20 de febrero de 2022

El Evangelio escondido de Mattaj 16: Capítulo 13; Curaciones y enseñanzas

CAPÍTULO XIII

CURACIONES Y ENSEÑANZAS

- Estuvimos fuera de Cafarnaum unos cuarenta días –siguió contándome Juan–. Cuarenta días de una intensidad difícil de narrar brevemente. Salimos y era ya el atardecer. Miramos a Jesús como pidiéndole que esperásemos a la mañana siguiente para partir. Pero el parecía tener prisa por salir y nos dijo:

- Id vosotros delante siguiendo el valle. Yo voy a orar a la montaña. Mañana os alcanzaré.

 No nos dijo dónde ni cuándo nos alcanzaría, si le debíamos esperar o no. Dio media vuelta y comenzó a subir a buen paso una de las colinas que rodean el lago. Nosotros estábamos perplejos. ¿Por qué no podía rezar en la casa y salir al día siguiente al rayar el alba? ¿No perderíamos el mismo tiempo esperándole por la mañana, en no sabíamos dónde, que quedándonos en la casa? Pero no dijimos nada. Echamos a andar, atravesando el barrio alto del pueblo con paso cansino. Algunos de los que se habían quedado a comer con nosotros nos seguían, pero otros se fueron y contaron a todo el pueblo el portento que había ocurrido con Noemí, cómo Jesús había curado a la suegra de Simón. Al pasar entre las calles altas de Cafarnaum, se nos iban uniendo un número creciente de enfermos que salían de las callejuelas laterales. Muchas de las familias del poblado que tenían algún enfermo, fuese del tipo que fuese, nos seguían, llevándolos como mejor podían. Había lunáticos, sordos, mudos, ciegos, cojos, paralíticos en camilla y muchas personas más. Formábamos una comitiva lastimosa. Nosotros íbamos delante y detrás nos seguía toda la procesión de las desgracias. Instintivamente aceleramos el paso y poco a poco los íbamos dejando atrás. Ellos nos llamaban con voz quejumbrosa: “En nombre del Altísimo, no nos abandonéis. Llevadnos hasta vuestro maestro para que nos cure con el poder del Todopoderoso”. A medida que nos adelantábamos –seguía contándome Juan–, sus quejas se iban perdiendo en la distancia, hasta que dejaron de oírse. De repente, Tadeo se paró en seco.

- ¿Creéis que Jesús les dejaría abandonados? –nos preguntó–. Yo, que le conozco desde niño, os aseguro que no. Volvamos a por ellos.

- Nos quedamos parados, dudando –siguió Pedro–. A decir verdad, yo seguí andando. Para mí, lo más importante era volver a ver a Jesús. Era como si me faltase el aire. Lo demás carecía de importancia, incluidos todos los enfermos que se nos querían unir. Andrés y Matías, los de Qumrán, se sumaron inmediatamente a Tadeo. Unos segundos después se les unieron Jacob, Juan y Tomás. Después, todos volvieron sobre nuestros pasos. Yo di media vuelta y los seguí. Pero aprendí la lección. Jesús no era sólo para nosotros. Nos lo acababa de decir hacía escasamente una hora y ya se me había olvidado: “No he venido a quedarme aquí quieto, sino a llevar la palabra de Dios y su reino a todos los hombres”. Cuando llegamos otra vez donde estaban los enfermos que nos seguían y sus familiares, les pedí perdón en nombre de todos por haber actuado de forma distinta a lo que hubiese querido nuestro maestro. Algunos se habían vuelto atrás pensando que les habíamos abandonado, pero la mayoría habían seguido, impulsados sólo por la confianza en lo que les habían contado los que habían visto a Noemí curada. Salí corriendo camino abajo para recoger a los que se habían dado la vuelta y los alcancé. No me fue difícil convencerlos de que volvieran sobre sus pasos otra vez y los llevé con el resto. Sólo un ciego se negó en redondo a volver, a pesar de que me ofrecí a hacerle de lazarillo. A partir de ese momento, nuestra marcha fue lenta y penosa, porque íbamos ayudando a todos a avanzar. El alba nos sorprendió, sin haber dejado de andar en toda la noche, no muy lejos de Cafarnaum. Seguimos avanzando y, ya bastante entrado el día, cuando empezábamos a impacientarnos y a pensar dónde y cómo encontraríamos a Jesús, dimos con él de manos a boca al doblar un recodo del camino que transcurría entre peñascos.

