Hace poco he encontrado en internet un artículo de Stephen C. Meredith, PhD por la Universidad de Chicago, investigador en bioquímica y profesor de la Divinity School de la Universidad de Harvard, con el provocador título de “Looking God in all de wrong places” (Buscando a Dios en todos los sitios equivocados). Su interesantísima lectura me ha suscitado una respuesta que desarrollo más abajo. El que quiera leer el artículo, puede hacerlo en inglés en el link que pongo a continuación. Pero se puede leer mi respuesta sin necesidad de leer antes el artículo, porque la respuesta descubre claramente cuál es la tesis del artículo.
https://www.firstthings.com/article/2014/02/looking-for-god-in-all-the-wrong-places
Me ha costado mucho leerlo por su profundidad, erudición y, también, porque mi inglés deja mucho que desear. Pero el esfuerzo ha merecido la pena con creces porque me ha asombrado por su clarividencia y agudeza. Puedo decir que estoy de acuerdo con casi todo. Pero debo expresar tanto este acuerdo general como las puntualizaciones encerradas en ese casi.
El Diseño Inteligente (DI) se remonta, si no me equivoco, al libro del Reverendo anglicano William Paley, publicado en 1802, sesenta y siete años antes de que Darwin publicara “El origen de las especies”. Paley era, como casi todo cristiano de aquel momento histórico, creacionista fuerte. Es decir, creía que Dios había creado el mundo en siete días de los nuestros, acabando el domingo 23 de Octubre del año 2004 a. de C. Y creía que lo había creado tal como nosotros lo vemos ahora, con todas las especies que hoy existen. Esto último lo creían también los ateos de la época, aunque, para ellos, el universo era eterno y era así desde siempre. Pero, para Paley, el maravilloso orden y belleza que se percibía en el conjunto de los seres vivos era una prueba inequívoca de la existencia de una inteligencia creadora que él identificaba con Dios.
Cuando Darwin y Wallace, cada uno por su parte, descubrieron y describieron los mecanismos de la evolución de las especies, la mayoría de los científicos los rechazaron. No rechazaron la evolución, en la que para entonces creía mucha gente, cristianos incluidos, sino los mecanismos evolutivos propuestos por Darwin y Wallace. Entendían que, como ocurría con el modelo evolutivo propuesto anteriormente por Lamarck, era necesaria una fuerza interna, más allá de las mutaciones y de la selección natural, que dirigiese y orientase el proceso evolutivo. En el campo religioso, la mayoría de los cristianos –aunque no todos–, se aferraron al creacionismo y a la supuesta demostración de Paley, se opusieron frontalmente a cualquiera de las teorías evolucionistas –pero en especial a las de Darwin y Wallace– y crearon un enfrentamiento, a mi modo de ver innecesario, entre un recto concepto del DI y la evolución.
Los creacionistas atacaron virulentamente los mecanismos evolutivos descritos por Darwin. Negaban que causas puramente materiales pudieran dar lugar a esa maravilla que asombraba al propio Darwin según se desprende de la frase de Darwin, citada por Meredith en su artículo, que es el final de “El origen de las especies”, en su primera edición en 1859:
“De esta manera, el objeto más impresionante que somos capaces de concebir, o sea, la producción de animales superiores, es resultado directo de la guerra de la naturaleza, del hambre y de la muerte. Existe grandeza en esta concepción de que la vida, con sus distintas facultades, fue originalmente alentada por el Creador en una o varias formas, y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando, a partir de un comienzo tan simple, infinidad de formas cada vez más hermosas e impresionantes”.
Si se compara el texto inglés citado por Meredith en su artículo y el transcrito más arriba por mí, se ve que hay una importante diferencia. En el de Meredith no se menciona la palabra Creador que sí aparece en el de más arriba. Efectivamente, en la primera edición del Origen, no aparece la palabra Creador, pero sí está escrita con mayúscula inicial en la sexta edición, que es la que yo he leído. No sé en qué edición se incorporó esta palabra ni las causas que llevaron a Darwin a añadirla. Podríamos especular sobre esas razones, pero me parece un tema ajeno a estas páginas. Con o sin la palabra Creador, la frase, aunque no introduce ningún sentido finalista, parece que puede suponerlo.
