caudalosa catarata nocturna. Paradójicamente, tenía el aspecto de uno de esos seres mimados por el destino a los que todo se les ha dado sin esfuerzo. Y tenía, sobre todo, un carácter tierno y suave que no parecía haber sido forjado en la adversidad y que contrastaba con la vehemencia de Simón. Y estaban profundamente enamorados. Parecía como si el mundo hubiera sido creado sólo para que ellos se amaran. Pero no tenían hijos, a pesar de que los dos se lo pedían a YeHoVaH con toda su alma. Las noches de luna llena, en que los peces se esconden en el fondo del lago, ellos salían con la barca y pasaban la noche allí, en oración, pidiéndole a Dios que les diese una multitud de hijos. Pero YeHoVaH parecía estar sordo a sus súplicas. Eso tenía a Simón un tanto encolerizado con Dios.

Andrés era diametralmente opuesto a Simón. Si éste era impulsivo, fuerte y lleno de vitalidad y entusiasmo por todo, aquél era reflexivo, físicamente insignificante y eternamente descontento con todo, pero sin saber por qué, ni tener claro lo que quería. Quería a su hermano con toda el alma, pero no soportaba su exuberancia y su falta de interés por otra cosa que no fuese la pesca y, sobre todo, sus arranques de ira y su brusquedad. Él no era un buen trabajador. En vez de concentrarse en remar derecho o en sujetar con fuerza la red, tenía la cabeza en sus preocupaciones y más de una vez habían perdido una buena pesca por su culpa o habían encallado en un bajío causando desperfectos en las barcas. Con su vehemencia característica, en esas ocasiones, Simón le gritaba brutalmente, en público, delante de todo el mundo llamándole inútil y estúpido. Casi inmediatamente se arrepentía, le daba pena y se acercaba a abrazarle, pero Andrés le esquivaba, rehuía su abrazo y desaparecía durante un par de días en los que la pesca se resentía. Cuando volvía y buscaba el abrazo de Simón, éste estaba malhumorado por su ausencia y le trataba con hostilidad. Después parecía restablecerse la normalidad, hasta que saltaba la siguiente bronca, siempre por las mismas causas. Cuando su padre vivía, sabía templar los ánimos con su paciencia y simpatía, pero desde que murió, las relaciones entre los hermanos iban de mal en peor a pesar de los intentos de Séfora por mejorarlas. Con su sexto sentido femenino, intuyó con claridad la desazón continua que habitaba en el pecho de su cuñado y se desvivía por intentar ser un bálsamo para su dolor. Andrés empezó a envidiar a Simón también por su mujer. Si la atracción que sentía por ella no era amor, se acercaba mucho a ello. Me sorprendió enormemente que Andrés pudiera confesar estos sentimientos abiertamente ante Pedro.

Un día, hacía ya varios años, después de uno de esos dramas familiares, Andrés no volvió. No fue ajeno a esa huida el miedo al creciente sentimiento hacia la mujer de su hermano. Pasaron los días y las semanas sin noticias suyas. La pesca iba mal, pues despistado o no, Andrés era, a fin de cuentas, un buen pescador que sabía su oficio y que trabajaba para sí mismo. Hubo que contratar a un asalariado en su lugar, lo que suponía una pesada carga para el negocio. El asalariado trabajaba lo justo para cumplir, siempre estaba planteando problemas, había que enseñarle el oficio y, cuando lo aprendía, se iba. Así las cosas, Simón tuvo que pedir a Zebedeo, otro pescador de Cafarnaum, que se asociase con él. A Zebedeo le sobraba mano de obra. Tenía doce hijos, de los cuales, Jacob era el tercero y Juan el noveno. La empresa familiar no sólo se dedicaba a la pesca, sino que también la distribuía. Su pescado llegaba hasta Ierushalom, donde proveía a todas las familias importantes y, en especial a las casas de Anás y Boeto, las dos familias que se disputaban el sumo sacerdocio. Tenía fábricas de hielo para poder llevar lejos el pescado. Podía pagar buenos sueldos a los asalariados y retenerlos. Además sus tres hijos pequeños, que todavía no trabajaban en el negocio familiar, se incorporarían pronto. Por eso vio con buenos ojos que Simón se asociase con él. Simón era un trabajador duro y, sin duda, el mejor pescador de todo el lago. Cuando otros no encontraban pesca, él sabía husmearla. En las escasas noches sin luna en las que era imposible capturar un pez en sus caladeros habituales, las barcas de todo el lago se agrupaban en ellos, con los faroles encendidos, marcándose una a otras. De repente, Simón apagaba los faroles de sus embarcaciones y salía remando a toda velocidad con sus dos barcas, la segunda siguiendo a la suya, hacia un punto del lago que había intuido. Llegaba allí, echaba las redes y solía hacer pescas fantásticas. Los demás no podían seguirle. Aunque el ruido de los remos indicaba más o menos la dirección en que bogaba, nadie más que él podía remar de noche a esa velocidad, incluso sin farol, porque conocía palmo a palmo cada bajío y cada arrecife del lago. Por eso, cuando llegaban los otros, él ya había hecho el copo. Además, era un líder nato al que todo el mundo seguiría hasta el infierno si él se lo pidiese. ¿Quién podía despreciar a un pescador así como socio?

