5 de febrero de 2022

El Evangelio escondido de Matajj 15; Capítilo XII Una sanación

 CAPÍTULO XII

UNA SANACIÓN

A la entrada del pueblo estaban esperándonos Zebedeo, Salomé y varios de sus hijos –siguió contándome Pedro.

- Rabbí –le dijo Zebedeo a Jesús mientras me miraba a mí de reojo–, Noemí se nos muere. Desde que Simón se fue contigo no ha probado bocado ni bebido un sorbo de agua y su cuerpo no admite sus propios humores. No para de vomitar bilis mientras delira diciendo horribles blasfemias. Arde de fiebre y, sin embargo, está pálida como la nieve.

- Lo sé –dijo Jesús–, vamos a verla.

Se me hizo un nudo en la garganta. Para mí era como si Séfora se estuviese muriendo otra vez. Menos en lo de las blasfemias, la descripción de Zebedeo era la de la enfermedad que se llevó a la tumba a mi mujer. Sentí en el corazón una punzada de resentimiento hacia Jesús. Desde que salimos hacia Caná él sabía lo que le pasaba a Noemí, pero se empeñó en ir a esa absurda boda para hacer ese absurdo prodigio de transformar el agua en vino que, en definitiva, sólo beneficiaba al éxito de la boda de unos ricachos. Se olvidó de Noemí como YeHoVaH se había olvidado de Séfora. No es que imaginase que Jesús pudiese haber hecho nada, pero, por lo menos, yo sí podría haber estado al lado de ella y, tal vez, la enfermedad no se hubiese desencadenado. Él lo sabía desde que salimos de Cafarnaum y ahora se limitaba a reconocer que ya lo sabía y que fuésemos a verla. ¿Verla?, ¿para qué? –me preguntaba yo–. ¿Para ver cómo moría? Recordé sus palabras al salir de Cafarnaum:

- “Volverás, y tu ausencia será para ella fuente de salvación”.

Y las que me acababa de decir.

- “Pedro, hay mucha gente que daría la vida por ver lo que tú vas a ver hoy, pero no lo verá. Tú vas a verlo para que tu fe se fortalezca”.

Pero, la verdad, el recuerdo de esas palabras no me consoló en absoluto, sino que, al contrario, hizo que el resentimiento se acentuase.

Cuando llegamos a mi barrio empezaron a llegar a nuestros oídos los gritos de Noemí. Todo Cafarnaum estaba alrededor de mi casa. Se había convertido en el centro de la atención morbosa del pueblo.

Qué estúpidamente malvada es la gente –pensé–, aglomerarse así tan sólo para ver cómo muere una pobre mujer. Desde el dentro de la casa se oía gritar a Noemí a pleno pulmón cosas como:

- Séfora, Fanuel, ya voy con vosotros a ese lugar horrible de la gehena, donde estáis. Dentro de poco sufriremos juntos y la culpa de todo la tendrá ese impostor, ese que se hace llamar rabbí, que es el culpable, junto con YeHoVaH, de que estéis en ese lugar de tormento y de que yo vaya pronto a reunirme con vosotros. Y pronto irá también ese estúpido de Simón, que se ha dejado embaucar por él.

- Efectivamente –terció Noemí–, mi espantosa pesadilla de la noche fría, tenebrosa, oscura, de la noche de la desesperación y de la nada, había dejado paso a la pesadilla de le gehena, en donde veía a Séfora y Fanuel llamándome con gemidos lastimosos mientras una voz me decía al oído: “Míralos, ahí están en el llanto y el crujir de dientes de la gehena, entre las llamas. Sólo tu presencia allí podrá consolarlos. Ve con ellos. No esperes más. Ve ahora con ellos. Es tan fácil. Tan fácil”. Era una voz suave y sinuosa, bella y dulce, que inducía a hacer caso a lo que decía. “Y la culpa de todo es de ese Jesús –el tono de la voz se había vuelto severo, sin dejar de ser suave–, de ese falso rabbí. Él preparó desde antes de los tiempos, de acuerdo con el pérfido YeHoVaH, la muerte de tu marido y de tu hija. Sólo para preparar el camino para embaucar al impulsivo y simple Simón. Y no contentos con eso, los han enviado a la gehena. Esa es la bondad del Altísimo y de ese supuesto enviado suyo”. El odio me corroía el alma, me quemaba el cuerpo como si yo también estuviese ya entre las llamas de la Gehena, como si alguien hubiese derramado ácido puro sobre todo mi ser. Me mataba al mismo tiempo que me daba una falsa y dolorosa sensación de consuelo. Entonces vi como si una luz se acercase a mí. Una luz a la que yo no quería mirar porque intuía que iba a apagar la llama del odio en el que me deleitaba al mismo tiempo que me abrasaba.