- Paz con vosotros –se limitó a decirnos con una sonrisa.

- Nos quedamos de piedra –siguió Tomás, tomando la palabra.

- ¿Cómo has llegado hasta aquí, antes que nosotros, cuándo nos has adelantado? –le dije.

- He estado en oración toda la noche y al rayar el alba he venido por el monte. Veo que mi oración ha dado fruto –nos contestó, mirando a los enfermos, como la cosa más natural del mundo, como si venir por el monte, lleno de espinos, piedras, cercados, subidas y bajadas y hacer en esas condiciones en tres horas el recorrido que nosotros habíamos hecho en doce, aunque fuese lentamente, resultase lo más natural del mundo.

- No le preguntamos nada, pero estábamos mudos de asombro –continuó Pedro–. Haber llegado allí antes que nosotros por los montes, habiendo estado en oración hasta el amanecer, era sencillamente imposible. Además, parecía como si supiese de nuestra lucha interior por hacernos cargo de los enfermos. Estaba cubierto de sudor, con el rostro congestionado y el respirar jadeante, como quien acaba de hacer un enorme esfuerzo. Parecía agotado. Le miramos los pies y los tenía llenos de sangre que le caía desde las piernas, llenas de arañazos. También los pies, a pesar de las sandalias tenían cortes hechos por las piedras.

- Tienes las piernas heridas –le dije–. Déjame que te las cure.

- No Pedro –me dijo–, antes tengo que sanar yo a todos estos hijos de Dios que vienen con vosotros.

- Y diciendo esto se fue acercando a los enfermos –me decía Jacob–, abrazó durante unos minutos a cada uno de ellos y al final les decía:

- Tu fe te ha salvado, dale gracias a YaHVeH –pronunció el nombre del innombrable, YO SOY, no enmascarada cambiando las vocales por YeHoVaH, sino, tal cual, YO SOY, YaHVeH– por su misericordia para contigo.

- Todos quedaban curados y se abrazaban unos a otros y a sus familiares, llenos de alegría. Sólo cuando los hubo curado a todos se reclinó en una piedra. Se le veía presa del agotamiento. Casi inconsciente, dejó que los mismos a los que había curado le limpiasen los pies y le enjugasen el sudor del rostro con el agua que habían traído para beber por el camino. Pasado un rato, súbitamente recuperado, se puso en pie y dijo a los enfermos curados que le habían cuidado.

- Id por los pueblos y contad a todos las maravillas que Dios ha hecho con vosotros.

- Todos los enfermos curados y sus familias se fueron dando gracias a Dios y cantando himnos de alabanza al Altísimo. Esa tarde anduvimos un poco más –siguió Tadeo–, hasta que encontramos una pequeña y verde pradera en ligero declive, con un manantial de agua limpia en su parte alta, que formaba un arroyo que la atravesaba hacia el valle. Decidimos hacer noche allí. Era una noche con una media luna creciente, como media naranja de plata. La próxima luna llena sería la última del invierno. A pesar de ser todavía invierno, la temperatura era bastante agradable, de forma que extendimos nuestros mantos en el suelo para dormir sobre la hierba envueltos en ellos. Jesús nos dijo:

- Voy a orar –y se apartó de nosotros como un tiro de piedra.

Se puso de rodillas, apoyando los codos y la cabeza en una roca. Muchas veces habíamos rezado juntos en nuestra infancia –era Tadeo, su hermano, el que hablaba–. Él rezaba siempre con los salmos. Yo recordaba que siempre que lo hacía, se saltaba aquellas partes de esas oraciones en las que se pedían maldiciones y daños para los enemigos. A veces sustituía esos pasajes por oraciones de su cosecha que pedían el perdón para ellos y suplicaban a YeHoVaH que exterminase en ellos el pecado y lo sustituyese por la gracia. A veces cambiaba la palabra enemigo por Satanás, dando a entender que él era el único enemigo al que no había que amar. Cuando rezábamos, lo hacíamos al unísono, ya que los dos nos sabíamos los salmos de memoria. Pero cuando él rezaba esos pasajes suyos, yo repetía sus frases. Él se callaba entre frase y frase para darme a mí tiempo para repetir. Ese anochecer me acerqué a él sigilosamente y oí que empezaba a recitar el salmo 23:

Elohim es mi pastor nada me falta,

en verdes praderas me hace reposar

me conduce hacia fuentes tranquilas

y repara mis fuerzas.

