Caminamos muy lentamente, de forma deliberada, por la ribera occidental del Jordán, hasta que llegamos al mar de Galilea. Luego, lo empezamos a bordear por su orilla oeste, más lentamente todavía. Esta tampoco era una ruta habitual, porque, para llegar a Cafarnaum bordeando la costa del lago, había que pasar por las inmediaciones de la ciudad de Tiberíades. Esta ciudad la había construido hacía unos diez años Herodes Antipas en honor a Tiberio. Es una ciudad completamente pagana, habitada tan sólo por romanos ricos y la corte de Herodes. Éste último tiene allí un lujoso palacio. Los judíos la consideran una ciudad depravada, en la que las orgías y bacanales se suceden en las fiestas dadas por los romanos que allí habitan y por el propio Herodes y su entorno. Yo puedo dar fe de que lo es, porque durante mi época de recaudador de impuestos, asistí a bastantes de ellas. En el pequeño circo que tiene se organizan juegos que poco tienen que envidiar a los de Roma en crueldad. Incluso alguna vez se han celebrado en el mismo mar de Galilea, a la vista de la ciudad, batallas navales, ficticias pero mortales, entre gladiadores. Ningún judío respetable quiere acercarse a ella porque, además de contraer impureza legal, se considera que sólo aproximarse a la ciudad es ya un grave pecado contra el Altísimo. Por eso, a medida que nos acercábamos a ella, nos cruzábamos miradas de complicidad. Ya no nos causaba extrañeza que Jesús se atreviese a entrar en la ciudad. Pero esta vez nos equivocamos, porque lo que Jesús iba buscando en Tiberíades, lo encontramos fuera de la ciudad.
Efectivamente, estando ya cerca de ella, por un recodo del camino aparecieron un grupo de personas que hacían huir a pedradas, delante de sí, a una mujer. Mientras le tiraban piedras, blandían palos con los que le debían de acabar de propinar una paliza. La mujer iba con las vestiduras desgarradas, casi hechas jirones, aullando de rabia y de ira, como una hiena herida que no se atreve a revolverse contra sus agresores. Sangraba copiosamente por varias heridas, una de ellas en la cabeza. Su ojo derecho estaba tumefacto y casi completamente cerrado. Tenía el pelo cortado a trasquilones y pegajoso de la sangre que había brotado de la herida de su cabeza, pero, a pesar de la sangre, se notaba que era un pelo de un color rojo cobrizo que, si alguna vez formó una melena, debió ser una cabellera espléndida. Un hilo de sangre, mezclado con espuma, le salía también de la boca. Había puesto, y mantenía, entre sus perseguidores y ella una distancia de seguridad que impedía que las piedras la alcanzasen. Tampoco parecía que los perseguidores quisieran alcanzarla. Ya le habían dado su merecido y lo único que querían era expulsarla del lugar. Ella caminaba de espaldas, vuelta a los que la acosaban, aullando insultos unidos con blasfemias que harían sonrojar al más atrabiliario de los bandidos. Los improperios estaban pronunciados con una voz gutural, ronca y profunda. Tan sólo de cuando en cuando se volvía para inspeccionar el camino por el que iba, para evitar que una caída inoportuna la hiciese caer ya que, aunque sus agresores no hacían por alcanzarla, no era difícil prever que si, aun no intentándolo, llegaban a ella, le propinarían otra paliza con los palos. En el grupo de perseguidores había dos mujeres que parecían ser las más furiosas de todos. En una de esas miradas al camino, nos vio y, por un momento, pareció dudar, pues debió pensar que podíamos retenerla para que sus perseguidores la alcanzasen. Pero, dado que el camino discurría entre un terreno inaccesible, debió pensar que no tenía más remedio que caminar hacia nosotros, por lo que, tras una brevísima vacilación, siguió su marcha, sin rebajar en nada el tono de sus insultos y blasfemias. En una de las ocasiones en las que se dio la vuelta para mirar el camino, cayó en brazos de Jesús.