Pero Séfora murió inesperadamente de unas fiebres fulminantes que se la llevaron en dos días. Los dos días que duró su enfermedad, hubo una luna llena que parecía poderse coger con la mano. Simón las pasó enteras en el lago elevando su plegaria a YeHoVaH, como lo había hecho durante años con Séfora pidiéndole un hijo. Pero Dios pareció no escuchar tampoco esta oración y Séfora murió. En el momento de su muerte, Simón lanzó unas terribles imprecaciones contra el cielo y contra YeHoVaH y, después, él también quiso dejarse morir. Dejó de pescar. No salía de casa ni quería ver a nadie. Fue su suegra, cuya única hija era la mujer de Simón, la que, al cabo de una semana, le convenció de que saliera de su habitación y tomase algo más que el jarro de agua que ella le llevaba cada día. Estaba demacrado. Parecía un cadáver andante. Fue entonces cuando volvió Andrés. La noticia de la muerte de su cuñada le llegó estando en Judea, junto al mar de la Sal. Los años que había estado fuera, menos el último, había estado en Qumrán, en la comunidad de los esenios.

Los esenios vivían el judaísmo esperando la llegada de un Ungido pacífico, del que pensaban que, además, sería Hijo de Dios. Mientras éste llegaba, se dedicaban al estudio. Vivían principalmente en las cuevas de Qumrán, excavadas en la roca caliza de los terraplenes que bordean el lado oeste del mar de la Sal. Almacenaban en ellas enormes cantidades de papiros que, después de copiados para ser estudiados, se guardaban en ánforas y se sellaban con lacre, indicando en el sello su procedencia y la fecha de llegada. No había faceta del saber humano y divino por el que no estuvieran interesados, pero no buscaban el saber por el saber. Su mayor, su único interés era indagar cuándo llegaría el fin de los tiempos, que esperaban se produjese instantáneamente, tras una conmoción en las almas causada por la llegada del Ungido.

Habían sido fundados por un personaje misterioso llamado el Maestro de Justicia. Parece que este misterioso personaje había participado en la revuelta macabea, pero se había visto desilusionado por el derramamiento de sangre y los escasos frutos espirituales que se habían logrado con ella. Por eso se retiró para llevar, junto con unos cuantos seguidores, una vida de ascetismo, trabajo y estudio. Cuando murió, la comunidad eligió un nuevo Maestro de Justicia, con lo que el cargo quedó instituido con carácter vitalicio. Los esenios solían mantener el celibato, aunque había un pequeño grupo de matrimonios y niños. No comían carne, se alimentaban de las frutas y verduras que ellos mismos cultivaban. A base de canalizaciones y almacenamiento de las escasas aguas de lluvia, habían convertido unas marismas insalubres situadas en un lugar llamado Engadí, en un vergel de fertilidad impresionante donde abundaba además la pesca, que sí estaba permitida en su dieta. El agua era para ellos fuente de vida y era fundamental en sus rituales de purificación. Creían en la fuerza y el poder del Espíritu de Dios, anunciado en las escrituras. Esperaban que Él les iluminase para interpretarlas. Eran pacifistas convencidos, pero habían construido fortificaciones por si tenían que repeler algún ataque de romanos, partos o zelotas. Con los años, la comunidad fue creciendo y mientras unos siguieron viviendo en Qumrán, otros se trasladaron a las ciudades de Judá, formando comunidades que vivían en los mismos principios, aunque algo atemperados.

