No soy uno de esos anarcoliberales que creen que no debería existir el estado. Más bien creo que no puede existir una sociedad civilizada, sin estado. Uno de los mayores logros de la humanidad, a mi entender, es el Estado de Derecho y, claro, para que haya Estado de Derecho, es condición sine qua non que haya estado. Sin embargo, se podría decir que, tal vez desde el New Deal de Franklin D. Roosebelt –o incluso antes, desde Bismark–, estamos asistiendo en el mundo a un crecimiento sin precedentes del poder del estado. Me refiero, claro, al crecimiento del estado en países no comunistas. En los países comunistas el estado lo era todo y acabaron como acabaron. Y los que siguen existiendo, no se puede decir que sean boyantes. Son más bien míseros. En todos los países que, al menos sobre el papel, tienen una economía libre de mercado, el peso del estado en la misma está aumentando de una forma espectacular. Hoy en día, en España –y no creo que sea muy diferente en otros países– el estado representa más del 50% de la economía. En 2021 el gasto público del estado español representó el 50,6% del PIB. Pero esta cifra es engañosa, porque en la parte estatal de ese porcentaje no se contabiliza el peso de empresas de propiedad del publica, total o parcial, como RENFE, Adif, Correos, RTVE, Hunosa, Enusa, Navantia, Mercasa, Red Eléctrica de España, Indra y un largo etc., que llenaría más espacio del que puedo dedicarle en estas líneas. Es muy difícil si no imposible, cuantificar cuál sería el peso del estado en la economía si se incluyesen todas estas empresas. Así que no lo voy a tener en cuenta en lo que sigue a continuación, pero no por ello debe caer en el olvido, porque también está ahí.
Para
tomar en consideración lo que significa el estado en la economía española se
deben considerar, además del porcentaje del gasto público en el PIB, otras
variables importantes como el déficit o la deuda públicos sobre el PIB. El
siguiente cuadro nos puede dar una idea bastante reveladora:
Concepto (Miles de
millones de € o %) |
1980 |
2021 |
Δ
Total |
Δ
Prom. Anual |
Índice de
precios |
100 |
524 |
x5,2 |
4,1% |
PIB |
94.311 |
1.205.091 |
x12,8 |
6,4% |
Gasto Público |
29.991 |
609.776 |
x20,3 |
7,6% |
% GP/PIB |
31,8% |
50,6% |
|
|
Déficit Público |
1.961 |
82.790 |
x52,2 |
9,6% |
Ingreso fiscal |
28.030 |
526.986 |
x18,8 |
7,4% |
%Déficit/Ingreso |
7,0% |
15,7% |
|
|
Deuda Pública |
15.630 |
1.425.623 |
x91,2 |
11,6% |
%Deuda
Pública/PIB |
16,6% |
118,3% |
|
|
La pregunta que salta a la vista es: ¿Es esto sostenible? Y la respuesta es un rotundo NO. ¿Entonces? Entonces, lo tenemos crudo, porque el estado ha acostumbrado al ciudadano inconsciente a que es bueno que cada vez se gaste cada vez más para darle más y más cosas gratis. A esto se le llama progresismo y política social. No digo que no haya gastos del estado que sean buenos, pero es también innegable que hay, en gran medida, muchos que son superfluos y, también, ideológicos, perjudiciales y hasta malévolos. Además, la pregunta no es si son buenos o no, sino si son más útiles que el gasto que pueda hacer el ciudadano con ese dinero suyo que ahora se gasta el estado por él. El dinero que el ciudadano se gasta, se lo gasta en lo que a él le resulta útil y así, la suma de lo que se gastan los ciudadanos es, con alguna puntualización, la forma más útil de gastárselo. Y va a parar a empresas que hacen cosas que quiere la gente, o lo que es lo mismo, que crean prosperidad. En cambio, el dinero que se gasta el estado, incluso aunque sea en cosas buenas, es dudoso que supere en creación de prosperidad al gastado libremente por el ciudadano. Porque el estado, desde su torre de marfil, es un pésimo intérprete de lo que quiere el ciudadano. Como decía más arriba, esto necesita una puntualización. Hay cosas, necesarias para la sociedad, en las que el ciudadano nunca se gastaría su dinero. El estado debería gastarse el dinero exclusivamente en esas cosas. Y, ¿cuáles son esas cosas? Me atrevo a decir que únicamente las siguientes:
-
Las
necesarias para mantener un Estado de Derecho austero. Poderes ejecutivos,
legislativos y judicial, ejército y fuerzas de orden público eficientes,
funcionariado mínimo para administrar estas cosas.
