Nos sorprendimos un poco, porque todos creíamos que íbamos camino de Cafarnaum, de vuelta a casa, después de Pésaj, pero no dijimos nada porque, a fin de cuentas, para ir a Cafarnaum había que pasar por Magdala, así que nos pusimos en camino, dejando a Nicodemo con Miriam dormida, junto a Juana y a Avá. Pero no seguimos el camino que bordea el lago, para no pasar por Tiberíades, sino que tomamos otro que iba hacia el Oeste. Seguimos en esa dirección durante unos estadios y luego tomamos otro camino que iba hacia el norte, dejando Tiberíades a la derecha. Al llegar al cruce del camino por el que íbamos con la calzada que unía Tiberíades y Cesarea, Jesús se paró.
- Esperemos aquí –dijo lacónicamente sin dar ninguna explicación sobre lo que debíamos esperar y permaneciendo en pie y mirando a lo lejos por la calzada, hacia el Oeste, como si esperase que alguien viniese por ahí.
Todos nos quedamos también de pie y mirábamos en la misma dirección, pero sin saber por qué. Pasó algo así como una hora y mientras él siguió mirando fijamente al camino, mientras que nosotros hacía tiempo que habíamos dejado la vigilancia y estábamos charlando de trivialidades. Ya empezaba a anochecer cuando vimos una comitiva que se acercaba. Pronto nos dimos cuenta de que era la comitiva de Herodes, que se dirigía a Tiberíades. La avanzadilla de la guardia nos echó a un lado del camino, obligándonos a tirarnos al suelo. Algo extraño debía pasar porque no era corriente que se hiciese a la gente que flanqueaba el camino tirarse al suelo. Bastaba el temor a los guardias que flanqueaban la comitiva y el terror a la tortura que se sufriría si se intentaba algo contra el Tetrarca para que nadie intentase nada. No obstante, todos nos tiramos al suelo. Todos menos Jesús. Por algún extraño motivo, los guardias que nos daban las órdenes de “cuerpo a tierra” mientras nos empujaban, al pasar junto a Jesús, le dejaron en paz. Poco después pasó la litera del Tetrarca, con las cortinillas abiertas. Junto a él iba Herodías. Las miradas de Herodes y de Herodías se cruzaron con la de Jesús. Se leía la indignación en la de Herodes, por ver que alguien desobedecía las órdenes, en cambio los ojos de Herodías brillaban febrilmente de sádica excitación, de triunfal victoria. En la litera de detrás iba, voluptuosamente indolente, mostrándose a todos casi desnuda, Salomé, la hija de Herodías y Filipo, el hermano del Tetrarca. Era una joven de una belleza deslumbrante, sólo superada por su perversidad. Su madre la había iniciado en todas las habilidades de las más sofisticadas cortesanas y la usaba para conseguir los favores de los romanos o judíos que le interesaban. Al pasar junto a Jesús, sin embargo, bajó los ojos en vez de mirarle retadora por estar de pie. Pero la comitiva no se detuvo y pasó de largo. Más tarde supimos que al llegar a Tiberíades, Herodes hizo azotar al jefe de la guardia por haber permitido a ese hombre quedarse de pie. Fue Zerah quien, a pesar de ser su amigo, le tuvo que dar los treinta y nueve azotes de rigor que prescribe la Ley de Moisés. Y también supimos que Zerah se dio cuenta, por la descripción, de que ese hombre no podía ser otro que el que él mismo había visto unas horas antes. Esto aumentó su odio hacia Jesús. Tras la litera de Salomé, metidos en sendas jaulas, hechas con cañas serradas longitudinalmente, con los bordes hirientes como cuchillos, venían Juan y Enoc. La mirada de Salomé se dirigía fijamente a la figura de Juan, cuya jaula venía justo detrás de ella. Enoc estaba en la siguiente jaula, moribundo, derrumbado sobre las cañas del suelo de su jaula, con los pies y las manos cortadas y los muñones y tobillos cauterizados a medias para que se desangrase lentamente. También tenía amputadas y medio cauterizadas las orejas, la nariz y todos sus órganos sexuales. Juan estaba lleno de magulladuras, pero intacto. Las piernas de Enoc colgaban entre las cañas del suelo, más separadas que las de la jaula de Juan, que cortaban como serruchos la parte interior de sus muslos sangrantes. Las miradas de Juan y Jesús se cruzaron. Jesús musitó muy en bajo, mientras miraba fijamente a Juan.
- Tú eres mi precursor. Primero tú y después yo. Así fue con nuestro nacimiento y así será con nuestra muerte. Los dos beberemos nuestro cáliz. Enoc está a punto de consumarlo. Pero a ninguno de los tres nos faltará la fuerza del Altísimo y un día llegará nuestro momento.
