20 de febrero de 2023

El Evangelio Escondido de Matajj, Capítulo XXVI, Una difícil elección

 

Tras alejarse un poco de la casa de Simón, Jesús se volvió hacia Miriam y mirándola profundamente a los ojos le dijo:

- Mi querida Miriam, me temo que hemos encolerizado a Simón.

- No, rabboni –respondió Miriam con suavidad, sin que nada en sus palabras transmitiese resentimiento. A partir de ese momento, Miriam, y sólo Miriam, llamó siempre rabboni a Jesús. Rabboni es un posesivo enfático, algo así como rabbí mío–, Simón está encolerizado con el mundo desde que yo tengo memoria. Siempre ha despreciado a todos los que no eran como él. Cumple hasta la más pequeña norma de la Ley, exige a todo el mundo que haga lo mismo y rechaza a quien muestre el más mínimo signo de no cumplir la Ley a rajatabla. Por eso no quiere ni ver a mi padre y ha hecho todo lo que ha podido para enemistarle con Lázaro, haciendo de él un fundamentalista. A mí me ha odiado desde pequeña, aunque debo decir que tal vez tuviese razón, porque yo no le oculté ni por un momento mi desprecio y procuraba vulnerar delante de él cuantas normas de la Ley podía. Él fue quien encabezó a los que me echaron del pueblo aunque, a decir verdad, no le culpo por ello. Mirando ahora mi comportamiento en el tiempo que estuve aquí después de irme de casa de mi padre, me avergüenzo de las cosas que hice. En realidad, creo que estaba provocándole para que me echase. Ya me ha contado Nicodemo que has estado en casa con mi padre y mis hermanos Lázaro y Marta. Me ha dicho cómo has curado de la lepra a mi padre y también cómo les has llevado la paz a ellos. Lo que más quiero, después de estar a tu lado, es ir a mi casa a abrazarlos a los tres. Nicodemo me quería llevar directamente allí cuando me desperté del sueño en el que me sumiste. Pero yo sólo quería, sólo quiero, estar a tu lado cada minuto de mi vida. Tenía que venir a llorar a tus pies y cuando me dijeron Juana y Avá, a las que también has sanado, que estabas en Magdala, Nicodemo no pudo impedirme que viniera aquí. Al llegar me enteré dónde estabas, fui a casa, me lavé, me limpié las heridas, tomé el frasco de perfume y entré en casa de Simón. Sabía que me dejaría entrar para ponerte a prueba. Ya tiene lo que quiere, una persona más a la que odiar. Pobre. Me da una lástima inmensa que su dureza de corazón le impida ser sanado por ti. Y, ahora, rabboni, aunque todo mi ser me pide que vaya a casa de mi padre y mis hermanos, algo inmensamente más fuerte me grita que me tengo que quedar a tu lado. No podría dejarte. Iré allí cuando tú vayas a Ierushalom.

- No, Miriam, no –le respondió Jesús–, tienes que volver a tu casa ahora. No puedes ni imaginar con qué fuerza te necesitan tu padre, Marta y Lázaro. No puedes privarles de tu presencia. Piensa que no saben nada de lo que te ha pasado. Piensa en la alegría que tendrán cuando se lo cuentes. Para que su paz sea completa, tienes que ir con ellos.

El tono de Jesús no admitía réplica. Luego con una voz que transmitía esperanza añadió:

- No temas, no te dejaré sola, iré pronto a Ierushalom y a Betania.

Miriam no se resistió, abrazó a Jesús diciéndole:

- Voy con ellos rabboni, pero no tardes.

Y dando media vuelta echó a andar sin volver la vista atrás, seguida de Nicodemo. Jesús la miró un buen rato mientras se alejaba, hasta que se perdió en un recodo del camino. Después se puso en camino hacia Cafarnaum, en la dirección contraria a la que seguía Miriam.