Poco a poco, la teoría de la evolución darwinista se vio apoyada por evidencias cada vez más poderosas, como el redescubrimiento de las leyes de Mendel, publicadas en 1865 e ignoradas hasta 1900, o el enriquecimiento del registro fósil que paulatinamente permitió descubrir la senda que llevaba de una especie a otra, reconstruyendo así partes cada vez mayores del árbol evolutivo, o, mucho más tarde, en 1953, el descubrimiento del ADN y el código genético por Watson y Crick. Ante semejantes evidencias, el DI, salvo raras excepciones, fue abandonando la tesis del creacionismo fuerte para tomar posturas más razonables, que limitaban esa fuerza interna o inteligencia de la evolución a determinados momentos del proceso.
En paralelo a ese retroceso del creacionismo y de la reorientación del DI, ganaba fuerza la llamada “nueva síntesis” de los neodarwinistas, que integraba con el darwinismo todos los avances citados anteriormente. Esta “nueva síntesis”, fue, poco a poco cayendo en un dogmatismo impropio de la ciencia, llegando a acuñar el dogma de fe de que TODAS las mutaciones que generaban la evolución se producían al azar. Sin embargo, Darwin jamás dijo eso. Mucho más humilde que los neodarwinistas, reconoció las muchas cosas que ignoraba, como puede verse en la siguiente frase de El Origen de las especies:
“Hasta aquí he hablado como si las variaciones (mutaciones) tan comunes en los seres orgánicos en domesticidad, y en grado más pequeño en los que viven en estado natural, fuesen debidas a la casualidad. Es sin duda una expresión totalmente incorrecta, pero se utiliza para confesar francamente nuestra ignorancia de la causa de cada variación particular. [...] una tendencia a variar debida a causas que ignoramos por completo[1]”.
Así pues, podría decirse que los neodarwinistas son más darwinistas que el propio Darwin. Podría aducirse que los mismos avances científicos que respaldaron la aparición de la “nueva síntesis”, podrían respaldar este dogma de fe del puro azar de los neodarwinistas, pero no es así. Nada, ningún dato, ninguna observación, nunca, ha aportado nada que pueda apoyar semejante dogma de fe que, por otra parte, es imposible de demostrar mediante ninguna observación, siempre que la vulneración del azar sea muy excepcional. Efectivamente, supongamos que obtenemos de un ordenador un número aleatorio de 1.000 billones de dígitos. Supongamos ahora que alguien incluye en esa lista, una vez cada millón de dígitos, un número intencionado que significa una letra del abecedario, con mayúsculas y minúsculas, incluyendo puntuaciones y espacios en blanco. Tras el primer millón escribe una “e”, un millón de dígitos después escribe una “n”, un millón más tarde, un “espacio” y así sucesivamente: “u”, “n”, “espacio”, “l”, “u”, “g”, “a”, “r”, “espacio”, “d”, “e”, “espacio”, “l”, “a”, “espacio”, “M”, “a”, “n”, “c”, “h”, “a”, etc., etc., etc. De esta forma, mucho antes de terminar los 1.000 billones de dígitos, podría estar escrito “El Quijote” y todo lo que se ha escrito en toda la historia de la humanidad. Y, jamás, nunca, nadie, podría darse cuenta de que la lista de números no es 100% aleatoria. Y si esto ocurre con una ristra de números cuya enumeración es transparente y completa, ¡cuánto menos podrá demostrarse de las mutaciones evolutivas, de las que no tenemos ningún censo completo y en orden cronológico[2]! Así que los de la “nueva síntesis” toman el nombre de la ciencia –y de Darwin– en vano cuando afirman categóricamente que TODAS las mutaciones se producen al azar. Como tantas veces, tratan de revestir falsamente una opinión absolutamente respetable, pero personal, con el ropaje del prestigio de la ciencia.