- ¡Suéltame! –gritaba, y sus insultos, dirigidos a Jesús, arreciaron de tono, mientras se revolvía con una fuerza insospechada intentándose librar del abrazo, tan fuerte como sereno y suave, de Jesús– ¡Suéltame, maldito hijo de puta! ¿Qué quieres de nosotros? –sí, hablaba en plural.
Jesús, sin decir nada, apretaba el abrazo, mientras ella le intentaba arañar, morder y darle cabezazos. Pero él, mientras que con el brazo izquierdo rodeaba su espalda, sujetándola el brazo derecho, con la mano derecha agarraba con firmeza la mandíbula impidiendo que le mordiese o le diese cabezazos. Parecía la lucha de un oso abrazando e inmovilizando a una pantera, pero procurando no hacerla daño. Al mismo tiempo y por encima de los aullidos de la mujer, Jesús gritaba con fuerza estentórea una salmodia en un idioma ininteligible. Los perseguidores se acercaban, estaba ya sobre nosotros pero, aunque no dejaban de gritar, y blandir los bastones, ninguno se atrevió a usarlo para asestar un golpe. Los gritos eran ensordecedores, los de la turba furiosa, los de la mujer, roncos y guturales, pero, por encima de todos, dominándolos, sin estridencias, grave, la voz de Jesús y su salmodia incomprensible. Poco a poco los aullidos de la mujer se fueron suavizando, al tiempo que disminuía su esfuerzo por hacerle daño. Los gritos de la turba también se iban acallando paulatinamente y los palos dejaron de blandirse. A medida que los gritos y las amenazas disminuían, la voz de Jesús también bajaba de volumen. Al cabo de un rato, sólo se oía la voz de Jesús y, muy queda, la de la mujer, aunque siguiese profiriendo horribles blasfemias. Cuando la mujer ya no hacía ningún esfuerzo, Jesús soltó la mandíbula que sujetaba con su mano derecha y empezó a acariciar su cabeza herida. De repente la mujer pegó un enorme alarido y empezó a sollozar. Primero estrepitosamente y con fuertes hipidos, pero poco a poco se transformó en un sollozo suave. Jesús extendió la mano y pusimos en ella un trapo húmedo, con el que empezó a limpiar las heridas y el rostro de la mujer, mientras la iba dejando caer lentamente hasta que se quedó tumbada en un espacio con hierba junto al camino. Jesús siguió limpiándole el ojo tumefacto, la herida de la lengua y los labios mordidos, la cabeza. Su salmodia ininteligible se había transformado en una canción de cuna. Nicodemo contempló toda la escena con aire de incredulidad.
Cuando la mujer se calmó del todo y era evidente que estaba plácidamente dormida, Jesús se volvió a la turba.
- Esa zorra no se merece tu compasión –dijo una de las dos
mujeres
- Todo ser humano merece compasión –replicó Jesús sin
sombra de reproche.
- Casi nos mata a las dos –chilló la otra con voz histérica, subrayando la afirmación de la primera.
Al mirarlas, Jesús se dio cuenta de que también ellas estaban llenas de moratones y heridas.
- No nos vas a comparar a nosotros con ella, verdad
–continuó chillando la segunda.
- No es una comparación, es un hecho –replicó Jesús sin alterar
la voz–. Todos los seres humanos son el resto de un naufragio y todos necesitan
una tabla de salvación.
- Todos, menos tú, ¿no? –Dijo la primera con una voz
ligeramente más serena que la segunda, pero con mucha ironía.
- No –dijo Jesús reflexivamente y con gravedad–. Yo
también necesitaré una tabla para salvar. Pero, decidme, qué os ha hecho esta
mujer.
- Cumplíamos la orden del Tetrarca de echarla del palacio
porque venía él con su mujer y se revolvió como una hiena –siguió chillando la
segunda–. Nos apaleó y nos mordió como si tuviera la rabia. Si no llegamos a
llamar a la guardia que estaba en turno de descanso y no hubiese acudido a toda
prisa, lo hubiese conseguido, porque ese era su propósito. Tal vez todavía
muramos de esa horrible enfermedad.