Por supuesto que me lo sabía de memoria y que lo había recitado cientos de veces con él. De la última vez, no haría más de unas lunas. Era, además uno de esos salmos en los que no hay ninguna imprecación para los enemigos, por lo que podría haberlo rezado íntegro al unísono con él. Pero había algo diferente en Jesús, algo que no había notado nunca. Él siempre había rezado los salmos con gran unción, pero ese día… no sé, nunca le había oído rezar así. La verdad es que nunca había oído rezar así a nadie. Me quedé como hipnotizado, sin poder recitarlo con él en voz alta. Como si fuese la primera vez que oía ese salmo, lo iba repitiendo mentalmente detrás de él, mientras le encontraba un sentido nuevo que nunca había sentido antes. Al acabar el salmo se calló. Se quedó quieto, en silencio. Yo seguía absorto. Me tumbé boca arriba con los brazos abiertos, como si quisiera abrazar el cielo. Notaba a mi alrededor, por todas partes, una presencia que entraba en mí en cada respiración, por cada poro, tanto desde el suelo, por mi espada como desde el cielo por mi pecho. Una presencia suave, en la que podía descansar, en la que se abandonaba todo mi ser como si flotase en ella. Era como si hubiese iniciado un viaje a las profundidades de mí mismo y como si allí hubiese encontrado una luz interior, suave e intensa de la que no conocía su existencia y que, al mismo tiempo, parecía transportarme más allá que de las pálidas estrellas que iban apareciendo en el cielo a pesar del resplandor de la luna creciente. Mi abrazo pretendía abarcar lo más íntimo de mi mismo y lo más profundo del firmamento. Perdí completamente el sentido del tiempo. Hasta la impresión de los sentidos se desvaneció. No estaba dormido. Mi mente estaba en un estado de lucidez como nunca antes había tenido. Pero no era atravesada por ideas. Las ideas requieren del tiempo para sucederse y yo estaba fuera del tiempo. Era más bien como si estuviese en un presente indefinido en el que todas las preguntas tuviesen sus respuestas, sin confundirse entre ellas y sin que ni unas ni otras fueran formuladas. También mi voluntad estaba anulada. No sé cuánto estuve así. De repente noté una mano sobre mi pecho. Abrí los ojos. Jesús estaba allí, sentado a mi lado, con las rodillas dobladas y juntas. Me sonreía. La rosada palidez del día se adivinaba ya en el horizonte. Tenía una sensación de plenitud total que no soy capaz de explicar.

- ¿Qué ha pasado? –le pregunté.

- ¿Has oído hablar del Espíritu de Elohim? –me contestó con otra pregunta sin darme una respuesta.

Pero la respuesta estaba clara, nítida –concluyó Tadeo sin decirnos en qué consistía esa claridad–. Jesús se levantó, me tendió la mano y me ayudó a levantarme.

- Todo ese día –siguió Tomás– lo pasamos plácidamente en esa pequeña pradera verde junto a la fuente de agua que brotaba en su borde. Habíamos llevado algunas provisiones desde Cafarnaum y al mediodía comimos de ellas. Pero al acercarse la tarde, me entró la impaciencia. ¿Íbamos a pasarnos allí mucho tiempo? ¿No íbamos a acercarnos a algún pueblo cercano a comprar más provisiones? ¿Sabíamos siquiera dónde había un pueblo cerca? Empezaba a atardecer cuando apareció el primer enfermo. Era un ciego que venía acompañado de un joven lazarillo y de uno de los curados el día anterior. Por su aspecto debía ser alguien importante. Traía una bolsa de higos y un odre de vino. El lazarillo dejó su carga en el suelo y puso al ciego frente a Jesús.

- Ya estás frente al maestro–le dijo.

El ciego extendió las manos y tocó el rostro de Jesús. Jesús, a su vez, tocó suavemente con las yemas de sus dos dedos pulgares los ojos abiertos y nublados del ciego. Se mantuvo así unos largos minutos. Por entre sus dedos y los párpados del ciego se escurrían gruesas y silenciosas lágrimas que rodaban mejillas abajo. Al cabo de ese tiempo apartó los dedos y los ojos, antes blanquecinos, aparecieron de un color castaño claro. El hombre empezó a mirar a su alrededor con los ojos abiertos como platos, posando la mirada en unas cosas y otras mientras las señalaba con asombro. Luego tomo las manos de Jesús entre las suyas y las besó. Primero con unción pero, poco a poco, de forma cada vez más acelerada. Después de un rato hizo ademán de postrarse ante Jesús pero él se lo impidió enérgicamente sujetándole por los hombros.