- Cuando llegamos a mi casa –continuó Pedro–, tuvimos que pasar, abriéndonos camino a duras penas entre una muchedumbre que nos insultaba entre dientes, mascullando:

- Míralos, aquí vienen, el aliado de Satán y el idiota de Simón. El embaucador y el embaucado.

Yo tuve que hacer acopio de una paciencia que nunca creí tener para no enfrentarme con la muchedumbre, amenazando a quien osase decirme a la cara lo que decían tapándose la boca. Creo que fue mi indignación hacia Jesús la que impidió que lo hiciese. Cuando entramos, Noemí se acurrucó en ese rincón de la habitación –dijo, señalando al lugar en el que se encontraba Tomás–, con la cabeza entre las rodillas, agarrándose las piernas con los brazos. Estaba mortalmente pálida. Dejó de gritar, pero gemía como un perro herido. Entramos todos los del grupo y cerramos la puerta. Jesús se acercó y le dijo con voz baja, pero firme, inaudible desde el exterior:

- Noemí, ¡escúchame! A mí también me ha tentado esa voz. A mí también me ha hecho tener falsas visiones. Sé cómo suena esa voz, yo también he oído su mentida dulzura. Pero sólo dice mentiras, aunque las diga suavemente. Es la voz del padre de la mentira. A mí me dijo, cuando tuve hambre: ‘Haz que esas piedras se conviertan en pan’. Pero yo le dije: ‘No sólo de pan vive el hombre, sino de la palabra de Dios’. Ahora yo te digo que le digas: ‘Abriré mis oídos a la verdad’. Me llevó al alero del templo, cuando me sentí solo y desamparado, y me dijo: ‘Tírate abajo, porque Dios mandará a sus ángeles y no permitirá que tu pie tropiece en piedra alguna’. Pero yo le dije: ‘No tentaré a Elohim, mi Dios, ni dejaré que tú le tientes’. Y ahora te digo a ti que le digas: ‘No tentaré al misericordioso con mi desesperación. Confiaré en su misericordia’. Me llevó a la cima del mundo, cuando me sentí necesitado, y me dijo, mostrándome todos los reinos de la tierra: ‘Todo esto te daré si te postras y me adoras’. Pero yo le dije: ‘Márchate, Satanás porque sólo a Elohim, mi Dios, adoraré y daré culto, tal y como está escrito’. Y ahora te digo que le digas: ¡Márchate, Satanás, porque sólo obedeceré la voluntad del Altísimo y sólo a Él me rendiré!’.

Mientras le decía estas palabras, se acercaba a ella muy lentamente –continuó Pedro–. Noemí volvió a gritar:

- Apártate de mí, no te acerques, no quiero oírte, déjame con el consuelo de mi odio.

Cuando Jesús pronunció la palabra Altísimo, le tomó la mano. Noemí tembló y lanzó un grito de animal herido, pero no apartó la mano. Jesús se la tomó suavemente entre las suyas y le dijo mientras se la acariciaba:

- Y ahora yo te digo, Noemí: Fanuel y Séfora están en el seno de Abraham. Fanuel y Séfora me esperan. Esperan mi rescate. Esperan que cumpla la voluntad de mi Padre   –en realidad no dijo eso, no dijo “mi Padre”, dijo Abba, Papá. Lo dijo así, en hebreo, como si fuese una palabra sagrada y al mismo tiempo tierna. Sabíamos que se refería al Altísimo. Contuvimos la respiración. Llamar a Elohim, al Innombrable, a YeHoVaH, Abba, era impensable. Abba–. Esperan que les lleve la salvación –continuó–. Pero antes debe cumplirse la voluntad de mi Padre –otra vez Abba–. Y Pedro es parte importante de ese cumplimiento. Fanuel y Séfora están vivos. Elohim es un Dios de vivos, ¿no lo sabes? Fanuel y Séfora te esperan. Te reunirás con ellos, créeme, cuándo y cómo Elohim quiera. Pero antes tengo que hacer la voluntad de mi Padre –por tercera vez Abba–. Créeme, hablo la verdad. ‘Las almas de los justos están en las manos de Dios y ningún tormento los alcanzará’. Tú sabes que Fanuel y Séfora eran justos y buenos. ‘Porque Dios los puso a prueba y los encontró dignos de él. Los probó como oro en el crisol y los aceptó como un holocausto”. “Los insensatos piensan que están muertos, su tránsito les parece una desgracia y su salida de entre nosotros, un desastre, pero ellos están en paz’.