- El palacio…, el Tetrarca…, su mujer… –Jesús, hacía como que reflexionaba– supongo que te refieres a Herodes y a Herodías, la mujer de su hermano Filipo –y mientras decía esto se fijó en que, ciertamente, los hombres debían ser de la guardia de herodiana. Eran extraordinariamente fornidos, estaban a medio vestir con las ropas de guardia y los palos y bastones eran los que utilizaba los guardias de Herodes cuando querían sofocar una revuelta sin causar muertos.
Efectivamente, Herodías, se había casado con su tío, Filipo. Pero cuándo creyó que la estrella del medio hermano de su marido, Herodes Antipas, era más ascendente que la de Filipo, se separó del primero para unirse al segundo, que era también su tío. Pero éste era un tema tabú del que no podía hablarse sin correr serios riesgos de ser ejecutado sumariamente. Para casarse con Herodías, Herodes había tenido que repudiar a su primera mujer, Zenobia, hija del poderoso rey Nabateo Aretas IV. Esto le costó una guerra con los nabateos que le hubiese costado el reino si no hubiese sido por la enérgica intervención de los romanos. Con su marido, Filipo, Herodías había tenido sólo una hija, Salomé, que era una niña cuando se produjo la separación de sus padres.
- Cuidado con tus palabras –dijo uno de ellos que estaba
el primero y parecía ser su jefe– podrían llegar a oídos del Tetrarca y
detenerte, como acaba de hacer con ese maldito Juan por gritarle lo mismo.
Claro que tú no te atreverías a decírselo en su cara como lo lleva haciendo ese
profeta durante años –había un deje de respeto en esa palabra “profeta”.
- En eso tienes razón. El día en que le vea, no le diré
nada de eso. No le diré nada de nada. Pero si quieres puedes ir tú y decirle
que Jesús de Nazareth le dice, como le grita Juan, que no le es lícito tener a
la mujer de su hermano. Mejor, díselo a Herodías, que es la verdaderamente
peligrosa. Pero dile también a ese zorro, que no le tengo miedo –no había
jactancia en la voz de Jesús, pero sí emanaba de ella una inmensa autoridad–.
Dile que expulso demonios y realizo curaciones hoy y mañana, y al tercer día,
cuando yo decida, acabaré. Además, él no puede nada contra mí. Hoy, mañana y
pasado, tengo que continuar mi viaje, porque es impensable que un profeta pueda
morir fuera de Ierushalom. Pero diles además que, por muy poderosos que se
crean, también ellos son el resto de un naufragio, que también tengo compasión
para ellos y que también para ellos hay una tabla de salvación –la voz de
Jesús, sin perder su autoridad adquirió tintes de ternura.
- Ten por seguro que transmitiré a ambos tus osadas palabras –las palabras salían masculladas entre los dientes apretados del guardia–. ¡Por Dios que no me gustaría estar en tu pellejo! Y, en cuanto a Juan, no se lo va a gritar mucho más. Y tú puedes seguir su suerte. Acuérdate de mi nombre, soy Zerah y tal vez sea yo el que te prenda. Te aseguro que no tendré ninguna compasión.
Y dicho esto, dio media vuelta y, abriéndose paso entre sus hombres se fue hacia Tiberíades. Las dos mujeres se quedaron en su sitio mirando a Jesús. Había un cierto asombro en su mirada en sustitución de su furia anterior.
- Y, vosotras, ¿no queréis iros? –la expresión era una invitación a que se quedasen–. ¿O preferís contarme qué hacía esta mujer en el palacio de Herodes y por qué os ha querido matar?
Nicodemo llevaba un rato queriendo acercarse a Jesús para decirle algo al oído, pero era obvio que él no quería que se lo dijese. Las mujeres empezaron a hablar, turnándose en su relato. Su voz ya no tenía la ira de antes, aunque sí un fuerte resentimiento.
- Hace más de dos años que esta mujer, Gomer, llegó a
Tiberíades.
- ¿Gomer? –preguntó con extrañeza Nicodemo.