- Ve y proclama la misericordia y la grandeza de Elohim–le dijo.

- Así lo haré –dijo lacónicamente el que fue ciego.

- Dio media vuelta y se fue, seguido del que fuese su lazarillo, por el camino por el que había llegado –continuó Juan–. Fue como una señal de salida para el comienzo de una procesión de enfermos que empezaron a llegar a la pradera. Al principio venían de uno en uno y espaciados entre ellos, luego en pequeños grupos. Cada grupo estaba acompañado de uno de los curados del día anterior y traían consigo algún regalo, un queso, fruta, pan, algún pez, vino o una cazuela con algún guiso. Había enfermos de todo tipo. Otros no tenían ninguna enfermedad física, sino del espíritu. Como si no le preocupase el hecho de que se iban acumulando en la pradera, Jesús se tomaba con cada uno de ellos un tiempo para intercambiar unas palabras mientras los curaba. Esa tarde debieron llegar unos cincuenta o sesenta enfermos. Nosotros intentábamos mantener un cierto orden en el tráfico de los que se acumulaban queriendo tocar aunque fuese la túnica del maestro con la esperanza de quedar curados tan sólo con eso. A veces se producían riñas entre ellos, pero Jesús parecía ignorarlas, dejándonos a nosotros todo el servicio de orden, mientras él estaba absolutamente concentrado en cada enfermo, como si en el mundo no existiesen más que ellos dos. Así pasó todo el atardecer. Era ya noche cerrada cuando el último enfermo quedó curado. Cuando se fue, todos nosotros estábamos agotados, pero Jesús parecía exhausto. Estaba pálido, sudoroso y le temblaban las piernas como si hubiese hecho un esfuerzo sobrehumano. Parecía a punto de desmayarse. Nos sentamos sobre la hierba y cenamos abundantemente de lo que nos habían traído los enfermos bebiendo el agua del arroyo. Cuando terminamos nos dijo:

- Dormid, descansad esta noche, que son muchos los hijos de Dios atormentados por el pecado y mañana tendremos que atender a algunos.

- Todos se acomodaron en sus sitios, envueltos en sus mantos –siguió Tadeo–, todos menos yo, que no estaba tan cansado como el resto. Durante todo el día había sentido una energía interna que me impedía notar el cansancio. Al poco tiempo se oía la respiración acompasada de todos, mezclada a los ronquidos de algunos. Entonces Jesús se volvió a arrodillar ante la misma piedra de la noche anterior y empezó a orar de la misma manera. Yo intenté hacer también como la noche anterior, pero en ese momento se me vino encima, de golpe, un cansancio inmenso y me quedé profundamente dormido. Me desperté unos momentos antes del alba. Jesús estaba también profundamente dormido, tendido en su manto, entre todos los demás. Me senté junto a él y me puse a mirarle intensamente. Reflejaba en su semblante una paz un abandono como el de un niño. Al cabo de un rato, abrió los ojos y me miró.

- ¿Qué te ha pasado? –le pregunté–. No eres el mismo que hace unas semanas.

- Sí, sí soy el mismo –me contestó pensando cada palabra de lo que decía–, pero hace unos días no había llegado mi hora. Ahora ha llegado el momento de que se manifieste quién soy.

- Y, ¿quién eres?

- Soy Jesús de Nazareth. Un hombre, como tú.

- Hay en ti algo más, algo que antes no tenías, pero no sé lo que es. ¿Qué es?

- Lo que haya de más siempre ha estado ahí, aunque no se manifestase. Sea lo que sea, lo descubrirás tú mismo cuando llegué el momento.

Y luego, con voz potente, para despertarnos.

- ¡Arriba!, ¡poneos en pie! Nos esperan en otros sitios. Dejad a Noemí que se refresque en la fuente y después hacedlo vosotros. Luego, alcanzadme.