Fue con los esenios de Qumrán con quienes se había ido a vivir Andrés al abandonar la pesquería familiar. Pasó los dos años de iniciación requeridos por la comunidad y entró a formar parte de ella pero, en el fondo de su alma, tampoco estaba satisfecho. Seguía sin encontrar lo que buscaba, fuese lo que fuese, pero le faltaba valor para decirlo. Un día, tres años después de su incorporación a la comunidad, uno de sus miembros llamado Juan, contó al Maestro de Justicia que había sentido una llamada especial. Juan era un hombre de aspecto terrible. Medía casi seis codos de alto y era corpulento como un oso. Había sido consagrado nazir desde el vientre materno y por eso no se había cortado ni un cabello de su cuerpo desde su nacimiento. Su inmensa cabellera trenzada y su impresionante barba que le rodeaba el cuerpo varias veces le daban el aire de un terrible animal salvaje acentuado por unos ojos como ascuas. El Maestro de Justicia había intentado varias veces, en los siete años que llevaba en Qumrán, liberarle del voto de nazir, pero otras tantas él le había replicado que un voto solemne hecho por sus padres ante Dios y ratificado por él mismo, no podía revocarlo ni siquiera el Maestro de Justicia. Un día, estaba leyendo el pasaje del profeta Isaías que dice:

Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios,

hablad al corazón de Ierushalom,

gritadle que se ha cumplido su condena

y que está perdonada su culpa,

pues ha recibido de Elohim

doble castigo por todos sus pecados.

Una voz grita:

“Preparad en el desierto

un camino a Elohim,

allanad en la estepa

una calzada para nuestro Dios”.

¡Que se eleven los valles,

y los montes y colinas se abajen;

que lo torcido se enderece

y lo escabroso se allane!

Entonces se revelará la gloria de Elohim

y la verán juntos todos los hombres

–lo ha dicho la boca de Elohim.

Una voz dice: “¡Grita!”

...................

Súbete a un monte elevado,

mensajero de Sión;

alza tu voz con brío,

mensajero de Ierushalom;

álzala sin miedo

y di a las ciudades de Judá:

“Aquí está vuestro Dios,

aquí está Elohim;

viene con poder y brazo dominador;

viene con él su salario,

le precede la paga.

Apacienta como un pastor su rebaño

y amorosamente lo reúne;

lleva en brazos los corderos

y conduce con delicadeza

a las recién paridas”.

Al leer esto, había sentido que el tiempo se había cumplido y que esa voz que debía proclamar el perdón de Dios y el cambio de era tenía que ser la suya. Pidió al Maestro de Justicia que le permitiese marchar a cumplir su misión. Éste pidió a Juan que le dijese de qué pasajes de las Escrituras había deducido que la hora estaba cerca, pero Juan no supo darle respuesta. Simplemente, lo sabía. Sabía que el tiempo se había cumplido –le dijo–. Estas cosas no gustaban demasiado al Maestro de Justicia que nunca actuaba sin un buen apoyo en las Escrituras, por lo que negó a Juan el permiso. Pero esa noche tuvo un extraño sueño en el que la luz caía sobre un hombre. Era un hombre alto y fuerte, vestido con un sayal blanco que le llegaba hasta los pies, con un rostro enmarcado por una melena de un color pelirrojo cobrizo, con unos ojos del color de la miel, una nariz recta, fina pero grande, unos labios también finos, que aparecían entre una espesa barba también pelirroja pero con color de fuego. Mientras una paloma aleteaba sobre su cabeza, sin moverse de su sitio. Una voz le dijo: “Es Él. Es el Cordero de Dios, el mismo que salvó con su sangre a tu pueblo la última noche de Egipto, cuando pasó el ángel exterminador”. Inmediatamente vio a ese hombre desnudo, herido, sangrando copiosamente por una enorme cantidad de heridas. “Cuenta a Juan esta visión y déjale partir” –le dijo la voz–. Al día siguiente llamó a Juan, para decirle que tomase a varios hermanos y fuese a cumplir su misión. No había empezado a hablar cuando Juan le dijo:

- Sé que has tenido un sueño, yo he tenido el mismo–, y se lo contó con todo lujo de detalles.

Juan le dijo que no recordaba haber visto nunca a ese hombre, pero que algo en su interior le decía que le conocía, que alguna vez, en algún lejano momento perdido para su memoria, había saltado de alegría al presentirle cerca. O, más bien, que le conocía, pero que algo le impedía reconocerlo.