Yo reconocí inmediatamente en estas palabras otra vez el libro de la Sabiduría. El mismo que Jesús había aprendido en Egipto. El mismo que había recitado al piloto del barco que les trajo de allí, según me acababan de contar. En ese momento supe que mi padre estaba vivo y que la misión de Jesús era, de alguna manera llevar a los que estaban en el seno de Abraham al Reino de los Cielos y, al mismo tiempo, traer este reino a la tierra. Esa era la voluntad de ese Altísimo al que llamaba Abba–.

- No seas insensata, Noemí –Pedro continuaba repitiéndome las palabras de Jesús–, cree en mi palabra antes que en la suavidad venenosa de esa boca llena de mentiras. No aceptes la belleza mortal y mentirosa de la nada y del sinsentido. No desprecies el holocausto de Fanuel y de Séfora, no hagas inútil su sacrificio, Noemí. Repite conmigo lo que te acabo de decir que digas. Yo puedo ayudarte a decir esas palabras, pero sólo diciéndolas tú puedes hacer callar esa voz mentirosa que te envenena.

- A medida que Jesús le hablaba con una voz casi inaudible, llena de ternura, sin dejar de ser firme –continuó Pedro–, los gritos y gemidos de Noemí se fueron transformando en un llanto suave. Era un llanto copioso en lágrimas. Lágrimas que limpiaban. Lágrimas que sanaban. Había cambiado de postura y ahora tenía el rostro hundido en el pecho de Jesús, que le acariciaba el pelo con suavidad mientras la abrazaba.

- Repite conmigo, Noemí: “Abriré mis oídos a la verdad” –susurró Jesús.

- “Abriré mis oídos a la verdad” –repitió Noemí, también en un susurro casi ahogado por los hipos del llanto.

- “No tentaré al misericordioso con mi desesperación. Confiaré en su misericordia”.

- “No tentaré al misericordioso con mi desesperación. Confiaré en su misericordia” –y su voz era ahora más firme.

- “Márchate, Satanás, porque sólo obedeceré la voluntad del Altísimo”.

- “Márchate, Satanás, porque sólo obedeceré la voluntad del Altísimo” –dijo, ahora con una voz repentinamente llena de fuerza y determinación, como quien da una orden tajante y expresa un firme propósito.

Después de decir estas últimas palabras –continuó Pedro–, Noemí suspiró y quedó profundamente dormida en brazos de Jesús que seguía acariciándole el pelo y besándoselo con ternura. Tras dos horas de sueño abrazada por Jesús, la fiebre había desaparecido, el color había vuelto a sus mejillas.

- No puedo expresar con palabras lo que sentí en esos momentos –continuó Noemí–. Era como si un manantial de agua tibia me inundase por dentro, sanando, consolando, limpiando. Después, durante el sueño, Séfora y Fanuel se acercaron a mí, me acariciaban, me besaban, me hablaban. Me contaban cómo estaban en el seno de Abraham, donde no les faltaba de nada, pero de qué forma, con qué ansia, esperaban que Jesús cumpliese con su misión. Cómo junto a ellos había una muchedumbre incontable que vivía en el mismo anhelo que ellos. No era un sueño, o si lo era, jamás en mi vida he experimentado algo con tanto realismo. Era más real que si ellos estuvieran a mi lado. Estaban a mi lado. No me preguntéis cómo, pero estaban a mi lado más auténticamente de lo que tú, Mattaj, lo estás ahora, sentía su contacto más cierto que éste –y diciendo esto, se acercó a mí, tomo mi cara entre sus manos y me besó en la frente.

Ese gesto me emocionó profundamente. Yo había sido hasta hacía tan sólo unas horas, un enemigo para ella. Alguien que les había robado. Con mi poder y mi avaricia, les había privado a ellos de bienes básicos, para poder vivir yo en la opulencia. Las lágrimas corrían por mis mejillas porque recordé lo que yo mismo había vivido hace unas horas. El manantial de perdón, la proximidad y el abrazo mi padre y mi madre. Todo.

- Yo también rebosaba de agradecimiento –continuó Pedro–. Toda mi rabia se había convertido en asombro. ¿Cómo podía haber desconfiado después de haber visto hacía tan sólo unos días el prodigio de aquella increíble pesca o, ayer mismo, el del agua convertida en vino? Volví a recordar sus dos frases, al salir y al volver a Cafarnaum: “Volverás, y tu ausencia será para ella fuente de salvación”, y “Pedro, hay mucha gente que daría la vida por ver lo que tú vas a ver hoy, pero no lo verá. Tú vas a verlo para que tu fe se fortalezca”.

Cuando Noemí salió de su sueño y abrió los ojos, miró al maestro a los suyos con embeleso. Él le dijo:

- Ve y come algo, porque estás profundamente debilitada.