- Y diciendo esto tomó su manto, se lo echó sobre los hombros y echó a andar lentamente camino arriba doblando un recodo –retomo el relato Noemí–. Él tenía todavía el pelo húmedo que denotaba que no hacía más de una hora que había tomado su baño. Yo me levanté a toda prisa, me lavé en la fuente y fui tras él. Sólo entonces los hombres se acercaron a la fuente. Me apresuré para ver si lo alcanzaba y, al doblar el recodo me lo encontré de manos a boca. Me estaba esperando. Pretendí balbucear unas palabras de agradecimiento por lo del día anterior, pero no me lo permitió. Llevó un dedo a mis labios y me dijo.

- Haz el silencio dentro de ti. Busca allí mi presencia. Lo que tengas que decirme, dímelo allí.

Anduvimos un trecho lentamente, en un silencio suavemente sonoro, hasta que los hombres nos alcanzaron. Después seguimos caminando hasta el mediodía. Estaba el sol en lo alto cuando, al doblar un recodo, nos encontramos con un grupo de personas, más numeroso que el del día anterior, también formado por todo tipo de enfermos. Ignoro cómo se habían enterado, porque venían de los pueblos a los que nos dirigíamos. Probablemente alguien de Cafarnaum hubiese propagado la noticia por la región. No voy a contar lo que ya te han contado Tomás y Juan sobre las curaciones. Durante las siguientes dos semanas esa fue la pauta de cada día, a veces en el campo, a veces en los pueblos, cada día acudían a él enfermos en número mayor que el día anterior y el los curaba a todos. Pero en este segundo encuentro, como en todos los siguientes, antes de comenzar a sanar a los enfermos, se dirigió a todos diciéndoles:

- Se ha cumplido el plazo y está llegando el reino de Dios. Convertíos y creed la buena noticia. Elohim ha apiadado de su pueblo y le envía la salvación, el perdón de sus pecados y de todas sus traiciones.

Sólo entonces procedía a curarlos a todos.

Isaías reinterpretado, murmuré para mí mismo, sin que nadie me oyese.

- Eso se repitió durante catorce días –siguió Jacob–. El decimocuarto, casi al amanecer, llegó una muchedumbre mayor que la habitual. Cerca de allí había una colina, pequeña, aunque un poco más alta que las demás, que bajaba escalonadamente hasta el camino. Subió ágilmente a la cima. Todos los enfermos y sus acompañantes, entre los que había muchos que habían sido curados en días anteriores se acomodaron en toda la ladera.

Entonces me contaron el discurso que más tarde oí muchas veces de su boca pero que no por ello dejaba de asombrarme cada vez. Desde una colina Jesús proclamaba una nueva Ley que venía a corregir –a llevar a sus últimas consecuencias dijo él– la Ley dada por YeHoVaH a Moisés. Una humilde colina, en vez del imponente monte Sinaí en llamas, pero una Ley más importante que aquélla. Y mucho más incomprensible. Era el mundo al revés. Los débiles, los humildes, los pobres, los tristes, los oprimidos, los de limpia y transparente intención, los misericordiosos, esos, eran los bienaventurados, mientras que los fuertes, los opresores, los implacables, los soberbios, los llenos de segundas intenciones, eran los desgraciados. Cada frase de la enseñanza posterior venía precedida de un “habéis oído decir…” para ser inmediatamente puntualizada “… pero yo os digo”. Y en cada corrección la honestidad salía vencedora sobre la hipocresía, la misericordia sobre la dureza, el perdón sobre la venganza, la humildad sobre la soberbia, el amor sobre el odio. De repente, el Altísimo se hacía el Cercanísimo, el Dios tonante se hacía tierno, se podía tocar la paternidad de YeHoVaH. No voy a contar ahora el sermón de la montaña, porque lo conté con todo detalle en mi relato de mis días con Jesús, pero sí diré cómo a todos los que lo oían se les iluminaba la cara, se les humedecían los ojos. Todos intercambiaban sonrisas con todos, por todas partes se veían abrazos. Algunos se golpeaban el pecho, como si de repente, todos sus pecados se le hiciesen patentes, pero en sus rostros se leía la alegría de sentirse perdonados. A mí, cada vez que lo oí, todas las veces, porque lo repitió muchas veces, me pasaba lo mismo. Siempre me parecía nuevo. La experiencia del perdón me llegaba al fondo del alma. Ahora, cuando lo recuerdo, me sigue pasando, con la misa nitidez que cada una de las veces anteriores en que lo oí directamente. Y cada vez que perdono a alguien sus pecados en el nombre de Jesús, me acuerdo de que yo también necesité de ese perdón, de que lo sigo necesitando y sé, aunque no lo sienta siempre, lo que sintió el propio Jesús cuando me perdonó a mí. Y no me importa morir mañana, ni cómo sucederá, y me alegro de todas las penalidades que he pasado, porque lo hago, porque lo he hecho, por la justicia, por el amor, por Él.