Andrés encontró que esta era una buena oportunidad para salir de Qumrán. Empezaba a añorar a su familia y pensaba que tal vez fuese más fácil ir a reunirse con ella si aprovechaba esta ocasión, así que pidió irse con Juan. Éste, tras mirarle largamente a los ojos, le dejó ir con él. Juan era un ser extraño. Podía ser al mismo tiempo terrorífico y compasivo. Era un hombre directo que siempre decía lo que pensaba, sin la más mínima concesión al respeto humano. Desde luego, si había que gritar fuerte, Juan era el hombre. A sus casi seis codos de altura y su aspecto de oso salvaje se unía una poderosa voz de un bajo profundo que a nadie dejaba indiferente. Pero también podía hablar con una suavidad llena de paz y dulzura. Obtenía de los que le oían adhesión incondicional o rechazo absoluto, pero jamás medias tintas. Seguramente Andrés era la única excepción a esta norma, pues su carácter dubitativo le impedía adhesiones extremas o rechazos tajantes. Muchos hermanos, además de Andrés, solicitaron acompañar a Juan. Éste los escrutó de uno en uno y eligió a siete. Estuvo pensando si elegir a doce, pero le pareció que doce era un número demasiado ambicioso, pues representaba a las doce tribus de Israel, es decir, a todo el pueblo de Dios. Siete era también un número cargado de simbolismo. Simbolizaba una muchedumbre, pero no abarcaba a todo el pueblo.

Uno de los que pidieron ir con Juan era José. José era de Betsaida. Andrés le conocía de entonces. Era primo de Alcimo, el publicano de esa ciudad, el que Jesús había curado justo antes de mi conversión. Pertenecía a una gran familia de Betsaida con dos ramas. Una parte, la de José, se había mantenido fiel al judaísmo. Otra, la de Alcimo, se había helenizado casi por completo. Las relaciones entre ambas partes eran, por decirlo de manera suave, tormentosas. José, de la rama ortodoxa, se había ido hacía unos años con los esenios de Qumrán. Fue elegido entre los siete.

Otro de los hermanos esenios que solicitaron partir con Juan era Matías. Matías había nacido en Qumrán de donde no se había alejado más de unas cuantas leguas en sus veintipocos años de vida. Sus padres, que se contaban entre la comunidad de matrimonios, habían muerto a poco de nacer él y el resto de la comunidad lo había tomado a su cuidado. No sentía ninguna necesidad de conocer el mundo exterior. El Maestro de Justicia le insistía continuamente para que saliese al mundo, lo conociese y eligiese por él mismo su forma de vida. Si después quería volver, las puertas estaban abiertas para él. Él se sentía muy a gusto en Qumrán y no quería abandonarlo, ni siquiera temporalmente. Lo poco que sabía del mundo no le gustaba. Violencia, intrigas, pecado. Le gustaba más el ambiente de Qumrán, pero entendía la postura del Maestro de Justicia. No era, ni mucho menos un hombre apocado. Al contrario, impulsaba con energía muchas de las empresas de mejora de las instalaciones de la comunidad y sobresalía en su realización. Simplemente, le gustaba su vida actual. Pero, por obediencia al Maestro de Justicia, sin demasiada convicción, accedió a la exigencia de su superior de solicitar irse con Juan, y éste le aceptó.

La nueva voz de Isaías decidió que era absolutamente necesario purificarse antes empezar su misión, de forma que durante unas lunas se fue a vivir con sus seguidores a una de las zonas más áridas de Judá donde sólo había insectos. Había también colmenas de abejas a las que Juan sabía encantar con el sonido de su voz, que podía ser melodiosa cuando quería, de forma que le permitían, tan sólo a él, coger un poco de la miel que producían. Insectos, sobre todo grandes langostas, y miel silvestre. Ese fue el único alimento del pequeño grupo durante las lunas que estuvieron allí. Pasado el periodo de purificación, se fue al vado del Jordán que hay entre Jericó y Betania del otro lado del río, por el que tenían que pasar todos los que querían cruzarlo para ir de Judea a Perea. Como nadie que fuese de Ierushalom a Galilea o viceversa quería pasar por Samaría, este paso era obligado para todos los que hacían ese recorrido. Allí empezó a lanzar su grito, que no era otro que el de la profecía de Isaías que había despertado en él su sentido de misión.

- Preparad en el desierto

un camino a Elohim,

allanad en la estepa

una calzada para nuestro Dios.