Ya cerca de Cafarnaum empezó la marea humana. Casi se nos habían olvidado las jornadas agotadoras en las que todo el mundo se agolpaba sobre Jesús intentando arrancarle curaciones. No contaré esas jornadas, pero así era nuestra vida cotidiana. Siempre, al final de cada extenuante día, Jesús desaparecía a orar casi toda la noche y volvía casi al alba, para dar una breve cabezada de sueño antes de empezar un nuevo día igual de agotador que el anterior.

Una tarde, desapareció. Pasaron tres noches enteras sin que le viésemos. Antes de que empezase a rayar el día después de la tercera noche, volvió. Tenía profundas ojeras como si no hubiese dormido y hubiese ayunado. Nos confirmó que así había sido. Pero se le veía alegre, como quien sabe perfectamente el sentido de todo lo que hace. Desde donde estábamos se divisaba a lo lejos, entre dos colinas un pequeño trozo del mar de Galilea. Entonces, con el primer rayo de sol saliendo justo encima de ese pequeño retazo de mar, se sentó en una piedra que estaba en lo alto de un pequeño montículo y empezó a llamarnos de uno en uno.

- Simón, a quien llamo Pedro –hizo una pequeña pausa… –y Andrés, su querido hermano, venid.

Simón y Andrés subieron al montículo y se pusieron a la derecha e izquierda de Jesús, respectivamente. A nadie nos extrañó. Aunque pueda parecer mentira ahora, por aquél entonces estábamos muy celosos entre nosotros por saber quién o quiénes eran los predilectos de Jesús. De Simón ya lo sabíamos y Andrés era uno de los discípulos de Juan y fue el primero en seguirle. También ese orden lo teníamos muy presente. A menudo, cuando Jesús no nos oía, discutíamos airadamente sobre nuestra preeminencia. Por eso, José y Matías, casi dieron un paso al frente, convencidos de que ellos serían los siguientes en ser llamados. A fin de cuentas, ellos eran los discípulos de Juan que habían ido con Jesús después de Andrés, pero antes que Pedro. Simón era un caso especial, pero después, estaban ellos. Pero Jesús dijo:

- Jacob, hijo de Zebedeo y Juan, su hermano, los terribles Boaerges. Espero que sepáis encauzar esa fuerza del trueno para la misión que os espera. Subid.

Antes de que ellos pudieran avanzar ni un paso, su madre, Salomé, que estaba en ese momento con nosotros, se adelantó como una tempestad y casi ordenó a Jesús:

- Manda que estos dos hijos míos, que por mí son Hijos del Trueno, se pongan uno a tu derecha y otro a tu izquierda.

Con un profundo suspiro Jesús los miró a los tres y dijo con una voz calmada:

- Pobres. No sabéis lo que pedís. ¿Podréis beber la copa de amargura y dolor que yo voy a beber?

Sólo después pudimos darnos cuenta de lo que significaba esa pregunta. Entonces soñábamos vagamente con un reino terreno en el que Jesús sería el rey y nosotros sus ministros. Es posible que para llegar a ese reino hubiese que pasar por algún mal trago pero, ¿a quién le importaba? Merecía la pena mil veces por lo que vendría después. Por eso, sin dudarlo ni un minuto, Jacob y Juan replicaron al unísono:

- Sí, podemos.

Entonces Jesús se puso muy serio. Su expresión y su voz transmitían una enorme gravedad cuando dijo:

- La copa la beberéis. Pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda en el Reino que vendrá no me toca a mí concederlo, sino que esos sitios son para quien los tiene reservados mi Padre –y esta vez no usó el diminutivo cariñoso Abba. 

Luego nos miró a todos y continuó:

- El estar ahora a mi derecha o mi izquierda, estar en este montículo o un poco más abajo donde ahora estáis no significa nada. ¿Sabéis a quien pondrá mi Padre a mi derecha?

La pregunta era retórica y no esperaba una respuesta que, por otro lado, nosotros no estábamos dispuestos a dar.