- Después –concluyó Andrés–, durante todo el día, los curó a todos. Así estuvimos otras dos semanas. Sólo un tipo de enfermos no venía nunca con el grupo de cada día: los leprosos. El resto de los enfermos no los admitían entre ellos. Pero Jesús sí fue a ellos. Fue a buscarlos al barranco de la muerte. No sé si sabes lo que es –me preguntó Andrés.

- ¿La gehena? –le respondí dubitativo, refiriéndome, no al infierno, sino al valle de la Gehena que está al sudoeste de Ierushalom, donde los reyes de Judá quemaban a sus hijos en honor al dios de los cananeos, Moloc, en los peores momentos de idolatría de la dinastía davídica.

- Peor que la gehena –me respondió–. El barranco de la muerte es un acantilado, de unos siete u ocho codos de altura y de unos tres estadios de largo, de roca blanda y arenisca. Está situado en el límite entre Galilea con Samaría.  Desde la parte baja del barranco, el terreno asciende en una inclinada pendiente a lo largo de cien o ciento cincuenta codos, hasta llegar a la misma altura del acantilado. El límite de la pendiente, que está en Galilea, está marcado con palos clavados en el suelo con calaveras puestas encima. En mitad de la pendiente está la línea que separa Samaría y Galilea. En las paredes del acantilado hay, excavadas y habitadas por los leprosos, unas enormes, aunque poco profundas grutas separadas entre ellas como unos treinta codos. A lo largo del acantilado, ya en Samaría, hay unas veinte grutas. En ese barranco viven, hacinados, unos doscientos o trescientos leprosos. Ellos mismos se ocupan de mantener un límite a la densidad de población impidiendo el paso y expulsando a los intrusos que quieren vivir allí. Su vida se desarrolla en una franja de unos cuarenta codos delante del acantilado. Más allá de esta franja, y hasta las estacas, los leprosos cultivan pequeños huertos que les sirven mínimamente para su subsistencia. Los que los cultivan tienen que montar guardia continua para evitar que otros leprosos los rapiñen. Para sobrevivir deben complementar los alimentos de las huertas con víveres que les dejan algunas almas caritativas en la parte alta de la pendiente, junto a las estacas, o que les arrojan desde lo alto del acantilado. A veces se producen auténticas batallas campales entre los leprosos, bien por los alimentos de sus huertas, bien por los que les arrojan de lo alto o los que dejan en el borde de la pendiente o contra intrusos que pretenden instalarse en el barranco. Los muertos no pueden sacarse del recinto, por lo que el olor a muerto, unido al de carne podrida por la lepra, es insoportable. Una nube de moscas se arremolina en toda la extensión del barranco, atraída por los excrementos, la carne podrida de los leprosos y los muertos. A diario, algunos leprosos se aventuran fuera del recinto, solos o en pequeños grupos, para mendigar un trozo de pan o algún otro alimento. Cuando lo hacen, tienen que ir gritando: “leproso, leproso”, para que les oigan desde lejos. Normalmente, quienes oyen ese grito, huyen en dirección contraria. Algunos, muy pocos, antes de huir, dejan en el suelo algún alimento y se lo dicen, también a gritos, a los leprosos que corren a recogerlos.

Un día, siendo todavía oscuro –continuó Andrés–, tras una noche de oración especialmente intensa, Jesús nos dijo:

- Vamos a ver a unos hermanos que nos necesitan y a los que nadie ayuda.

Cuando, tras una hora de marcha, nos dimos cuenta de adónde nos dirigíamos nos pusimos pálidos. ¿Sería posible que Jesús quisiese que entrásemos allí? Ninguno nos atrevíamos a preguntarle pero pronto nos dimos cuenta de que sí, de que ese era su propósito. Al llegar a una de las estacas con su correspondiente calavera, Jesús se paró, nos miró a cada uno a los ojos y nos dijo:

- El que no quiera, no tiene por qué bajar conmigo. Pero no tengáis miedo. Si confiáis en mí, no os pasará nada. Ningún veneno ni enfermedad os podrá dañar sin que lo quiera mi Padre –Abba– de los cielos. Ningún hedor os espantará tanto que no podáis resistirlo. Yo soy cada uno de esos enfermos. No son distintos que otros enfermos. La lepra no es un castigo por ningún pecado.