A lo que añadía:

- Arrepentíos, porque está llegando el Reino de los Cielos. Yo bautizo con agua, pero detrás de mí viene uno que es más fuerte que yo. Yo no soy digno ni de postrarme ante él para desatar la correa de sus sandalias. Yo os bautizo con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.

El mensaje, gritado con voz estentórea por un gigante rodeado por todas partes de un pelo negro como la pez, era verdaderamente terrible. Cuando alguien venía a bautizarse, le miraba profundamente a los ojos, clavaba en ellos sus dos llamas y, si leía en ellos el arrepentimiento, su mirada se volvía dulce como la miel de la que se había alimentado en las últimas lunas. Entonces, sujetando por la nuca con su mano izquierda al que iba a bautizarse, lo sumergía de espaldas en el agua con su mano derecha sobre la cabeza y lo volvía a sacar de allí, susurrándole con voz suave al oído:

- Has nacido del agua. Espera al que está llegando con Espíritu Santo y fuego.

Día a día, el número de personas que iban a bautizarse crecía y crecía. Al principio sólo se bautizaba una pequeña parte de los que hacían el recorrido Galilea- Ierushalom, pero pronto empezó a venir gente expresamente para bautizarse, hasta que llegó a reunirse allí una muchedumbre cada día. Andrés notó un importante cambio en la gente durante los años que había estado en Qumrán, aislado del mundo. Las expectativas de la llegada del Ungido habían aumentado de forma impresionante. Parecía como si en el ambiente flotase una especie de sentimiento colectivo de espera llena de impaciencia y anhelo y eso exasperaba a los dirigentes religiosos, fariseos y saduceos, que lo último que deseaban era un Ungido que viniese a romper el equilibrio del statu quo en el que tan bien sabían moverse. Sólo esa cerrazón era capaz de poner momentáneamente de acuerdo a ambas sectas.

Los saduceos eran muy restrictivos en cuanto a la Torah. Solo aceptaban el Pentateuco como libro de la Ley. Lo demás, el resto de los libros históricos, los sapienciales y los proféticos, les parecían adulteraciones realizadas por contagio con persas y griegos. En consecuencia no creían ni en la vida de ultratumba, ni en ángeles o demonios, ni en el Ungido. Pertenecían a la más rancia aristocracia judía –su nombre venía porque decían descender de Sadoc, el sumo sacerdote en la época de Salomón– y sentían un profundo desprecio por el pueblo llano, a los que llamaban despectivamente los am-ha-arez. Los fariseos, al revés que los saduceos, aceptaban todos los libros del canon judío y creían en la resurrección, ángeles, demonios y demás cosas que los saduceos reputaban como invenciones. Pero, además, habían desarrollado un complejísimo entramado de normas, positivas y negativas, y de rituales, que requerían una gran formación para ser conocidos y un exagerado celo para ser cumplidos. Aunque no pertenecían a la aristocracia, también se sentían superiores al pueblo llano por poseer esa formación y cumplir esas normas y también despreciaban a los am-ha-arez por su ignorancia e incumplimiento de la Ley. Sin embargo, los saduceos los consideraban como unos advenedizos.

En los últimos ciento cincuenta años, los cinco reyes de la dinastía asmodea –los sucesores de Simón Macabeo– y los usurpadores impuestos por los romanos, la dinastía Idumea de Antípatro y los Herodes se apoyaban en una u otra secta para gobernar al pueblo. Cada facción se dejaba querer cuando le llegaba el turno de estar con el poder, denigrando a la otra que, cuando se encontraba en la oposición, cultivaba un resentimiento y un odio inextinguible hacia los que estaban con los poderosos. Los esenios, aunque desde el punto de vista doctrinal estaban bastante cerca de los fariseos, odiaban a unos y a otros porque consideraban que habían adulterado la pureza de su fe mezclándose en las disputas políticas y sucesorias y aprovechándose del pueblo al que despreciaban. Entre los saduceos y los fariseos, estaban los escribas. Conocían al pie de la letra, no sólo las Escrituras, sino todas las interpretaciones de cada pasaje dadas por todos los rabinos desde la deportación a Babilonia. Podían citar durante horas cada coma de cada discusión de cada texto. Pero era un conocimiento muerto y anquilosado porque jamás aportaban nada nuevo y se oponían agriamente a cualquier interpretación que se saliese de las que ellos conocían. Cada vez que pienso que pude haberme convertido en uno de ellos, un escalofrío de horror me recorre la espalda. Si a este panorama añadimos la presencia de los violentos zelotas, se tiene una cierta idea del avispero de Israel. En los últimos años, parecía que había un cierto entendimiento suspicaz entre fariseos y saduceos, con los escribas como “árbitros”, para evitar el riesgo suicida de los zelotas. El Sanedrín –una especie de Consejo de notables, que jugaba un papel similar al del Senado en Roma, es decir, adular al gobernante–, estaba dominado por una mayoría de saduceos, aunque contaba con una amplia representación de escribas y fariseos.