- El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos. El que más sirva será el que más arriba esté. El que se quiera poner por encima, será puesto por debajo. Los reyes gobiernan tiránicamente a las naciones y a sus súbditos en su propio beneficio. Vosotros jamás hagáis nada así. Encontrad gloria en serviros unos a otros. Servid sobre todo a los más pequeños y a los más necesitados. Servid a los despreciados, a los que están solos, a los que nadie quiere, a los que no tienen nada de nada, a los expoliados, a los que están prisioneros de su propia maldad. Servid a todos siempre y en todo lugar. Entonces seréis grandes. El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos, como el Hijo del hombre –otra vez ese título, que obviamente se aplicaba a él mismo golpeó mi mente–, que no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar la vida en rescate por todos y cada uno de los hombres. Y, ahora, Jacob y Juan, venid a mi lado y sed Hijos del Trueno al servicio y del rayo eterno del amor.

Ellos subieron cerca de Jesús. Hizo una larga pausa y continuó. Miré de reojo a José y a Matías. A pesar de todo lo que acababa de decir, les noté ansiosos. Jesús continuó llamando:

- Felipe y Natanael bar Tolmei.

Nueva decepción de los dos no nombrados que esperaban serlo. No pude dejar de pensar que José era el primo de Felipe que se había mantenido firme en la fe de Israel, mientras que Felipe había sido el que se había helenizado, haciéndose medio griego.

- Baruc, mi mellizo y Mattaj –dijo mientras me miraba a los ojos.

El corazón me dio un vuelco.

- ¿Yo? –dije lleno de asombro– ¿yo, que he sido un pecador, que he robado, extorsionado, cometido violencias con todos, empezando por Simón, yo?

- ¿No acabo de decir que estar en lo alto de este montículo conmigo o un poco más abajo no significa que seáis más o menos? Además, el pasado ya no existe. Está enterrado, evaporado, en la misericordia de mi Padre –volvió a referirse a Él como Abba– ahora sois criaturas nuevas. Habéis vuelto a nacer del Espíritu y naceréis del fuego. Todos, los que subáis aquí conmigo y todos los que me sigáis, todos. Sube Mattaj, no te resistas

Naturalmente obedecí y subí, aunque ni yo ni ninguno del resto entendiésemos la lógica que estaba siguiendo. Miré de reojo a Matías y José que me sonrieron, aunque no podría decir si su sonrisa tenía algo de forzada.

- Jacob y Tadeo, venid.

Esto parecía lógico. Los lazos de sangre son muy importantes y, a fin de cuentas, Jacob y Tadeo eran los hermanos de Jesús, hijos de sus tíos Clofás y Jacob. El mayor y el pequeño de sus hermanos. Creo que nadie se hubiera sorprendido de que esos fuesen incluso los primeros llamados. Hasta en la mirada de José y Matías se leía conformidad. Subieron. Ya había llamado a diez de nosotros. Yo sabía, y creo que los demás sospechaban, que iba a llamar a doce, en clara alegoría a las doce tribus de Israel. Por eso creo que todos estábamos especialmente expectantes. Abajo, al pie del montículo quedaban, aparte de las mujeres, sólo cuatro: Matías y José, que eran de los primeros que habían seguido a Jesús, junto con Andrés, Simón bar Joel, el Zelota, y Judas el de Queriot, el ladrón de la banda de Dimas y Gestas que ya había tenido algún roce con Jesús. Naturalmente, todos dábamos por sentado que los dos primeros serían los llamados. Por eso se nos escapó a todos un respingo de sorpresa cuando Jesús dijo con voz firme al tiempo que miraba a Matías y José:

- Simón, bar Joel, el Zelota y Judas bar Simón, de Queriot, subid.

Todos nos volvimos a mirar a los que no habían sido llamados. Creo que vi en sus ojos y su gesto una mezcla inexpresable de frustración y aceptación, una durísima tempestad interna, una lucha en sus entrañas que les desgarraba. El de Queriot subió como cansinamente, sin ilusión. Parecía como si le disgustase haber sido elegido o, más aún, como si eso de haber sido elegido supusiese para él una grave contrariedad. Pero Simón se quedó abajo, mirando al suelo, moviendo la cabeza con incredulidad. En algo que fue casi un susurro y, sin atreverse a mirar a nadie, protestó diciendo.