Había reconocido en ella a Miriam, la hija de Simón, su amigo de Betania. Pero lo que de verdad le causó sorpresa es que hubiese elegido ese nombre. Gomer era el nombre de la prostituta con la que se casó el profeta Oseas por una orden expresa de Elohim. No le cupo duda de que Miriam no había elegido ese nombre por azar. Conocedora de las escrituras desde su infancia, por ser hija de fariseo, denotaba una nostalgia de las promesas de redención que esta prostituta recibió de Elohim.
- Sí, Gomer –continuaron ellas–. Era la amante de un decurión que vino aquí destinado. El pobre hombre estaba como hechizado por ella y no era capaz de ver que él no era para ella más que un paso, tanto para su ambición, que no tenía límites, como para su lujuria. Nada más llegar empezó a seducir a muchos hombres. A unos, sólo por lujuria, a otros porque eran un peldaño de su escalera para trepar. Las seducciones puramente lujuriosas las llevaba con el máximo secreto. Amenazaba a sus amantes con abandonarles si hablaban de su relación. De todas maneras, cuando se cansaba de ellos, los abandonaba. Entonces amenazaba con usar a su amante-escalera para arruinarles la vida si hablaban. Pero no era posible evitar que hubiese rumores. Entonces ella decía que era el simple deseo de los hombres por poseerla lo que les llevaba a difundir esas mentiras. Uno de sus seducidos por lujuria fue un soldado raso de la guardia de Herodes, un hombre verdaderamente aguerrido. Cuando se cansó de él, el pobre hombre, convertido en una piltrafa humana, se suicidó.
En su escalada hacia el poder y el dinero, pronto dejó al pobre decurión por su jefe, uno de los centuriones de la guarnición romana de Tiberíades. Se especializó en ascender por la escala de mando. Pronto dejó al centurión tras seducir al equites y luego al tribuno de la VI Legión, Ferrata Fidelis, acuartelada en Galilea, el mismísimo Corbulón. Su sistema era claro. Cuando conseguía un amante importante, inmediatamente se dedicaba a su jefe hasta que se enamoraba de ella y el de rango inferior no podía hacer nada para evitar verse abandonado. Así, en los poco más de dos años desde que llegó, tuvo cuatro amantes romanos. Y a todos los dejó arruinados porque les exigía, para no abandonarlos en el tiempo en el que buscaba al siguiente amante, que le regalasen joyas más allá de su alcance. Parecía que la escalera de poder se le había acabado porque había llegado a lo más alto. Pero a ella no le bastaba. En una cena a la que fue con Corbulón al palacio del Tetrarca, estando Herodías en Cesarea, Herodes se prendó de ella y, con el consentimiento de Corbulón, que se consoló de su pérdida a cambio de una buena suma de dinero, se hizo la amante del Tetrarca. Así, Cobulón, por lo menos, se salvó de la ruina. Herodes también le hizo regalos fabulosos. Al menos a esa zorra se le debe reconocer una especial habilidad para seducir a pobres y poderosos por igual. Pero la muy perra había llegado demasiado alto por esa escalera y cuando Herodes se fue hace unas semanas a Cesarea, la encerró en sus aposentos, reforzando con una reja los balcones para que no pudiera escapar. Ella lo intentó todo para huir. Seducir a sus guardianes, autolesionarse para que viniese el médico, intentando seducir a éste también. Todo. Pero no pudo, nadie quería poner en riesgo su vida por una noche de placer que, además, seguramente no se llegase a consumar. Pero ayer, recibimos un correo de Herodes para que la expulsásemos del palacio sin que se llevase ni uno sólo de sus regalos, ya que venía con Herodías y su hija Salomé y es sabido el miedo que el Tetrarca tiene a su mujer y el apego que tiene a su dinero.
Esta mañana, cuando abrimos la puerta de su aposento y le
dijimos que tenía que irse porque Herodes la repudiaba, se lanzó contra
nosotras y con mordiscos, arañazos, puñetazos y golpes con un bastón que tenía,
y nos hubiese matado si no hubiese acudido la guardia de descanso a nuestros
gritos. Ellos la sujetaron y, de uno en uno, la violaron los doce. Pero para
ello tuvieron que molerla a palos. Es posible que la hubieran matado, porque
querían vengar la muerte de su compañero suicidado. Pero la muy perra, haciendo
gala de una fuerza sobrenatural y en un momento de descuido, se escabulló.
