¿Quién no se ha sentido alguna –o muchas– veces en su vida entre la espada y la pared? ¿En una de esas situaciones sin aparente salida en la que tememos que si esquivamos una situación difícil caigamos en otra peor? ¿Quién no se ha despertado por la noche con esa angustia vital? Si alguien contesta que no a estas preguntas, mi enhorabuena y puede dejar de leer estas líneas en este mismo momento. Pero es posible que si no le ha pasado hasta hoy, le pueda pasar mañana. Por si esto es así, tal vez le convenga seguir leyendo. Más vale prevenir que curar, dicen. A mí, desde luego, me ha pasado muchas veces. Y he encontrado consuelo en la Biblia. Concretamente en tres personajes bíblicos que son Jacob, Moisés y, cómo no, Jesús, a los que podríamos añadir a María.
Empecemos por el primero. Jacob. Tras veinte años de exilio en los que tuvo que trabajar bajo el yugo opresor de su tío, que también era su suegro, Labán, Jacob, ante lo insostenible de la situación, decide volver a la Tierra Prometida. Tuvo que salir de ella huyendo de su hermano Esaú, más fuerte y violento que él, que había jurado matarle por haber sido estafado por él. Así, hastiado y amenazado, se escapa de su suegro, usando la astucia, con sus mujeres y sus once hijos. Pero al llegar al Jordán tiene detrás a un amenazante Labán, que le ha perseguido, y delante, al otro lado del río, a su hermano, esperandole para cumplir su venganza. ¿Qué hacer? En una noche aciaga, en la mayor soledad, tiene que luchar con un misterioso personaje, que resulta ser el mismísimo Yavhé. Y, lo inaudito es que le inmoviliza y Dios tiene que pedirle que le suelte. A lo que Jacob, que al final se ha dado cuenta de quien es su contendiente, le dice que no le soltará hasta que le bendiga. Es la manera de rezar de Jacob ante el Señor y la oración vence al Todopoderoso. Dios bendice a Jacob, que le suelta. Y al día siguiente, con la bendición de Yavhé, se encuentra con un hermano al que el Señor ha ablandado el corazón y le abraza entrañablemente en vez de matarle.
Moisés. Moisés ha huido de Egipto con todo el pueblo de Israel a su cargo. El Faraón le persigue con todo su ejército para acabar con todos ellos. Así, huyendo a la desesperada, llegan al infranqueable obstáculo del mar Rojo. Una columna de fuego, el poderoso brazo de Yavhé, se interpone entre el ejército del Faraón y el pueblo indefenso. La noche cae y Moisés se debía estar preguntando cuánto tiempo podría sobrevivir el pueblo en una roca estéril, por mucho que la columna de fuego frenase al poderoso ejército egipcio. No existe salida posible. Reza, pide la bendición del Señor y Dios le bendice. Entonces el mar Rojo se abre y permite al pueblo de Israel pasar a pie enjuto por su lecho seco. Cuando todos han terminado de pasar, la columna de fuego desaparece y los terribles carros de combate egipcios, entran en el mar, para encontrarse con que éste se cierra sobre ellos. El peligro queda conjurado para siempre.
Jesús. Jesús, verdadero hombre, aunque sea también verdadero Dios, se encuentra, en una noche terrible, entre el prendimiento, el juicio y la tortura, que sabe que se le vienen encima, y la cruz. Misteriosamente, su naturaleza humana se siente débil, olvidada por su naturaleza divina. “Siento una angustia mortal” –dice. “Abba, si es posible, pase de mí esta copa de amargura, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Y el Padre, Abba, le bendice y le manda un ángel para que le conforte. Pasará por la espantosa tortura de la cruz, conocerá la muerte, descenderá al hades, ad infernos, pero, al final, vencerá a la muerte, el último enemigo, el más terrible, la más espantosa de las pagas del pecado. “¿Dónde está, muerte, tu victoria, dónde está, muerte, tu aguijón? ¡La muerte ha sido absorbida por la victoria!”
Tres situaciones sin salida, tres angustias terribles, tres oraciones, tres bendiciones. Y, tras las tres bendiciones, los tres pasan a través de la prueba como un cuchillo caliente a través de la mantequilla. Y con el último de los tres, Jesús, también nosotros pasaremos de su mano por el trance de la muerte. Y no sólo por el trance de la muerte, sino, en la vida, por las situaciones que nos ponen, como decía al principio, entre la espada y la pared.
¿Qué hacer en esas noches oscuras en las que no encontramos salida a lo que nos angustia? Sólo puedo decir lo que yo hago. Intentar vencer a Dios con la oración. Con la oración de Jacob, de lucha, con la de Moisés, que no sabemos cómo fue, porque la Biblia no nos la cuenta, aunque con toda seguridad rezó y, sobre todo, con la de Jesús, de aceptación. “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. O con la de María: “Hágase en mí según tu palabra”. Y puedo decir también de mí, aunque no me atrevería a hablar por otros, que siempre, en todas las ocasiones, mis angustias se han desvanecido y mis problemas han encontrado una salida. Mentiría si dijese que cuando me encuentro en estas situaciones mi confianza sea sólida. Es temblorosa como un flan. Está llena de dudas. “¿Cómo va a funcionar esto? Te estás montando una película” –me dice mi yo racional. Pero siempre acaba funcionando de forma incomprensible. ¿Funcionará la próxima vez? Mi confianza es tan pobre como la de los discípulos que, tras ver la multiplicación de los panes y los peces, se preocupaban por no tener pan en la barca o despiertan a Jesús, que parece despreocupadamente dormido en la popa de la barca en medio de la tempestad. Pero la Biblia nos dice: “No duerme ni descansa el guardián de Israel”. ¡Señor, yo no confío, pero ayuda a mi desconfianza!
Y
cada día, en la Misa, encuentro un momento para entrenarme en encontrar en mi
Dios esa confianza que me falta. Es el momento en el que el sacerdote nos dice:
“Que la bendición de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre
vosotros y os acompañe siempre”. A lo que respondo implorando la confianza para
la próxima prueba: Amén.
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