- Elohim –así le llamó–, no comeré nada hasta que hayas comido tú –replicó ella.

Y diciendo esto se levantó, preparó una espléndida comida, la sirvió, y nos sentamos todos a la mesa. Pero antes salió fuera. La muchedumbre se había dispersado. El morbo que las había atraído había terminado hacía unas horas, más de las que podían esperar en silencio. Sólo quedaban unos pocos, esperando saber el porqué de ese pacífico silencio. Noemí les invitó con una sonrisa a entrar y a participar de la comida. Ellos entraron entre sonrientes y asombrados.

- En una cosa tenía razón Satanás cuando le hablaba a Noemí –siguió Pedro–; en mi simple impulsividad. La primera de las dos frases de Jesús se había mostrado completamente cierta. La segunda me hacía dudar de mí mismo. ¿Se habría fortalecido lo suficiente mi fe? ¿Volvería a olvidar los prodigios hechos ante mis ojos para fortalecerla? ¿Seguiría dejándome llevar de mis poco meditados impulsos? Le dije:

- Señor, soy débil, fortaléceme la fe.

- Sí, Pedro, eres débil –me contestó–. Todo ser humano es débil –ahora se dirigía a todos–. Todo ser humano es simple. Para eso he venido al mundo, para darle fortaleza y sabiduría. Pero no os fieis de Satanás ni siquiera cuando os acuse –parecía haber leído mi pensamiento–. Hasta acusando es mentiroso. Satanás miente hasta cuando dice la verdad. No tengáis miedo. El miedo es de las peores tentaciones de Satán. Elohim me ha enviado para perdonar, no para condenar. Confiad siempre en la misericordia del Altísimo.

Luego se dirigió otra vez directamente a mí –continuó Pedro.

- No tengas miedo. Te he dicho que eres Pedro, Roca. No lo eres, pero lo serás. Yo rezaré por ti para que tu fe sea, un día, sólida como la roca que eres, aunque no lo seas todavía, y puedas confirmar a los demás en su fe. Confiad en mí, no en vosotros –y otra vez miró a todos.

Me quedé tranquilo sólo a medias –dijo Pedro–. Algo dentro de mí me decía, y me sigue diciendo, que voy a necesitar muchas más lecciones de fortaleza y sabiduría.

Mientras Pedro me contaba esto, mirando a Jesús, yo le miré también. Él, a su vez, miraba a Pedro con una sonrisa enigmática que ni desmentía ni refrendaba su inquietud. Pero en su mirada se veía claramente que conocía la respuesta a esa cuestión. Muchas veces he pensado, años después, que Pedro se hubiese desmoronado como una torre de guijarros si Jesús le hubiese dicho cuántas y que difíciles lecciones de fortaleza y sabiduría tendría que recibir todavía. Sin embargo, más tarde, llegaría a ser la roca en la que nos anclásemos todos.

- Entonces, Jesús nos dijo con decisión –Natanael tomó el hilo del relato:

- No he venido a quedarme aquí quieto, sino a llevar la palabra de Dios y su reino a todos los hombres. Felipe, José, id a Betsaida. Los demás, venid conmigo a recorrer Galilea –nos dijo al resto.

- ¿Por qué debemos ir a Betsaida? –le dijeron Felipe y José perplejos.

- Para contar a vuestra familia lo que os ha ocurrido a vosotros. Para proclamar el perdón, el amor y la paz. Siempre es el momento adecuado para hacerlo, pero ahora encontraréis que es una ocasión especial. Id. Natanael –me preguntó Jesús mirándome de forma que yo no dude ni por un momento que su pregunta era una orden–, ¿quieres acompañar a tu amigo Felipe a Betsaida? No os preocupéis, yo estaré con vosotros. Recordad que el que no se haga como niño, no entrará en el Reino de los Cielos.

- Los tres nos quedamos extrañados –dijo Bartolomé–. ¿Por qué ahora era una situación especialmente propicia para ir a Betsaida? ¿Para qué debía yo acompañar a Felipe y a José? ¿Cómo iba a estar Jesús con nosotros si se iba con el resto a recorrer Galilea? ¿Qué tenían que ver los niños en esta historia? Pero el tono de Jesús no parecía admitir réplica, así que salimos.

- Y detrás salimos todos menos Jesús –dijo Pedro–. Su mirada se cruzó con la mirada suplicante de Noemí. Jesús le dijo:

- Noemí, si quieres puedes seguirme tú también Y vosotros también –dijo a los que se habían incorporado a la comida.

 Todos quedamos sorprendidos porque era la primera vez que un rabbí aceptaba a una mujer entre sus seguidores. Salimos de Cafarnaum a recorrer las aldeas de Galilea.

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