Ellos dejaron de pretender matarla y nos bastó a todos con que se fuese de
Tiberíades, siguiéndola para asegurarnos de ello. En ese momento apareciste tú.
Lo que no entiendo es cómo tuviste la fuerza para sujetarla y qué misterio
había en tu extraña salmodia para que se callase. Como verás, esta puta no
merecía tu compasión.
- Puede que vosotras creáis que no –replicó Jesús, que no
parecía demasiado impresionado por la maldad de la tal Gomer–, pero yo creo que
las más de las veces la gente es mala por que le ha faltado amor y tiene
derecho a un poco de amor.
- ¿Amor? Esta ha tenido todo el amor que ha querido y más.
Y ahora, parece que también te ha seducido a ti –dijo la mujer de voz chillona.
- No –dijo Jesús–. En eso os equivocáis. Soy yo quien la
he seducido como te voy a seducir a ti, Juana –la mujer de la voz chillona se
quedó de piedra al ver que Jesús sabía su nombre– y como te voy a seducir a ti,
Avá –la perplejidad se apoderó también de la segunda mujer. Ambas se miraron
sin entender–. Ella y vosotras necesitáis una tabla de salvación para vuestro
naufragio. ¿Queréis aceptar la que os voy a dar? Dime Juana. ¿Cuántas veces se
te ha pasado por la cabeza asesinar a Cusa, tu marido, el administrador de
Herodes? ¿No se te pasa por la cabeza cada vez que te golpea salvajemente sin
dejar huella de sus palizas? Sí, pero no te atreves. ¿Cuántas veces has deseado
al Tetrarca para poder librarte de Cusa? Lo que ocurre es que sabes que no lo
conseguirías –y la tal Juana, trastabilló, como su hubiese recibido un golpe en
pleno rostro–. Pero en su debido momento, Cusa se arrepentirá y vendrá a ti y
te pedirá perdón de corazón y tú le perdonarás y todo volverá a ser como los
primeros años, cuando te quería. Y tú, Avá, te acuerdas de tu niñito, tu
pequeño Menahem. El que te fue arrancado del pecho para que pudieses criar a
Herodes cuando era niño. ¡Cómo odias al Tetrarca porque su madre te arrancó a
tu niño y lo mandó matar para que criases al suyo! ¡Cómo le odias porque te
desprecia! ¿Cuántas veces le hubieras matado si te hubieses atrevido? ¿Cuántas
veces has imaginado tener a la madre del Tetrarca a tu merced para torturarla?
¡Qué refinadas y terribles torturas has llegado a imaginar para ambos! ¿Cuántas
veces imaginas exterminar a todos los judíos porque te desprecian como Idumea?
Pero yo no te desprecio. Siendo idumea, te voy a seducir. Además, yo te aseguro
que tu hijo está vivo y que lo encontrarás. No murió. El guarda que tenía que
matarlo tuvo compasión y lo dejó abandonado con un cartel en el que ponía su
nombre. Alguien lo recogió y vive. Él no sabe quién es, pero sé que, en su
debido momento, lo encontrarás.
- Mi niño, mi pequeño, mi Menahem, vive y lo encontraré
–su voz se quebró en un sollozo– ¿Cuándo, cuándo será eso? –dijeron las dos
casi al unísono, pensando cada una en lo que a ella le atañía.
- No lo sé. Pero sé, como sé vuestros nombres y vuestros
naufragios, que ocurrirá –la voz de Jesús transmitía una certidumbre total–.
Mientras llega ese momento, disfrutad del amor que el Altísimo os tiene y
aceptad su tabla.
- Y, ¿cuál es esa tabla para que la aceptemos?
–preguntaron las dos.