-
Pago
de la sanidad, educación y, tal vez algún que otro servicio básico exclusivamente
para quien no tenga medios para poder acceder a ellos. Pero pagar este
gasto no significa que tenga que prestar él el servicio.
-
Desempleo
y pago de todo o parte del auto ahorro para las pensiones, exclusivamente
para quien no pueda hacerlo con sus propios ingresos. Fin del sistema de
pensiones por transferencias, insostenibles con una pirámide de población
invertida.
- Algunas infraestructuras. Algunas. Sólo las vitales que no puedan adaptarse al principio de que las pague quien las usa.
Esto llevaría a un estado delgado y ágil en sus gastos, que necesitaría recaudar pocos impuestos, no tendría que endeudarse y podría ser sostenible.
Pero hay una cosa todavía peor del exceso de gasto público y, en consecuencia de impuestos. Es la parálisis que ese exceso de impuestos produce en la inversión y el emprendimiento de los ciudadanos. La capacidad de éstos para invertir, innovar y asumir riesgos en inversamente proporcional a la presión fiscal y al exceso reglamentista y regulador. Y únicamente esta inversión, esta innovación, crea riqueza, puestos de trabajo y prosperidad. Y en la medida en que esta inversión innovadora se frene, se frenará la capacidad del tejido empresarial para satisfacer nuevas necesidades que den lugar a nuevos productos y servicios que creen puestos de trabajo que permitan cubrir con sobreabundancia el trabajo que se perderá con las nuevas tecnologías. Esta sustitución sobreabundante, ha sido una realidad palpable en los últimos dos siglos. Gracias a ella, hoy, hay muchísimos más habitantes en el planeta que tienen una prosperidad mucho mayor y que trabajan menos. Si esto se frenase –y un estado devorador de recursos hará que ocurra– nos veríamos sumidos en la miseria. Se cumplirían todas las profecías tan falsas como agoreras que hicieron David Ricardo, Thomas Malthus y Carlos Marx –o más recientemente, en el siglo XXI Thomas Piketty–. Y en la medida en que esto ocurra, el malestar social dará alas a los movimientos de la izquierda más populista y neocomunista, fomentando una participación mayor cada vez del estado en la economía y acelerando así la espiral hacia el desastre.
Sólo hay una manera de evitar esto: invirtiendo el proceso tan claramente mostrado por los números anteriores. Sin embargo, esto es muy difícil con una ciudadanía poco formada y que se deja arrastrar con facilidad por la demagogia de las mentiras simples de que el gasto público y la regulación estatal son mejores que la libre empresa. La tendencia al protagonismo y gasto creciente del estado no ha sido una línea continua desde 1980 –ni desde su inicio con el New Deal de Roosbelt–. Ha sido más bien una línea quebrada en la que los gobiernos con un sesgo mayor hacia la libre empresa han intentado reducir ese gasto, déficit y deuda públicos. Lo han intentado sin demasiado éxito. Por la sencilla razón de que cada vez que lo han intentado, han acabado perdiendo las elecciones. Los movimientos y las protestas populistas, magníficamente orquestadas, han hecho que así fuera. Perdían las elecciones en favor de una izquierda, aparentemente moderada –socialdemócrata, la llaman–, pero que, de hecho, ha acelerado este proceso más y más. Como consecuencia, los gobiernos de corte más liberal han tenido mandaros mas cortos y no han tenido tiempo de revertir el avance del estado auspiciado por esa izquierda socialdemócrata “moderada”. Y, lo que es peor, los partidos más liberales que, como todos los partidos, son máquinas para ganar elecciones, han aprendido la lección de que oponerse al crecimiento del estado no es rentable políticamente hablando y están sufriendo, inexorablemente, una deriva de pérdida de su sentido liberal en favor de una mentalidad interna cada vez más socialdemócrata. De esta forma, el proceso de crecimiento del estado se acelera.