Un día, aparecieron por donde Juan bautizaba un grupo de escribas, fariseos y saduceos enviados por el Sanedrín. Su misión era la de juzgar, tanto la ortodoxia de su doctrina como el grado de peligrosidad que suponía para la estabilidad política. Juan había bautizado en días anteriores a varios fariseos y a un saduceo que habían ido con auténtico espíritu de arrepentimiento. Pero cuando vio a la delegación que se acercaba con el aire severo de quien viene a juzgar cargado de prejuicios, se encaramó a una roca y con la voz más terrible de que era capaz les gritó mientras les señalaba con un dedo acusador:

- ¡Raza de víboras! ¿Quién os ha enseñado a escapar del juicio inminente? Dad frutos que prueben vuestra conversión y no creáis que basta con decir: ‘Somos descendientes de Abraham’. Porque os digo que Dios puede sacar de estas piedras descendientes de Abraham. Ya está puesta el hacha en la raíz de los árboles, y todo árbol que no de fruto va a ser cortado y arrojado al fuego.

Los interpelados, no se inmutaron. Tenían una misión que cumplir y la cumplirían a pesar de los insultos de ese supuesto profeta. Ya vendría el momento de la venganza. La venganza es un plato que se sirve frío –pensaban–. Comenzaron su interrogatorio. Su intención, más que saber, era encontrar algo que pudiera ser la base de una acusación de sacrilegio, pues bastaba ver las multitudes que les miraban desafiantes para darse cuenta de que Juan sí era peligroso.

- ¿Eres el Ungido? –le preguntaron de plano.

- Yo no soy el Ungido –les contestó con fuego en los ojos.

- Entonces, ¿qué? ¿Eres tú, acaso, Elías?

- No soy Elías –negó con contundencia.

- ¿Eres el profeta que esperamos?

- No –contestó con aspereza creciente.

- Pues entonces, ¿quién dices que eres? –preguntaron con un sarcasmo hiriente intentando espolear su soberbia para que, queriendo parecer importante ante la multitud dijese algo sacrílego–. Tenemos que dar una respuesta a los que nos han enviado. ¿Qué dices de ti mismo?

Entonces su voz tronó con las palabras de Isaías que le habían lanzado a su misión:

- Yo soy la voz que grita:

“Preparad en el desierto

un camino a Elohim”.

Este Juan es astuto –debieron pensar los enviados del Sanedrín–, no podemos decir que alguien que grita que preparemos un camino a Elohim sea un sacrílego, aunque tome esas palabras de Isaías sin autoridad suficiente.

- Si no eres el Ungido, ni Elías, ni el profeta esperado, ¿por qué razón bautizas?

- Yo bautizo con agua –contestó–, pero en medio de vosotros hay uno a quien no conocéis. Él viene detrás de mí, aunque yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias.

Juan acababa de proclamar ante el Sanedrín la proximidad de la venida del Ungido. Acababa de firmar su sentencia de muerte. Si no le detenían en ese momento era porque hacía falta algo más que unos cuantos escribas para reducir a esa fuerza de la naturaleza y porque, además, la muchedumbre enfervorizada les lincharía si lo intentasen. Sólo era cuestión de encontrar el momento y la forma oportunos.

Pasaron varias semanas y todo empezaba a resultar demasiado fuerte para Andrés, que se preguntaba si no hubiese sido más cómodo y prudente haberse quedado en Qumrán que seguir a ese hombre que, a veces, le parecía un loco. Fue ese el día en que, a través de uno de Cafarnaum que venía a bautizarse, se enteró de la muerte de Séfora y de la desesperación de Simón. Inmediatamente, fue a pedir a Juan que le dejase partir para ir a ver a su hermano. Le contó toda la historia familiar y sus relaciones fraternas, sin omitir sus sentimientos hacia Séfora.

- Ve –le dijo Juan–. Y vuelve con él. Me gustaría conocerle.

Juan parecía más seguro que el mismo Andrés de que éste fuese capaz de convencer a Simón para que viniese.

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