Ninguno de nosotros bajó. Vimos a Jesús descender solo por la pendiente. Al verle venir de lejos, los leprosos se llamaron unos a otros y todos los que podían salieron de sus cuevas a esperarle al borde de las huertas. Probablemente nunca un hombre sano se había aventurado a bajar. Cuando llegó a ellos, se había formado una especie de ameba de carne podrida. Jesús se acercó a ella con paso firme y ésta se abrió, fagocitándolo. Como el monstruo se tragó a Jonás, así se cerraron las fauces de la ameba tras él engulléndolo. Jesús siguió avanzando y la ameba se movía a su paso –lo veíamos desde arriba–, pero siempre había unos tres pasos entre él y el leproso más cercano. Jesús buscó una roca que sobresalía del terreno varios codos y que había visto desde arriba y se encaramó en ella hasta la cúspide. Desde allí les dijo con una voz potente que nosotros pudimos oír desde arriba, por encima del sordo zumbido de las moscas:

- No creáis que vosotros sois menos hijos del Altísimo que el resto de los hombres. No. Aunque los hombres no os quieran, Dios os quiere a todos. Habéis oído decir que la lepra es una enfermedad impura. Pero yo os digo: no lo es. No sois impuros. Sois tan hijos del Padre –Abba– celestial como cualquier otro ser humano y él no os olvida y os quiere con ternura. Vengo aquí para traeros el amor de ese Padre celestial, para demostraros su ternura. Amén, amén os digo, todo el que acoja este amor en su corazón, mañana amanecerá curado. Voy a quedarme con vosotros todo el día. Venid a mí los que estéis angustiados y desesperanzados y yo os daré paz y esperanza, hijos míos. Toda carne resucitará en el último día. Si Dios puede, como dijo el profeta Ezequiel que hará al final de los tiempos, hacer revivir a los huesos secos del valle e infundirles espíritu, ¿por qué no va a poder sanar vuestra carne mañana mismo si tenéis fe?

Y dicho esto, bajó de la roca, se acercó a uno de los leprosos y le abrazó mientras le besaba. Se quedó de pie, de espaldas a la roca y los leprosos se iban acercando a él de uno en uno, en un orden mucho mayor que los que se acercaban a ser bautizados por Juan o los enfermos de días pasados. Él abrazaba al que llegaba, le preguntaba su nombre, le acariciaba y le besaba mientras le hablaba con suavidad durante un buen rato llamándole por su nombre. Algunos leprosos no querían saber nada y se alejaban de Jesús, pero la mayoría esperaban su turno para estar con él. Al cabo de una hora, muchos de los que habían estado con él formaron un grupo que empezó a entonar cánticos.

- Tras unas dos o tres horas –continuó José–, Pedro dijo con determinación:

- Yo bajo con él.

Y dicho esto, echó a andar pendiente abajo entre las hortalizas de la huerta. De mejor o peor gana, todos le seguimos. Nos abrimos paso hasta Jesús y nos pusimos a su lado. Al principio el olor era nauseabundo, pero al cabo de unos minutos se nos había saturado el sentido del olfato y prácticamente no olíamos nada. La verdad es que nuestra presencia allí era inútil, porque todos los leprosos querían ir con Jesús, aunque algunos, después de dejarle a él venían hacia nosotros. Nosotros les dábamos las provisiones que llevábamos en abundancia gracias a los donativos de los curados en días enteriores, pero ellos, aunque las tomaban, parecían no darles importancia. Tenían una sonrisa en unos labios a veces inexistentes y sus ojos, a veces putrefactos, brillaban con el brillo de las lágrimas. Venciendo la repugnancia, empezamos nosotros también a abrazarlos y, poco a poco, notábamos una sensación de bienestar, como si el amor que a duras penas intentábamos transmitirles, nos inundase también a nosotros. En un momento dado, Jesús se volvió a nosotros y nos dijo:

- Formad piquetes con los que ya han pasado y enterrad profundamente a los muertos en un extremo del barranco.