Hasta aquí, no he hecho más que constatar unos hechos apoyados por la evidencia numérica de las series históricas. A partir de aquí, me adentro en un terreno más especulativo pero no menos basado en la historia. Hace poco menos de un siglo, el comunista italiano Antonio Gramsci se dio cuenta perfectamente de que el triunfo del comunismo era totalmente imposible en un enfrentamiento directo con el sistema de libre empresa. Se anticipó en más de medio siglo al hundimiento de la economía comunista y la caída del muro de Berlín. Y con una inteligencia y una perspicacia histórica impresionantes, ideó la estrategia que el comunismo debería seguir para que su caduca y empobrecedora ideología ganase, a pesar de todo la partida. Se trataba de conseguir por vías indirectas y solapadas lo que no podía logar por la confrontación económica. Había que cambiar de arriba abajo la percepción de la realidad de los ciudadanos de los países desarrollados. Y esta estrategia la dejó escrita en una obra que hoy se conoce como “Los cuadernos de la cárcel”, por haber sido escrita durante su encarcelamiento por el régimen fascista de Mussolini. Esta estrategia prescribía que había que infiltrarse en la cultura. Y no sólo en la cultura económica, sino también en la social, moral y de las costumbres y principios que sostenían a la civilización occidental. Había que infiltrarse en la justicia, en la educación, en los medios de comunicación y, por supuesto, en la Iglesia, para subvertir estos valores y principios. Y había que hacerlo a través de la manipulación de estos estamentos a través de personas que pudiesen jurar, diciendo la verdad, que no eran comunistas. Si pudieran ser personas que fuesen más bien contrarias al comunismo, mejor, cuanto más lejanas de esta ideología, mayor sería su credibilidad y la eficacia de la infiltración. Las ideas de Gramsci no fueron muy consideradas hasta que se hizo evidente lo que él vislumbró con decenios de antelación: El fracaso estrepitoso de la ideología y economía comunista. A partir de ese momento, tomó cuerpo en los partidos comunistas occidentales, que abrazaron engañosamente la democracia, convirtiéndose en eurocomunistas –ahí están Enrico Berlingüer en Italia, Santiago Carrillo en España o Georges Marchais en Francia–. Este eurocomunismo se disolvió pronto, transformándose en un neocomunismo populista con un éxito devastador en las mentalidades en Latinoamérica y el los países europeos. La caduca idea de la lucha de clases se ha metamorfoseado, con una habilidad asombrosa, en una lucha entre sexos, en una lucha por el clima, en una lucha por el derecho a la muerte, en una lucha por una igualdad económica no basada en la justicia distributiva de dar a cada uno lo legítimamente suyo, sino en unas políticas igualitaristas a cargo del estado, etc., etc., etc. Por supuesto, esta forma de realización de la estrategia gramsciana no es un calco de lo que Gramsci escribió. Como toda estrategia inteligente –y esta lo es, por muy perversa que sea– se ha ido adaptando a lo que los comunistas llaman las condiciones objetivas, tomado problemas que tienen una cierta base de realidad, magnificándolos y llevándolos al absoluto. Y a fe que han conseguido arrastrar en esa lucha ideológica a una gran parte de la sociedad y de sus dirigentes. La ideología de género, el aborto, la eutanasia, la descarbonización a ultranza, las políticas de redistribución de la renta con impuestos progresivos cada vez más paralizantes para los “ricos” y con salarios vitales universales, son hoy el pan nuestro de cada día en los gobiernos de todo el mundo y de la Unión Europea en especial.
Afortunadamente,
parece que últimamente está surgiendo, de una manera espontánea, aunque
esporádica y excepcional una conciencia del “basta ya”, por parte de cada vez
más personas y algunos movimientos ciudadanos. Y cada vez parece haber más
gente que alza la voz pidiendo que este proceso se revierta. Incluso algunos
gobiernos parecen tener éxito apoyándose en este hartazgo social de demagogia
saturante. Esa es mi esperanza y a esas voces sumo yo la mía con la ilusión de
que sea una gota de agua más en un mar muerto de mentiras tan fáciles como
destructivas hábilmente disfrazadas de buenismo. Ojalá haya muchas gotas de
agua que acaben haciendo dulce el agua de salmuera de este mar muerto.
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