- Señor, no es justo. Yo soy el último llegado al grupo y, además, ¡qué forma de llegar!, insultándote. Estos –dijo señalando a José y Matías– llevan contigo desde el principio. ¿Por qué no les llamas a ellos?

Había una profunda y sincera humildad en su voz. Jesús le respondió:

- ¿Recuerdas lo que te dije el día en que te llamé?

- Sí –respondió Simón– lo recuerdo perfectamente. Me dijiste: “En el Nombre del Altísimo pastorearás una de las doce tribus de Israel”. No lo entendí entonces y no lo entiendo ahora.

- Simón Zelota, lo que hago ahora no puedes entenderlo, pero no tienes que hacerlo. Lo mismo que ni José, ni Matías ni ninguno de los demás tienen que entenderlo. La voluntad de mi Padre es insondable. Un día será para vosotros claro, pero no ahora, no en este mundo. Llevo a José y a Matías en lo más hondo de mi corazón. Nunca olvidaré que, junto con Andrés, fueron los primeros que me siguieron. Tengo reservada para ellos una misión, pero tal vez sea distinta de la que un día os encomendaré a los doce. Ya he dicho que subir ahora a este montículo no es ser más ni menos que los que se queden abajo. Cada uno ha sido soñado por Elohim de distinta manera. Pero los ama a todos igual. Y si mi Padre –Abba– los ha soñado, tal vez –y subrayó por segunda vez ese tal vez–, para otra cosa y les quiere igual, yo no puedo hacer otra cosa distinta de lo que Él quiera. Tú sube –había súplica y no orden en esta voz.

Mientras decía esto miraba con inmensa ternura a José y Matías, la misma que se desprendía de sus palabras. Éstos parecieron entender y su lucha interna dio la impresión de amainar. Simón bar Joel levantó la cabeza y vimos como gruesas lágrimas rodaban silenciosas por sus mejillas hasta la comisura de sus labios. Subió al montículo y se arrodilló delante de Jesús que, inmediatamente, le levantó del suelo. Ya estaban allí los doce y ya todos sabíamos, aunque él no lo hubiese dicho, que ya no iba a llamar a más.

No puedo dejar de señalar aquí algo que todos los que han leído el relato que Lucas, el griego, hizo para Teófilo sobre los primeros años después de Cristo ya saben: que tras la traición y la muerte de Judas el de Queriot, los once que quedamos del grupo inicial de doce, decidimos colegiadamente, tras encomendarnos al Espíritu Santo, elegir para sustituir a Judas en el grupo a otro discípulo. Jesús nos había dicho que nos enviaría al Espíritu Santo y nosotros le invocábamos con insistencia. Todavía no había llegado Shavuot, pero, junto con Miriam, perseverábamos unánimes en la oración en el deseo ardiente de su manifestación. En el tiempo que transcurrió desde la elección de los doce hasta ese momento, tanto Matías como José habían dado pruebas de una total aceptación de la voluntad de Jesús y de su Padre de que no fuesen del grupo inicial de los doce. Nosotros queríamos que el sustituto fuera uno de ellos, pero tuvimos dudas de proponerlos por miedo a contradecir esa voluntad. Nos pusimos nuevamente en oración ante el Espíritu Santo y fue Simón, el Zelota, el que nos recordó a todos la frase de Jesús: “tengo reservada para ellos una misión, pero tal vez sea distinta de la que un día os encomendaré a los doce… Y si mi Padre los ha soñado, tal vez, para otra cosa y les quiere igual, yo no puedo hacer otra cosa distinta de lo que Él quiera”. Todos recordábamos esas palabras, pero Simón hizo que nos fijásemos en ese tal vez, repetido dos veces enfáticamente. Por tanto, decidimos que sí podíamos elegir a uno de ellos. Pero, ¿a cuál? Siempre bajo la invocación al Espíritu Santo, decidimos que fuese el azar quien lo eligiese, ya que entre nosotros no había unanimidad. José había demostrado siempre, día a día, una dedicación tan incondicional al servicio de todos los discípulos, que por esas fechas eran ya numerosos y de los más necesitados, que se ganó el sobrenombre de el Bueno. Pero Matías tenía el don de la predicación. Se llenaba del Espíritu cuando hablaba de Jesús, de sus obras y su enseñanza y de su pasión y resurrección. No sabíamos qué hacer, de ahí que se lo dejásemos a la Providencia, en forma de azar. Sabíamos que YeHoVaH es el Rey del Universo, que cada mota de polvo dependía de su voluntad. Jesús nos había dicho que ni un solo de nuestros cabellos caería a tierra sin que ésa fuese su voluntad. Con una fe de las que mueven montañas, nos confiamos a ello. Elegimos al azar un rollo de la Torah y decidimos que si aparecía tres veces un nombre propio masculino, sin contar las repeticiones del mismo nombre, con la inicial del nombre de José antes que apareciese uno con la inicial de Matías, elegiríamos a aquél, y viceversa. El libro elegido fue el de los Números y como el capítulo primero del libro aparecía roído en sus márgenes y habían desaparecido una parte del texto, empezamos por el capítulo 2. Dado que el nombre de Moisés aparecía de forma continua en ese capítulo y los siguientes, decidimos no contar con ese nombre para no favorecer a Matías. Tuvimos que llegar hasta el capítulo 3, versículo 17 para que apareciese por tercera vez, sin contar las repeticiones del nombre de Moisés, tres nombres con la inicial de Matías sin que se intercalase ninguno con la de José. Así pues, elegimos a Matías. Esta elección al azar es conocida de todos, aunque no la forma de llevarla a cabo.