Así lo hicimos y, en medio de cánticos, cavamos un inmenso foso con las herramientas que los leprosos tenían para las huertas y trasladamos allí los cadáveres de los muertos. Yo –todos se habían turnado en el relato, pero en ese momento era Juan el que hablaba– no daba crédito a lo que estaba pasando. Si alguien, unas horas antes, me hubiese dicho que iba a hacer lo que estaba haciendo le hubiese mirado con cara de asco. Pero ahí estaba, cavando una fosa y llevando leprosos muertos en angarillas mientras cantaba, junto con cientos de ellos, vivos, canciones de alabanza al Altísismo.

- Ya era casi de noche cuando Jesús acabó de consolar al último de los leprosos que quiso estar junto a él –continuó Judas con el relato–. Vino a ayudarnos a terminar nuestra labor. Cuando hubimos acabado, volvió a subir a la roca. Los leprosos se apiñaron alrededor de ella y él les dijo:

- Habéis experimentado el amor del Padre –Abba– celestial. El que tenga fe, mañana amanecerá curado. No olvidéis nunca ese amor. Anunciadlo y practicadlo con todos con los que os encontréis. Dios os quiere. Sois sus hijos.

Bajó de la roca y empezamos a ascender por la pendiente. Nos seguía la multitud de los leprosos. Al llegar a las estacas se volvió y les dijo:

- Esperad a mañana. Los que quedéis curados no olvidéis ir a los sacerdotes a cumplir con el ritual prescrito por Moisés.

Uno de los leprosos le dijo:

- Soy Simón de Betania. No creo que deba ir a que los sacerdotes me purifiquen de la lepra si mañana amanezco curado, como creo firmemente. Si eso ocurre, tú me habrás curado y purificado. No necesito más purificación que la tuya, rabbí.

Jesús no le dijo nada. Le sonrió, se dio la vuelta y empezó a alejarse. Cuando traspusimos una loma que tapaba la visión del barranco, Jesús se desmayó. Estaba bañado en sudor y pálido como la nieve. Pero al cabo de una hora, se levantó y se fue a rezar. Al día siguiente, volvimos a las curaciones habituales de todo tipo de enfermos.

En el poco más de un año que estuve con Jesús, la vida, cuando estábamos en Galilea, era siempre así. Jesús vagaba, al parecer erráticamente, por todos los pueblos y aldeas de Galilea y siempre tenía junto a él multitudes que buscaban ser sanadas de las más variadas enfermedades y dolencias, tanto físicas como espirituales. Varias veces fuimos a sitios parecidos al barranco de la muerte del que me hablaron mis compañeros ese día. Yo también fui capaz de bajar a esos sitios malditos para la mayoría de la gente. A menudo, en nuestro vagabundeo, nos encontrábamos con personas que se echaban a los pies de Jesús y le decían haber sido uno de los curados en alguno de los refugios de leprosos. Los días en Galilea eran casi siempre iguales. Noche de oración de Jesús. Unas pocas horas de sueño y desde la amanecida, multitudes que se amontonaban a su alrededor. Jesús los atendía a todos como si cada uno fuese el único ser humano existente y, con contadísimas excepciones los curaba. A veces nosotros no podíamos contener la marea humana a su alrededor y, entonces, la gente le estrujaba. En esos momentos, muchos se curaban por el simple contacto con él. Así estaba hasta la puesta del sol. Siempre acababa agotado, sudoroso, tembloroso, a punto de desmayarse. Cenaba algo de las cosas que habían traído algunos de los curados, y se iba solo a rezar hasta un par de horas antes de que amaneciese. Cuando íbamos a Ierushalom era distinto. Allí también hacía curaciones, pero esporádicas. Allí no había multitudes que agolpasen a su alrededor. Ierushalom suponía un cierto descanso físico, pero lo que ocurría allí era todavía peor. Allí sufría el acoso de escribas, fariseos, saduceos y demás sectas, queriéndole cazar en supuestas blasfemias que permitiesen acusarle. Allí su vida se convertía en una agotadora esgrima teológica que él capeaba con una impresionante mezcla de astucia y sencillez.

- Por fin, cuarenta días después de la salida de Cafarnaum, una noche de luna casi llena, –terminó Judas–, agotados, volvimos a la casa de Pedro. Pero en esos cuarenta días tuvimos un incidente que no podemos dejar de contarte.

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