- Yo soy esa tabla, como lo soy para Gomer, que no se llama Gomer, sino Miriam–y volviéndose a Nicodemo que le miraba perplejo, le dijo–. Sí Nicodemo, sí. Sabía que era Miriam desde el principio. Más aún, yo he forzado este encuentro. Por eso caminábamos despacio desde el Jordán. Por eso y para darle tiempo a Juan para que empiece el cumplimiento de su misión –y dirigiéndose otra vez a las mujeres que esperaban ansiosas su respuesta–. Yo soy vuestra tabla, siempre que aceptéis que lo sea también para Gomer/Miriam. Seguidme e iréis encontrando respuestas. Pero seguidme con fe y con esperanza. Las promesas se cumplirán en su momento, porque nada hay imposible para Dios.
Ambas mujeres hubieran querido preguntarle miles de cosas, pero una fuerza en su interior se lo impidió. En vez de eso, se acercaron a Jesús y los tres se abrazaron. Ellas lloraban con suavidad y él recitaba una salmodia. Pero esta vez era en hebreo y era al profeta Oseas al que citaba incompleto, adaptado. Nicodemo, Natanael y yo, que sabíamos hebreo, las entendimos. Decía:
- Elohim dijo a Oseas: “Cásate con una prostituta y engendra hijos de prostitución, porque esta tierra se ha entregado a la prostitución y se ha apartado de Elohim. Fue Oseas y se casó con Gomer –y miró a Gomer/Miriam, que dormía plácidamente–. Ponle el nombre de Jezrael a tu primer hijo. Ponle el nombre de No-compadecida a tu primera hija –y miró a Juana–, y de No-mi-pueblo a la segunda –y miró a Avá–. Y en vez de llamarla No-mi-pueblo, la llamaré Hija-del-Dios-vivo y a No-compadecida la llamaré Compadecida. La castigué por festejar a los baales y haber quemado ofrendas en su honor; se adornaba con sortijas y collares para ir junto a sus amantes, olvidándose de mí. Pero yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y allí hablaré a su corazón. Le devolveré los viñedos, haré del valle de Acor una puerta de esperanza; y ella me responderá allí como en los días de su juventud. Te desposaré conmigo para siempre, te desposaré en justicia y en derecho, en amor y ternura; te desposaré en fidelidad y tú conocerás a Elohim. Aquel día, oráculo de Elohim, yo daré órdenes a los cielos y ellos enviarán la lluvia sobre la tierra, y la tierra dará trigo y destilará mosto y aceite. Me compadeceré de No-compadecida. Diré a No-mi-pueblo: ‘Tú-mi-pueblo’ y él dirá: ‘Tú-mi-Dios’. Yo sanaré su infidelidad, las amaré gratuitamente. Seré como rocío para ellas. Crecerán como el lirio, tendrán el esplendor del olivo y como el del Líbano será su perfume. Elohim volverá a ser su protector, de nuevo crecerá el trigo, como la vid florecerán y serán como el vino del Líbano. Yo escucho su plegaria y velo por ellas; yo soy como un ciprés lozano y de mí proceden todos sus frutos”.
Cuando Jesús acabó esta salmodia y los tres soltaron el abrazo, Jesús dijo a Nicodemo:
- Nicodemo, te encomiendo que lleves a Miriam a su padre, tu amigo Simón. Pero déjale a ella que marque el ritmo y el camino. Déjala dormir todo lo que quiera.
Nicodemo asintió y, tras repartir con él las provisiones, Jesús dijo al de Queriot:
- Judas, dale todo el dinero de la bolsa a Nicodemo.
- Rabbí –respondió Judas con tono de protesta–, no podemos
quedarnos sin nada.
- Judas, dime –replicó Jesús con calma–, ¿nos ha faltado
algo en algún momento?
- No, rabbí –admitió Judas con desgana– nunca nos ha
faltado nada, pero nunca se sabe…
- Con fe, sí se sabe. Si se confía en que, sin saber cómo,
nunca nos faltará de nada, así será –respondió Jesús con un suspiro.
- Es mejor confiar en lo que se tiene que en la fe –dijo
Judas con impaciencia en su voz.