Pero volvamos al DI renovado. Según el artículo de Meredith, los partidarios actuales del DI han cometido dos errores: Primero, no atreverse a llamar Dios a esa inteligencia que dicen que hay detrás de la evolución y, segundo, pretender que están haciendo ciencia. No puedo estar más de acuerdo con que esos son dos graves errores. Y estos dos graves errores van de la mano, puesto que Dios no es empíricamente tratable y, por tanto, si se pretende estar haciendo ciencia, hay que camuflar su nombre. En este sentido, Meredith señala una cita de Stephen Meyer, uno de los más activos defensores del DI pseudocientífico en la que afirma que “aunque muchos biólogos reconocen hoy serias deficiencias en las actuales teorías de la evolución, estrictamente materialistas, se resisten a considerar alternativas que suponen una guía, dirección o diseño inteligente”. Meredith da una especial importancia al uso de la palabra alternativas, en vez de utilizar expresiones como añadir o armonizar la visión religiosa con la visión científica. Desde luego, esta pretensión de estar haciendo ciencia alternativa, es un craso error de esta corriente del DI que, a mi entender, como al de Meredith, la descalifica.
Ciertamente, científicos de primerísima línea como Stephen Jay Gould, critican la teoría darwinista dura mantenida por la nueva síntesis. Pero no lo hacen desde un antidarwinismo alternativo, sino desde lo que podríamos llamar un transdarwinismo estrictamente científico que reconstruye determinados aspectos de la teoría darwinista pura, respetando el conjunto. Y estas reformas son enormemente respetadas por toda la comunidad científica, aunque no todos estén de acuerdo con ellas. No es éste el lugar para describir en qué consiste esta crítica transdarwinista, pero tengo escrita una amplia síntesis de la opera magna de Stephen Jay Gould “The structure of the evolutionary theory”, por si a alguien le interesa. Esta obra de Jay Gould puede considerarse la biblia de la crítica científica transdarwinista.
Creo que es importante reseñar que esta pretensión de esa corriente del DI, de estar haciendo ciencia alternativa no es, de ningún modo, inherente a un DI adecuadamente planteado, en los términos de añadir o armonizar la visión religiosa con la visión científica, sin pretender estar haciendo ciencia. Esta adición o armonización puede hacerse y cabe dentro de una visión diferente del DI, como expongo a continuación.
Existe un DI paracientífico –que no científico alternativo ni anticientífico–. Este DI se caracteriza por dos aspectos, precisamente lo contrario a los errores de el DI pseudocientífico: No pretende hacer ciencia y, desde esa óptica, postula a Dios como esa fuerza finalista, no intentando demostrarla, sino mostrarla como un añadido, puntual y excepcional, que armoniza magníficamente con la visión material –que no materialista– y científica y hace a ésta más coherente consigo misma. Pero esto nos lleva de cabeza a lo que Meredith llama “ocasionalismo”, que no es otra cosa que la pretensión de que Dios, ocasionalmente, vulnera las leyes de la física. En el siglo XIX, Laplace formuló su famosa sentencia:
“... hemos de considerar el estado actual del universo como el efecto de su estado anterior y como la causa del que ha de seguirle. Una inteligencia que en un momento dado conociera todas las fuerzas que animan la naturaleza, así como la situación respectiva de los seres que la componen, si además fuera lo suficientemente vasta como para someter a análisis tales datos, podría abarcar en una sola fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los del átomo más ligero; nada le resultaría incierto y tanto el pasado como el presente estarían presentes ante sus ojos”.
Ciertamente, esa inteligencia –que de ninguna manera Laplace identificaba con Dios–, o se limitaba a observar impotente, aun conociendo lo que iba a pasar, o tendría que vulnerar las leyes de la física si quería cambiar el rumbo inexorablemente determinista de los acontecimientos. Lo primero es impotencia, lo segundo ocasionalismo o, si se quiere decirlo de una manera más fuerte, trampas en el solitario de Dios a sí mismo y a las leyes de la naturaleza creadas por Él. Y, desde pequeñito, en el catecismo, estudié que Dios era Omnipotente, pero que no podía ni engañare ni engañarnos. Así que esto podría ser un argumento contra ese Dios.