Era imposible que Juan oyese ese susurro de Jesús, pero asentía con la cabeza como si lo hiciese. Incluso Enoc pudo levantar ligeramente la cabeza para mirar a Jesús. Aunque no me atrevo a asegurarlo, creo que percibí una leve sonrisa bajo la costra de sangre que le cubría la boca.
- Hagamos noche aquí, en homenaje a Juan y Enoc –dijo Jesús tras un momento de largo silencio en el que todos estábamos sumidos en un profundo sentimiento de horror y náusea.
Ninguno de nosotros era capaz de tragar ni un bocado así que tendimos nuestros mantos en el suelo y nos tumbamos sobre ellos sin decir palabra, en un ominoso silencio. Creo que nadie durmió esa noche. A la mañana siguiente, al rayar el alba, continuamos nuestro viaje. Pronto llegamos a Magdala. Al llegar al pueblo, Jesús paró al primer hombre con en que nos encontramos y le dijo:
- Ve a casa de Simón, el fariseo, y dile que el rabbí Jesús quiere comer hoy en su casa. Le espero aquí.
El hombre, aunque sorprendido, fue a cumplir el encargo y nosotros nos sentamos a esperar. Cuatro horas más tarde apareció un criado de Simón y preguntó quién era Jesús. Cuando Jesús se adelantó el criado le dijo:
- Sígueme –dijo tajantemente–, mi amo te espera… –y, mirando dubitativamente al resto del grupo añadió–: … a ti solo –y sin esperar respuesta dio media vuelta y echó a andar.
Jesús le siguió. Cuando llegó a casa de Simón, le recibió más bien fríamente otro criado que le hizo pasar, sin preámbulos, al comedor, donde le esperaban, ya instalados, el resto de los otros catorce comensales, reclinados en sus divanes. El sitio de honor ya estaba ocupado por el representante del Tetrarca en Magdala. Sólo había un sitio libre. Sin moverse de su sitio Simón le dijo:
- Pasa amigo, ponte a la mesa con nosotros –su tono era sumamente displicente–. Como verás, te hemos hecho un hueco. Cuando me han dicho que querías comer en mi humilde casa me he alegrado porque he oído hablar de ti, lo mismo que estos amigos míos. Como ya tenía la comida preparada para catorce, no ha sido difícil acomodar a uno más. Hemos oído que eres un taumaturgo extraordinario, que haces auténticas proezas, incluso en Sabath. También nos han llegado algunos rumores de ciertas acciones tuyas en el Templo y estamos deseando oír todas estas cosas de tu boca. Somos todo oídos.
Era obvio que la comida no estaba prevista de antemano y que Simón había reunido a sus amigos exclusivamente para verle a él y no precisamente con admiración. Jesús tomó con calma la jarra y la jofaina que había sobre la mesa para el lavado de manos y procedió a lavárselas lenta, meticulosa y ceremoniosamente sin hacer caso aparente a la petición de Simón. Cuando acabó, los dejó en el suelo, junto a sus pies y levantó la vista hacia Simón, después de recorrer con ella a todos los invitados.
- Sois todo oídos –repitió lenta y pensativamente–. Pues escuchad.
Y les contó la historia del publicano y el fariseo que fueron al Templo a rezar y que tan bien ha narrado Lucas, el griego, en su relato porque se lo contó uno de los criados de Simón que se hizo seguidor de Jesús a partir de ese día. Tras la historia produjo un ambiente tenso que se podía cortar. Nadie se atrevía a decir una palabra. El resto de la comida transcurrió en silencio. El representante del Tetrarca intentó iniciar una conversación que nadie siguió. Los invitados apenas probaron los platos. Sólo Jesús saboreó todos los manjares, elogiándolos con énfasis, sin que eso produjese el más mínimo efecto en la cara seria y adusta de Simón y el resto de sus comensales.