Pero lo que no aparece en la narración de Lucas, el griego, es la suerte que corrió José, el Bueno y me gustaría honrarla aquí, pues fue el segundo mártir cristiano poco después de la muerte de Esteban. Efectivamente, en la dispersión que se produjo tras el martirio de Esteban, tuvimos, los doce, que nombrar obispos para que llevasen el mensaje y la Cena del Señor por otras regiones, fuera de Ierushalom, en donde habíamos permanecido después de la fiesta de Shavuot desde que el Espíritu Santo descendiera sobre nosotros. Por supuesto, el primer obispo que nombramos fue José, el Bueno. Era él el que tenía que buscar dónde establecerse. Lo hizo en la pequeña ciudad de Safed. Era una plaza fuerte estratégica y había una importante guarnición romana. Habíamos estado en ella en una de nuestras salidas con Jesús por Galilea. A pesar de su escasa elocuencia, el Espíritu estaba con él y toda la guarnición y la mayoría de los habitantes de la ciudad se convirtieron. Los bautizó y se produjo allí un nuevo bautismo en el Espíritu Santo. Las autoridades romanas se enfurecieron y conminaron a toda la guarnición a que renunciase al nombre de Jesús o serían pasados a cuchillo y José sería crucificado. La guarnición se negó a apostatar y las autoridades cumplieron su palabra. Cortaron la cabeza a todos los soldados y crucificaron a José. Nosotros mandamos allí a otro de los obispos recién nombrados. Pero al quedarse sin guarnición, la ciudad fue tomada por los zelotas que implantaron en ella un régimen de terror tras crucificar a todos los dirigentes romanos y a aquellos a quienes consideraron, con razón o sin ella, colaboracionistas. Los romanos tardaron tan sólo unos meses en reducir a los zelotas a sangre y fuego. Como resultado de todo esto la ciudad quedó arrasada y la población reducida a la décima parte de la que era en un principio, entre los muertos y los que huyeron. Entre los que murieron había alguno de los que nosotros mandamos. Pero la población que resistió allí, quedó tan impresionada por la abnegación de los nuestros durante ese tiempo, su apoyo a todos, sin distinción de raza o religión, que se convirtieron en masa a la fe en Cristo. Ese fue José, el Bueno, el segundo mártir. Hoy le pido que interceda a Jesús por mí, para que tenga la fuerza para resistir el martirio que con toda seguridad recibiré en poco tiempo.

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