Si no hubiese tenido lugar, a principios del siglo XX la revolución cuántica, no habría forma de evitar caer en este dilema. Pero la revolución cuántica se produjo y, con ella, se abre una puerta a la posible intervención de Dios para cambiar el curso de las cosas, sin vulnerar sus propias leyes, sino usando una de ellas, creada por él, que existe desde el principio del tiempo, aunque los seres humanos no la hayamos descubierto hasta el siglo XX. Citando una frase cuyo autor desconozco: “Las leyes de la naturaleza son bastante sutiles para que la intervención de Dios pueda insertarse en ellas sin desbaratarlas y lo suficientemente estrictas para que esta intervención pueda inscribirse en ellas de una manera clara”[3] y –añado yo– para quien quiera y sepa verla. O dicho de otra manera, esta vez por Albet Eistein: “El Señor Dios es refinado, pero de ninguna forma malicioso”. Ciertamente, Einstein, al referirse a “El Señor Dios”, lo hace de forma simbólica, pero no vacua, porque otra frase suya dice: “Las leyes de la naturaleza manifiestan la existencia de un espíritu enormemente superior a los hombres... frente al cual debemos sentirnos humildes”.
Porque lo que vino a descubrir la física cuántica es que todas las leyes de la física son probabilísticas. No hay una sola de ellas, ni una, que sea determinista. Si en la superficie de la tierra las cosas caen con una aceleración de 9,8 m/seg2, esto es tan sólo algo que tiene una altísima probabilidad de ocurrir, pero NO ES ASÍ NECESARIAMENTE. Tras la física cuántica, la visión científica del mundo ha dejado de ser determinista y, en principio, es el puro azar el que lo rige, matizado, claro, por una función de probabilidad para cada fenómeno. Pero aquí nos encontramos con dos cuestiones, una metafísica y la otra de explicación de una evidencia. La metafísica es que nadie sabe lo que es el azar, la explicación de una evidencia es la explicación de la libertad.
Hasta la aparición de la física cuántica, la palabra azar tenía un sentido meramente de incapacidad de conocimiento de lo que fuese a pasar. Para la inteligencia de Laplace, no había azar. Cuando se tira un dado bien equilibrado se dice que el número que salga se debe al azar. No es así. Llamamos azar, como hacía Darwin, a las causas desconocidas por muy complicadas. Pero la inteligencia de Laplace sabía perfectamente lo que iba a ocurrir, qué número del dado iba a salir. El azar de la física cuántica es esencialmente distinto a este. Ni siquiera esa inteligencia de Laplace –que, repito, no es identificable con Dios– puede saber, en física cuántica, el curso que van a seguir los acontecimientos.
Pero ahora nos encontramos de manos a boca con la libertad. La libertad es una evidencia. Nos consta que somos libres. Yo puedo decidir si pongo o quito una coma en este texto o si me voy a casa hoy a las 7 o a las 7,30 de la tarde. Pero en la cosmovisión de Laplace, la libertad no podía existir, ya que el mundo era totalmente determinista y, por lo tanto, todo estaba ya “escrito”. Esto creó no pocos quebraderos de cabeza a muchos pensadores que pretendían explicar la evidencia de la libertad. Y sus explicaciones les llevaron a callejones sin salida. Algunos, contra toda evidencia, al no encontrar una explicación plausible, lisa y llanamente, negaron la evidencia de la libertad. Percibieron al hombre como un pequeño geniecillo ignorante, cuyo complicado mecanismo le impedía conocer lo que estaba predeterminado que iba a hacer. Y, ¡el pooooobre!, llamaba libertad a esa ignorancia. Tampoco el advenimiento de la física cuántica resolvía eso, porque sustituía la ignorancia por el azar. Pero yo SÉ que si me levanto por la mañana a las 8h para ir a trabajar no es por azar, ni por ignorancia. No. Es, sencillamente, porque quiero. Y negar eso es decir una solemne estupidez que, de persistir en ella, nos llevaría a otras estupideces mayores y muy peligrosas. Porque admitir que el hombre es un estúpido, impotente y patético geniecillo, niega toda posibilidad de progreso, toda responsabilidad personal y no puede llevar a ningún sitio bueno. A no ser… a no ser… a no ser que haya algo en mí que me permita, para algunos fenómenos, condicionar el azar cuántico, forzar, en uno u otro sentido la distribución de probabilidades de un fenómeno volitivo, de forma tal que sea yo el que haga que se inicie una cascada de acontecimientos que acaben haciendo que pegue un salto y me levante de la cama o que decida dar otra cabezadita y llegar tarde al trabajo por mi culpa, no por determinismo ni por azar. Y ese forzamiento soy capaz de hacerlo tan inconscientemente como segregar ácido clorhídrico para hacer la digestión o crear impulsos eléctricos en mis neuronas. Por supuesto esto es indemostrable, como lo es la negación de su posibilidad. Por lo tanto, ninguna de las dos posturas, azar o voluntad, son científicas, pero la de la voluntariedad libre está más acorde con la evidencia de la realidad. Lo que no puede sostenerse, tras la física cuántica, es el determinismo.
Así pues, yo abogo por un DI que no niega en ningún aspecto básico el sustrato material de la evolución darwinista, que no acepta la afirmación indemostrada de los neodarwinistas de que TODAS las mutaciones se producen al azar, que postula, sin pretender demostrarlo un añadido que armoniza con ese sustrato material de la evolución y la hace más coherente consigo misma, dotándola de una finalidad que, a la vista del universo en el que habitamos, parece también una evidencia, y llamando, lisa y llanamente Dios –sin complejos, ya que no estoy intentando hacer ciencia, pero tampoco soy anticientífico– a ese agente armonizador. En palabras de Meredith, creo que “Dios no es realmente un dato empírico. Es más bien una inferencia que se puede extraer de los datos empíricos” (God is not really an empirical datum. He is, rather, an inference that one might draw from empirical data). Abogo, paracientíficamente, pero no anticientíficamente, por el postulado de que una de cada, digamos, millón de mutaciones, en vez de producirse al azar, lo hace porque Dios, utilizando una de sus leyes de la física, la física cuántica, sin violar ni una sola de sus otras leyes, desea esa mutación y hace que se produzca para que la evolución acabe por desarrollar el cuerpo humano. Podría aportar muy diversas razones para mostrar, que no demostrar, que este postulado mío tiene más probabilidades de ser cierto que de no serlo, pero alargaría demasiado estas páginas. Hablo de la evolución del cuerpo, porque el alma, como algo inmaterial que es, no puede brotar de la innegable base material de la evolución. Ese es otro tema con el que también podría alargarme, pero saliéndome de la cuestión.
Esta es mi versión del DI qué, además, no arranca en la
evolución biológica. Ese DI empieza mucho antes. Comienza en la despreciable
probabilidad que el azar haya producido un universo viable como éste en el que
vivimos[4].
Continúa con la no menos despreciable probabilidad de que la química se
organice espontáneamente para generar la vida. Ciertamente, la vida no es más
que química organizada, pero esa organización es altísimamente improbable que
se haya producido por azar. Se prolonga con el implausible desarrollo de un
cerebro anormalmente grande y costoso –en términos evolutivos– como el humano.
Es disparatadamente improbable que esas casualidades se den sin una causa final
a la que se le puede llamar como se quiera, pero a la que yo llamo Dios, el
Diseñador, autor de esta versión del DI.
[1] El
origen de las especies, Capítulo V, Leyes de la variación. Efectos del cambio
de condiciones.
[2]
De hecho, no es que no tengamos ningún registro completo de las mutaciones, es
que no tenemos ningún registro, ni siquiera parcial. Porque, aunque sabemos que
las mutaciones son alteraciones en el código genético, no se ha identificado
más que un pequeñísimo puñado de alteraciones genéticas que puedan
identificarse con una mutación.
[3] Texto leído en “Literatura del siglo XX y cristianismo” de Charles Möeller, en una nota a pie de página en el capítulo dedicado a Simona Weil. No se aclara a quién pertenece la cita.
[4]
Roger Penrose ha realizado laboriosos cálculos que pueden encontrarse en su
libro “La nueva mente del emperador” y que concluyen que la probabilidad de que
un universo viable –uno en el que se puedan formar estrellas, galaxias y
condiciones para que aparezca la vida y evolucione– se produzca por azar es un
1/1010^128, número inimaginable al lado del cual el número de gotas
del océano o el número de estrellas del universo serían insignificantes.