Ya al final de la comida se oyeron voces en el vestíbulo de la casa. Poco a poco las voces fueron subiendo de tono. Los comensales se miraban entre sí y a Simón, con la extrañeza reflejada en sus gestos. Un criado entró, se acercó a Simón y le dijo algo al oído. Este se quedó pensativo y, tras una breve vacilación, con una sonrisa taimada, asintió con la cabeza. El criado salió y un momento más tarde, Miriam irrumpió, más que entró, en el comedor. Detrás de ella estaba Nicodemo, alguno de nosotros, que habíamos conseguido entrar desde la calle y todos los criados. Los invitados se volvieron hacia la entrada del comedor, menos Jesús, que la tenía a su espalda. Limpia, vestida con una túnica blanca que le llegaba hasta el suelo, con tan sólo un ligero rastro de sus magulladuras, aunque con profundas ojeras, con su larga melena pelirroja que caía en parte por su espalda y en parte por delante de sus hombros, estaba radiante. Llevaba entre sus manos un pequeño frasco de alabastro lleno de perfume. Sin decir una palabra, serena después de su irrupción en el comedor, se arrodilló a los pies de Jesús y los empezó a besar con unción. Después tomó la jarra y la jofaina que había en el suelo dispuestas para el lavado de manos y vertió el agua que quedaba sobre sus pies. Lloraba copiosa y silenciosamente y sus lágrimas caían, mezcladas con agua y besos, sobre los pies de Jesús que parecía indiferente a esas acciones. Luego rompió el cuello del frasco de perfume y empezó a derramarlo lentamente sobre los pies del rabbí. La habitación se llenó con su intenso aroma. También con este líquido se mezclaban besos y lágrimas. Cuando el perfume se acabó, Miriam empezó a enjugar los pies de Jesús con sus largos y sedosos cabellos rojos, con inmensa suavidad y ternura, sin dejar de derramar lágrimas sobre ellos. Los invitados miraban la escena con ojos muy abiertos por el asombro y Simón seguía con su sonrisa taimada que había virado hacia la ironía. Jesús le dijo:
- Simón, tú eres rabino de la Ley, ¿verdad?
- Así es, rabbí –la palabra rabbí sonó en boca de Simón
como subrayada por un tono que llegaba al límite de la burla.
- Entonces te voy a hacer una sencilla pregunta –Jesús
hizo una pausa esperando la autorización para continuar.
- Di, rabbí, te escucho –esta vez se percibía una nota de
desconfianza por parte de Simón al tiempo que sus ojos se entornaron
ligeramente.
- Un hombre rico tenía dos deudores. Ambos le debían una gran cantidad de dinero, pero la deuda de uno era diez veces mayor que la del otro. Ninguno de los dos podía pagarle y el rico llamó a ambos y les perdonó la deuda. Dime, Simón, ¿cuál de los dos crees que le amará más?
Simón se tomó un momento para contestar a una pregunta tan obvia en la que pensó que podía haber trampa. Al cabo de unos segundos respondió cautelosamente.
- Creo que la palabra no es amor. Amarle no le amará
ninguno, pero supongo que el que le debía más le estaría más agradecido.
- Puede que tengas razón y tratándose sólo de dinero la palabra no sea amor –concedió Jesús–. Pero si en vez de dinero hablamos de pecados perdonados por amor, entonces, sin dudarlo, la palabra es amor. Mira a esta mujer. Cuando he entrado en tu casa hace un rato, ni siquiera te has levantado a recibirme. No me has sujetado la jofaina mientras me vertías agua sobre las manos para que me los lavase. No derramaste ni una gota de aceite sobre mi cabeza. Me has lanzado una pregunta que era casi una acusación. En cambio, esta mujer, me ha lavado los pies con agua, lágrimas y besos, ha derramado un intenso perfume sobre ellos y me los ha enjugado con sus cabellos.
Mientras decía esto, Jesús sujetó suavemente con su índice y su pulgar la barbilla de Miriam, levantándole la cabeza, que estaba inclinada hacia el suelo, hasta que sus miradas de cruzaron. La sonrió hasta que la mirada triste de la mujer se transmutó también en una dulce sonrisa mientras sus ojos se achinaban movidos por la sonrisa de sus labios. Después siguió levantado la mano que tenía en su barbilla, hasta que se puso de pie. Erguida, con esa sonrisa en sus labios y sus ojos, irradiaba una dignidad inmensa.
- Sí, Simón, sí que sé que esta mujer es una pecadora. Conozco todos y cada uno de sus pecados y conozco los siete demonios que tenía dentro. Pero todos sus pecados, todos –y subrayó la palabra todos–, le han sido perdonados por amor y todos sus demonios han sido expulsados para siempre. Por eso ama mucho. Pero el amor del Altísimo es enorme e inagotable. Hay suficiente para perdonar todos los pecados de todos los que están en esta mesa y todos los que hay en el mundo. Para perdonarlos todos –y de nuevo el todos cobró una fuerza especial–. Solamente es necesario dejarse amar y perdonar por ese amor.
Jesús hizo una larga pausa en la que miró a Simón y a todos los comensales. Fuera de la sala se oía un suave murmullo de la gente que estaba presenciando la escena desde el umbral. Pero la mirada hosca y los labios fruncidos de Simón y sus invitados, no cambió un ápice. Entonces miró a Miriam y le dijo:
- Miriam, tus pecados te son perdonados y tus demonios han sido expulsados. Pero, ¡ay de los que dudan de la capacidad de Elohim para perdonar y de los que creen que ellos no necesitan perdón! Tu fe te ha salvado. Ven conmigo en la paz de Elohim.
Y diciendo esto se levantó y salió de la habitación y de
la casa. Miriam le siguió, después nosotros y, tras nosotros salieron dos
criados de Simón que se unieron al grupo. Nadie hizo nada por retenerlos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario